La abuela abre la siguiente caja.
—Este es el zapato Inés, por
Il Trovatore
.
Debra inspecciona el escarpín clásico con tacón estilo sabrina y dice:
—Estamos más cerca, pero no del todo.
—El zapato Mimí, por
La Bohème
, es un botín que casi siempre nos piden en satén quebrado o en terciopelo estampado. Yo pongo delicados ojales y cordones de cinta de seda. —La abuela coloca el botín sobre la mesa.
—Estupendo —dice Julie—, pero un botín nunca se saldría.
—El Gilda, por
Rigoletto
, es una chinela bordada, lleva tacones de aguja, aunque a menudo lo fabricamos con tacones bajos.
—Este es mi favorito —dice Julie, elevando la voz.
—El Osmina, por la ópera
Suor Angélica
, es un zapato tipo merceditas con botones. La novia puede elegir entre una o dos correas, o una correa en T.
Debra mira el zapato con los ojos entrecerrados.
—No —concluye.
—El Flora, sacado de
La Traviata
, es prácticamente nuevo, lo diseñé en 1989. —La abuela les enseña unas bailarinas con cintas que se entrecruzan por encima del tobillo y suben hasta media pantorrilla—. Me cansé de enviar a las novias a Gapezio, así que decidí hacer una pieza para ese mercado. Realmente era el único diseño que nos faltaba en la colección original.
—Si me casara otra vez, me pondría estos en un santiamén —dice Debra mientras señala los Flora—, pero no se trata de lo que yo quiero, sino de nuestro personaje. —Debra coge el Gilda—. Creo que es este. Es impresionante. Además, un zueco sí se puede caer.
—Ese es el que mi esposo diseñó en 1950, así que tenéis precisión histórica.
—Y usted, señora Angelini, es el secreto mejor guardado en el mundo de los zapatos —dice Debra, sonriendo por primera vez. No sé si de alivio o por los zapatos, pero está satisfecha.
La abuela pone cara de satisfacción total. Nadie se mete con la abuela cuando se trata de zapatos. Ella es la experta.
—Estos son del treinta y nueve —dice Debra, mirando en el interior del zapato—. ¿Cuánto os debemos?
—Me temo que nunca vendemos los zapatos de muestra.
—Bueno, tendréis que hacerlo —la sonrisa de Debra desaparece—, se trata de una emergencia.
—La verdad es que quizá nos los podríais prestar. Agradeceremos vuestros servicios en los créditos de la película —ofrece Julie.
—Eso me parece bien —dice la abuela, dándole un apretón de manos a Julie.
—Megan, envuelve los zapatos, nos veremos en el remolque del vestuario —ordena Debra—. Señora Angelini, también necesitamos que venga al plató.
—¿Yo? ¿Por qué? —dice la abuela confundida.
—Filmaremos la escena ahora. Si surgiera algún problema, estará ahí para subsanarlo. No puedo arriesgarme a que esto —Debra señala el Fourgeray—, suceda otra vez.
La abuela me mira.
—Podría llevar a…
—Lleve, lleve —dice Debra con impaciencia—. Megan les mostrará el camino.
Debra coge su gabardina mientras se dirige a la puerta. Se van tan rápido como llegaron, de la misma manera que la luz de la tormenta que perfora el taller en un destello y luego desaparece. Saco la sudadera de Megan de la secadora y ella se la pone.
—Podría encontrar la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya con los ojos cerrados —dice la abuela, levantando las manos—. Valentine, coge mi equipo. Vamos.
En las calles de Greenwich Village siempre hay gente filmando un programa de televisión o una película. Las cuarenta y siete versiones de la serie
La ley y orden
se ruedan en Manhattan, así que es bastante raro no encontrar un equipo filmando algo en algún lugar. Nos hemos acostumbrado a esperar en las esquinas hasta que las cámaras dejan de rodar, a andar de puntillas entre mazos de cables y alambres, a pasar al lado de los remolques mientras los miembros del equipo de filmación hablan por el micrófono incorporado a los auriculares y revisan sus portapapeles.
Cuando la abuela era joven existía un lugar mágico llamado Hollywood, donde se hacían las películas. Ahora las estrellas deambulan por las calles de nuestro barrio como cualquier persona. Dejó de ser mágico cuando vi a Kate Winslet en la cola del Starbucks de la calle Catorce. Iba tres personas por delante de mí en la cola, tan cerca que pude advertir que llevaba esmalte Essie 162-Ballet slippers. Dejan de ser iconos cuando te los topas mientras haces los recados. La abuela nunca vio a Bette Davis en su tienda de vinos o a Hedy Lamarr en la peluquería.
—Seguidme —dice Megan, haciéndonos señas mientras la abuela y yo entramos en la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya. Se vuelve y sonríe tímidamente—. Lo había olvidado, vosotras conocéis mejor que yo este lugar.
El penetrante olor a incienso de la última misa mayor del domingo flota en el aire. El suelo de mármol pulido está cubierto con cajas de instrumentos de iluminación y carretes de cables. La mesa donde se dejan las hojas dominicales está llena de rosquillas, recipientes de plástico con café y montones de aperitivos. Qué extraño me resulta ver la antigua iglesia gótica fuera de contexto. Sus opulentos bancos tallados, las vidrieras de colores y el altar barroco han dejado de pertenecer en un abrir y cerrar de ojos a la casa de Dios para convertirse en el telón de fondo de una película.
—No puedo creer que el padre Prior les permita usar la iglesia —murmura la abuela.
—Incluso la Iglesia católica necesita publicidad —le susurro—, y unos considerables ingresos por el alquiler.
Identifico a la estrella de la película por el flamante vestido de novia.
—Es Anna Christina —nos dice Megan—. Será una desconocida hasta que se estrene esta película; entonces, será como Reese Witherspoon después de
Una rubia muy legal
.
Anna Christina parece tener apenas veinte años y es delgada, tiene una figura de reloj de arena. El óvalo de su rostro está enmarcado por unos lustrosos rizos negros que crean un sorprendente contraste con su piel impecable. Sus labios son unas cerezas en la nieve, de un rojo indiscutible que habla de 1950. Debra está arrodillada junto a ella, con los zapatos.
—Son demasiado grandes —se queja Debra. Se pone de pie y parece a punto de estallar.
Megan está inmóvil junto a mí, y casi puedo sentir cómo se dispara su presión arterial.
—Déjame ver —dice la abuela, navegando a través del caos hacia la actriz. Necesita cogerse del brazo de Debra para arrodillarse—. Malditas rodillas.
Oigo su imprecación mientras me deslizo entre la multitud y me arrodillo junto a ella. La abuela presiona la punta y el empeine del zapato de satén, luego, cuidadosamente, lo saca del pie de Anna Christina. La abuela mira a Debra.
—¿Qué zapato aparece en la escena?
—El derecho.
—Dame relleno de algodón —me dice la abuela—. Lo vamos a coser.
La abuela desenrolla el algodón y con unas pequeñas tijeras doradas corta con esmero un cuadrado. Enhebro la aguja y hago un rápido nudo. La abuela coloca el relleno en la punta del zapato y vuelve a calzarlo en el pie de Anna. Aún queda holgado. La abuela toma otro cuadrado de algodón y forma un arco en el empeine del zapato. Después de otra veloz prueba, la abuela me da el zapato y el relleno.
—Cóselo —dice.
Empujo la delicada aguja a través de la tela y del algodón, desde el empeine hasta la punta. Suturo una diminuta costura para anclar el algodón. Hago lo mismo con el otro lado del zapato; es como si hiciera un zapato dentro de un zapato. La abuela toma el zueco y calza de nuevo el pie de la actriz.
—¡Ahora queda demasiado ajustado! —grita Debra—. Nunca se caerá.
—Todavía no hemos acabado —dice la abuela en un tono de voz que no le había oído desde que nos pilló a Tess y a mí dibujando en las paredes de su dormitorio cuando yo tenía cinco años. El plato cae en un silencio lleno de susurros. Alzo la mirada y observo al director, un hombre joven con una gorra de béisbol y un chaleco, que pasea como si esperase el nacimiento de cuatrillizos. La abuela me da el zapato de nuevo.
—Haz un refuerzo en el lado izquierdo.
Zurzo una costura, tensando la tela que cubre el arco. Le entrego el zapato a la abuela.
—Dame el lápiz de cera, Val.
Sacó el lápiz y se lo entrego a la abuela. Ella desliza el lápiz sobre el interior de la plantilla, ablanda el cuero y lo hace flexible; luego vuelve a calzar el pie de Anna.
—Ahora, Anna, cuando llegue el momento de perder el zapato, solo levanta los dedos y empuja el pie hacia fuera. Debe resbalar. Prueba.
Anna sigue las instrucciones, levanta el pie del suelo y presiona los dedos contra el empeine. El zapato resbala.
—¡Funciona! —dice Anna, sonriendo. Su alivio es tan palpable como el mío.
De pronto, el equipo de rodaje, que estaba alrededor de nosotras y nos enviaba rayos envenenados de preocupación, se pone en acción. Toman sus posiciones, gritan órdenes y el director se acomoda en su asiento y mira fijamente el monitor.
Megan nos lleva a la abuela y a mí de vuelta a la zona que queda a oscuras. Observamos cómo Anna Christina abre las puertas de caoba de la iglesia empujando con las dos manos, luego corre con su vestido de satén duquesa a través del portal y hacia fuera, sobre el rellano de Nuestra Señora de Pompeya. En el momento justo, al dar el paso hacia el escalón más alto, pierde el transformado zapato Gilda.
—Es un travelling —explica Megan—, un movimiento de cámara continuo.
En la que parece ser la décima vez que filman la secuencia, el zapato cae en el momento preciso, como lo ha hecho cada una de las veces. La abuela y yo suspiramos de nuevo. Un hombre que está al lado del director grita: «Corten, seguimos adelante». El equipo de rodaje se dispersa, acarreando, levantando y empujando el equipo a nuestro alrededor. Debra va hacia el director e intercambian algunas palabras.
—Nos habéis salvado el pellejo —dice Megan, sonriendo—. Él le está diciendo a ella que ya tienen la toma.
Debra da una palmada al director en la espalda y viene hacia nosotras.
—Fourgeray ya es pasado; Angelini es el presente.
Gramercy Park
Rocío mi cuello con un poco de la clásica colonia Burberry (un regalo de mi madre de una de sus fiestas literarias británicas) y luego, sobre mi cabeza, donde se fija sobre mí como una niebla fragante de melocotón y cedro. Me inclino hacia el espejo que domina el tocador y reviso mi maquillaje. El espejo adornado con pan de oro de mi dormitorio es tan viejo que la pintura detrás del cristal se ha pelado y ha formado remolinos de color sepia, lo cual da a mi tez un brillo de porcelana. Es mágico porque además la muestra tersa. La tarjeta de Roman Falconi descansa en la rendija del espejo y, por alguna razón, la meto en el bolsillo de mi abrigo de noche. Quizás alguna vez tenga el apetito suficiente para echar un vistazo a su restaurante. Cojo mi bolso de la cama y lo abro, verifico que esté mi billetera, la tarjeta del metro y la terna de oro del maquillaje de emergencia: pintalabios malva, lápiz perfilador rosa pálido y corrector. Paso junto a la abuela, que está en su habitación quitándose la ropa de trabajo y poniéndose la ropa de casa.
—Gabriel te está esperando —dice la abuela mientras bajo las escaleras.
—La abuela me ha dicho que conoces a Roman Falconi —dice Gabriel en cuanto entro en el salón. Gabriel es una versión compacta de Marcello Mastroianni con la tez de Blancanieves. Nos conocimos el primer día de curso del instituto mientras esperábamos en la cola para matricularnos en la clase de arte dramático. Lo primero que me dijo después de presentarse fue: «Soy gay», y yo le respondí: «Eso no será un problema». Desde entonces somos los mejores amigos.
—¿Qué tal una copa de vino antes de salir?
—La necesito —dice él.
Voy a la cocina y saco una botella de Poggio al Lupo de la estantería de los vinos.
—Entonces, ¿crees que podrías meternos en el Ca d'Oro? —pregunta Gabriel antes de sentarse sobre la encimera.
—¿Lo conoces?
—¿No sales mucho, verdad?
—Solo cuando me invitas —digo. Sirvo una copa de vino a Gabriel y otra para mí.
—En la revista New York dijeron que era el debut más glamuroso de un restaurante italiano esta temporada. He tratado de hacer una reserva desde que abrió. ¿Podrías llamarle, por favor?
—No le llamaré. —Brindo con Gabriel—. Salute.
Gabriel choca su copa con la mía.
—¿Por qué no?
—Llegué a casa después de hacer la compra y él estaba sentado frente a esta mesa, hablando en italiano con la abuela, que estaba completamente atontada con él. Dejemos que ella le llame.
—Puedes confiar en un hombre que respeta a una mujer mayor.
—No lo tengo tan claro. No vino a revivir las memorias de la abuela sobre el Manhattan de la posguerra, quería conocer a la mujer que había visto desnuda la noche anterior en la terraza.
Gabriel abre los ojos como platos.
—¿Él es el chico que te vio?
—Sí, sí, sí, es probable que piense que soy una exhibicionista.
—Bueno, le habrá gustado lo que vio.
—Harías lo que fuera por obtener una mesa en su restaurante.
Gabriel levanta las manos en el aire.
—Soy un gourmet, significa mucho para mí, lo reconozco. Así que ¿cómo es?
—Atractivo.
—Qué palabra tan falta de gracia.
—Bueno, es alto, moreno y directo, incluso podría decir que es guapo pero, desde cierto punto de vista, su nariz parece la que llevan las gafas de la máscara de Groucho Marx, las de las cejas y la nariz de plástico.
—El perfil italiano, la maldición fortuita de nuestra gente.
—¿Cómo me veo? —le pregunto a Gabriel mientras le dejo mirar el vestido debajo de mi chaqueta con pose de Suzy Parker.
—Correcta —decide.
—¡Y dices que atractivo es una palabra sosa! ¡Correcta es peor!
—Significa que te ves bien para encontrarte con el ex novio con quien casi te casas y que ahora está casado con otra. Me gusta la tela plisada.
—Es un vestido de la abuela —digo, estirando las escarapelas de seda cosidas a lo largo del bajo.
—A ella le sienta mucho mejor que a mí —dice la abuela conforme se acerca desde el vestíbulo—. ¿De quién es la fiesta elegante a la que vais?
—La fiesta de la compañía de Bret Fitzpatrick, en la terraza del hotel Gramercy Park.