Valentine, Valentine (6 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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Me asomo a la pared delantera y miro más allá de la autopista del West Side, hacia el río Hudson. Las farolas forman brillantes charcos de luz amarilla, del color de las alas de una mariposa, sobre la acera que sigue la orilla del río.

En todos los años que he observado el río Hudson desde esta terraza, nunca he visto el mismo color dos veces, tampoco en el cielo. Un día el cielo es un estampado de leopardo con las manchas en gris; otro te encuentras resplandecientes estelas blancas sobre un naranja encendido, y aun un espacio azul claro con un puñado de nubes de color humo. Al igual que el cielo, el ánimo del río cambia en un instante, como un amante temperamental con poca memoria. A veces el oleaje es violento y otras está tranquilo, con ondas como las que se forman en una taza de té. Esta noche el río se extiende como un rollo de organza plateada, más allá de la estatua de la Libertad y debajo del puente Verrazano-Narrows, donde se despeña en el foso azul oscuro del océano. Parece que fluya desde siempre, y eso me consuela.

Es una lenta noche de verano con solo unos cuantos coches en la West Side Highway. No se oyen los sonidos habituales, el frenar de los camiones, las bocinas de los coches ni las sirenas; hoy reina la calma, como si todo Manhattan estuviera empapado de miel. Allá en lo alto, el cielo se ha vuelto azul turquesa con un borde de luz blanca pálida que parece una cortina de encaje, detrás del desorden de edificios que bordea el Hudson del lado de Jersey. No puedo encontrar la luna, pero el barco de la Circle Line navega hacia la costa de Manhattan lanzando destellos en la oscuridad de la noche como un topacio ahumado.

—Perdonad, chicos —les digo a los brillantes tomates rojos mientras presiono sus cubiertas duras y bruñidas, necesitadas del sol matinal para madurar completamente. La tierra bajo las tomateras está seca como si fuera aserrín. Desenrollo la vieja manguera verde y hago girar el grifo del agua. Mientras brotan, las tibias pulsaciones de agua se van enfriando. Me vuelvo para regar las plantas. Mi vestido de dama de honor es tan ajustado que me impide inclinarme, así que dejo la manguera, abro la cremallera de la parte de atrás y me quito el vestido. Mi instinto es salvar el vestido, pero ¿para qué? Me veo pálida con los colores pastel y no puedo imaginar ningún escenario en el que me lo pondría de nuevo.

El vestido queda frente a mí como un rígido fantasma rosa. Giro la manguera hacia él. Empapado, el satén se vuelve del color de un cóctel burbujeante de arándano, el tono exacto de la pintura del Palazzo Chupi, creación de Julián Schnabel, en la calle Once Oeste, que surge detrás de nuestro edificio como una villa toscana.
Ese
es el tono de rojo que me habría quedado bien.

Todo lo que queda en mi cuerpo es el Spanx, que parece un bañador color salmón del concurso de belleza Miss América de 1927. Las perneras ciñen mis muslos como vendajes. Mi abdomen queda tan apretado que se diría que la tela sostiene una costilla rota. Mis pechos parecen dos madalenas con glaseado rosa envueltas en plástico transparente. No hay ni un pliegue en mí mientras remojo las tomateras a lo largo del frente del edificio, y me siento liberada del vestido, de los zapatos y del papel de dama de honor.

Mientras riego las tomateras, el aire se llena del olor de la tierra negra y de un ligero aroma de café. Ponemos nuestros granos de café cerca de las raíces, un viejo truco de jardinería de mi abuelo. Pienso en él y en cómo la abuela tiene una visión completamente distinta del hombre que yo recuerdo y que quise. Parece que debajo del crujiente mantel blanco, que por exigencia de mi abuelo debía cubrir la mesa en cada comida, había cuestiones pendientes. Quizás la abuela se sincere conmigo algún día y me cuente la historia de su matrimonio, que es también la historia de la compañía de zapatos Angelini.

La tienda de zapatos de mis abuelos, y este edificio, es uno de los últimos vestigios de los viejos tiempos que quedan en este barrio. Los últimos diez años han transformado la orilla del río, convirtiendo una aglomeración de fábricas y garajes en un lugar de restaurantes de lujo y lofts espaciosos. La costa del río Hudson ha pasado de ser un agreste y liso muro de piedra a un deslumbrante despliegue de edificios modernos hechos de vidrio y metal. Atrás quedaron los peligrosos muelles, los oscuros hacinamientos de barcazas atracadas y los embarcaderos infestados de sucios camiones. Fueron sustituidos por verdes parques, brillantes y coloridas estructuras de madera para que jueguen los niños en zonas de recreo seguras, y cuidados pasajes moteados con hileras de luces azules que se encienden a la primera señal del atardecer.

La abuela llevó muy bien los cambios hasta que los peces gordos decidieron alterar nuestra vista para siempre. Cuando se construyeron tres rascacielos de cristal a un costado, diseñados por el famoso arquitecto Richard Meier, la abuela amenazó con cercar este jardín mediante una alta valla de madera recubierta de densa hiedra, para ahuyentar a los fisgones, pero todavía no lo ha hecho porque parece que nadie se ha mudado a las torres de cristal. Durante meses visité la terraza temerosa de los vecinos, pero nuestro jardín da, hasta el momento, directamente a un apartamento vacío.

Pongo la boquilla cerca de mi cara y me mojo con agua fría, siento el picor del polvo LeClerc mientras se diluye. De pronto, todo el trabajo de Nancy DeFastidio desaparece y la piel queda limpia. Mi cabello se libera en desorden del moño, bajo la fuerza del agua. El Spanx mojado asfixia mi cuerpo como una enredadera. Echo un vistazo alrededor, bajo la boquilla y tiro del sostén del Spanx hacia abajo, doy un tirón al corpiño y enrollo la licra por encima de la cintura y las caderas, pasando por los muslos y las pantorrillas. Me lo quito. La faja completa queda sobre el negro alquitrán del techo y allí parece la silueta de un cuerpo en la escena del crimen, delineada con tiza.

Cierro los ojos y alzo la boquilla por encima de la cabeza, empapando mi cuerpo como hacía con las plantas. El agua fría me sienta estupendamente en la piel desnuda. Cierro los ojos. Revivo una noche de verano igual de calurosa que esta, hace mucho tiempo, cuando mis hermanas y yo llenábamos una piscina de plástico azul mientras la abuela nos rociaba con la manguera.

De pronto una explosión de luz que llena la terraza. Al principio me quedo confusa. ¿Quizás un helicóptero de la Policía con enormes reflectores surca el cielo para descubrir el tráfico de drogas? Puedo ver los titulares: «
MUJER RETOZA DESNUDA BAJO UNA MANGUERA DURANTE UNA REDADA DE CRACK
». ¡Pero no hay nada en el cielo! Miro hacia la derecha, ni un movimiento en Perry Street. Miro a la izquierda. Oh, no, en la torre de cristal de Richard Meier, el piso de la cuarta planta, que suele estar vacío, tiene las luces encendidas.

Miro directamente a los ojos de una mujer que me observa. Lleva un traje de verano. Está sorprendida de verme, y no está sola, hay un hombre con ella, alto, bastante guapo, de intensos ojos negros; viste unos pantalones cortos y una camiseta en la que pone «Campari». Hacemos contacto visual pero él me mira de arriba abajo precipitadamente, como si leyera los vuelos de llegada en la pantalla de un aeropuerto. Es entonces cuando recuerdo que estoy desnuda y me lanzo detrás de una alta ristra de tomates.

Me arrastro hacia la puerta mosquitera, pero mientras lo hago, la manguera se exalta, como una astuta serpiente, y lanza un chorro de agua de cualquier manera hacia las alturas y sobre toda la terraza. Gateo de regreso maldiciendo. Tomo la boquilla y luego, agachada, me muevo hacia el grifo, donde, desde un ángulo difícil, giro la manivela hasta que finalmente el agua deja de brotar. Mientras repto hacia la puerta y vuelvo a la seguridad, la luz del piso se apaga y deja en la oscuridad nuestra terraza y, al parecer, la mayor parte de la mitad baja de Manhattan. Con lentitud levanto la cabeza, el piso está vacío ahora, es una caja de cristal en la oscuridad.

Escaleras abajo, la abuela está sentada en su sillón reclinable con los pies en alto. Sus zapatos de charol rojo descansan, con las puntas hacia dentro, cerca de la mesa, y la chaqueta de su traje cuelga con pulcritud del respaldo de una silla. Un vaso helado de
limoncello
me espera en la encimera.

—Te has dado una ducha.

—Ajá. —Ato con un nudo el cinturón de mi albornoz. Le ahorraré a la abuela los detalles de la exhibición de desnudez pública en la terraza.

—Tu cóctel es doble, y el mío también —dice, y me hace una seña para brindar conmigo—. Los
pretzels
[3]
están en la mesa.

Señala su aperitivo favorito, en su versión italiana y esponjosa. Tomo uno y lo parto por la mitad.

—He hablado con tu hermano en la boda. Quiere que me jubile.

He contenido la rabia todo el día, pero ahora no puedo más y estallo:

—Espero que le hayas dicho a Alfred que se metiera en sus asuntos.

—Valentine, en mi próximo cumpleaños haré ochenta. ¿Cuánto tiempo…? —Se detiene y reconsidera lo que está tratando de decir—. Tú haces casi todo lo que es necesario hacer aquí, en el taller, en la casa, incluso en el jardín.

—Y me gusta mucho, seré una carga para ti el resto de tu vida —bromeo—. La última mujer soltera de nuestra familia que duerme en tu habitación para visitas.

—No por mucho tiempo ni para siempre. Te enamorarás de nuevo —dice, levantando su vaso hacia mí.

La abuela me alienta de una manera muy gentil, solo cuando estoy sola y reflexiva soy capaz de recordar los pequeños giros de sus frases que me afirman y me ayudan a seguir adelante. Cuando dice «te enamorarás de nuevo», realmente es sincera, reconoce que alguna vez estuve enamorada de un buen hombre, Bret Fitzpatrick, y que fue real. Había planeado un futuro con él y, cuando no funcionó, ella fue la única persona que me dijo que no tenía por qué funcionar. Todos los demás (mis hermanas, mi madre y mis amigos) asumieron que él era poca cosa o que quizás era demasiado o que tal vez el nuestro había sido un primer amor que no estaba destinado a durar, pero nadie fue capaz de ponerlo en perspectiva para que yo pudiera convertirlo en un capítulo más en la historia de mi vida y no en el desenlace definitivo de mi historia amorosa. Confío en la abuela para que alguien me diga la verdad y me dé su opinión desnuda. También necesito su sabiduría. ¿Y su aprobación? Claro, sobre todo eso.

—Me preocupa que te esté limitando. Debes ser joven mientras eres joven.

—Según tía Feen, soy una antigualla.

—Escucha, solo una anciana puede decirte esto, nadie más tendrá las agallas de decirte la verdad. El tiempo no es tu amigo, es como, no sé… —dice la abuela, mirándose las manos.

—¿Qué?

—El tiempo es como un hielo en tus manos.

Dejo mi vaso.

—Vale, ahora estoy completamente aterrorizada.

—Demasiado tarde, ya me encargo yo de entrar en pánico por las dos.

—¿De qué se trata?

—Ay, Val…

El tono de su voz me asusta.

Me mira.

—Hice algunas cosas mal.

—¿Qué quieres decir?

—Al morir, tu abuelo tenía dos créditos con el edificio como garantía. Yo lo sabía, pero cuando fui al banco para liquidarlos resultó que eran más cuantiosos de lo que pensaba. Así que en vez de pagarlos pedí más dinero para mantener el taller en funcionamiento. Hace diez años creí que con algunos cambios podría obtener mayores beneficios, pero la verdad es que el negocio apenas daba para ir tirando.

—¿Y ahora?

—Y ahora, tenemos problemas.

Mi mente da vueltas. Pienso en nosotras, trabajando a todas horas y a veces los fines de semana. No puedo imaginar que no ganáramos dinero. Tomo un sorbo de limoncello, con la esperanza de que me dé fuerzas. La abuela y yo nunca hablamos del lado empresarial de la fabricación de calzado, de las ganancias y las pérdidas, de lo que cuesta fabricar zapatos. Ella se encarga de todo lo relacionado con los negocios. Se encarga de poner los precios, del número de encargos que aceptamos y de la contabilidad. Usa una compañía externa para pagar la nómina de los empleados. En algún momento me ofrecí a ocuparme de los libros, pero tenía demasiado trabajo en el taller. He dedicado los últimos cuatro años a aprender a hacer zapatos, no a venderlos. Recibo un modesto salario, pero fuera de eso la abuela y yo nunca hablamos de dinero.

—¿Cómo…? ¿Cómo ha pasado?

—Soy muy mala empresaria. Vivo de la esperanza.

—¿Qué significa eso exactamente?

—Significa que hipotequé el edificio para mantener el negocio. El banco llamó cuando ajustaron la hipoteca y traté de refinanciar la deuda, pero no pude. En Año Nuevo nuestros pagos se duplicarán y no sé cómo pagaremos. Tu abuelo era un estupendo malabarista, yo no. Yo pongo toda mi energía en hacer zapatos, pensando que el negocio se puede cuidar a sí mismo. Cuando viniste a trabajar para mí, sentí que tenía la ayuda que necesitaba para salir del hoyo en el que estaba, pero somos una empresa pequeña.

—Quizá deberíamos pensar en expandirnos, hacer más zapatos y contratar más gente que nos ayude a crecer.

—¿Con qué? —me mira.

—¡Lo tengo! —aplaudo—. ¡Haré una peli porno! ¡La venderé por Internet! Les funciona a las actrices. Quizá solo gane un par de dólares y una tarjeta de metro, pero vale la pena intentarlo. —Me levanto y abrazo a la abuela—. Hay una solución para cada problema.

—¿Quién lo dice?

—El Norman Vincent Peale de nuestra familia: mi querida madre.

—El optimismo inventado por Mike.

—Ajá, bueno, esta vez debemos seguir su ejemplo.

—Está bien, está bien —dice la abuela, alejándose de mí.

—¿Abuela?

—¿Sí?

—Solo es dinero.

—Es mucho dinero.

—Lo resolveremos —le prometo.

Los ojos de la abuela se llenan de lágrimas, retira sus gafas y se limpia los ojos. La abuela no es una llorona, es raro verla llorar.

—No estás sola, abuela, yo estoy aquí.

La abuela sube las escaleras y yo cierro la casa, friego nuestros vasos, corro las cortinas y apago las luces. Mientras hago estas tareas, repaso todas las preguntas sobre el negocio que tengo para la abuela. Luego subo las escaleras para enterarme con más exactitud de lo que está pasando.

La abuela está sentada en la cama leyendo el periódico en la posición que acostumbra. El
New York Times
está doblado en un rectángulo del tamaño de un libro. Mientras lee, apoya un hombro en su almohada, sosteniendo el diario arriba, cerca de la lámpara de la mesita de noche.

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