Utopía (32 page)

Read Utopía Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Un pedido especial?

—Una clave secreta de acceso. Nada importante. Un batido doble de chocolate y pistachos con nata montada. Cuando lo oye, se activa un proceso especial. Me llama Kemo Sabe y prepara el pedido. Pero, inmediatamente después de servirme el batido, se volvió loco.

Comenzó a destrozar el local. Conseguí apretar el interruptor de desconexión antes de que llegara a destrozarlo todo o herir a alguien. Excepto a mí. —Se masajeó la muñeca con una expresión triste.

—Vaya. Una clave secreta. —Terri lo miró—. Estoy segura de que el pirata no sabía de su existencia. Ni siquiera yo lo sabía. ¿Has pensado en la posibilidad de que al activar el código secreto también activaras el código maligno? Que lo pusieras en marcha antes de tiempo.

Warne la miró con una expresión de sorpresa.

—No, ni siquiera se me había ocurrido. Estoy seguro de que eso fue lo que pasó. Te felicito, Terri, eso es pensar con claridad.

—Tonterías. Estoy segura de que se lo dices a todas —replicó la joven, aunque fue incapaz de disimular el rubor que apareció en sus mejillas.

—Ya lo verificaremos más tarde. Currante y los otros no son más que robots individuales.

Creo que lo mejor será empezar por la metarred. —Warne apoyó las manos en el teclado—.

En la reunión de esta mañana, Barksdale comentó que la red interna de Utopía era un sistema sellado, sin ningún contacto con el exterior, ¿Eso es correcto?

—Sí.

—Por lo tanto, cualquier modificación tuvo que ser hecha desde el interior. Eso significa que podemos descartar los pasos habituales de los piratas externos. Podemos presuponer que tuvieron un acceso privilegiado. ¿Correcto?

Terri asintió una vez más.

—En consecuencia, podemos ir directamente a los pagos finales que daría cualquier pirata.

¿Archiváis los listados de los directorios?

—Todas las semanas.

—Por favor, ¿podrías buscar los correspondientes a los últimos seis meses?

—Por supuesto. —Terri empujó la silla y rodó hasta una mesa donde había una pila de papeles.

Poole aprovechó para acercarse y mirar la pantalla.

—¿Qué está haciendo? —preguntó.

—Disparo a la cabeza —contestó Warne.

El guardaespaldas enarcó las gruesas cejas, y Warne le señaló el terminal de la metarred.

—Alguien ha estado trasteando con este ordenador. Lo utilizaron para descargar unas órdenes erróneas a los robots del parque. El caso es que Utopía es un entorno blindado. Un pirata no puede colarse sin más y empezar a teclear, por más que lo haga desde dentro.

Necesita utilizar un troyano de alguna clase.

—Una sabia precaución en estos tiempos. ¿Con estrías o normal?

—No me refiero a un profiláctico. Un caballo de Troya. Es un software que se oculta dentro de otro programa y hace el trabajo sucio en secreto. —Warne se encogió de hombros—. Por supuesto, es solo una posibilidad, aunque parece la más probable. Así que ahora vamos a ver sí encontramos alguna intromisión en los últimos meses.

Terri volvió con un montón de hojas amarillentas.

—Me pareció que preferirías el papel —dijo—. Es baja tecnología, pero más fiable.

—Vale. —Warne escribió una serie de órdenes, y en la pantalla apareció una ventana con un listado—. Vamos a comparar los viejos listados con el estado actual de la metarred.

Comenzaremos por los más recientes y buscaremos hacia atrás.

Los dos guardaron silencio mientras comenzaban la búsqueda. Poole los observó durante unos segundos y después hizo otro recorrido por el laboratorio. Tuercas, que no se había apartado de Warne, seguía atentamente los movimientos del hombre, y se movía unos centímetros atrás y adelante sobre sus ruedas. En el fondo, la ronca voz de Axel Rose luchaba por imponerse a los frenéticos acordes de la guitarra de Slash.

—Supongo que no podré convencerte de que lo apagues —comentó Warne, que señaló el reproductor de CD.

—Me ayuda a pensar. —Terri soltó una risita.

—¿Qué pasa?

—Solo estaba pensando en un batido doble de chocolate y pistachos con nata montada.

Suena absolutamente repulsivo.

—Mira quién habla. Una mujer que unta pasta de gambas en trozos de fruta verde. —Hizo una pausa y después miró a Terri—. Es curioso.

—¿Qué?

—Hemos estado hablando por teléfono todas las semanas, desde hace casi un año, y siempre creí que, con un apellido como Bonifacio, eras italiana.

—Vaya. Te imaginabas a Sofía Loren inclinada sobre la pantalla de la metarred con una blusa muy escotada. En cambio, te has encontrado conmigo, la amistosa nativa de una isla del Pacífico. ¿Desilusionado?

—No, qué va. —Warne sacudió la cabeza—. En absoluto.

Quizá fue por el claro tono de sinceridad en su voz. La amplia sonrisa que provocó este comentario no tenía el más mínimo rastro de la irónica picardía habitual en las sonrisas de Terri.

—Atentos —dijo Poole. Se acercó a la puerta y la abrió—. Voy a recorrer el pasillo. No dejen entrar a nadie.

Warne observó la marcha del guardaespaldas. Terri se encargó de cerrar con llave y volvió a su silla. Warne y Terri se miraron.

—¿Crees que es un infiltrado? —preguntó la muchacha, con un tono grave.

—No lo sé. Cualquier cosa es posible. Según Sarah, tú también estás entre los sospechosos.

—Es lógico.

—Sí, pero el instinto me dice que Poole no es uno de los malos.

—Se a lo que te refieres. Además, ¿qué terrorista se vestiría de esa manera?

Warne se concentró de nuevo en la lectura de las órdenes.

Al cabo de un minuto, exhaló un suspiro y dejó la hoja sobre la mesa.

—¿Qué pasa? —preguntó Terri, y apoyó una mano sobre el hombro de Warne.

—¿Alguna vez te ha preocupado algo que sabes muy bien que es una locura y después resulta que es verdad? Es lo que pasa ahora. Sabía que buscar a Georgia era una estupidez.

Las probabilidades de que le sucediera algo eran minúsculas. Sin embargo, ocurrió. Ahora no puedo quitarme la sensación de miedo. —Hizo una pausa—. ¿Tiene sentido?

Terri lo miró a los ojos. Después apartó la mano del hombro de Warne y miró las hojas impresas.

—Cuando era una niña en Filipinas —comenzó—, mis padres me enviaron interna a una escuela religiosa. Fue terrible, algo sacado de Oliver Twist. Yo era la menor, y la más pequeña, y todas se metían conmigo. No quería dejarme avasallar, así que me defendía.

Pero resultó que siempre era a mí a la que castigaban. Las monjas usaban palmetas.

Algunas veces pagaban horas antes de que pudiera sentarme. —Sacudió la cabeza al recordarlo—. Así y todo, era algo que podía soportar. Lo que no soportaba era el confesionario. Lo detestaba odiaba aquel pequeño lugar oscuro. Estaba segura de que algún día me encerrarían allí y nadie iría a buscarme. No sé por qué me preocupaba tanto.

Solo sabía que, si pasaba alguna vez, me moriría. Me asustaba tanto que un día me negué a ir. Nunca había sucedido que una alumna se negara a confesarse, como castigo, la madre superiora me encerró en un armario, un lugar muy pequeño, sin luz.

Warne vio cómo el cuerpo de Terri se ponía rígido al recordar la experiencia.

—¿Qué pasó?

—Me derrumbe. Perdí el conocimiento. No recuerdo nada, ni siquiera cuánto tiempo estuve allí. Me desperté en la enfermería del convento. —Se estremeció—. Solo tenía nueve años, pero estaba convencida de que había muerto en aquel armario. Al día siguiente, me escapé. Desde entonces, tengo claustrofobia. Ni siquiera tolero las atracciones del parque que pasan por lugares oscuros. —Terri lo miro—. Lo que quiero decir es que sé cómo te sientes. Incluso tus temores más descabellados pueden convertirse en realidad.

El silencio que siguió a estas palabras fue roto por la llamada de Poole desde la puerta.

Terri fue a abrirle.

—Continuemos con lo nuestro —dijo al volver.

Era un trabajo aburrido: elegir un archivo de la pantalla, anotar la fecha y el tamaño, y después compararlo con la copia impresa, para ver si había alguna discrepancia, cualquier cambio en el tamaño o la fecha de acceso que indicara una intervención externa. Warne acabó un listado, un segundo y comenzó el tercero. «Es como buscar una aguja en un pajar —pensó—. Creo…» De pronto se detuvo.

—Esto es extraño. —Señaló la hoja—. Echa un vistazo.

Señalaba un archivo denominado /bin/spool/upd_display.exec.

—No lo conozco —dijo Terri—. ¿Qué hace?

—Es una rutina para restaurar la pantalla antes de la descarga matutina a los robots.

—Parece bastante inofensiva.

—No piensas como un pirata. ¿Esconderías tu código en un archivo que diga gusano_infec_reformat, o en algo simple e insignificante? —Apoyó el dedo en el papel—. Lo importante es que este es un archivo de mantenimiento, parte de las rutinas básicas. No hay ninguna razón para que esté alterado.

Pero mira el tamaño del archivo.

—Setenta y nueve mil bytes —leyó Terri.

—Mira el mismo archivo tal como está ahora en la metarred. —Warne señaló el listado en la pantalla.

Terri silbó.

—Doscientos treinta y un mil bytes.

Warne comenzó a buscar en las otras hojas.

—Mira, el tamaño del archivo es el mismo hasta… —Pasó otra página—. Hasta hace un mes.

Se miraron el uno al otro.

—¿Qué pasa? —preguntó Poole.

Warne no le hizo caso. Fue recorriendo el listado rápidamente y comparó los archivos tal como eran un mes antes con los que aparecían ahora en la pantalla. Excepto por una serie de archivos temporales, no había ningún cambio.

—Es este —murmuró.

—¿Alguna posibilidad de error?

—No.

—Es un archivo binario.

—Pues ya me lo explicarás.

Terri puso los ojos en blanco.

—¿Qué pasa? —insistió Poole.

Warne dejó las hojas a un lado y se pasó las manos por la cara.

—Alguien modificó una de las rutinas básicas. Es tres veces más grande de lo que debería ser. La han transformado en un troyano ejecutable. Cada vez que la metarred funciona, este archivo hace cosas que no sabemos. Si queremos descubrir qué hace, tendremos que invertir la ingeniería.

—¿Invertir la ingeniería?

—Desmontarla. Llegar al nivel de las instrucciones de la máquina para intentar descubrir qué hace. No es nada divertido.

—Además lleva tiempo —precisó Terri.

—Me juego lo que quieras a que esto trastornó a los robots. Si conseguimos descubrir qué hace, quizá podamos reparar los daños. —Warne se apartó del terminal—. ¿Alguna razón para que no lo hagamos?

—Solo la obvia —afirmó Poole.

Ambos se volvieron para mirarlo.

—Adelante —dijo Warne—. Venga, ilumínenos.

—Los tipos dijeron que nada de interferencias, ¿no? Pues a mí esto me suena a interferencia. No se pondrán muy contentos.

Warne sostuvo la plácida mirada del guardaespaldas y luego se volvió hacia Terri. La joven lo miraba con una expresión de duda.

—Solo si nos descubren —replicó Warne—, y no lo harán. A menos que sean mejores informáticos que terroristas.

Ahora, vamos a trabajar —añadió, y apoyó las manos en el teclado.

15:12 h.

Casi con la misma rapidez con la que se había llenado con los ayes de los heridos, volvió a reinar el silencio y la tranquilidad en el centro médico. Excepto por un puñado de pequeños grupos delante de los cubículos, los restantes visitantes habían abandonado el centro. Solo un par había decidido dar por acabada la visita y se habían ido después de manifestar a viva voz que emprenderían acciones legales. Todos los demás habían aceptado los vales de comida y las fichas para el casino y ya estaban otra vez en el parque.

Sarah Boatwright los observó marcharse con sentimientos dispares. Por mucho que detestase los pleitos —una aversión compartida por todos los empleados de Utopía— lamentaba que no hubieran sido muchos más los que habían decidido marcharse del parque. Verlos ir de nuevo hacia los Mundos era como ver a los soldados heridos que volvían al campo de batalla sin saberlo.

Caminó por el pasillo brillantemente iluminado de la sala de recuperación. Saludó a varias enfermeras cuando se cruzó con ellas. Se detuvo un momento para conversar con uno de los guardias. Después continuó hasta llegar al cubículo de Georgia Warne. El doctor Finch le había comunicado que solo tenía algunos morados y las consecuencias del susto, y que el sedante la haría dormir por lo menos una hora más.

Sarah se sentó al pie de la cama. Georgia dormía plácidamente, los cabellos sobre la frente, los labios entreabiertos. La dura prueba por la que había pasado en Aguas Oscuras había quedado temporalmente sepultada en el olvido.

Oyó el rumor de las voces de las enfermeras en su puesto de control. Había tantas cosas que debería estar haciendo: informar de los últimos hechos a Chuck Emory en Nueva York; hablar con los supervisores para mantener la ficción de que todo funcionaba normalmente… Sin embargo, todo eso le parecía inútil. Ahora todo dependía de john Doe.

Era él quien llevaba la voz cantante. Se reclinó en la silla, dispuesta a relajarse, pero sus músculos se resistieron.

Miró de nuevo a Georgia, el morado en la mejilla, la manera como las delgadas manos sujetaban la manta de algodón. No dejaba de ser curioso que por propia voluntad hubiese ido junto al lecho del primer gran fracaso de su vida.

Cuando se había ido a vivir con Andrew Warne, estaba decidida a ganarse a Georgia, a conseguir que la aceptase. Sarah sabía que cualquier problema se podía resolver con tesón y buena voluntad. En cambio, cuanto más lo intentaba, más se resistía Georgia.

Por supuesto, si debía ser sincera consigo misma, sabía que Georgia no era la única responsable. Ella había aparecido en la escena cuando la muerte de Charlotte Warne aún estaba fresca en el recuerdo de la niña, y Georgia se había mostrado muy posesiva con su padre. También era posible que Georgia hubiese adivinado, por algún instinto infantil, que Sarah nunca podría ser una madre a tiempo completo. Ella misma comprendía ahora que tal compromiso habría sido imposible. Sencillamente su carrera estaba por encima de todo lo demás. Después de todo, ¿no había aceptado el puesto en Utopía sin vacilar ni un segundo? Aún recordaba la expresión en el rostro de Andrew cuando se lo había dicho: él había estado absolutamente seguro de que iría con él a Chapel Hill, que lo ayudaría a poner en marcha su empresa de nuevas tecnologías. Pero la oportunidad de dirigir algo como Utopía era una de esas oportunidades únicas en la vida. Nada habría podido impedirle aceptar el trabajo.

Other books

The Adventuress: HFTS5 by M.C. Beaton, Marion Chesney
The Lantern Bearers (book III) by Rosemary Sutcliff, Charles Keeping
Last Exit in New Jersey by Grundler, C.E.
Insanity by Susan Vaught
A Matter of Marriage by Lesley Jorgensen
Mindbenders by Ted Krever
Don't Fall by Schieffelbein, Rachel