Read Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos Online
Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta
Tags: #Ensayo, #Biografía
—¡Ah! Me parece muy bien.
—¿Conoces a alguien allí? —inquirió el plebeyo Torres al noble de nuevo cuño Urdangarin.
—Sí, claro, yo mismo tengo algo de contacto con el presidente, con Maragall, aunque no mucho. Le llamaré y le pediré que nos dé fecha para verle.
Ahora quedaba por ver cómo le hincaban el diente a la Generalitat de Cataluña y más concretamente a su presidente, Pasqual Maragall, un socialista con bien ganada fama de honrado, un socialista que, como Azaña, se fue de la política con el mismo patrimonio con el que llegó. O menos.
Maragall llevaba año y poquito en el Palau de plaza de Sant Jaume. A la segunda fue la vencida. El 17 de octubre de 1999 la coalición PSC-Ciutadans pel Canvi, que él lideraba, obtuvo más votos que la CiU de Jordi Pujol, pero se tuvo que resignar a permanecer en los bancos de la oposición, por esas cosas que tiene la ley electoral, al lograr menos escaños que su rival. Cuatro años más tarde, el 16 de noviembre de 2003, el Pacto del Tinell, que entre otras cosas establecía un cordón sanitario con tintes estalinistas contra el PP, le aupó a la Generalitat, cumpliendo el sueño de su vida y, de paso, acabando con veintitrés años de ininterrumpido pujolismo.
El nieto del padre de la poesía catalana moderna, Joan Maragall, prometió su cargo con muchos mensajes por bandera, pero uno por encima de otros: la limpieza en la vida pública. No tardó mucho en acusar públicamente a sus antecesores de tener un vicio carísimo para el erario: «Su problema se llama 3 por ciento». Pasqual Maragall venía a poner negro sobre blanco lo que era un secreto a voces entre las grandes constructoras nacionales y entre lo más granado del empresariado de eso que Guardiola denominó «el pequeño país de ahí arriba». Si querías trabajar en Cataluña había que abonar el correspondiente peaje del 3 por ciento, y si no, si te resistías, si anteponías la ética y la legalidad a la cuenta de resultados, tenías entre cero y ninguna posibilidades de lograr un contrato público. Un empresario español siempre recuerda cómo el
molt honorable
Pujol le citó en la
embajada
catalana en Madrid, cuando estaba situada en la calle de Montalbán, para recordarle las deudas contraídas con CiU. Como si tal cosa, el
president
extrajo una libreta chiquitita de su chaqueta, la abrió y leyó a su interlocutor las «ayuditas» pendientes. Maragall era y es otra historia.
A pesar de estos antecedentes, Iñaki Urdangarin no dudó en telefonear por infanta interpuesta a este licenciado en Derecho y Ciencias Económicas con estudios de posgrado en Estados Unidos.
—President, soy la infanta Cristina. Iñaki y yo queríamos ir a verle.
—Encantado, señora. ¿Qué les parece si les invito a cenar en la Casa dels Canonges?
—Para nosotros sería un honor —concluyó, remachando la conversación con el republicano, socialista y catalanista Maragall, la hija del rey de España.
La cena se consumó pocos días después en el comedor de la Casa dels Canonges (Casa de los Canónigos), la residencia oficial del presidente de Cataluña, un edificio unido por un puente con el Palau de plaza de Sant Jaume, La Moncloa en versión catalana, un imponente palacio en el casco histórico gótico de Barcelona que hace las veces de sede burocrática de la presidencia de la Generalitat. En el primer inmueble tiene su hogar el presidente; en el segundo, su oficina. La Casa dels Canonges solo la ha empleado como vivienda el primer presidente catalán en democracia, Josep Tarradellas, nada más volver del exilio y pronunciar una frase para la historia: «
Ja sóc aquí!
». Tanto Pujol como Maragall, como ahora Mas, apenas han hecho uso de ella, porque con buen criterio todos ellos prefirieron seguir en sus casas. Si acaso para algunas comidas o cenas de postín.
Abrió el fuego el primer presidente socialista de Cataluña en la historia democrática:
—Infanta, Iñaki, bienvenidos.
—Gracias,
president
—contestó la hija del rey de España.
En la cena también estuvo presente la mujer de Maragall, Diana Garrigosa, la leal compañera de viaje que cuida del hoy enfermo de Alzheimer y a la que conoció a principios de los sesenta en la universidad. La madre de sus tres hijos, como su marido, economista de formación, persona inteligente y sensata donde las haya, fue testigo cuasi mudo de aquella surrealista recepción a los duques de Palma.
La infanta Cristina no se cortó un pelo y decidió tomar la iniciativa por su cuenta desde el instante mismo en que aposentaron sus reales a la mesa. Se pasó los primeros minutos loando a Maragall y a la Generalitat, para, a continuación, relatar los proyectos en los que andaba embarcado su marido. En resumidas cuentas, para soltar el rollo del Instituto «sin ánimo de lucro» Nóos. Hubiera constituido un perfecto soliloquio de no haber sido porque había en el salón tres personas más, amén del personal de servicio encargado de servir las viandas.
—Y ahora estaría bien,
president
, que Iñaki le contase todo el tema más en detalle.
—Claro —dijo el socialista por toda contestación.
El hombre que, como alcalde de Barcelona, trajo los Juegos Olímpicos de 1992, el mayor hito en dos mil años de historia de la ciudad, cruzaba miradas de soslayo con su esposa. No se podían creer el espectáculo que estaban presenciando. La hija del rey haciendo de comercial de los negocios de su marido. Negocios, por otra parte, que eran la comidilla en Barcelona, especialísimamente tras la adquisición del palacete, operación con visos de escándalo por su elevadísimo coste. Tanto el
president
como la presidenta consorte empezaban a entender cómo el matrimonio que tenían enfrente había logrado adquirir una de las casas más onerosas de Barcelona, si no la más onerosa, de las que habían salido a la venta en los principios del milenio.
La velada prosiguió con los mismos tintes de película de Berlanga con que se había iniciado. Hasta que en un momento dado el presidente de la Generalitat, parco en palabras y que, por tanto, no había hablado mucho, terció:
—Ahora mismo llamo a uno de mis colaboradores para que se ponga con ustedes en el tema.
El ayudante se presentó y el
president
le encomendó, en presencia de los duques de Palma, que se encargase de gestionar las propuestas del Instituto Nóos. Así, más o menos, concluyó una cena que no debió celebrarse nunca. A Pasqual Maragall su olfato de perro viejo de la política le indicó que allí había algo raro. Y en consecuencia dio instrucciones a sus colaboradores para que dieran largas al marido de la infanta. «Quitáoslos de encima poco a poco y con buenas palabras», fue textualmente la orden presidencial.
Maragall no es que tuviera miedo a un tema que le olía mal, que también. Es que, además, no quería ni pensar en la que se podía montar si sus socios de tripartito, los tan republicanos como independentistas de ERC, amén de ICV-EUiA, se enteraban de que había concedido dinero público a la hija del rey y a su marido. Sobre todo, tenía pánico a que una rumbosa subvención al instituto llegase a oídos de las huestes de Josep Lluís Carod-Rovira. Sería una declaración de guerra en el seno de un ejecutivo que estaba literalmente cogido con alfileres.
—Nos pareció un tema raro, pero, además, no podemos olvidar que de haber dado el paso, se hubiera montado la mundial. Entre otras cosas, el Pacto del Tinell hubiera saltado por los aires —rememora una de las políticas que estaban en el lío.
Urdangarin no se dio por vencido. Tal vez porque uno de sus lemas preferidos es «el que la sigue la consigue». Aprovechando que el tripartito que comandaba Maragall era un conglomerado de reinos de taifas, en el que cada uno hacía de su capa un sayo, el dúo dinámico de Nóos puenteó a un
president
que estaba ya en una larga cuesta abajo que acabaría por provocar su salida del Palau de la Generalitat el 28 de noviembre de 2006. Las polémicas constantes, la jaula de grillos de un ejecutivo en el que convivían o malvivían socialdemócratas, nacionalistas, verdes, comunistas e independentistas, provocaron que el sueño pospujolista se fuera al garete.
Pero, entre tanto, entre bronca y bronca gubernamental, el marido de la infanta y el esposo de Ana Tejeiro metieron su pacífico pero no precisamente barato estilete por los huecos que divisaron. Vamos, que le hicieron
la carioca
a un Maragall que comenzaba a padecer, que no evidenciar, los primeros signos del mal de Alzheimer. Una enfermedad que en lugar de convertirla en un problema ha transformado en una oportunidad, con unas campañas de sensibilización que hablan por sí solas de la enorme talla moral del personaje.
La primera en caer en la trampa fue la gerundense Marina Geli,
consellera
de Salud, una médico internista a la que el favorcete al yerno del rey le ha costado pasar el trago de tener que declarar ante el juez José Castro. Marina Geli, perteneciente al ala más nacionalista de un PSC ya más nacionalista que socialista o socialdemócrata, ha saltado involuntariamente a la fama por este incidente y por otro protagonizado por el escritor Eduardo García Serrano, que la insultó, por lo que el navarro se retractó públicamente una semana más tarde.
El caso es que Iñaki y Diego atacaron el flanco de Marina Geli en la Conselleria de Salud. La entraron al comienzo del curso político 2005-2006, allá por octubre. Y vaya usted a saber por qué, la bastante catalanista
consellera
accedió a pagar el no muy revolucionario impuesto a Nóos. El convenio, nuevamente se empleó esta torticera figura para dar el parné a dedo al yernísimo, se suscribió el 7 de noviembre de 2005. Lo cual no impidió que se hiciera un burocrático viaje en el tiempo para declarar que estaría vigente «del 1 de enero al 31 de diciembre de 2005». ¿Cómo es posible que un acuerdo entre dos partes esté vigente con carácter retroactivo? En fin, otra chapuza más para agradar a los chicos de Nóos.
¿Cuánto trincaron esta vez? Visto lo visto, contempladas en su conjunto las cifras de Nóos, habría que deducir que no mucho. Fueron 34.375 euros del ala por el presunto «apoyo técnico para el desarrollo de proyectos relacionados con la cooperación sanitaria en 2005». Marina Geli asegura que los barandas de Nóos se presentaron como una asociación dedicada al «desarrollo profesional y a la promoción de organizaciones relacionadas con las ciencias de la salud y de la vida». Otro cuento chino más, porque Urdangarin y Torres saben de ciencias de la salud lo que Valentí Fuster de petroquímica. O sea, nada.
Nóos juró y perjuró a Marina Geli que disponían de toda la infraestructura necesaria en el ámbito de la consultoría, la gestión y el análisis, con los profesionales «más idóneos». Lo que no le contaron a la
consellera
es que el instituto era un chiringuito en el que trabajaba una docena de personas, la mayoría secretarias y
seiscientoseuristas
dedicados a cortar y pegar de Internet. El duque de Palma, sin embargo, se comprometió por escrito a aportar «un director» del proyecto, que trabajaría «veinte horas semanales», un codirector, con «cuarenta horas de dedicación semanal», y a coordinar personalmente él todo el tinglado. En la Conselleria aún andan buscando al director y al codirector.
Cuán equivocado estaba Maragall al pensar que se había quitado de encima el marrón de Nóos. Cataluña, una comunidad que ha tenido que solicitar el rescate al estar en quiebra técnica, volvió a abonar fondos públicos al instituto «sin ánimo de lucro» un año más tarde, en 2006. Esta vez la
paganini
fue la Fundación Biorregión (Biocat), que desembolsó 48.180 euros al Instituto Nóos por ¡tres reuniones! Es decir, que se trató de algunas de las citas más caras de la historia: a razón de 16.060 euros cada una. Seis años después se sigue desconociendo cuáles son los conocimientos de Nóos en materia de biotecnología, qué méritos acreditaron para conseguir un contrato para montar unas reuniones con expertos en la materia, ni tampoco qué hicieron o dejaron de hacer. Las generales de la ley cuando hablamos del instituto «sin ánimo de lucro».
Y por enésima vez todo huele a prevaricación. El acuerdo con Nóos se suscribió el 27 de abril de 2006 y las reuniones se celebraron el 5, el 16 y el 25 de mayo. Por parte del instituto echó la firma Diego Torres y del lado de la Generalitat de Cataluña cogió el boli el director de Biocat, Gerard McGettigan. El duque de Palma y su socio son los ciudadanos más afortunados de la historia en sus relaciones con la Administración: entre la firma del convenio y la supuesta realización de los trabajos transcurrieron nada más que ocho días. O quizá es que son dos suertudos. Lo normal en una administración es que entre la firma de un acuerdo y su implementación transcurra medio año y entre la propuesta y la firma otro medio. Aquí todo fue a velocidades de Concorde.
El año 2005 fue el de la definitiva consolidación del Instituto Nóos, el ejercicio en el que las más optimistas previsiones quedaron pulverizadas por la realidad. Nóos era una máquina de ganar dinero. Todos querían contratar con la marca de Iñaki Urdangarin y la marca de Iñaki Urdangarin se encargaba de pegar el
estacazo
correspondiente.
—Habría que hablar con Matas para hacer en Baleares lo mismo que en Valencia. Seguro que nos lo compran —sugirió Diego Torres a su álter ego cuando la primavera de 2005 decía adiós para dar paso a un verano que, como todos en Mallorca, fue bastante caluroso y húmedo, aunque no tanto como el de 2003 o 2004.
—Buena idea, tío, hablaré con Jaume para proponérselo —zanjó el siempre optimista Iñaki, una
psique
que se había acostumbrado a que todo el mundo le dijera «sí» por muy extemporáneo, prohibitivo o dudosamente legal que fuera el planteamiento.
—¡Qué coño, para qué esperar, le voy a llamar ahora mismo! —se autointerrumpió nuestro protagonista antes de teclear el 647…, cifras por las cuales empezaban todos los teléfonos móviles del Govern presidido por el condenado Jaume Matas.
—Jaume, ¿podemos ir a verte Diego Torres y yo? —le preguntó de sopetón sin apenas preámbulos a un presidente de Baleares que se había convertido en algo más que un conocido: en un simpático amigo que aceptaba cualquier enjuague que le proponía.
—Por supuesto, Iñaki, le diré a Xesca Pascual [la eficacísima secretaria de Presidencia, fallecida en 2010] que te convoque. Un fuerte abrazo —manifestó Matas antes de despedirse.
La cita en la cumbre se produjo semanas después, en los primeros días de septiembre, en el Consolat de Mar, sede de la presidencia del Gobierno de las Islas Baleares, en el paseo de Sagrera, al otro lado del Club Náutico que tan bien conoce la familia real por las regatas de la Copa del Rey. Este bellísimo edificio de estilo gótico es
mini
al lado de otras sedes de gobiernos regionales. Todo gira en torno al despacho del presidente, que, por otro lado, resulta un juego de niños al lado del de otros números uno autonómicos, como el andaluz, el valenciano, el catalán, el vasco o la madrileña.