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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

Utopía (40 page)

BOOK: Utopía
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Poole sacudió la cabeza.

—No es verdad que usted quiera regresar a aquella oficina. Se está más seguro aquí, un lugar público, poco iluminado. Además…

Acabó la frase con un ademán, pero no era necesario. «Estos tipos lo tienen rodeado —decía el ademán—. Dedicar más tiempo al ordenador no le servirá de nada.»

Era algo que Warne no había querido admitir. Ahora sus pensamientos se centraron en el pirata, encerrado en la celda del centro de seguridad. La manera como se había comportado, la burla. Las palabras cargadas de desprecio resonaron en su mente: «Lo sé todo de usted y su programa de mierda. Patético. No tiene ni puñetera idea de lo que está pasando». El código había estado a punto de superarlo. Solo había sido por azar que habían pillado al tipo.

«No tiene ni puñetera idea de lo que está pasando.»

Se movió incómodo en la silla.

Llegó la camarera con las bebidas y las dejó en la mesa con sus guantes plateados. Aunque los tres debían de ofrecer todo un espectáculo —vendados, con morados y rasguños la mujer se limitó a sonreírles a través del visor y se marchó.

Estallaron unas risotadas en una mesa cercana, y Warne miró en aquella dirección. Dos jóvenes —mejor dicho, dos adolescentes por su aspecto— bebían unas enormes copas de granizado. Uno de ellos vestía una capa de mago larga, obviamente comprada en Camelot, sobre la camiseta y unos pantalones cortos deshilachados. Era la afirmación de una moda que en cualquier otra parte habría sido ridícula excepto en Utopía.

Por el rabillo del ojo vio que Poole alzaba la copa y se bebía casi la mitad de la cerveza de un trago. La venda con manchas de sangre le colgaba de la muñeca.

—Todavía no nos ha dicho por que hace todo esto —comentó Terri.

Poole dejó la copa y se secó los labios con el dorso de la mano.

—Así es —añadió Warne—. Podría haber estado aquí todo el tiempo, la mar de tranquilo, en lugar de que le dispararan, le pegaran y Dios sabe qué más.

Poole sonrió al escucharlos.

—Piensen en las personas que gastan miles de dólares para jugar a los detectives durante un fin de semana. Esto es mucho mejor, y el precio es justo.

—Se comporta como si todo esto solo fuese parte de la diversión.

—¿No lo es? —La sonrisa de Poole se hizo más grande—. Además, me permite meter baza, practicar los viejos conocimientos. —Bebió otro trago.

Warne lo miró, resignado. No recordaba haber conocido a nadie tan difícil de entender.

—Tiene razón en lo que dijo del laboratorio. Por lo tanto, si no le importa, Terri y yo iremos a visitar a mi hija. —Comenzó a levantarse.

—¿Para qué correr? Dentro de quince minutos, John Doe tendrá su disco. Después se perderá en el horizonte, sonará la música y se encenderán las luces. Un final feliz. —El tono de Poole no podía ser menos convincente.

—¿A qué se refiere? —preguntó Terri. Bebió un sorbo de cerveza, hizo una mueca y apartó la copa.

—Dije que esta era una parada importante, ¿no? Pues es verdad. Por mucho que me apeteciera una cerveza, lo importante era la parada.

Warne volvió a sentarse. Sacudió la cabeza.

—Déjese de adivinanzas.

—No es ninguna adivinanza. Recuerde quien soy aquí. Soy el observador, el extraño que no sabe que está pasando. —Bebió un sorbo—. Eso significaba que mientras todos ustedes han estado corriendo a tontas y a locas, yo he observado. He escuchado.

Warne miró a Terri. La muchacha se encogió de hombros.

—¿Adónde quiere ir a parar?

Poole cogió la botella de cerveza y comenzó a rascar la etiqueta.

—¿No ha visto en todo esto un patrón?

—No.

—Les dijeron que nadie debía saber nada de lo que está pasando —añadió Poole, mientras se rascaba—. Después, los han hecho ir aquí y allá sin darles un momento de respiro, sin permitirles detenerse y plantearse algunas preguntas básicas. —Dejó la botella—. Porque todo este asunto es como un rompecabezas. Si se encuentra la pieza correcta, se ve toda la figura. Eso es algo que ellos no pueden permitirles que hagan.

—¿Preguntad básicas? —repitió Warne—. ¿De que tipo, exactamente?

—Aquí tiene una. Si estos tipos son tan buenos, ¿por qué fallaron en Aguas Oscuras? La intención era volarlo todo darles una lección. Fue un milagro que aquel soporte no acabara de romperse y haber evitado así que todo se desplomara. Pues no estoy de acuerdo. Yo vi la huella del estallido. El tipo que colocó la carga es un maldito artista. Si hubiesen querido destruir la atracción, lo habrían hecho.

«Así que, después todo, no hubo ningún error», se dijo Warne lúgubremente.

Terri se movió en la silla, impaciente.

—Muy bien. Seré tonta, pero no acabo de entenderlo.

—La intención de estos tipos es conseguir que ustedes se preocupen, y por eso no les importa golpear a unos cuantos.

Pero, a pesar de lo que diga John Doe, no quieren que cunda el pánico. Ahora no. No encajaría en sus planes. Debemos presuponer que todo lo que hacen estos tipos obedece a una razón. ¿La explosión en Aguas Oscuras? La calcularon exactamente para que destrozara lo que destrozó y nada más.

Siguió un breve silencio mientras sus palabras calaban en los otros.

—A mí me parece una cosa de locos —opinó Terri—. Pero hay otra pregunta. Usted dice que hay una razón para todo lo que hacen estos tipos. Allocco mencionó que el pirata anuló todas las cámaras de vigilancia. No dejó ni una excepto las de los casinos y el nivel C. Se entiende que no pudiera anular las de los casinos porque tienen sus propios sistemas. Pero el nivel C es parte de la red de vigilancia central.

¿Por que no las anuló?

—No lo sé —reconoció Poole—. ¿Qué hay allí?

—La central eléctrica. La lavandería, los servicios medioambientales, la tesorería, los talleres de mantenimiento, los almacenes.

—La central eléctrica no es nuclear, ¿verdad? —preguntó Poole.

Terri puso los ojos en blanco.

Poole se encogió de hombros.

—Ya sabe, uno oye rumores.

Permanecieron en silencio durante unos segundos.

—Usted llamó a esto un rompecabezas —dijo Warne—. Sin embargo, no tenemos ni una sola pieza. ¿Cómo podemos intentar armario?

—Se olvida de que tenemos una pieza fundamental —manifestó Poole—. Nuestro amigo en la celda. El tipo dijo algo muy interesante.

—¿Qué dijo?

—¿Recuerda su reacción cuando se enteró de quién era usted? Eso no fue un engaño. Quería matarlo, aunque no parece lógico.

—Sí que lo es —afirmó Terri—. Andrew le estropeó la jugada. Acabó con lo que estaba haciendo.

—Quizá. ¿Pero recuerda por qué se cabreó tanto? Piense en lo que dijo. Fue que usted trasteara con el sistema lo que lo enfureció de verdad.

—¿Eso qué más da?

—¿Por qué no se enfureció por la trampa que les tendieron en el Viaje Galáctico ese sí que era un buen motivo. De no haber sido por el incidente, se habrían hecho con el disco y ahora estarían muy lejos de aquí.


Inay
—murmuró Terri.

Warne recordó de pronto el disco roto. Metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsa de plástico que Sarah había dejado sobre la cama de Georgia.

—¿Qué es eso? —preguntó Poole.

—Los trozos del disco del Crisol —respondió Warne—. Se rompió en la reyerta. —Lo dejó sobre la mesa—. ¿A dónde quiere ir a parar?

—Creo que todo este asunto me suena a cortina de humo.

Una muy bien preparada y disimulada cortina de humo para ganar tiempo.

—¿Por qué? —preguntó Terri. Cogió la bolsa y miró los fragmentos—. ¿Qué esperan?

—Esa es la pregunta del millón de dólares.

Poole se acabó la cerveza y dejó la copa en la mesa con un suspiro de satisfacción.

15:50 h.

Aunque no había relojes a la vista en las zonas públicas de Utopía, eran exactamente las cuatro menos diez. En Luz de Gas había una cola considerable en la entrada de los espejos holográficos. Este no era el verdadero nombre de la atracción: en las guías, y en el cartel en el área de espera, aparecía como «La cámara de las fantásticas ilusiones del profesor Cripplewood». Eran una sala de espejos que utilizaba la tecnología del Crisol para ofrecer hologramas a partir de las fotos tomadas en secreto de los visitantes. Los hologramas se procesaban para que parecieran imágenes en el espejo y después se proyectaban en tiempo real en los pasillos en penumbras de la sala. También se utilizaban espejos para crear un entorno desconcertante y siniestro. Los visitantes que recorrían los pasillos se veían enfrentados constantemente con las imágenes de ellos mismos y de los demás, y nunca podían estar seguros si eran reflejos reales o representaciones holográficas, tomadas en otros puntos del recorrido. Los visitantes salían desorientados, asustados, fascinados.

Los espejos holográficos, como los llamaban todos, ofrecían una experiencia tan particular que tenían el mayor porcentaje de repeticiones de todas las atracciones de Luz de Gas.

Esta vez, sin embargo, la multitud que esperaba no lo hacía con el entusiasmo habitual. Se oían las voces de protesta de aquellos que llevaban esperando más de una hora, y ahora les habían informado de que la atracción estaba cerrada temporalmente por problemas técnicos. Las acomodadoras vestidas con miriñaques y los acomodadores de levita recorrían la cola para calmar los ánimos y repartir vales de comida y fichas para el casino.

A un lado de la entrada se encontraba Sarah Boatwright, con los brazos cruzados, prácticamente invisible en la bruma. Observaba al público, con una mano apoyada en el disco guardado en el bolsillo interior de su chaqueta.

En el desierto castigado por el implacable sol de Nevada, la fría bruma de Luz de Gas era como un sueño de un mundo más amable. El hombre conocido como Búfalo de Agua había acabado su trabajo y ahora estaba sentado en la sombra proyectada por la suave curva de la cúpula de Utopía. A un lado tenía una radio, y al otro, una botella de agua. El libro de Proust lo tenía sobre los muslos, y lo leía con mucha atención. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar por encima del borde rocoso la larga y sinuosa carretera que salía del aparcamiento de los empleados y se perdía en la inmensidad de Yucca Flats.

A veinticinco kilómetros de distancia, más allá de los límites de la visión, dos vehículos circulaban en dirección noroeste por la carretera 95. El vehículo de atrás era un turismo último modelo con una luz destellante ámbar en el salpicadero y un faro auxiliar sujeto al marco de la ventanilla del conductor. A ambos lados del maletero destacaban las largas antenas de radio. El coche era blanco, pero ahora tenía un color marrón debido al polvo que levantaba el vehículo que lo precedía.

El vehículo que iba en cabeza era un furgón blindado Ford modelo F8000 de color rojo y vivos blancos alrededor de los faros delanteros y los deflectores de las ventanillas. El motor diesel de diez velocidades apenas Si podía con el peso de las planchas de acero de medio centímetro de grosor del blindaje. Un único guardia viajaba en el compartimiento de carga, con la espalda apoyada en un lateral y las piernas extendidas sobre la manta que cubría el suelo. Sobre las rodillas llevaba una escopeta de repetición. El hombre y el arma se movían al ritmo marcado por la suspensión.

En la cabina, el conductor iba atento a la carretera, sin hacer caso del paisaje de marrones, amarillos y verdes que tenía un aspecto sobrenatural por el efecto del cristal blindado del parabrisas. El conductor hizo una llamada.

—Utopía Central, aquí el transporte Nueve Eco Bravo.

—Utopía Central confirma —respondieron.

—Salimos de la 95. Hora prevista de llegada, las cuatro y diez.

—Nueve Eco Bravo, comprendido.

El conductor dejó el micrófono. El furgón blindado abandonó la carretera por una salida no señalizada que llevaba al camino de acceso; la pendiente se hizo más pronunciada. El conductor cambió de marcha y aceleró para llegar a horario a la entrada de servicio de Utopía.

15:50 h.

Kyle Cochran salió del bar del Mar de la Tranquilidad, resplandeciente con su capa negra y lila del archimago Mymanteus. A pesar de que la luz en la calle era escasa, el interior del bar era todavía más oscuro, y esperó a que los ojos se habituaran. A su lado, Tom Walsh, un poco más alto y mucho más delgado, disimulo un eructo. Acababan de tomarse cuatro Supernovas cada uno, todo un récord. El hecho de que no fueran bebidas alcohólicas no disminuía la hazaña: las Supernovas eran unos granizados multicolores enormes, y el estómago de Kyle llevaba rato congelado. Como siempre, era un fastidio que aún tuviese que esperar otro año para poder pedir una bebida alcohólica. Pero, en un lugar como Utopía, casi era mejor. Tenían un compañero de dormitorio, Jack Fisher, que había entrado de matute una botella de whisky y después lo había vomitado sobre los otros viajeros en la Máquina de los Alaridos.

Walsh eructó de nuevo, esta vez sonoramente, y algunos de los transeúntes miraron en su dirección.

—No ha estado mal —dijo Kyle, con un gesto de aprobación.

A su llegada a la Universidad de Nevada, Kyle había oído algunos relatos terroríficos sobre algunos de los estudiantes: uno que escuchaba heavy metal a todo volumen hasta la madrugada; otro que se cambiaba la ropa interior una vez a la semana. Tom Walsh había resultado ser una agradable sorpresa. Ambos compartían muchos intereses: el atletismo, la música ska, las bicicletas de Cross. Tom era un genio de las Ciencias, mientras que Kyle dominaba el francés, y se habían ayudado mutuamente durante lo que podría haber sido un primer año muy duro. En segundo, sus caminos se habían separado, pero habían continuado siendo íntimos amigos. En Navidad ocurrió una tragedia, cuando el hermano mayor de Tom se mató en un accidente de moto. A lo largo del invierno, Tom había pasado por una etapa de abatimiento, y Kyle se había sorprendido un tanto cuando su amigo le había propuesto pasar las vacaciones de primavera en Las Vegas. Pero, poco a poco, Tom volvía a ser el de antes. Al principio había parecido un esfuerzo consciente, como si estuviese haciendo los movimientos que le permitirían pasarlo bien. Había sido en Utopía donde Tom comenzó a actuar con naturalidad y a reír de verdad. Incluso comentó la posibilidad de solicitar un empleo para el verano. Kyle se desperezó.

—¿Bueno, tío, ahora que toca?

Tom se palmeó el estómago.

—No lo sé. Estaba pensando en que podríamos ir a la Estación Omega.

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