—Una compensación —digo, y me pongo el delantal.
—Estamos esperando a la señora Palamara, estará aquí en cualquier momento —me recuerda la abuela—. Dejaré que le tomes las medidas para los patrones.
—Vale.
Esta es una primicia. La abuela suele ser quien toma las medidas. Observo a June, que levanta los pulgares con entusiasmo.
Alguien llama a la puerta principal. El viento del río es tan fuerte que, cuando le abro la puerta, la futura novia prácticamente vuela hacia el interior del taller.
Rosaría tiene veinticinco años, cara ancha, ojos negros, una pequeña sonrisa rosada y el cabello liso y rubio. Su madre se hizo los zapatos de boda aquí y Rosaría se encarga de continuar la tradición.
—Me hace mucha ilusión —dice, mientras busca algo en su bolso—. Hola a todos —añade sin alzar la mirada. Saca del bolso un artículo de revista grapado a una hoja de papel de mayor tamaño, donde se muestra un vestido de novia dibujado a mano—. Este es mi vestido, lo he copiado de Amsale.
—Fabuloso —dice la abuela, y me da la fotografía y el dibujo—. Valentine te hará los zapatos de principio a fin.
—Estupendo —dice Rosaría con una sonrisa. El dibujo muestra un sencillo vestido de seda con el talle alto. Tiene un escote cuadrado y mangas muy cortas—. ¿Qué te parece?
—Lo encuentro muy Camelot —le digo—. ¿La has visto?
Niega con la cabeza.
—¿No ves películas viejas con tu abuela?
—No.
June se ríe y dice:
—Camelot no es una película vieja.
—Es vieja para ellas, tiene cuarenta años —dice la abuela, y continúa metiendo los zapatos en las cajas.
—Te casarás el próximo julio, ¿en qué habías pensado, unas sandalias?
—Me encantan las sandalias.
Cojo un libro del escritorio y le muestro las distintas variantes del zapato Lola. Pega un grito y apunta a una brillante sandalia de lino teñida de rosado claro y con correas entrecruzadas.
—¡Oh, Dios, este! —dice, señalando el modelo.
—Ya lo tienes entonces. Quítate los zapatos para que tomemos las medidas.
Rosaría se sienta en un taburete y se quita los zapatos y las medias. Tomo de la repisa dos trozos precortados de papel de cera y escribo su nombre en la esquina superior derecha de ambos. Los coloco en el suelo, delante de Rosaría, luego la ayudo a ponerse de pie encima del centro de cada uno. Trazo el borde del pie derecho, haciendo una marca de lápiz entre cada dedo. Hago lo mismo con el pie izquierdo. Se hace a un lado. Del carrete de cuerda que descansa sobre el escritorio corto dos trozos y mido el largo de las correas, una para la parte superior del pie y otra para el tobillo. Etiqueto las cuerdas y las introduzco en un sobre con su nombre.
—Muy bien, ahora viene la parte divertida.
Abro el armario de los adornos para Rosaría, que mira los estantes y los contenedores de plástico transparente como una chiquilla que ha aterrizado en el interior de un cofre lleno de joyas y puede escoger cualquiera que desee.
Estamos muy orgullosas de las piezas que usamos para adornar los zapatos. La abuela viaja a Italia cada año a comprar los suministros. Cuando cocinas, todo depende de la calidad de los ingredientes, y lo mismo sucede al hacer zapatos. Las telas de lujo, el cuero de excelente calidad y los adornos trabajados a mano marcan la diferencia y definen nuestra marca. La lealtad también interviene en la ética de trabajo de la abuela; compra todo el cuero y la gamuza a la familia Vechiarelli de Arezzo, en Italia, los descendientes del mismo curtidor que abastecía a mi abuelo.
Muchos zapateros tienen agricultores entre sus antepasados. Los Angelini fueron campesinos antes de convertirse en carniceros. Los carniceros a menudo se metían al negocio del curtido de pieles porque era más rentable vender el cuero preparado que vender las pieles crudas. Conforme pasó el tiempo, mi bisabuelo dio el salto de carnicero a zapatero.
En las primeras décadas del siglo
XX
Italia vivió un movimiento en el que los artesanos (zapateros, joyeros, sastres, alfareros, orfebres, vidrieros y plateros) enseñaron sus conocimientos gremiales a los jóvenes que necesitaban con desesperación trabajar. El artesano iba a los pueblos pequeños e impartía cursos sobre su área de conocimiento. El sistema del maestro y el aprendiz es un pilar en la vida laboral de los italianos, pero este movimiento en concreto era tanto político como artístico, había nacido de la necesidad de sacar a los italianos de la pobreza tras la guerra. El movimiento se extendió, y así empezó la proliferación de los artículos artesanales de Italia, algunos de los cuales aún existen en la actualidad. Para las familias cuyos miembros se adiestraron juntos y que abrieron sus propios negocios habían nacido las marcas.
La abuela compra el cuero para nuestros zapatos en Arezzo y los clavos y las correas en La Mondiale, el proveedor más antiguo de los zapateros italianos. Baja a Nápoles por los adornos, donde trabaja con un equipo joven: Carolina y Elisabetta D'Amico, que crean bisutería a mano para ornamentar zapatos. La abuela a veces les lleva un borrador de lo que quiere, y también selecciona entre su abundante surtido. Las D'Amico hacen hebillas y adornos con incrustaciones de brillante cristal (encendidos diamantes falsos, deslumbrantes imitaciones de esmeraldas, rubíes y cabujones). Sus adornos de bisutería son tan opulentos que con facilidad se pueden confundir con joyas verdaderas.
También tenemos una amplia selección de ornamentos de tela hechos a mano, que incluye rodetes de terciopelo tan delicados que utilizamos pinzas para colocarlos sobre las correas de cuero antes de coserlos. Tenemos toda clase de adornos florales: lirios de seda cruda, inocentes margaritas de organza y tul y escarapelas de seda en todas las combinaciones de color, desde el rojo rubí hasta el púrpura oscuro veteado con hojas de terciopelo verde lima. Tenemos una selección de diminutos números y letras en piel de tonos metálicos (oro, plata y cobre) que a veces cosemos en el interior del zapato. A menudo también colocamos las iniciales de los novios o la fecha de la boda para darle un toque de reliquia.
Rosaría contempla admirada las bandejas de plástico repletas de escarapelas. Primero coge unas rosas de color azul aciano porque ese es el tono de los vestidos de sus damas de honor. Le intrigan las series de cristales redondos sobre gallardetes de satén, pero decide que son demasiado de discoteca para su gusto. Después de mucho deliberar, se queda con unas escarapelas antiguas color nata; luego llama a su madre para contar con su aprobación.
Le doy los bocetos de los pies de Rosaría a June, que guarda los patrones en una caja. Saco una ficha del cajón del escritorio y tomo algunas notas, ahí apunto las dimensiones del pie de Rosaría, luego grapo la muestra de tela, el número de la caja de las escarapelas y el sobre con las medidas de las correas. Mientras tanto, Rosaría, henchida de satisfacción, relata a su madre todos los detalles. Está tan emocionada con los zapatos como con el vestido. Rosaría termina la llamada y mira a la abuela:
—Estoy orgullosa de seguir la tradición de mi madre.
—¿Cuándo es tu última prueba? —le pregunto.
—El 10 de mayo, con Francés Spencer, en el Bronx.
—La conozco. Hace las mejores imitaciones de los cinco municipios de Nueva York. Ahí estaré con tus zapatos, para que puedan hacer el dobladillo final con los tacones.
—Gracias.
Rosaría me abraza, luego coge su bolso y se va.
Apunto la fecha del día de la prueba en su ficha y luego abro la caja de los archivos en el escritorio.
—Le daré a Rosaría los zapatos de regalo —dice la abuela sin quitar la vista de su trabajo—. Gratis.
—Vale —digo yo, y lo anoto en el recibo. Este no es un buen momento para regalar zapatos—. ¿Estás segura?
—Segurísima.
La abuela toma los zapatos en los que ha estado trabajando y los envuelve en algodón.
—Bueno, con Alfred cuidando de nuestras finanzas…
—Lo sé, pero Alfred no dirige este negocio, sino yo.
June me mira y levanta las cejas como si dijera: «No discutas con ella».
Prendo con una tachuela el pedido en el tablero de anuncios y veo una nota escrita a mano por la abuela que pone: «Reunión con Rhedd Lewis en Bergdorf el 5 de diciembre a las 10 horas. Llevar a V».
—Abuela, ¿qué es esto?
—¿Recuerdas a Debra McGuire, la chica de vestuario de la película? Bueno, puede que sea quisquillosa, pero le gustó nuestro trabajo y nos recomendó a Rhedd Lewis, de Bergdorf, que quiere conocernos.
—¿Y por qué? —Casi no podía contener mi entusiasmo.
—Quizás está a punto de casarse y necesita unos zapatos.
—¡O quizá quiere poner nuestros zapatos a la venta! —Mi mente daba vueltas alrededor de las posibilidades de suministrar al mayor almacén de la ciudad de Nueva York con nuestros zapatos. Este es exactamente el tipo de empujón que Bret esperaba que tuviéramos—. ¿Te imaginas? ¿Nuestros zapatos en Bergdorf?
—Espero que no —dice June, poniendo los brazos enjarras y girándose hacia la abuela—. ¿Recuerdas cuando tu marido puso a la venta los zapatos en Bonwit Teller? Fue un desastre, casi no pudimos vender la mercancía. Recuerdo lo que dijeron, que las novias no querían gastar en los zapatos cuando ya habían gastado un pastón en los vestidos.
—Eso nos apartó de los grandes almacenes —admite la abuela—. Fue nuestra primera y última incursión en los grandes negocios.
—Quizás esta vez sea diferente. Mirad cualquier revista de moda, los compradores de lujo gastan, sin parpadear, dos de los grandes en un bolso, eso hace que nuestros zapatos parezcan un chollo. Tal vez ahí haya una oportunidad.
—O quizá solo vais a la reunión, miráis qué os tiene que decir y luego os vais al bar de Bergdorf y pedís huevos picantes —dice June mientras coge sus tijeras y recorta un par de suelas talla 39 del papel de patrones. June me mira y sonríe para darme su apoyo. Ella ha estado en esta empresa el tiempo suficiente para saber que es altamente improbable que la abuela cambie la manera de llevar el negocio, aunque eso signifique perder la compañía.
—Abuela, creo que deberíamos ir a la reunión sin prejuicios, ¿no?
No me responde. Una larga limusina negra se detiene delante de la tienda. Da la impresión de que comienza en la esquina del edificio Richard Meier y llega hasta su puerta de entrada. Mientras aparca leo que en la matrícula pone «constructor».
Un hombre con un traje azul marino y una corbata roja sale por la puerta trasera, y le sigue mi hermano. El viento agita sus corbatas de seda como colas de cometas mientras se dirigen a nuestra entrada.
—¿Qué hace Alfred aquí? —pregunto.
—Llamó mientras estabas con Roman, trae a un agente inmobiliario para que vea el edificio.
Miro a June, nuestras miradas se encuentran, pero ella la desvía de inmediato.
—Hola, chicas —dice Alfred al entrar. Va hacia la abuela y le besa la mejilla. Ella sonríe orgullosa cuando Alfred se vuelve y le presenta al hombre—. Mi abuela, Teodora Angelini. Abuela, él es el agente del que hablamos, Scott Hatcher. Estudiamos juntos en Cornell.
La abuela estrecha la mano del agente. Alfred pone los brazos en jarras y mira la tienda como si June y yo no estuviéramos. Me sorprende lo sociable que es mi hermano cuando está con sus colegas. Con la familia es más bien retraído, pero en el trabajo, cuando está en su ambiente y donde se necesita más personalidad, es un maestro.
El agente mide más de un metro ochenta, es una versión en guapo del príncipe Alberto de Mónaco, con todo el cabello. Tiene grandes ojos verdes y la calidez y sonrisa permanentes de un vendedor.
—Vamos a echar un vistazo, abuela —dice Alfred con su sonrisa falsa de hombre de negocios.
—Pasad —dice la abuela.
—Empecemos por la terraza —dice Alfred, y guía a Scott escaleras arriba.
Me siento en el taburete de trabajo y digo:
—Bueno, ha llegado el día que tanto temía.
—No te comportes de esa manera —dice la abuela con suavidad.
—¿Y cómo debería comportarme?
Cojo las correas para mi bota y las llevo a la mesa de planchar, conecto la plancha y sumerjo las manos en lo más profundo de mis bolsillos mientras espero que se caliente.
June baja las tijeras y dice:
—Necesito un café, ¿os traigo algo, chicas?
—No, gracias —le digo.
June se pone su chaqueta y sale.
—June huele las riñas —dice la abuela con tranquilidad.
—No voy a reñir contigo, solo espero que tengas éxito.
—Bergdorf no nos salvará. Estoy segura de que no hay soluciones mágicas para los negocios. Estás escalando una montaña, clavas, avanzas, clavas, avanzas.
De pronto, los viejos aforismos de la abuela suenan antiguos e irrelevantes. Ahora sí que estoy enfadada.
—Ni siquiera sabes de qué tratará la reunión, no lo has preguntado. ¿Por qué no ponemos en la puerta el cartel de «cerrado» y nos damos de una vez por vencidas?
—Mira, yo he andado todos los caminos de este negocio. Hemos estado a punto de cerrar más veces de las que puedes contar. Tu abuelo y yo casi lo perdemos todo cuando su padre murió en 1950, pero aguantamos. Sobrevivimos a los años sesenta, cuando nuestras ventas se hundieron en la nada porque las novias hippies iban descalzas. Lo conseguimos en los setenta, cuando la producción en el extranjero se cuadriplicó y luego aprovechamos la situación en los años de la princesa Diana, en los ochenta, cuando todos querían formalidad en sus bodas y pedían vestidos y zapatos a medida. Sacamos el negocio de las deudas y volvimos a tener beneficios, y yo diseñé los zapatos de ballet para continuar en el mercado que estábamos perdiendo por Capezio —dice la abuela, alzando la voz—. No te atrevas a insinuar que soy cobarde, yo he luchado y luchado y luchado, y estoy cansada.
—¡Lo he captado!
—¡No, no lo has hecho, ni lo harás hasta que hayas trabajado aquí durante cincuenta años, cada día! Entonces, quizá sepas cómo me siento.
Levanto la voz y digo:
—Deja que compre el negocio.
—¿Con qué? —la abuela lanza los brazos al aire—. Yo pago tu salario, ¡sé cuánto tienes!
—¡Encontraré el dinero! —le grito.
—¿Cómo?
—Necesito tiempo para ingeniar algo.
—¡No tenemos tiempo! —responde la abuela.
—Quizá podrías tener conmigo la misma consideración que tienes con tu nieto y darme tiempo para hacer una contraoferta a la que él proponga.