Utopía (42 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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Terri lo miraba con mucha atención. De pronto, abrió mucho los ojos. Fue como si acabara de plantearse la misma pregunta.

Warne le soltó las manos y comenzó a abrir y cerrar los puños, sumido en un mar de dudas.

Sarah Boatwright estaba en grave peligro. Estaba a punto de caer en la trampa de John Doe. Por otro lado, bien podía ser que también lo estuviese Georgia. Quizá no era probable. Pero si lo habían estado buscando… si ya habían matado a una persona al creer que era él… y si John Doe se enteraba… Georgia era toda su familia.

No podía ocuparse de las dos. Solo tenía tiempo para una de las dos. Una ya estaba en peligro; no sabía si la otra lo estaba, a una la amaba, la otra era un viejo amor. Hundió el rostro en las manos. Era un dilema terrible, imposible de resolver.

Sintió el contacto de una mano en el hombro.

—Iré yo —dijo la voz. Warne miró a Terri—. Iré yo —repitió la muchacha—. Yo cuidaré de Georgia.

Warne bajó las manos.

—¿Lo harás?

Terri asintió.

El alivio que sintió Warne fue tan intenso que, por un momento, se quedó sin fuerzas.

—Tú sabes dónde está, ¿no? En el Centro médico, en una de las salas de recuperación.

—Pensó rápidamente—. Quiero que la lleves a algún lugar donde os podáis esconder. Llévala a Seguridad, si puedes, o a cualquier otro lugar donde estéis a salvo. Solo como una medida de precaución. ¿Lo harás?

Terri asintió de nuevo.

—Gracias, Terri. Gracias, gracias.

La abrazó, la apretó contra su pecho por un momento y luego se apartó. Terri no dejó de mirarlo mientras él caminaba hacia la puerta.

Unos segundos más tarde, Warne corría por el pasillo para volver a las zonas públicas de Utopía.

15:55 h.

El vestuario central del nivel B era un enorme laberinto de habitaciones. Sí bien siempre había una multitud de actores, a partir de las tres y media estaba a rebosar. Duques y caballeros errantes de Camelot que acababan la jornada se codeaban con vendedores ambulantes con sombreros de paja y trajes a rayas, que iban a Paseo y a los espectáculos de la tarde. Cortesanos con peluca y cortesanas con miriñaques conversaban con exploradores interestelares vestidos con trajes espaciales presurizados. Modistas, sombrereros, sastres, consultores de vestuario y de dicción recorrían las habitaciones ocupados en repasar todos los detalles. Era una ruidosa y desconcertante mezcla de lo viejo y lo nuevo, del pasado y el futuro.

El enorme aseo de hombres estaba entre un almacén de vestuario y la sección de maquillaje. Dentro había un hombre delante de uno de los lavabos. Se frotaba las manos con mucho cuidado y se tomó el tiempo necesario para quitarse algo que tenía pegado debajo de las uñas. Cuando acabó, se secó con una toalla de papel al tiempo que se miraba en el espejo. Unos ojos almendrados de expresión taciturna le devolvieron la mirada.

Se abrió la puerta y entró un grupo de titiriteros vestidos con trajes de brillantes colores, que hablaban y reían ruidosamente. El hombre arrojó la toalla a un cubo, salió del lavabo y caminó por el pasillo donde estaba el almacén de recambios de Camelot, con sus estanterías llenas de espadas, lanzas, cotas de malla, escudos, yelmos y corazas que brillaban bajo las luces fluorescentes, hasta el vestuario de los hombres. Se acercó a su taquilla, marcó la combinación y abrió la puerta de metal gris. Ya había dejado el bastón —después de limpiarlo y pulirlo— en una estantería donde había otros cincuenta idénticos del almacén de Luz de Gas, mientras que la capa y el sombrero los había colgado en los ganchos de la cinta transportadora de la lavandería que rodeaba todas las paredes del vestuario central. En la taquilla había un brillante traje de piloto espacial junto a un mono azul oscuro.

Se oyó un muy leve pitido. El hombre miró en derredor para asegurarse de que nadie lo miraba y sacó la radio del bolsillo. Se apoyó con toda naturalidad en la taquilla vecina y, oculto por la puerta abierta, marcó el código del descodificador.

—Béisbol —dijo.

—Béisbol, aquí Factor Primario —respondió la voz de John Doe—. ¿Algún curioso?

—Negativo.

—¿Tu trabajo en Luz de Gas?

—Todo a punto.

—Perfecto. Escucha con atención, hay un cambio de planes. En cuanto acabes tu tarea en Calisto, tendrás que hacer una parada más en el camino al nivel C. ¿Recuerdas a nuestro esquivo amigo, Andrew Warne?

—Afirmativo.

—Resulta ser que ha venido acompañado al parque. Su hija está en el centro médico. Al parecer, se recupera de un desagradable incidente en Aguas Oscuras. Se llama Georgia.

—Comprendido.

—Tienes que llevarla al punto de reagrupamiento. Quizá nos resulte útil.

—Comprendido.

—Seguimos sin tener noticias de Cascanueces. Tengo el transmisor de respaldo, así que por esa parte todo está controlado. Pero me preocupa ver cómo el tal Warne se nos escapa cada vez. Puede que lo encuentres con su hija. Eso simplificaría las cosas. En cualquier caso, tendrás compañía.

El hombre miró en la taquilla donde había una bolsa de piloto.

—No es problema.

—Ya lo sabía. El tiempo es esencial. Tengo que acudir a una cita, y tú también tienes unas cuantas. ¿Preparado para encender la vela?

—Me estoy vistiendo para hacerlo.

—En ese caso, enciende la mecha. —Hubo una pausa—. Siempre he querido decirlo.

La risa de John Doe se apagó cuando el hombre desconectó la radio y se la guardó en el bolsillo. Miró de nuevo en derredor, cogió el traje de piloto y comenzó a ponérselo.

16:00 h.

El tiempo de espera en la cola había sido muy corto, y Kyle Cochran aún notaba el frío del granizado en el estómago cuando vio que apartaban el cordón al pie de la escalera mecánica. En realidad no era un cordón, sino un holograma: una perfecta recreación de aquellos gruesos cordones de terciopelo que había en los vestíbulos de los viejos cines.

Brilló por unos segundos, y las trenzas rojas se convirtieron en otras amarillas antes de desaparecer. Un acomodador se acercó y con una gran sonrisa invitó a los primeros de la cola a subir a la escalera. Mientras Kyle esperaba, se vio empujado hacía delante por su amigo.

—Tranquilo, grandullón —exclamó.

Incluso la escalera mecánica era fantástica: las balaustradas tenían un brillo azul neón y los escalones estaban hecho; de un material casi translúcido. Subía lenta y muy suavemente, para que los visitantes disfrutaran de la vista del Puerto Espacial que parecía agrandarse a medida que subían. Kyle no se perdía detalle. Con esta era la séptima vez que lo veía desde la mañana, pero era una vista que no envejecía: las colas que llenaban la estación, los rayos láser y los mágicos juegos de luces que resaltaban los detalles, la cúpula de estrellas que lo abarcaba todo. La única atracción donde no había cola era en Fuga de Aguas Oscuras, inexplicablemente cerrada por trabajos de mantenimiento durante unas horas en que la afluencia de público era máxima.

«Siete caídas en Estación Omega. Increíble,»

En lo alto de la escalera mecánica, otro acomodador guió a los visitantes a un vestíbulo señalado con un cartel que decía; «TRANSPORTADOR». Tom caminó con la muchedumbre, con el cuello estirado para mirar por encima de las cabezas de quienes lo precedían. Allí estaba, con las puertas abiertas de par en par al final del pasillo, y las brillantes paredes de acero: el transporte hasta el transbordador espacial. Al supuesto transbordador espacial. Un billete de ida directamente hacia abajo.

El interior, iluminado con una luz roja, le recordó una boca abierta. Se estremeció de placer.

Una acomodadora los esperaba al final del pasillo.

—El tiempo estimado de viaje hasta el transbordador es de cinco minutos —explicó mientras los hacía pasar a la cabina—. Por favor, tengan preparadas las tarjetas de embarque.

El transbordador saldrá del muelle espacial dentro de veinte minutos, así que por favor no se demoren cuando salgan del transporte.

Mientras seguía a los demás al interior de la cabina, Kyle sonrió para sus adentros. Le encantaba ser uno de los que sabían qué se ocultaba detrás de todo este engaño perfectamente planeado. Era como saber de qué modo hacía un mago el truco que dejaba boquiabiertos a los espectadores. Miró a los demás. Había unos cuantos que sonreían.

Para los veteranos de Estación Omega, la caída era solo la mitad de la diversión. La otra mitad era observar las reacciones de los demás pasajeros. A pesar de la fama de la atracción, los artículos en las revistas, las múltiples páginas web dedicadas a Estación Omega—. Siempre había unos cuantos que no estaban en el secreto. Creían de verdad que iban a viajar en un transbordador y que esto que parecía un ascensor gigante no era más que un medio para llegar a la verdadera atracción. La mirada experta de Kyle observó a los sesenta y tantos pasajeros apiñados a su alrededor, para descubrir a los novatos. El grupo de turistas japoneses que charlaban alegremente, quizá. O la parejita de adolescentes en el rincón, que parecían más interesados en hacerse mimos que en cualquier otra cosa.

Y, sin lugar a dudas, la pareja de mediana edad con las camisas y los sombreros idénticos, que comentaban cuánto duraría el viaje en el transbordador. Kyle sonrió. Ya sabía a quién tenía que mirar cuando comenzara la diversión.

Mientras esperaban, Kyle vio a la acomodadora que hablaba en el pasillo con una pareja de cabellos blancos. Ninguno de los dos era viejo, no podían tener más de sesenta años, pero era obvio que la acomodadora les pedía que se marcharan. Utopía no corría riesgos. Kyle sabía, por las páginas web que había visitado, que los acomodadores de la Estación Omega habían asistido a cursillos de formación médica y que eran capaces de reconocer a cualquiera que estuviera incapacitado para una caída libre, aunque solo fuese remotamente. Vio cómo la pareja se marchaba de mala gana, con las fichas para el casino que les había dado la acomodadora. Podrían haber sido sus propios padres. Una parte de él se alegró de que no estuviesen allí.

Miró a Tom, le dio un codazo en las costillas y le señaló con un gesto a la pareja con las prendas idénticas. Tom los miró y puso los ojos en blanco. «Sí —parecía decir su expresión—.

Víctimas.»

Kyle sonrió. Además de la expectativa que crecía por momentos, era consciente de otra sensación, algo muy cercano al alivio. Tom volvía a ser el de antes. Quizá fuese algo pasajero, pero tenía la esperanza de que, por fin, comenzara a ver la luz al final del túnel.

La cabina ya estaba casi llena, y sus ocupantes comenzaban a moverse para crear pequeños espacios entre ellos, tal como hacían inconscientemente en los vagones del metro y los ascensores. En unos momentos ya no tendría importancia: todos estarían gritando a voz en cuello, desesperados por sujetarse al que estuviese más cerca, sin preocuparse por el espacio personal, mientras caían a pique en la oscuridad.

Una vez más, la curiosidad lo llevó a preguntarse cómo lo hacían: cómo conseguían que todos se mantuvieran de pie durante la caída. En las caídas libres de otros parques, las personas iban sujetas a los asientos y barras de seguridad como si llevaran camisas de fuerza. Aquí, donde el elemento sorpresa lo era todo, los asientos y los cinturones habrían denunciado el engaño. Sabía que alguien de la universidad, un estudiante de ingeniería, afirmaba que utilizaban aire comprimido. Kyle se prometió que esta vez prestaría más atención, aunque era difícil. La caída era tan brusca, desconcertante y breve que casi antes de que uno pudiera abrir la boca para gritar ya se había acabado. Después estaba…

Se olvidó de todo cuando las puertas se cerraron silenciosamente y la cabina quedó aislada del pasillo. Escuché un fuerte ruido metálico en el exterior, y luego una voz sonó en un altavoz invisible: «Transportador en marcha hacia el muelle de embarque. Quizá noten una ligera vibración cuando salgamos de la esclusa de aire».

«Una ligera vibración —pensó Kyle—. Sí, tío.»

Este era el momento que más le gustaba: los últimos segundos antes de que el mundo se hundiera debajo de sus pies.

Se preparó. Cruzó una mirada con Tom y levantó el pulgar. Después miró a los rostros más cercanos —algunos sonreían como conspiradores, otros parecían aburridos e ignorantes de todo— antes de fijarse en la pareja escogida.

Se escuchó un zumbido en el exterior, como si se hubiese puesto en marcha un motor. El zumbido se hizo cada vez más fuerte a medida que aumentaba la potencia. Una ligera sensación de movimiento.

Entonces una súbita sacudida.

—¡Mierda! —mascullaron varios.

La sensación de movimiento cesó bruscamente. Se produjo otra sacudida, esta vez más violenta, y las luces parpadearon. Kyle vio cómo la pareja cruzaba una mirada, un tanto sorprendidos. No tardarían en aterrorizarse.

El zumbido de los motores aumentó, pero al cabo de unos segundos se volvió irregular y luego se apagó. En el súbito silencio sonaron unos crujidos en el exterior de la cabina.

Algo se partió. Otra sacudida, y entonces, repentinamente, se apagaron las luces.

Por un instante reinó la oscuridad y al siguiente se encendieron las luces de emergencia instaladas cerca del suelo.

A Kyle le gustaba mucho este efecto: las débiles luces rojas que iluminaban desde abajo daban a los rostros de los pasajeros un aspecto grotesco.

«Atención —anunció la voz—. Tenemos dificultades con el sistema de propulsión principal.

Dentro de unos segundos estaremos en camino. No se alarmen.»

«Por favor, que se alarmen», pensó Kyle, sin desviar la mirada de la pareja. Tenían los ojos abiertos como platos y habían palidecido.

De nuevo se oyó un estrépito metálico en el exterior, seguido por un chisporroteo.

Entonces, en el momento exacto, apareció el humo.

Kyle tensó los músculos. Atención: la caída.

Esperó, un tanto ansioso y también un tanto aprensivo el indescriptible momento en que sin más uno de daba cuenta de que el duelo había desaparecido debajo de los pies y que se caía a plomo al vacío. Respiró una vez lentamente, después otra. Entonces ocurrió algo muy extraño. Se apagaron las luces de emergencia.

Kyle esperó, sin preocuparse por los ruidos que sonaban en el exterior. Alguien lo empujó suavemente cuando los ocupantes comenzaron a moverse en la más absoluta oscuridad. No recordaba que las luces de emergencia se hubiesen apagado las otras veces, al menos no del todo, aunque era posible que en la excitación no se hubiera dado cuenta.

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