—Pero no puedes, no está en la naturaleza de un producto artesano. Se supone que es único, ¿no? —dice Alfred, mirándome.
—Es lo que hemos estado vendiendo, zapatos exquisitos, hechos a mano, únicos en su tipo. —Se me quiebra la voz.
Alfred me observa con toda la compasión que puede tener.
—Muy bien, esto es lo que recomiendo. Es bastante improbable que con el costo de los materiales en el taller y vuestra habilidad para cumplir los pedidos ganéis suficiente dinero. Así que, básicamente, el taller es un fracaso financiero.
—Pero ¿no podríamos encontrar la manera de fabricar más zapatos? —le pregunto.
—Es imposible, Valentine, tendríais que producir diez veces lo que estáis produciendo ahora.
—No podemos hacerlo —dice la abuela en voz baja.
—Hay una manera de resolver el problema. Podéis vender el edificio y resituar la tienda en un sitio más barato, o no, quizás ha llegado ya la hora de cerrar la compañía.
Mi estómago se revuelve. Aquí está, en pocas palabras, el escenario que terminará con mi asociación con la abuela y destruirá las esperanzas que me había hecho sobre la compañía de zapatos para el futuro. La abuela lo sabe, y por eso dice:
—Alfred, no estoy lista para vender el edificio.
—Vale, pero sabes que el edificio es tu principal propiedad, y que puede liberarte de la deuda y darte suficiente dinero para vivir el resto de tu vida. Por lo menos déjame traer unos agentes que la tasen…
—No estoy lista para vender, Alfred —repite.
—Entiendo, pero necesitamos saber cuánto vale el edificio para que por lo menos pueda ir al banco a refinanciar la hipoteca y reestructurar la deuda.
Examino a la abuela, está cansada de la discusión. Por lo general me parece juvenil, pero hoy, al tener que admitir sus errores pasados bajo la áspera luz del estado de cuentas en el ordenador de Alfred, se ve exhausta. El penetrante olor de la albahaca inunda el aire. Me levanto de la silla y digo:
—¡La focaccia!
Corro hacia el horno, miro a través de la ventana, cojo la manopla de cocina y rescato la masa dorada, con los bordes a punto de tornarse marrón oscuro a causa del calor. Saco la bandeja y la pongo sobre la encimera.
—Justo a tiempo —digo, y la abanico con la manopla.
—No te preocupes, abuela —oigo que dice Alfred—. Yo me encargaré de todo.
La mansa promesa de Alfred a la abuela me da escalofríos.
Algún día retrocederé a esta situación y la recordaré como el momento en que Alfred hizo su jugada para controlar la compañía de zapatos Angelini.
Lo que él nunca sabrá es que así como él está decidido a vender, yo estoy decidida a seguir y luchar. Mi hermano no sabe de qué estoy hecha, pero ya lo descubrirá.
Esta mañana me ha despertado la lluvia helada que trae el primer frío del otoño a la ciudad de Nueva York. La caldera se pone en marcha cuando la temperatura baja de los doce grados. El olor a pintura fresca de los radiadores, mezclado con el vapor, anuncia la proximidad del invierno. Cuando paso por el dormitorio de la abuela ella sigue dormida. Cómo han cambiado las cosas. La abuela solía estar levantada y en la tienda antes del amanecer. Nunca he sido madrugadora, pero ahora, con una misión en la cabeza, me levanto al alba.
Abro la puerta de cristal de la tienda, la afianzo con una cuña de madera vieja, luego pongo mi taza de café con leche sobre un viejo tacón de caucho y comienzo mi ronda accionando los interruptores de las luces del taller. Desde la reunión con Alfred he saboreado cada momento en este edificio. Cada par de zapatos que acabamos, empaquetamos y enviamos me estimula a intentar seguir adelante con esta tienda. No puedo imaginar un mundo en el que el 166 de Perry Street sea otra cosa que la compañía de zapatos Angelini, y mi hogar. Hay momentos en que me invade la desesperación acerca del derrotero de mi futuro y siento como si mis sueños se escaparan, arrastrados por el río Hudson hasta el mar, como un barco de papel.
Nuestro taller es un espacio enorme, con áreas asignadas a cada tarea. Hay un medio baño en la parte de atrás que alguna vez fue un armario. El taller es amplio porque en realidad tiene la altura de dos plantas. Las cuatro paredes tienen ventanas, algo excepcional en un edificio urbano, por lo que tenemos luz durante todo el día. Cuando los nubarrones son bajos y oscuros, como esta mañana, es como si nos cubriera una gasa gris. La luz es tenue, pero aun así nos llega.
Las ventanas panorámicas, que dan a la West Side Highway, proporcionan a la fachada del negocio un aire antiguo y nos convierten en una suerte de acuario para los transeúntes, que nos observan mientras trabajamos. A menudo los desconocidos caen hipnotizados al vernos prensar, martillar y coser. Somos tan fascinantes que la Escuela Pública, en tercero, nos considera una visita obligatoria cada primavera. Los niños gozan de una visión de primera mano de un proceso artesanal arcaico, del trabajo manual de siglos pasados. Encuentran tan fascinante vernos a nosotros como contemplar a las focas del zoológico en Central Park.
Descuelgo el llavero del gancho que hay en el nicho junto a la puerta. Empiezo por el frente, quito el seguro de las rejas plegables que protegen las ventanas. Las descorro y echo un largo cerrojo alrededor de ellas para mantenerlas en su lugar. Hace casi veinte años, el abuelo instaló las rejas porque la compañía de seguros le dijo que subiría las tarifas si no lo hacía. El abuelo arguyó que el edificio había sido seguro desde que su padre lo compró en 1903, ¿por qué cambiar? El agente de seguros le dijo: «Señor Angelini, su edificio no ha cambiado desde 1903, pero la gente sí, necesita las rejas».
Cuando mi bisabuelo llegó aquí, construyó por todo el lugar armarios de madera para guardar cosas. La veta de la madera muestra la mezcla de todo lo que pudo encontrar: tablas de roble, restos de caoba y tiras de arce atigrado. La mezcla de colores y texturas de la madera es un recordatorio de que mi bisabuelo construyó la tienda con restos del almacén de maderas Passavoy, en la esquina de Christopher Street. Los armarios llegan al techo. Cuando éramos niños, solíamos jugar al escondite ocultándonos en su interior.
Almacenamos las herramientas, la tela, el cuero y los suministros en los armarios. La organización de los materiales no ha cambiado desde que la tienda abrió. El bisabuelo construyó repisas inclinadas dentro de los armarios, y ahí almacenamos los modelos de madera tallada que corresponden a las distintas medidas de pie, que llamamos formas. A partir de ellos construimos la estructura del zapato. Mi bisabuelo los trajo de Italia cuando emigró.
Otro armario contiene una serie de barras que cuelgan horizontalmente del techo al suelo. Usamos una escalera de tijera para alcanzar el ancho rollo de sencillo papel azul grisáceo que se utiliza para hacer los patrones y que se encuentra en la parte más alta. Debajo hay un grueso rollo de percal liso, seguido por una suntuosa selección de telas que cambian de acuerdo con las estaciones. Hay una variedad de raso blanco de doble cara con rombos de arlequín; seda de color crema con imprecisos pétalos bordados en relieve; terciopelo blanco que muestra un pálido brillo dorado bajo cierta luz; organza beige tan tiesa como un caramelo, y lechoso lino de algodón, texturizado con protuberancias de hilo que le dan la apariencia de algodón crudo y punteado. Por último, en el fondo del armario, una barra sostiene varios carretes de cinta de raso en todos los tonos, desde el rosado más pálido hasta el púrpura más oscuro.
Recuerdo cuando mis hermanas y yo rogábamos a la abuela que nos diera pedazos de tela para la ropa de nuestras muñecas. Nuestras Barbies llevaban telas italianas de primera clase. ¿Y sus accesorios? Con las provisiones de cuentas de azabache, pompones y plumas de marabú que tenía la abuela, nuestras muñecas iban enfundadas en alta costura.
El cuero, apilado en capas, se almacena en el armario más grande. Insertamos entre las distintas capas de charol trozos cuadrados de franela y entre las pieles de cordero delgadas capas de papel de patrones. Las repisas del armario se mantienen bien untadas con cera de limón para hidratar el ambiente alrededor de las pieles. El intenso aroma a cuero y limón flota por el taller cada vez que abrimos la puerta de un armario.
En la entrada tenemos una mesa pequeña y una silla Windsor que funcionan como escritorio. El teléfono, un modelo viejo, negro, con disco de marcar, descansa junto al libro forrado con cuero rojo. Sobre el escritorio hay un tablón de anuncios cubierto con las fotografías de los nietos y un collage de nuestros clientes vestidos con atuendos de boda y calzando nuestros zapatos. La foto nupcial presenta dos variedades, puede ser una toma completa de la novia subiendo la bastilla del vestido para mostrar sus zapatos o descalza cargando los zapatos en las manos al final del día.
Una estatuilla de madera que representa a san Crispín, el santo patrón de los zapateros, ancla las facturas al escritorio.
El sacerdote del abuelo la bendijo en 1952. Poco tiempo después, la Iglesia abjuró de la santidad de Crispín y la estatuilla fue degradada del aparador de la planta de arriba a utilizarse como pisapapeles.
Además de una lavadora y una secadora, hay tres máquinas grandes en la parte de atrás del establecimiento.
La prensa es un aparato con largos y suaves cilindros metálicos que sirve para estirar y alisar el cuero. La máquina pulidora tiene casi las mismas dimensiones que la lavadora y largas brochas de cáñamo que pulen el cuero y desgastan su grano para darle lustre. La Cucitrice es una máquina de coser industrial que se usa para zurcir los bordes de las suelas.
Hay una vieja tabla de planchar cubierta de cachemira azul que tiene demasiadas quemaduras marrones, muchas de las cuales son obra mía. La plancha es pequeña y pesada, una cuña triangular con el mango de metal cubierto de bejuco, que vino de Italia con mi bisabuelo. Pese a que tarda unos buenos diez minutos en calentarse, nunca hemos pensado en comprar una nueva. Mi bisabuelo la convirtió en plancha eléctrica cuando era joven. Antes, simplemente colocaban la plancha en el fogón, sobre una parrilla abierta, para calentarla.
Planchar es la primera tarea que un aprendiz debe ejercitar. Os sorprendería saber cuánto tiempo me llevó planchar la tela sin que los bordes se curvaran. Creía que sabía planchar, pero como cualquier habilidad relacionada con hacer zapatos, aquello que piensas que sabes lo tienes que volver a aprender y redefinir. Lo único que hacemos es reunir los elementos para la fabricación con el fin de que cada zapato se amolde perfectamente al pie de un cliente en particular. No puede haber defectos, arrugas, dobleces o rebabas. Este es el aspecto lujoso de vestir unos zapatos hechos a medida. Nadie más podrá usarlos.
Miro mi lista de tareas para el día de hoy. Tengo que coser unas cuentas en un par de escarpines de raso para una boda de otoño; la abuela ha terminado el zapato en sí y ahora ya es mío para festonearlo. Voy al servicio a lavarme las manos. Mi abuelo comenzó la tradición de empapelar este cuarto con los titulares de los diarios neoyorquinos que le hacían gracia. ¿Su favorito? Uno de 1958: «Nace bebé con todos los dientes». Yo pegué «Atan a la desatada», cuando hace dos veranos, se casó por tercera vez una caprichosa estrella de cine. La abuela añadió «Astor, ladrón» cuando el hijo de la filántropa Brooke Astor fue inculpado de sustraer dinero de su propia herencia antes de la muerte de su madre.
Voy a la mesa de trabajo a organizar mi día. Disfruto de los días lluviosos y me encanta especialmente trabajar cuando hay una tormenta. El golpeteo de la lluvia contra las ventanas del taller es el acompañamiento natural para el delicado trabajo hecho a mano.
—Dios mío, está lloviendo a cántaros ahí fuera —ruge June Lawton desde la entrada. Sacude su paraguas negro y lo apoya abierto cerca de la puerta, luego se desabotona la gabardina caqui y la cuelga de una percha por encima del radiador del vestíbulo—. Qué lástima que no lluevan hombres, esto sería Jauja, tía.
June, la más vieja y querida amiga de la abuela, tiene cerca de sesenta años. Es una bella irlandesa de ojos azules y cuello de cisne, que acentúa con profundos escotes en V, elaborados collares de cuentas y cadenas largas, bastante atrevidas. June es una auténtica bohemia del West Village y está orgullosa de serlo. A veces, las tardes de verano, se reúne conmigo en la terraza mientras riego los tomates. No solo sube en busca del sol, de vez en cuando le gusta fumar marihuana en sus descansos. June sostiene el canuto y se disculpa —«gajes del oficio»—, en clara referencia a los días en los que cantaba con una pequeña banda de jazz llamada Whiskey Jam. En los años cincuenta y sesenta, la abuela solía asistir a sus espectáculos en los clubs del Village.
June tiene el ardiente cabello rojo de su juventud y la piel lisa de alguien con la mitad de su edad. En una ocasión le pregunté acerca del secreto de su belleza (no es la marihuana), y ella me dijo que desde los dieciocho años solía lavarse cara y cuello con agua y jabón, y que luego frotaba muy suavemente su piel con una piedra pómez húmeda. Después la aclaraba y aplicaba una delgada capa de aceite vegetal Crisco. ¡Nada de cremas faciales caras!
Greenwich Village está lleno de mujeres como June, que llegaron a la ciudad para trabajar como artistas, tuvieron cierto éxito y lograron ganarse la vida. Ahora, ya jubiladas, habitan apartamentos de renta fija y tienen pocos gastos, y buscan algo interesante para pasar el tiempo. A June le encanta trabajar con las manos y tiene muy buen gusto, así que la abuela la convenció para que viniera a trabajar al taller. Mi abuelo formó a June hace quince años y desde entonces se ha convertido en una excelente cortadora de patrones.
—¿Dónde está Teodora? —pregunta June.
—Todavía no se ha levantado —le digo.
—Mmmm —murmura June, mientras abre un armario, saca un guardapolvo rojo de pana y se lo pone—, ¿crees que se encuentra bien?
—Sí, por supuesto. —Miro a June—. ¿Por qué lo preguntas?
—No sé, últimamente parece un poco fatigada.
—Nos hemos quedado hasta tarde viendo películas en
DVD
de Clark Gable.
—Debe de ser por eso.
—Anoche vimos
La llamada de la selva
.
June silba ligeramente y dice:
—En esa Gable está muy sexy.
—Loretta Young también está genial.
—Oh, ella es una auténtica belleza y todo lo tenía real, eran sus labios y sus huesos. Se enamoró de Gable cuando hacían esa película, ya lo sabes. Se quedó embarazada, lo mantuvo en secreto, tuvo al bebé y lo dio en adopción. Adivina qué hizo entonces: adoptó a su bebé, la llamó Judy y fingió durante años que esa niña no era su hija biológica.