Utopía (20 page)

Read Utopía Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
13:42 h.

Sarah Boatwright esperó mientras Allocco cerraba con llave la puerta del despacho y bajaba la cortinilla para que nadie los viera desde el pasillo. Luego el jefe de Seguridad se adelantó para dejar una caja de metal sobre la mesa. Fred Barksdale, que estaba en un extremo del despacho, se acercó. Frunció el entrecejo, y la aristocrática curva de sus labios mostró un gesto severo. Sarah se inclinó hacia delante en la silla.

—Muy bien, Bob. ¿Qué pasa?

Allocco tenía el rostro enrojecido y, debajo de la chaqueta, la camisa empapada en sudor.

—Hice que el encargado de Seguridad de los rayos láser examinara la unidad. Cree que recibió una sobrecarga. Disparó un rayo de más de trescientos vatios en lugar de los treinta fijados, Reventó la carcasa y destruyó la cabeza.

—Eso no es posible. El parque solo utiliza rayos láser de clase 2, y no… —Sarah se interrumpió—. ¿Era un láser controlado por un robot?

—Así es. El robot corre por unos raíles y rastrea la señal emitida desde el yelmo del caballero.

Por un momento reinó el silencio.

—Otra vez la metarred —comentó Barksdale en voz baja.

—Esto no es más que el principio —añadió Allocco—. Había un informe de una interrupción en uno de los sensores de la Torre del Grifo. Lo comprobé. Encontré esto.

Abrió los cierres de la caja, levantó la tapa y sacó algo sujetándolo por los lados. A Sarah le pareció que era un trozo de plastilina gris envuelto en un papel transparente marcado con una serie de números. Allocco lo depositó con mucho cuidado en la mesa.

—C4 —dijo.

—¿C4? —repitió Sarah, y se levantó para mirar de más cerca.

—Explosivo de gran potencia de uso militar. Es un paquete de dos kilos.

Sarah se quedó inmóvil. Luego volvió a sentarse lentamente, con la mirada puesta en el paquete gris.

—Lo encontré en una pasarela de la torre. Lo habían colocado para que interrumpiera el rayo del sensor.

—Dios mío —exclamó Barksdale—. Tenían la intención de volar la torre.

—No lo creo —afirmó Allocco.

—¿Por qué demonios no?

Una curiosa sonrisa apareció en el rostro del jefe de Seguridad.

—Porque mire lo que encontré clavado en el paquete a modo de detonador.

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un Chupa-chup envuelto en papel rojo.

Nadie dijo nada. Sarah miró la bola redonda en el extremo del palito blanco.

—Fresa —murmuró.

—Hablé con los tramoyistas, con los tipos que trabajan en las pasarelas. Nadie vio nada. Así y todo, alguien consiguió eludir los sensores, colocar el explosivo, y marcharse.

—No lo entiendo —manifestó Barksdale.

—Pues yo sí. —Allocc0 dejó el Chupa-chup junto a la caja—. Sencillamente nos dice que puede causar daños. Destruir las atracciones con total impunidad. Ahora que lo pienso, creo que todos los fallos que hemos sufrido no han sido tales. Nuestro amigo John Doe nos está enviando un doble mensaje. Nos dice que tiene pleno control de todo.

—Es decir, que nos tiene pillados por todas partes —dijo Sarah con voz pausada.

La dominaban varias emociones —sorpresa, preocupación, furia— y no quería que ninguna de ellas afectara a las decisiones que estaba a punto de tomar.

—Han reprogramado algunos de los robots para sembrar el caos en el parque —prosiguió—.

Aflojan los frenos de las vagonetas, sobrecargan los emisores de láser, Pero también nos han dejado una prueba de que tienen los medios para hacer que todo esto vuele por los aires.

—¿Qué le dijo John Doe que quería? —preguntó Allocco—. ¿Disipar cualquier duda? Pues a mí me ha convencido.

—Se acercó a la mesa y cogió el teléfono.

—¿Qué hace? —preguntó Sarah.

—Ordenaré que pongan en marcha el nivel uno del plan de evacuación del parque —contestó Allocco, mientras marcaba—. Después me pondré en contacto con la policía estatal.

Esto es algo que a mis colegas de la Tropa E les interesará mucho saber. Necesitaremos dos equipos, quizá tres, además de agentes federales expertos en la dispersión de multitudes en Zonas de fuego…

Barksdale se adelantó y apoyó bruscamente una mano en la horquilla del teléfono. Fue algo tan poco habitual por parte del flemático ejecutivo que Sarah lo miró, sorprendida.

—¿Qué demonios está haciendo? —gritó Allocco.

—Yo podría hacerle la misma pregunta. ¿No recuerda por qué han hecho esta demostración?

Para advertirnos que no debemos hacer nada intempestivo.

Allocco lo miró con furia. Sin decir palabra, comenzó a marcar de nuevo.

—Cuelgue el teléfono —le ordenó Sarah en el acto.

Allocco se detuvo y la miró, con una expresión que reflejaba su desconcierto. Sin embargo, el tono de Sarah tenía una autoridad que no podía pasar por alto. El director de Seguridad colgó el teléfono.

—Antes de hacer precisamente aquello que nos advirtieron que no debíamos hacer, necesitamos saber mejor a qué nos enfrentamos —añadió Sarah, con un tono apenas un poco más suave.

—¿A qué nos enfrentamos? —replicó Allocco—. Yo le diré a qué nos enfrentamos. Observé a los visitantes cuando salían de la Torre del Grifo después de la función. ¿Sabe qué? Lo pasaron en grande. Nadie se enteró, nadie se dio cuenta en lo más mínimo de que alguien había resultado herido. —Señaló el explosivo—. Si el semtex hubiese estallado, habría caído toda la pared interior de la torre. Toneladas de escombros sobre tres mil espectadores.

Habría sido literalmente eso que dicen de que la casa se vino abajo, y sabe qué habría pasado. A todos les habría encantado hasta el momento en que perdieran la vida. Porque habían visto cómo otra torre se había desplomado al otro lado del teatro. Un derrumbamiento que era parte del espectáculo.

Se alejó unos pasos y luego se acercó de nuevo a la mesa.

—¿A cuántas personas tenemos hoy aquí? ¿Unas sesenta y seis mil? Ni una sola de ellas tiene ahora mismo el instinto de supervivencia. Es algo que dejan en la entrada. Para eso pagan.

Ven un incendio, escuchan una explosión, se dan cuenta de que la vagoneta comienza a descarrilar y ¿qué hacen? Se divierten más que nunca. Porque creen que todo forma parte del espectáculo. Eso hace que todas ellas sean víctimas fáciles. —Miró a Barksdale—.

¿Cuántos robots tenemos funcionando en el parque?

—¿Se refiere a conectados a la metarred? —preguntó Barksdale. Pensó un momento—.

Después de las reducciones del mes pasado, alrededor de ochenta.

—Ochenta, y cualquiera de ellos es una bomba de relojería. Incluso si fuese posible desconectarlos a todos sin crear demasiados problemas, no disponemos de tiempo para llegar a todos ellos. Además no son solo los robots, Le hemos dado a John Doe un campo de juego ideal. —Se inclinó sobre la mesa—. Colocó explosivos en las paredes de la Torre del Grifo, pero también podría haber saboteado la tubería de gas de los lanzallamas o…

—¡Ahí es donde está el problema! —lo interrumpió Barksdale—. Lo acaba de decir. No podemos verificarlo todo. Estos malnacidos tienen todos los triunfos. Tenemos que pensar en la vida de los visitantes. Ahora mismo, la evacuación, llamar a la policía, no es una opción.

—Perdone, es la única opción. No estamos equipados para defendernos de esta clase de amenazas. —Allocco hizo un gesto hacia el paquete de explosivo plástico—. En lo que se refiere a los visitantes, ¿cree que a las personas que pusieron esto les importa un rábano que mueran o vivan unos cuantos turistas?

—Probablemente no —reconoció Barksdale—. Por eso mismo no debemos incitarlos.

Los dos hombres se volvieron hacia Sarah, como si quisieran que ella hiciera de árbitro.

Ella miró sus expresiones.

El rostro pétreo de Allocco reflejaba decisión. En las aristocráticas facciones de Barksdale, la preocupación no podía ser más evidente.

—No llamaremos a la policía —decidió.

La tranquilidad volvió al rostro de Barksdale, mientras que al jefe de Seguridad se le subían los colores.

—¿Qué? —exclamó Allocco—. ¿Piensa plegarse sin más a las órdenes de ese cabrón?

—No, no me inclinaré ante él.

Mientras hablaba, notó cómo se endurecía su expresión a medida que la furia desplazaba a las demás emociones. La arrogancia de john Doe cuando había entrado en su despacho, bebido el té, planteado sus exigencias. Cuando le había acariciado el rostro. La manera como casi despreocupadamente amenazaba a su parque, hería a su gente. Había creído que ella cedería sin más a sus amenazas. Pues estaba en un error.

—John Doe dijo que tiene vigiladas las entradas y las salidas —continuó—, Insinuó que mataría a los visitantes si ordenábamos una evacuación. No tengo razones para creer que miente. Traer a una legión de policías al parque no es la respuesta. Nos enfrentaremos a John Doe en nuestros propios términos y con nuestra gente. —Miró a Barksdale—. Fred, has dicho que tienen todos los triunfos. No estoy de acuerdo. Este es nuestro parque, y eso nos da la ventaja de jugar como locales.

Barksdale levantó una mano dispuesto a protestar, pero después se echó atrás y la bajó.

—Vamos por orden —prosiguió Sarah—. Por lo que dijo Doe, vigilan el monorraíl, así que no podemos disponer una evacuación general, al menos por el momento. Por lo tanto, comenzaremos como si se tratara del primer nivel de una amenaza de bomba. Bob, ordene una alerta para todos los equipos de seguridad, sin dar más detalles. Reúna a las personalidades visitantes y llévelas a la sala principal. Dígales que viene el presidente, lo que sea, pero llévelas allí. Mientras, llamaré a Las Vegas para que no venga el lechero. ¿Te encargas tú de avisar a los cajeros, Fred?

Barksdale asintió. Casi todas las operaciones económicas en el parque se hacían a través de las tarjetas de crédito de los visitantes, pero en muchos lugares se usaba dinero en efectivo, sobre todo en los casinos. El lechero era, en la jerga de Utopía, el camión blindado que acudía a recoger la recaudación una vez a la semana. Sarah se dirigió de nuevo a Allocco.

—No podemos cerrar las entradas. En cambio, sí podemos ir cerrando taquillas un poco antes: digamos, cuatro cada media hora. También podemos acelerar la circulación de los trenes para facilitar las salidas.

—Podríamos cerrar un par de atracciones de la lista A —propuso Allocco—. Si la gente cree que lo ha visto todo, o las colas son muy largas, quizá decidan marcharse más temprano.

—Muy bien, pero hay que hacerlo todo con la máxima discreción. Hay que enviar al laboratorio de Terri Bonifacio el robot de la Torre del Grifo. El doctor Warne tendría que echarle una ojeada. Quizá encuentre algo que nos permita averiguar qué otros robots han sido modificados.

—Eso lo puedo hacer ahora mismo. —Allocco cogió de nuevo el teléfono.

Barksdale frunció el entrecejo y miró a Sarah.

—Si quieres que todo se haga con la…

—No le diremos a Andrew nada más allá de lo estrictamente necesario. Pero ahora mismo necesitamos su ayuda. Sobre todo cuando… —Hizo una pausa—. Sobre todo cuando parece que la metarred no es la responsable de todo esto.

Barksdale se arregló la corbata en un gesto inconsciente, algo que delataba su inquietud.

Sarah se sintió dominada por una súbita oleada de afecto que se apresuró a controlar. Ya habría ocasión para manifestarla más tarde.

—¿Qué te preocupa, Fred?

—Es que me cuesta entenderlo, si la metarred no tiene fallos, entonces, ¿qué está pasando?

¿Cómo pueden esos tipos enviar instrucciones a los robots? Nuestra red es absolutamente segura. No hay manera de que nadie desde el exterior pueda…

Barksdale se interrumpió. El único sonido que se oyó en el despacho fue el de Allocco al colgar el teléfono.

Sarah observó el rostro de su amante con mucha atención.

Freddy Barksdale era el hombre más educado y encantador que cabía imaginar, y al mismo tiempo era un curioso híbrido: una juventud privilegiada en los mejores colegios ingleses, una carrera en los más altos cargos de los servicios de información.

Si había algún problema, buscaba, por instinto, un fallo mecánico. Nunca se le ocurría pensar en la posibilidad de un error o una traición humana. Eso era algo antideportivo.

Sencillamente no era la manera de hacer las cosas. Pero ahora, mientras lo observaba, vio algo en sus ojos, el atisbo de algo que ella ya sabía que debía de ser la verdad.

—Freddy —dijo Sarah en voz baja—, quiero que me consigas una lista de todo tu personal que tenga el acceso y los conocimientos para hacer algo como esto, y cuáles de ellos están hoy aquí.

Barksdale permaneció inmóvil por un momento, como si la petición hubiese sido suficiente para convertirlo en piedra. Luego asintió lentamente.

—Creo que deberías hacerlo ahora mismo —continuó Sarah y, mientras Barksdale se volvía, añadió—: Fred, mantén todo esto en secreto, que he se filtre absolutamente nada.

Sarah esperó a que la puerta se cerrara detrás de Barksdale antes de dirigirse a Allocco.

—Quiero que usted haga lo mismo. Quiero una lista del personal de seguridad que tenga los medios o algún motivo. Cualquiera con una queja referente al trabajo, que tenga problemas con el jefe, consuma drogas o pase por apuros de dinero. —Mientras decía estas últimas palabras, intercambiaron fugazmente una mirada muy significativa. Después Allocco asintió—. Ese técnico, Ralph Peccam, ¿ha encontrado algo?

—Todavía continúa revisando las grabaciones de vídeo.

—No es posible que él mismo haya preparado ese fallo en la Colmena, ¿verdad? Cuando perdimos el rastro de John Doe.

—No. Al menos, no sin una preparación adecuada.

—Dijo que había trabajado en Sistemas. ¿Es hombre de su absoluta confianza?

—Cuenta con todo mi respaldo. Nunca se involucraría en este tipo de cosas. Lo conozco demasiado bien.

—De acuerdo. Entonces, que siga con los vídeos. —Se apartó de la mesa para acercarse a un plano del parque—. Tiene toda mi atención, Bob. Si tiene un plan para acabar con esto, sin riesgos innecesarios para el parque y los visitantes, quiero escucharlo.

La interrumpió un discreto zumbido.

Sarah tardó unos segundos en descubrir qué era. Luego, cuando lo hizo, se reprochó por haberlo olvidado, aunque solo fuese por un instante. Metió la mano en el bolsillo, sacó la radio y la conectó.

—¿Señorita Boatwright? —preguntó la voz suave de John Doe—. ¿Sarah?

Other books

Lips Unsealed by Belinda Carlisle
Destined to Play by Indigo Bloome
Reap the Wild Wind by Czerneda, Julie E
The Breed: Nora's Choice by Alice K. Wayne
Mummy Madness by Andrew Cope
Iberia by James Michener