—Gracias —dice Tess, y gira la cabeza—. Scott es muy bueno, deberías ir a su peluquería, abuela.
—Quizá lo haga.
La abuela coge la espátula que pende de un gancho lateral de la parrilla. Levanta la cubierta de la sartén con la manopla y luego aporrea las castañas con el lado plano de la espátula hasta que se abren. Las saca a cucharadas y las pone en una bandeja de acero inoxidable para galletas. Tess y yo nos sentamos en la tumbona y tomamos la bandeja. Soplamos y sacamos una a una las blanquecinas castañas de sus tostadas cáscaras. Nos las echamos a la boca. Son sublimes.
—Mi madre odiaba las castañas —dice la abuela—. Cuando era niña, en Italia, su familia no tenía mucho dinero y lo hacían todo con castañas: pasta, pan, pasteles, el relleno de los raviolis. Cuando su familia emigró, prometió que nunca comería otra castaña. Y así lo hizo.
—Eso demuestra que a veces nos resulta difícil dejar atrás las cosas que nos sucedieron en la infancia.
Tess mira hacia Nueva Jersey, donde es muy probable que su marido esté encerrado en el garaje mientras Chiara y Charisma embadurnan la puerta automática con nata montada.
—A mí me gustaría dejar atrás algunas cosas que me han pasado en la edad adulta —digo mientras pelo otra castaña.
De repente se abre la puerta de la terraza.
—No os asustéis, soy yo —dice Alfred mientras coloca su cartera junto a la puerta. Luego va hacia la abuela y le da un beso.
—¡Qué sorpresa! —dice Tess cuando nuestro hermano la besa en la mejilla. Luego me besa a mí.
—La abuela me ha llamado para decirme que había castañas —dice Alfred con frialdad.
—Me alegra que hayas venido —le comunica la abuela a su único nieto, con suficiente amor para llenar la dársena del muelle 46.
—He estado en el banco —dice, y respira profundamente—. Necesitan algunos números, una nueva tasación del edificio.
—¿Crees que podremos arreglarlo? —digo mientras me pongo de pie.
—Aún no lo sé, Valentine. Hay que reunir más información. Mientras más escarbo más me convenzo de que deberíais vender el edificio.
—Ah, entonces no has venido a comer castañas, has venido a clavar el anuncio de «Se vende» —le digo.
—Val, no estás ayudando —dice Alfred.
—¿Y tú sí? —respondo.
La abuela mueve las castañas con la espátula.
—Trae a los agentes, Alfred —dice ella con tranquilidad.
—Abuela… —protesto, pero ella me detiene.
—Tenemos que hacerlo, Valentine. Y lo haremos.
Su tono me dice que el tema está cerrado. Alfred toma una castaña de la bandeja que sostiene Tess, rompe la cáscara y se la come. Miro a Tess, que me observa. A continuación dice:
—No te olvides de Valentine, abuela. Ella es el futuro de la compañía.
—Yo siempre pienso primero en mis nietos —dice la abuela, tomando la bandeja que sostiene Tess—. En todos vosotros.
Forest Hills
No hay un alma en el metro de la línea E cuando la abuela y yo lo cogemos para ir a Queens, a la estación de la calle Ocho. Es una tranquila mañana de domingo, pero la evidencia de una salvaje noche de sábado se hace visible mientras esquivamos botellas de alcohol vacías y latas de refresco. Pasamos el torniquete y el andén se llena de un penetrante olor a aceite de motor y Dunkin' Donuts. Nunca he entendido cómo es posible que el olor a donut baje flotando desde la calle y el aire puro no.
Un tren entra en la estación, sus puertas grises y pesadas se abren. Entro con rapidez y reviso el vagón para asegurarme de que se trata de un vagón bueno. Un vagón bueno es aquel en el que no hay comida abandonada en los asientos, pasajeros sospechosos o cierta humedad misteriosa en el suelo. La abuela elige dos asientos de la esquina y yo me acomodo junto a ella. Mientras el tren se aleja de la estación, la abuela saca de su bolso el
New York Times
, separa la sección local y empieza a leer.
—Sabes que se trata de un montaje —le digo—. Vamos a un almuerzo de domingo, pero algo más se está cociendo. Soy muy intuitiva con estas cosas.
—¿No vamos a ver las fotografías y el vídeo de la boda de Jaclyn?
—Eso solo es parte del programa.
La abuela dobla el diario y forma con él un cuadrado.
—Vale, ¿qué crees que están tramando?
—Es difícil saberlo. ¿Tú qué crees?
Intento ser directa con la abuela, que es famosa por guardarse para sí los detalles importantes y por soltar la bomba solo cuando hay una habitación llena de familiares. Como no me responde, pruebo otra estrategia.
—Alfred ha llamado, ¿qué quería?
—Tenía una pregunta sobre los impuestos trimestrales. Eso es todo.
—Pensé que ya habría vendido el edificio y que la compañía de mudanzas de los hermanos Moishe estarían a punto de embalar nuestras cosas.
La abuela descansa el diario sobre su regazo.
—¿Sabes, Valentine?, solo intento hacer lo mejor para mi familia.
Me gustaría decirle que hacer lo mejor para su familia ahora es hacer lo peor para nosotras dos. Fui a ver a un agente inmobiliario y, sencillamente, no hay un solo lugar en los alrededores de Perry Street al que trasladar la compañía de zapatos Angelini. El agente encontró un loft vacío bastante lejos, en Brooklyn, en un área industrial rodeada de talleres mecánicos, una fábrica de acero y un almacén de madera. La idea de trasladar la tienda lejos del río Hudson y de la energía de Greenwich Village me entristeció; de hecho, nunca fui a ver el lugar.
—¿Entiendes por qué estoy tan nerviosa? —Miro por la ventana.
—Aún no ha pasado nada.
Asiento. Ha hablado la abuela de siempre, con la misma actitud que nos metió en este problema. Y me temo que yo soy igual. La negación proporciona un consuelo temporal, amortiguado por la esperanza y constreñido por la suerte, es un estado emocional neutro que se acomoda a todo. Podrían pasar años mientras esperamos que caiga el otro zapato, ¿y mientras tanto? Bueno, estamos bien. Tenemos esperanza. La negación no duele hasta el último minuto, cuando ya es demasiado tarde para salvar la situación.
—Perdona, solo estoy un poco nerviosa, eso es todo —le digo.
Cuando el tren se acerca a la estación de Forest Hills ayudo a la abuela a levantarse. Me agarra con fuerza, sus rodillas no son de fiar y últimamente han empeorado. Eso hace que tarde más tiempo en subir las escaleras por las noches y que haya abandonado sus paseos por el Village. Recorté un artículo del
New York Times
sobre las prótesis de rodilla y lo dejé junto al café del desayuno de la abuela, pero cuando leyó que el periodo de recuperación era de seis semanas, se negó a cualquier posibilidad de cirugía. «Mis rodillas están bastante bien —insistió—, si me han traído hasta aquí, pueden llevarme a la meta». Luego arrojó el artículo a la papelera del reciclaje.
Cogemos la escalera mecánica que da a la calle. No sé qué habríamos hecho si ella hubiera tenido que subir las escaleras. Me habría visto obligada a cargar con ella, como el pastor de nuestro belén, que lleva una de sus ovejas sobre los hombros.
Salimos por una calle lateral, frente a la iglesia de Nuestra Señora de los Martirios, donde asistí a misa cada domingo hasta que fui a la universidad. La abuela me agarra del brazo mientras caminamos dos manzanas y llegamos al hogar de mi familia.
—¿Sabes?, algunas veces me resulta difícil creer que haya crecido aquí —le digo mientras contemplo el viejo barrio.
—Cuando después de casarse tu madre me dijo que se mudaba a Forest Hills casi me muero —comenta la abuela—. «Mamá, es para cambiar de aires», me dijo. Vale, ahora yo te pregunto, ¿este aire es mejor que el nuestro de Manhattan?
—No olvides el orgullo y la alegría que siente por su jardín y por tener su propio garaje.
—A eso aspiraba tu madre, a aparcar el coche dentro de casa. —La abuela sacude la cabeza con tristeza—. ¿Qué hice mal?
—Es una buena madre, abuela, y un miembro destacado de la burguesía de Forest Hills. —La abuela me sujeta del brazo mientras cruzamos la calle—. ¿Se rebeló alguna vez?
—¡Ojalá! —grita la abuela—. Me hubiera gustado que fuera una hippie, como todos los chicos de su edad. Por lo menos que mostrara un poco de osadía. Le dije a tu madre que cada generación debe tomar su cultura por el mango y sacudirla. Pero lo único que ella quería sacudir eran los martinis. Te digo la verdad, no sé a quién ha salido.
Entiendo lo que la abuela quiere decir. Yo solía rezar por tener una madre feminista. Beth, la madre de mi amiga Cami O'Casey, era una mujer delgada como un palo de escoba, con el cabello gris a los treinta y seis, que usaba sandalias como las de Jesús y preparaba su propia avena. Trabajaba en una agencia del gobierno en Harlem y se ponía pins asombrosos con frases como «
DESTRUYE TU TV
» o «
TE AMO CON TODO EL RIÑÓN
». En cambio, yo tenía a la hollywoodiense Mike, con sus pelucas y su equipo de maquillaje y ese maldito espejo en el vestidor rodeado de bombillas al estilo de Greta Garbo. Mientras la madre de Cami participaba en la manifestación por la paz, mi madre esperaba sentada a que volvieran a estar de moda las medias de malla.
Hasta el día de hoy mi madre sostiene las corrientes de la moda como si fueran una barra de pesas. Sabe cuándo hay que guardar el verde lima en el armario porque el violeta es el color del momento. Cuando los grandes peinados estaban de moda en los años ochenta, mi madre se hizo la permanente. Llegaba a casa con el cabello ensortijado, encrespado e hinchado, y cuando los rizos no eran bastante grandes, ponía la cabeza hacia abajo y se rociaba el cabello desde las raíces hasta que se mantenía alejado de su cuero cabelludo como los rayos sobre la cabeza de Jesús en el sagrario. A veces su peinado era tan voluminoso que temíamos que no entrara en el coche.
En 1984 recé una novena para pedir que mi madre no sufriera un enfisema causado por el abuso de laca para el cabello e hice un proyecto de ciencias sobre la devastación causada por los clorofluorocarbonos de aluminio, los componentes químicos que hay en los aerosoles, especialmente en el Aqua Net. Le mostré a mi madre la prueba científica de que su régimen de belleza podría en verdad matarla; me dio un golpecito en la cabeza y me llamó «mi pequeña Ralph Nader».Cuando no estaba rezando a Dios para que salvara la vida de mi madre, rezaba para que mi padre no enfermara de asma o algo peor por inhalación pasiva de laca para el cabello. Imaginaba a toda la familia muerta a causa de las inhalaciones nocivas y a la policía al encontrarnos en el suelo como una pila de esos muñecos desmontables. El día en el que le confesé mi mayor temor me dijo: «Bueno, pero cuando las autoridades nos encuentren, mi cabello estará perfecto».
—Tu madre ha vuelto a decorar el jardín —dice la abuela mientras nos detenemos frente al número 162 de Austin Street—. Es como si Babilonia hubiera llegado a Queens.
La casa estilo Tudor de los Roncalli está recién pintada y barnizada de marrón oscuro, con ribetes blancos por encima del porche. A cada lado de la entrada hay tres arbustos nuevos y brillantes y donde antes había césped hay dos pequeños lechos de flores al estilo inglés. Ambas parcelas están atestadas de calabazas decorativas, coles de otoño y las últimas nomeolvides violetas, limitadas a cada lado del camino por un parterre de ladrillo. Tres cestas colgantes, que derraman hojas verdes y brillantes, están suspendidas sobre el porche como los pollos de Chinatown. Encima de las ventanas de la fachada, una bandera de Estados Unidos se despliega junto a otra de Italia. Las jardineras debajo de las ventanas tienen molinillos de aspas rojas, blancas y verdes que giran con el viento. Los coches son al bulevar de Queens lo que la flora y la fauna son al jardín de entrada de mi madre. Dondequiera que mires hay algo que crece, gira o se balancea. Mi padre quizá se haya jubilado como técnico jardinero de parques urbanos, pero mi madre no le ha dejado tirar la toalla.
—No sabe cuándo parar —dice la abuela, dando un paso por el sendero—. Me pregunto cuánto gasta al año en fertilizante.
—Mucho. El catálogo de Burpee es la pornografía de mamá.
—¡Hola, chicas! —dice mi madre, mientras abre la puerta de entrada y baja a la acera para saludarnos—. Mamá, te ves genial.
—Gracias, Mike —dice la abuela, y le da un beso en la mejilla—, tu jardín se ve…
—Sabes que odio el césped. Es demasiado rural.
Mamá lleva una túnica larga y blanca de seda cruda que hace juego con unos pantalones blancos. La profunda V del escote está salpicada con cuentas planas de color turquesa. El cabello castaño le cae sobre los hombros y deja al descubierto unos pendientes de aro muy grandes y plateados. Sus zapatos abiertos de gamuza blanco níveo con un tacón cuadrado de diez centímetros revelan sus esbeltos tobillos. El brazo izquierdo, de la muñeca al codo, está cubierto de pulseras de plata. Las agita y dice:
—Muy al estilo de Jennifer López, ¿no crees?
—Mucho —le respondo.
—Estoy haciendo tortillas francesas al gusto. Tu padre está preparando las tostadas francesas. —Mamá nos indica que subamos las escaleras—. Todos están aquí.
El diseño interior de la casa de mis padres es un homenaje a la gloria del Imperio británico y un plagio directo de cada una de las habitaciones estilo Tudor retratadas en Architectural Digest desde 1968. Los italoamericanos codician todo lo británico, porque respetamos al que llega primero. La prueba es la adoración que mi madre profesa a la cretona satinada color cereza, las alfombras trenzadas, las lámparas de cerámica y los viejos óleos de la campiña inglesa, en la que aún no ha estado.
La abuela y yo seguimos a mamá a la cocina, repleta de modernos electrodomésticos blancos y encimeras de mármol con vetas negras. Mi madre dice que el patrón de colores es «regaliz y merengue», como si nada en la vida de mi madre pudiera ser llamado blanco y negro.
Jaclyn ha esparcido las fotos de la boda sobre la mesa de la cocina. Alfred ocupa el sitio de la cabecera, pero es Tess, sentada a su derecha, la que atrapa mi atención. Tiene la nariz roja de llorar.
—Vamos, no puede ser que te veas tan mal en las fotos —le tomo el pelo, pero ella mira para otro lado.
En medio de la conmoción de los besos en las dos mejillas y los saludos, hago un ademán a Tess para que nos encontremos en el cuarto de baño. Nos metemos en el medio baño que hay fuera de la cocina y que solía usarse como despensa. El papel pintado que cubre del suelo al techo este diminuto espacio, con lunares rosados, verdes y amarillos, me hace sentir como si hubiera aterrizado en un frasco de comprimidos.