—¿Dónde? —preguntó Poole, que hasta el momento había permanecido en silencio.
—La sala VIP. Yo os llevaré.
Warne se levantó, intrigado por la razón que había hecho que Sarah abandonara el centro médico.
—Muy bien —dijo—. Pero primero vamos a dedicar unos minutos al rastreador. Podemos pasar por la oficina de administración de la red, a ver si conseguimos dar con el router ilegal.
Después iremos a la sala VIP.
Salieron del laboratorio. Poole maldijo cuando Tuercas dejó bruscamente de marcar el territorio y pasó junto a él a toda velocidad para no separarse de Warne. Terri cerró la puerta con llave y encabezó la marcha por el pasillo.
—¿Está lejos la administración de la red? —preguntó Warne.
—Nos queda de paso. Está en la primera esquina, cerca de…
La voz de Terri quedó ahogada por el ruido de las ruedas de Tuercas cuando este vio un coche eléctrico que entraba en el pasillo y se lanzó en su persecución.
—¿Qué hace? —preguntó Terri.
—Ya te lo expliqué. Le gusta perseguir cosas. ¡Tuercas! —gritó Warne, al tiempo que aceleraba el paso hasta trotar—. ¡No perseguir! ¡No perseguir!
Se perdió de vista en la primera esquina, con Terri y Poole pegados a sus talones.
Los gritos de Warne se perdieron en la distancia. Durante algunos minutos, reinó el silencio en el pasillo donde estaba Robótica Aplicada. De vez en cuando pasaba algún empleado.
Entonces una figura disfrazada apareció en el extremo del pasillo. Por el aspecto, tenía que ser uno de los actores de Luz de Gas: capa, traje de lana, un pesado bastón de madera, botines negros. Iba leyendo los carteles de las puertas mientras avanzaba.
El hombre se detuvo delante de la puerta del laboratorio de Terri. Miró despreocupadamente a ambos lados. Luego, artado de la ventana de la puerta, apoyó la mano en el pomo y lo giró. Estaba cerrado con llave.
Permaneció unos segundos con la mano en el pomo, atento a los sonidos provenientes del interior del laboratorio. Convencido de que no había nada, apartó la mano. Después se alejó con paso tranquilo, en la misma dirección por la que había llegado.
La sala VIP se parecía más a un palacio italiano que a la habitual sala con sillones un bar que había imaginado Warne. Las intrincadas columnas de alabastro llegaban hasta el techo, pintado como un cielo azul blanco que acentuaba la ilusión óptica. Entre las columnas había fuentes barrocas. Las paredes estaban decoradas con grandes paisajes al óleo con marcos dorados. Un muy digno cuarteto de cuerda interpretaba música de cámara en un rincón.
Un grupo de media docena de guardias vigilaba la entrada desde el interior. Warne le dijo su nombre al guardia más cercano, quien —después de lanzar una inquieta mirada a Tuercas— los autorizó a pasar. Warne camino a través de la sala con el suelo de mármol de Carrara rosa, seguido por Terri. En la retaguardia, Poole miraba en derredor sin perderse detalle.
Al fondo de la sala había una puerta que comunicaba con un pasillo más angosto, alfombrado. El guardia lo hizo pasar. Había puertas a ambos lados del pasillo, la mayoría de ella; cerradas. Warne escuchó al pasar la voz de una mujer, muy británica y muy severa, que protestaba con mucha indignación: «Llevarnos aquí una hora. ¡Una hora!
¡Somos invitados no prisioneros! Mi marido es un lord. No puede…».
La voz se perdió a su espalda. El guardia se detuvo delante de una puerta, llamó y esperó a que abrieran. Un hombre asomó la cabeza y con un gesto despidió al guardia, que se alejó por el pasillo.
—¿Cómo es que ha tardado tanto? —le preguntó el hombre a Warne—. Comenzábamos a preocuparnos.
Warne tardó unos segundos en recordar que el hombre de rostro bronceado y cabellos rubio ceniza era Bob Allocco, el jefe de Seguridad.
—Hicimos un alto en el camino —respondió Warne al tiempo que entraba.
La habitación era pequeña y estaba amueblada con mucho gusto. Como en todo el subterráneo de Utopía, la luz artificial intentaba aproximarse el máximo posible a la luz natural para compensar la ausencia de ventanas. En una esquina había un monitor de televisión de grandes dimensiones conectado a uno de los canales del circuito cerrado.
Warne miró en derredor y su mirada se detuvo en Sarah Boatwright. La directora de operaciones estaba arrodillada junto a una silla y hablaba con el hombre sentado, de espaldas a la puerta. Al ver a Warne, Sarah se interrumpió. Se puso de pie, con los labios apretados, con una expresión que Warne desconocía.
—¿Qué ocurre? —preguntó Warne, que se le acercó rápidamente—. ¿Dónde está Georgia?
—Estás bien, gracias a Dios. No sufras por Georgia. El doctor Finch la vigila personalmente.
Dice que dormirá por lo menos otra hora más. —Hizo una pausa para mirar a Allocco.
—¿Qué ocurre? —repitió Warne.
—Andrew, ¿recuerdas haberte encontrado esta mañana con un hombre llamado Norman Pepper?
—Pepper —murmuró Warne. El nombre le sonaba—. Pepper. Sí. El experto en orquídeas.
Vinimos juntos en el monorraíl.
—Está muerto.
—¿Muerto? —exclamó Warne, sorprendido—. ¿Cómo?
«Probablemente un infarto —pensó—. Le sobraban por lo menos veinticinco kilos. Poco habituado a tanta excitación. ¡Qué tragedia! El tipo parecía estar contento a más no poder. Dijo que tenía hijos, es…»
—Lo mataron a golpes.
—¿Qué? —De pronto lo sacudió un escalofrío. Miró a Sarah.
—Con un objeto pesado. —La voz áspera de Allocco resonó en la habitación. Hizo un gesto hacia la silla—. Este pobre hombre lo encontró. Fue a la sala de especialistas externos para tomar una taza de chocolate y en cambio se encontró con Pepper.
El hombre de la silla se volvió. Era calvo, menudo, con un bigotillo y gafas de cristales redondos. Estaba incluso más pálido que Sarah. Warne, todavía dominado por los efectos de la sorpresa, tardó un minuto en reconocerlo. Smythe, el especialista en fuegos de artificio o algo así.
—Jesús —susurró Warne. Recordó a Pepper, que se frotaba las manos mientras cantaba las maravillas del parque—. ¿Por qué?
—Eso mismo nos preguntamos —respondió Allocco. Se apartó de Smythe, y los demás lo siguieron—. No fue un robo. Tenía el billetero en el bolsillo, pero estaba tan empapado en sangre que habríamos tardado mucho en encontrar una identificación legible. Así que cogimos la insignia que llevaba en la solapa y la pasamos por el escáner.
El jefe de Seguridad se interrumpió.
—¿Qué más? —preguntó Warne.
Allocco miró a Sarah. Warne hizo lo mismo.
—Llevaba tu insignia —le informó Sarah.
Al escalofrío lo siguió el miedo. Warne tragó saliva.
—¿Mi insignia? —repitió, atontado—. ¿Cómo es posible?
—Pero, incluso antes de acabar, recordó el pequeño incidente en el monorraíl. Pepper había hecho caer los pequeños sobres blancos al suelo, los había recogido, le había dado el suyo—. Cambiamos las insignias cuando veníamos. Es la única explicación. La insignia que perdí en Aguas Oscuras era la de Pepper.
Sarah se le acercó.
—Lo sé —dijo—. Es terrible, es algo terrible.
«Algo terrible…» En este momento de máxima tensión, Warne no podía borrar de su mente la imagen de Norman Pepper. «Podría haber sido yo. Podría haber sido yo.»
—¿Qué piensan hacer al respecto? —preguntó Poole.
—La única cosa que podemos hacer. Dejar el cuerpo donde está, cerrar la sala. Avisar a la policía. —Sarah intercambió una mirada con Allocco—. En cuanto se pueda.
Llamaron a la puerta. Allocco la abrió, y entró una joven con un tazón de té, que le entregó a Sarah. La directora de operaciones le dio las gracias y se la ofreció a Smythe, que declinó la invitación con un leve movimiento de cabeza.
—Por supuesto, usted comprenderá que tendrá que quedarse aquí mientras dure todo esto —le dijo Allocco a Warne—. Si lo prefiere, puede quedarse con su hija en el centro médico. Hemos asegurado los dos lugares.
Warne, todavía con el pensamiento puesto en Pepper, no le entendió.
—¿Qué quiere decir?
—Ya sabíamos que lo buscaban. Ahora sabemos que lo quieren matar.
El miedo hizo que Warne tuviese la sensación de que los miembros le pesaban.
—¿Por qué? ¿Por qué me quieren ver muerto? No tiene sentido.
—Sí que lo tiene —manifestó Terri, y todas las miradas se centraron en ella. La muchacha se sonrojó, como si se hubiese sorprendido de escuchar su propia voz. Tomó aliento y añadió con una expresión decidida—: Demuestra que estás en lo cierto. Me refiero al troyano en la metarred.
—Me he perdido —dijo Allocco.
—El doctor Warne no tenía que venir aquí hasta la próxima semana. Estos tipos, quienes sean, no pudieron prever que adelantaría la visita. Si intentan matarlo es porque saben que puede hacerles daño.
—Tiene razón —señaló Poole, desde la máquina de café donde se estaba sirviendo una taza.
Allocco lo miró con una expresión furibunda y luego murmuró algo ininteligible.
—Creo que tiene su lógica —declaró Warne. Miró a Sarah—. No puedo quedarme aquí. Tengo algo que hacer.
—¿Cómo qué? —preguntó Allocco, con un tono sarcástico—. ¿Ir a alguna de las montañas rusas, ver alguno de los espectáculos?
—Creo que he encontrado algo. Algo importante, Sarah permaneció en silencio. Esperó sin desviar la mirada de su antiguo amante.
Warne prosiguió, sin hacer caso de la sequedad en la boca.
—Si no me equivoco, he localizado el puerto que están utilizando estos tipos.
—¿Puerto? —repitió Allocco—. ¿De qué habla?
—Ya sabe, el puerto. El nodo físico por donde se han colado en el sistema de Utopía.
—¿Usted lo entiende? —le preguntó el jefe de Seguridad a la directora.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Sarah, sin hacer caso de Allocco.
—Esa es la razón por la que tardé en llegar, Sarah. He encontrado un troyano en la metarred. Transmite información desde el ordenador de Terri hasta la red de Utopía.
Conseguí reconstruir una parte de una dirección interna, no mucho pero lo suficiente para tener un punto de partida. Luego fuimos a la administración de la red y enviamos un rastreador por la red, para ver si encontrábamos alguna anomalía, cualquier cosa que pudiera indicar si había un intruso. —Se interrumpió—. Escucha, ya te lo explicaré más tarde.
La cuestión es que encontramos un router no autorizado, que escucha por un puerto que está en… —Miró a Terri—. ¿Cómo se llama ese lugar?
—El Núcleo.
—Puede que no sea nada. Lo más probable es que sea un interruptor mal configurado. Pero si el aparato lo colocaron estas personas, deberíamos ir a verlo, descubrir qué hace.
—A ver si lo entiendo —dijo Allocco—. Acabamos de decirle que esos tipos quieren matarlo.
Ha muerto una persona que confundieron con usted, y ahora quiere salir para ir a buscarlos.
—No pienso ir a buscarlos. Solo intento rastrear una pieza de hardware. —Warne miró a todos los demás antes de dirigirse a Sarah—. Tú me pediste ayuda. No me entiendas mal.
Estoy muerto de miedo, hasta tal punto que no puedo estarme aquí mano sobre mano. Al menos fuera seré un blanco móvil.
—El router, o lo que sea —intervino Allocco—, ¿puede ser el responsable del caos de nuestra red de cámaras de vigilancia?
—Es más que probable.
—¿Usted qué opina? —le preguntó Allocco a Sarah.
—Andrew, quiero que me escuches atentamente. Estas personas no vacilan en matar para conseguir sus objetivos.
—La voz de Sarah era muy firme; Warne se preguntó cómo podía mantenerse entera sometida a semejante presión—. John Doe me dijo que habíamos tenido mucha suerte con la explosión ocurrida en Aguas Oscuras. Han matado a un inocente convencidos de que eras tú. ¿Comprendes lo que te digo?
«Me estás diciendo que Georgia ya perdió a su madre. Necesitas mi ayuda. Pero no quieres ser la única responsable de mi sacrificio.»
—Sí —respondió en voz alta.
—¿Pues entonces qué?
—Si alguien tiene que hacer esto, más vale que sea yo.
Allocco exhaló un sonoro suspiro.
—En ese caso, mandará que lo acompañe un grupo de mis hombres.
Warne sacudió la cabeza.
—No. Preferiría que los enviara a vigilar a mi hija.
—Bien —afirmó Poole, que continuaba junto a la máquina de café—. Un destacamento de guardias llamaría mucho la atención. Este es un trabajo que requiere un equipo pequeño.
—¿Le he pedido su opinión? —replicó Allocco, con una furia mal contenida.
—Es obvio que esos tipos están muy bien preparados —prosiguió Poole, como si no lo hubiese oído—. También es de suponer que están bien armados. Si ven un grupo de guardias, en formación alrededor de un único civil… —Se encogió de hombros y bebió un sorbo de café—.
Solo necesitarían una granada de mano de baja presión. Yo me inclinaría por la M433A1 de doble efecto: cuarenta y cinco granos de composición A5, con un fusible detonador.
Arrojas una en el grupo, y ¡bum! Le estropeas el día.
Allocco frunció entrecejo.
—Este es un trabajo de reconocimiento —continuó Poole—. Se necesita un equipo pequeño.
Busque al hombre adecuado para que haga de carabina.
—El hombre adecuado —repitió Allocco, con voz desabrida—. ¿Quién podría serlo?
Poole sonrió recatadamente y se tocó la visera de la gorra.
—¿Usted confía en este tipo? —le preguntó Allocco a Warne, con un tono incrédulo.
—Al menos sabemos que no es un topo. Es un visitante no un empleado de Utopía. Un elemento al azar.
—Al azar, usted lo ha dicho. —Allocco se llevó a Sarah y Warne a un aparte.
—¿Cómo sabe que no es uno de ellos?
—Porque si hubiese querido matarme, ya estaría muerto. —Warne titubeó—. Escuche, no soy un héroe. Pero soy el más capacitado para comprobar esa cosa.
Allocco pensó durante un momento. Luego bajó las manos y se apartó.
—Quiero que se lleve a mi hombre, Ralph Peccam —dijo—. Es mi mejor técnico de vídeo y digno de toda confianza. También es el único en mi departamento que sabe lo que está pasando. Si ese aparato está interfiriendo con las transmisiones, quiero que lo vea.
Warne asintió.
—Llamaré a Fred Barksdale —manifestó Sarah—, para que también envíe a un técnico de la red para que te acompañe.
—De acuerdo. No, espera un momento. Tardaría demasiado. Terri conoce la red a fondo.