Valentine, Valentine (15 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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—Las chicas griegas son italianas con mejor bronceado —digo antes de tomar un sorbo de vino—. ¿Qué salió mal?

—Yo trabajaba demasiado.

—Vamos, un griego puede entender el trabajo duro.

—Y… supongo que no trabajé mucho en el matrimonio.

Miro el trabajo de Roman (el mural, las velas, el festín sobre la mesa) y luego le miro a los ojos, en los que empiezo a confiar. Puedo hablar con este hombre casi sin esfuerzo. Me siento mal por haber mentido respecto a mi edad. Esta podría ser la primera cita de muchas, ¿qué debería hacer ahora?

—Me alegra que hayas llamado —empieza.

—Necesito decirte algo —interrumpo—. Tengo treinta y tres. —Mi cara se vuelve roja como un pimiento—. Nunca miento, ¿vale? Lo hice porque treinta y tres es casi treinta y cuatro, un número bastante alto. Debes saber la verdad.

—No hay problema, tú no sales con italianos, ¿recuerdas?

Sonríe, luego se pone de pie y viene hacia mí. Me toma de las manos y tira de mí para que me levante. Nos miramos como dos personas que no saben si besarse o no. Me siento culpable por haberle dicho a Gabriel que la nariz de Roman se parecía a la que llevan las gafas de Groucho Marx. Desde este punto de vista su nariz es adorable, recta, y está muy bien.

Él coge mi cara entre sus manos. Cuando nuestros labios se encuentran por primera vez, el beso es delicado, sensual y directo, como Roman. Podría estar en la Piazza Medici de la isla de Venecia, porque el contacto con él me lleva lejos de donde estoy, a un lugar maravilloso, un lugar en el que no he estado desde hace mucho tiempo. Roman me rodea con sus brazos y la seda de mi vestido produce un sonido susurrante, como si un remo se hundiera en el canal del cuadro que está a su espalda.

El último hombre que besé fue Cal Rosenberg, el hijo de nuestro proveedor de botones de Manhasset. Digamos que no me quedaron ganas de pedirle más. Pero este beso de Roman Falconi, justo aquí, en este dulce restaurante de Mott Street, en Little Italy, con los zuecos de plástico en los pies, me hace creer en la posibilidad de un romance verdadero. Mientras él me besa otra vez, deslizo mis manos sobre sus bíceps. Los cocineros, evidentemente, levantan mucho peso; los proveedores de botones y los especuladores financieros no.

Sumerjo el rostro en el cuello de Roman, el olor de su piel limpia, atemperado por el ámbar y el cedro, es nuevo, aunque también familiar.

—Hueles increíblemente bien.

Le miro.

—Tu abuela me lo dio.

—¿Qué te dio?

—La colonia.

No puedo creer que mi abuela le diera a Roman la muestra gratis de colonia para hombre que nos dieron de regalo en la boda de Jaclyn. No sé si sentirme avergonzada de que ella se la diera o de que él decidiera usarla.

—Me dijo que si no la aceptaba se la daría al cartero Vinnie. ¿No te gusta?

—La amo.

—Esa es una palabra muy fuerte: amor.

—Bueno, es una colonia muy fuerte.

El sonido del bullicio que viene de la calle rompe la quietud del restaurante. A través de las ventanas puedo ver los pies de unos jóvenes de fiesta nocturna en ruta hacia la siguiente estación. Sus zapatos, unos botines de gamuza, una especie de lustrados zapatos Oxford y dos pares de escarpines de tacón alto, uno de cuero color rubí y el otro de falsa piel negra de cocodrilo, se detienen frente al Ca' d'Oro.

—Cerrado —oigo que dice una mujer ante la puerta de entrada.

No para mí. Roman Falconi me besa de nuevo.

—Vamos a comer —dice él.

A pesar de lo mucho que se construye aquí, en la orilla de Manhattan del Hudson, al otro lado del río también se trabaja mucho. Las grúas, de las que cuelgan piezas de madera, tuberías y bloques de cemento, parecen en la distancia marionetas sobre un escenario. El sonido rítmico del martillo hidráulico aminora al entrar en el agua y me recuerda el sonido de una cafetera de filtro.

Me reclino sobre la barandilla del muelle que hay cerca de nuestra tienda y espero a Bret, que se reunirá conmigo durante su pausa del mediodía. Los alumnos de un curso de pintura trabajan con dedicación bajo los permanentes toldos blancos del muelle. Doce pintores me dan la espalda con sus caballetes dirigidos hacia el este, mientras dibujan sobre lienzos blancos el paisaje de la orilla fluvial del West Village.

Observo a los estudiantes mientras su profesora se mueve en silencio entre los caballetes y retrocede a menudo para contemplar los trabajos de sus alumnos. Toca el hombro de uno de los pintores y le hace indicaciones. El artista asiente, se echa hacia atrás, entrecierra los ojos y luego da un paso hacia delante, pasa el pequeño pincel por su paleta y pinta una delgada veta blanca a lo largo del techo de una vieja fábrica que antes había pintado con detalle. De pronto, el cielo gris de su pintura, suspendido sobre los tejados como algodón viejo, se satura de luz, lo que cambia por completo el ánimo del paisaje urbano. La abuela me enseñó el poder del contraste, a usar un adorno brillante para resaltar el empeine de un zapato, o uno oscuro para definirlo, pero nunca había visto cómo este se hacía realidad con tan sutil disposición del color. Lo recordaré la próxima vez que elija un adorno.

Bret trabaja en una agencia bursátil que se encuentra a pocos minutos a pie de nuestra tienda. Cuando estábamos juntos, algunos fines de semana, cuando necesitaba descansar de sus estudios de posgrado en Económicas, venía a ayudarme. Yo le admiraba porque él nunca había olvidado su origen y, cuando era necesario, era capaz de remangarse y hacer trabajos manuales a la vieja usanza. Estoy segura de que si ahora necesitáramos ayuda para acabar un pedido y le pidiéramos que viniera, se pondría a trabajar con energía, en honor de los viejos tiempos.

Le veo venir a lo lejos, camina vivazmente hacia mí con su traje mientras una corriente de aire agita su trinchera beige de Burberry. Bret da el último mordisco a su manzana y lanza el corazón al río Hudson. Estoy sinceramente orgullosa de él y de todo lo que ha conseguido, pero también preocupada. Es el único hombre que conozco que lo tiene todo, y el hombre que lo tiene todo solo puede superarse a sí mismo de una manera: consiguiendo más. Pienso en Chase y su deslumbrante sonrisa. ¿Ella es más? Bret llega a donde estoy y me besa en la mejilla.

—Bien, ponme al corriente, cuéntame todo acerca del negocio.

—La abuela ha estado pidiendo créditos, con el edificio como garantía, para mantener el negocio a flote. Alfred ha revisado la contabilidad y dice que es necesario reestructurar la deuda.

—¿Cómo puedo ayudar?

—Creo que Alfred utiliza esto como una excusa para que la abuela se jubile y poder vender el edificio: capitalizaría un inmueble de valor descomunal, pero eso significaría el fin de la compañía de zapatos Angelini. Lo cual me deja…

—Sin trabajo ni casa.

—Ni futuro —añado sin rodeos.

—¿Qué quiere la abuela?

—Dice que no está preparada para vender; pero te diré, entre nosotros, que tiene miedo.

—Mira, ella es la dueña de un inmueble de primera. En mi compañía contamos con personas que gestionan ese tema.

—No quiero que la ayudes a vender el edificio. Quiero que me ayudes a comprarlo.

Los ojos de Bret se abren como platos.

—¿En serio?

—Sabes cuánto significa este negocio para mí. Todo. Pero no tengo suficiente dinero ahorrado, dista mucho de ser el que necesito. No tengo aval. Y aunque casi soy una profesional, aún tengo mucho que aprender de la abuela.

—Val, esta situación tiene mala pinta. Tu abuela siempre hace lo que Alfred dice.

—¡Lo sé! Pero también lo que yo le digo. Si tuviera un plan alternativo, ella lo consideraría.

—¿O sea que estás buscando inversores para mantener el negocio mientras consigues comprarlo?

—Eso suena bien. Claro que no tengo ni idea de finanzas.

—Lo sé —dice sonriendo.

—Pero tú sí.

—Sabes que estoy aquí para ayudarte, déjame pensar.

Me toma del brazo y caminamos de regreso a Perry Street.

—¿Te estás portando bien?

—Como un aplicado monaguillo. Sé lo que tengo en casa, pero gracias por recordármelo.

—Claro, para eso estoy. Soy una alarma de la fidelidad.

Tess se da media vuelta en la silla de la peluquería para comprobar en el espejo la parte trasera de su nuevo corte. Con la promesa de un peinado moderno y a la última, animé a mi hermana a ir a Eva Scrivo, la peluquería más chic del Meatpacking District.

Frente a los espejos que van del suelo al techo se alinean las sillas de cuero negro, todas ocupadas por clientas en distintas etapas del corte y del tinte. Una mujer lleva por corona una masiva fronda de papel de plata untada con decolorante; a otra mujer le alisan las mechas cortas y onduladas, color champaña, estirándolas con fuerza hasta la punta con la ayuda de un cepillo redondo; otra clienta tiene las raíces cubiertas con una mezcla de marrón y violeta y las puntas se alejan de su cuero cabelludo como los radios de una bicicleta.

—Tenías razón, Val, lo necesitaba. Con ese ordinario corte de cabello era una aburrida ama de casa —dice Tess, y sonríe—. No es que tenga nada en contra de las amas de casa. De hecho, soy una de ellas.

Scott Peré, el maestro del cabello rizado, observa el reflejo de Tess y le ahueca las espesas capas de cabello.

—Solo os lo diré una vez, así que escuchad —dice Scott—. Después de los treinta, capas, chicas, capas.

—Puedo pensar en varias cosas que una mujer necesita después de los treinta, y las capas no se encuentran ni siquiera entre las diez primeras —le digo.

—La excepción a la regla —dice—. Con tu estupenda piel, aguantarás hasta los cuarenta.

Scott toma el peine y se mueve hacia la siguiente clienta, que está sentada debajo de un secador que lanza aire caliente sobre los rulos mientras gira con lentitud alrededor de su cabeza, como un halo rotatorio de metal.

Siso un poco de crema alisadora del mostrador, echo la cabeza hacia atrás y la extiendo sobre mi cabello. Suena mi móvil, que está dentro del bolso.

—Cógelo por mí, Tess. Debe de ser la abuela, querrá saber dónde estamos.

—Hola —dice Tess, y escucha durante un momento. Me hago un moño con el cabello—. No soy Valentine, soy su hermana. —Tess me pasa el teléfono—. Es un chico.

—¿Diga?

—Creía que eras tú —dice Roman.

—¿Roman?

—¡Qué nombre tan sexy! —exclama Tess con aprobación mientras toma su bolso y va hacia el mostrador a pagar.

—Llamo para agradecerte lo de la otra noche —continúa Roman—. Recibí tu nota, la llevo en el bolsillo.

—Sueño con ese risotto.

—¿Solo con eso? —dice. Parece decepcionado—. Me preguntaba si podríamos vernos de nuevo.

—¿Necesitas un corte de cabello?

—No —responde riéndose.

—Muy mal. Aquí hay un asiento libre y yo soy muy buena con las tijeras.

—Pasaré del corte de pelo, pero no de ti, ¿vale? Pero, aquí viene la parte difícil, estoy encadenado a este lugar.

—Me pasa lo mismo con la tienda, ¿qué tal si te llamo un día para tomar un café después del almuerzo?

—Me parece bien.

Cierro el móvil y lo meto en el bolso. Me encuentro con Tess fuera de la peluquería. Se acerca hacia mí mientras habla con su marido.

—Nada de noche especial. Ni hablar. Dile a Charisma que no se acerque a la nata montada y a Chiara que no tiene permiso para dormir en nuestra cama. Vale, cariño. Voy a casa de la abuela con Val. Llegaré a la hora de dormir. Te quiero —dice Tess, y cuelga el teléfono—. Charlie tiene muchísimo trabajo. Charisma estaba jugando con su móvil y llamó a su jefe por accidente. —Tess me mira—. ¿Y bien?

—Tuve una cita.

—¿Y?

—Y él es muy interesante.

—¿Un empollón?

—En absoluto. Es bastante enrollado.

—¿Y complicado?

—¿No lo son todos?

—También mi Charlie. Es complicado incluso en las cosas más sencillas. Le gusta comer pasta todos los jueves, ver una película los viernes y tener sexo los sábados.

Tess nunca había mencionado su vida sexual. Obviamente el corte de cabello la ha liberado.

—Es una agenda fácil de cumplir —respondo, riendo.

—No me quejo, pero hay que tener cuidado con la rutina. Necesitas mantener despierto el interés de tu hombre. Charlie se está acercando a los cuarenta y ya sabes lo que pasa. Coche nuevo, esposa nueva, vida nueva.

—Eso nunca te pasará —le prometo a mi hermana.

—Le pasó a nuestra madre.

—Sí, pero eran los años ochenta. Entonces les sucedía a todas las madres.

—La historia tiene una manera curiosa de repetirse —dice Tess, metiendo las manos en los bolsillos mientras caminamos—. Incluso la abuela tuvo un
problema
con el abuelo.

Me detengo y observo a mi hermana.

—¿Qué?

—Sí, mamá me dijo que el abuelo tenía una… amiga.

—¿De verdad?

—No sé cómo se llamaba ni nada, pero mamá me lo contó antes de mi boda.

—¿Y no me lo habías dicho?

—Como si las infidelidades de nuestros parientes fueran una suerte de reliquia familiar que debamos compartir, como la cubertería de plata.

—Aun así —protesto. Me siento mal porque la abuela no me ha confiado el secreto—. La abuela nunca lo ha mencionado.

—Tú idolatrabas al abuelo, ¿por qué tendría que hacerlo?

Abro la puerta principal del edificio. Tess y yo entramos en el vestíbulo. La puerta de entrada a la tienda está abierta, las mesas de trabajo han quedado vacías y la pequeña lámpara del escritorio es la única luz del lugar. Sobre el escritorio hay una nota con la caligrafía de la abuela: «Id a la terraza… Hay castañas».

Subimos corriendo las escaleras, perdemos el aliento mientras llegamos arriba.

—En mi próxima vida —digo, jadeando—, quiero vivir en uno de esos estupendos lofts de una sola planta, sin escaleras.

—El prototipo de la residencia asistida —resopla Tess.

Empujo la puerta de la terraza. La abuela tiene la parrilla encendida. Hay dos enormes sartenes tapadas con papel de aluminio sobre las rojas llamas del carbón. El humo del carbón trae el olor de las castañas dulces mientras estas se asan, un delicioso aroma a miel y crema.

—Están buenas este año. Jugosas —dice la abuela, mientras agita la sartén, que sostiene con una manopla de cocina. Lleva un pañuelo sobre el cabello y su abrigo de invierno está abotonado hasta arriba—. Oh, Tess, me encanta tu cabello.

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