Gabriel se echa el flequillo a un lado.
—Ahora es un club privado. Me alegra que Bret haya entendido cómo funcionan los tejemanejes para convertirse en lo que sea que es. ¿A qué decías que se dedica?
—Algo de administración de fondos —digo, y guardo en mi bolso una pequeña lata de pastillas de menta.
Tengo dos razones para ir esta noche a la fiesta. Primero, sigo delgada desde la boda de Jaclyn y, segundo, necesito la ayuda de Bret para encontrar la manera de financiar mi futuro. No confío en que mi hermano piense en mis necesidades mientras reestructura nuestra deuda. Bret puede ser de gran ayuda.
—Bret es el vicepresidente de algo. A decir verdad, no entiendo qué hace.
—¿Por qué deberías entenderlo? Eres una zapatera remendona y yo soy el maître del café Carlyle. Seamos realistas, somos gente de servicios, y tu ex amante Bret… Perdona, Teodora.
—Gabriel —digo. Le detengo antes de que profundice más. Sirvo una copa de vino para la abuela y se la doy.
—Me alegra oír que mi nieta es una mujer con una vida completa.
—¿Necesitas algo antes de que me vaya? —le pregunto a la abuela.
—No, gracias, calentaré unos macarrones y me beberé este vino mirando a Mario Batali en el canal gourmet.
—¿Sabías que tu novio, Roman Falconi, tiene un restaurante que está de moda?
—Roman lo sabía todo sobre tomates —dice la abuela con orgullo—, y habla un italiano asombroso. —La abuela junta las manos agradecida, como si fuera a rezar—. Me pareció estupendo.
—Tienes debilidad por el acento italiano —le recuerdo.
—Yo también —dice Gabriel con ansia.
—Solo me gustaría que tuvieras cuidado con la gente que dejas entrar en casa.
—Valentine, tranquila. Roman es de Barí, conocí a su tío abuelo Carm hace mil años. Él iba a menudo a casa de Ida De Cario, en Hudson Street. Apuesto a que no fuiste amable con él, ¿o sí?
—Lo suficiente amable para conseguir una invitación a cenar —digo, le doy un beso rápido a la abuela y sigo a Gabriel escaleras abajo, hacia la puerta.
La terraza del hotel Gramercy Park es un elegante salón interior-exterior de cuyas paredes barnizadas cuelgan pinturas inmensas y coloridas. Tiene gruesas alfombras persas, muebles lacados de poca altura y una chimenea que encienden en las frías noches de otoño. Una araña de tintineantes luces blancas y follaje de cristal verde pende de lo alto como el dosel de un bosque encantado. El paisaje urbano parece disiparse en la distancia y, desde aquí, los rascacielos se esparcen como joyeros de terciopelo negro adornados con perlas.
No es la Nueva York de antes, en la que el recorrido por los clubs incluía el
Latin Quarter
y
El Morocco
. Esta Nueva York es enteramente nueva, aquí los hoteleros son empresarios y sus elegantes salones compiten por una clientela adinerada y bien relacionada que encaja en este ambiente antojadizo y de valor inestimable. Estamos en la jungla de los nuevos ricos. Mi ex, Bret Fitzpatrick, atiende a los invitados mientras el edificio Chrysler se yergue detrás de él como una espada de platino. Qué adecuado para el hombre que alguna vez fue mi caballero de brillante armadura.
Bret se excusa y viene hacia nosotros.
—¡Valentine! —dice. Me besa las dos mejillas y abraza a Gabriel—. ¡Menuda reunión!
—No uses esa palabra —dice Gabriel mientras le da una palmada a Bret en la espalda y se separa de él—. Parecemos más viejos cuando usamos esa palabra.
—Bueno, yo soy mayor que tú, así que puedo llamar a este encuentro como me venga en gana —dice Bret, y sonríe—. ¡Qué alegría veros!, gracias por venir.
—¿Quién es esta gente? —pregunta Gabriel, mirando alrededor.
Bret baja la voz.
—Los clientes y sus amigos. Uno de nuestros accionistas del fondo de inversión es socio aquí —dice él mirándome—. Creía que odiabas estas fiestas.
—Se trata de otra cosa —le digo.
—Estás estupenda, Valentine —dice Bret mientras Gabriel se dirige a la barra a conseguirnos un trago.
—Tú también.
Así es. Bret parece un próspero financiero de Wall Street que se ha ganado su lugar en lo más alto. Su traje, hecho a medida, realza su estatura y sus zapatos de vestir Ferragamo demuestran su buen gusto. Está perdiendo pelo, pero no importa. Sus ojos, de color gris franela, muestran una expresión de completa calidez. Tiene un rostro en el que se puede confiar. Su confianza en sí mismo es indiscutible, pero en ningún sentido es arrogante. Bret ha alcanzado su posición con su propio esfuerzo y se comporta con la gracia de un hombre que se la ha ganado. Ya no encorva los hombros como hacía en su juventud, ahora adopta una erguida postura militar. Ha adquirido esa cosa que los niños nacidos en las familias privilegiadas parecen poseer desde que nacen y que el resto de nosotros debemos desarrollar, aquello que se suele llamar clase.
Cuando conocí a Bret era un chico inteligente de clase trabajadora, originario de Floral Park y con un enorme deseo de alcanzar el éxito. Solía podar el césped de un importante agente de Wall Street que le había prometido un trabajo si Bret iba a la universidad y se licenciaba en Económicas. Bret lo hizo aún mejor: pronunció el discurso de despedida de su curso en el colegio Saint John y luego fue a la Harvard Business School. En diez años, Bret dejó atrás su vida anterior e inició una nueva, que le quedó tan bien como una camisa de Barneys. Entre nosotros han pasado muchas cosas, pero nada complicado. Bret se excusa cuando se lo lleva un hombre mayor, de traje y aspecto distinguido.
Gabriel regresa con mi bebida.
—Es un «ito» —dice, y me da el vaso.
—¿Qué es?
—No lo sé. Mojito, vodkito, jaibolito, algo «ito». Todo lo que se bebe ahora es un «ito» —dice Gabriel, y le da un sorbo.
—O un «tini»: Martini, Valentini, Brettini —digo antes de probar el trago—. Este no es el hotel que recuerdo.
Me asomo por el borde de la terraza y miro las copas de los árboles de Gramercy Park, una densa isla verde inundada por los dorados haces de luz que emiten las farolas antiguas. El parque está cercado por una valla de hierro forjado, y se ubica en el centro de una manzana compuesta por casas de ladrillo y edificios de apartamentos anteriores a la Primera Guerra Mundial.
—Recuerdo cuando mi amiga Beata Jachulski se casó aquí —añado yo—. Fue antes de que los europeos compraran el hotel. Solía ser muy acogedor y la comida, deliciosa. Eso fue antes de la era de la Ilustración. ¿Has visto las pinturas del vestíbulo?
—Si piensas que este hotel ha cambiado, ¿qué me dices de Bret? —susurra Gabriel.
—Tuvo que hacerlo —le digo. Apoyándome en la pared que circunda la terraza, echo un vistazo a la muchedumbre—. Bret tiene que impresionar a esta gente y no debe de ser nada fácil.
—Eres demasiado indulgente —dice Gabriel, bebiendo de su vaso—. Me pone un poco enfermo.
—Estoy muy orgullosa de él —le digo. Gabriel me mira con una mezcla de comprensión y suspicacia. Han pasado cinco años desde que rompí con Bret. Esta noche es la prueba de que él nunca habría encajado en mi nueva vida, la que improvisé como si hubiera unido retazos de cuero encontrados en el suelo del taller. Él estaba destinado a esto.
—Bueno, quizás estoy molesto porque nosotros tres siempre fuimos nosotros, y ahora Bret es uno de ellos. Es el único de ellos que conozco —dice Gabriel, y de su bebida saca una cereza al marrasquino. Aún hay dos más girando en el fondo del vaso.
—¿Cómo has conseguido tres cerezas? —pregunto.
—Las he pedido.
Observo cómo Bret deja a sus clientes para dirigirse a la esquina de la terraza donde tres chicas guapas, de unos veinte años, fuman y beben cócteles. Aunque hace frío fuera, no usan medias en las piernas bronceadas, llevan los pies embutidos en unos zapatos de salón que revelan las hendiduras entre los dedos y con una ligera abertura en el talón que sostiene sus tacones de diez centímetros. Estas chicas compran los zapatos por moda, no por ser los adecuados.
—Iré a pillar el sofá que está junto a la chimenea. Este lujoso salón exterior está muy bien hasta que empieza el invierno —dice Gabriel—. Tengo tanto frío que podrías pasar una pulidora de hielo por mi culo.
—En un minuto estoy contigo —le digo, sin dejar de observar a Bret y a las chicas.
Dos de las chicas se van por su lado y dejan a una rubia que tiembla de frío con un trago en la mano. Bret se inclina y le dice algo, ambos se ríen. Luego ella extiende la mano y le ajusta el nudo de la corbata. Este gesto íntimo obliga a Bret a dar un ligero paso hacia atrás.
Una ráfaga de aire recorre la terraza y hace bailar las luces blancas de la araña, que proyectan pequeños rayos sobre el suelo. La chica ladea la cabeza hacia Bret. Su conversación se ha vuelto seria. Los observo unos minutos más, luego me dirijo hacia ellos con el frío viento nocturno sobre la espalda.
Extiendo el brazo hacia la chica e interrumpo su conversación.
—Hola, soy Valentine, una vieja amiga de Bret.
—Soy Chase —contesta ella, mirándole—, una de las muchas empleadas de Bret.
—¿Tiene muchas?
—Exagero —dice Chase sonriendo. Sus dientes tienen esa perfección periodontal típica de las chicas que crecieron con los avances dentales de los años noventa, que incluyen el blanqueado, el láser y los aparatos invisibles.
—¡Vaya!, tienes unos dientes increíbles —le digo.
Parece sorprendida. Evidentemente está acostumbrada a los cumplidos, pero nadie había mencionado sus dientes como su principal y mejor atributo.
—Gracias —dice.
Me cruzo de brazos y sujeto mi trago en la parte interior del codo, como si fuera una maceta con planta incluida.
Cuando se da cuenta de que no iré a ninguna parte, añade:
—Bueno, supongo que tendré que ir a buscar algo de comer. —Su mirada se demora en Bret—. ¿Quieres algo? —No lo pregunta como una empleada. Bret entiende el tono, me mira y dice con voz de empresario:
—No, estoy bien, ve y disfruta de la fiesta.
Chase se da media vuelta y se marcha mientras Bret mira más allá de la terraza, hacia el East River.
—¿Desde aquí se puede ver Floral Park? —digo, y señalo hacia la zona del interior, al municipio de Queens, del que venimos.
—No, no se puede —dice.
—Sería estupendo si se pudiese. —Le paso mi vaso y él le da un sorbo—. Quizás así recordarías de dónde vienes.
—¿Es una indirecta?
—No, de ninguna manera. Creo que has hecho cosas maravillosas con tu vida. —Mi sinceridad es evidente, así que Bret se vuelve hacia mí y le pregunto—: Entonces, ¿qué pasa con esa chica?
—Eres tan italiana… —dice.
—No eludas la pregunta.
—Nada. No pasa nada.
—Ella cree que sí.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Desde cuándo nos conocemos?
—Hace años —responde Bret, entrecerrando los ojos y mirando hacia Queens como si pudiera vernos allí: dos adolescentes sentados sobre la valla de la casa del párroco en Austin Street, hablando hasta que cae la noche.
—Ajá, desde que yo usaba aparato. Además, soy mujer y sé que ella quiere algo más que irte a buscar una empanadilla de langosta.
Bret respira hondo.
—De acuerdo, ¿qué debo hacer?
—Le dirás que estás casado con una mujer encantadora con la que tienes dos hermosas hijas llamadas Grace y Ava. Por supuesto, ella sabe lo de tu familia, porque a veces coge el teléfono en la oficina ¿o es en realidad la encargada de responder al teléfono? Es igual, luego le dirás que se merece un buen chico. Ella te reñirá, y cuando lo haga, le dirás que es demasiado joven. Eso te fastidia cuando eres joven.
Bret se ríe:
—Val, eres tan divertida… ¿Has terminado la lección? —dice, volviéndose hacia mí.
—Ya está. Ahora tú puedes darme una a mí.
Con esa parquedad que comparten solo los viejos amigos que tienen un pasado en común, me pregunta:
—¿Qué necesitas?
—¿Me ayudarías a salvar nuestra compañía de zapatos?
—¿Cuál es el problema?
Empiezo a dar una explicación inconexa sobre Alfred, la deuda, la abuela y yo. Bret es muy paciente y me escucha con atención.
—Deja que lo examine —dice, y luego añade la frase que siempre me ha dado y siempre me dará paz espiritual—, no te preocupes, Val. Me ocuparé de ello.
En el taxi helado me pego a Gabriel, que es como un radiador que despide vapor. El taxista corta a través del ajetreado cruce de Union Square.
—No iré a otra fiesta en una terraza después de agosto. Esa chimenea era de adorno. No calentaba en absoluto, era como tratar de calentarme con un mechero Bic.
—Hacía mucho frío, pero me alegro de que asistiéramos.
—¿De qué hablabais tú y Bret? ¿Ha dejado a su mujer y volveréis a estar juntos?
—Solo si te conviertes en nuestra niñera.
—Olvídalo, odio a los niños.
—Mi
nonna
Roncalli tenía razón sobre los hombres. No importa la edad que tengan, los tienes que vigilar como un halcón, ¡como un halcón!
Gabriel entorna los ojos.
—Solo un poco. Tú eres muy mala, esa pobre chica no se atrevió a acercarse a Bret durante el resto de la noche. Era como si lo hubieras rociado con algo. ¿Cuánto tiempo crees que esa Miss Suiza habrá llorado en el lavabo?
—¿Lloró?
—No lloró, pero le hubiera encantado coger una de esas esculturas polinesias de piedra y golpearte con ella —dice Gabriel mientras se deja caer sobre el respaldo—. Aunque hubiera necesitado la ayuda de alguien para levantarla. Esas chicas de apariencia nervuda tienen muy poca fuerza en la parte superior del cuerpo. ¡Y siguen fumando en el nuevo milenio! Son idiotas.
—Tienen veintidós años, no saben nada —le recuerdo—. La comida me ha gustado.
—Un poco demasiado higo. Todo el mundo usa el higo ahora, en todo: pasta de higo en la focaccia, rodajas de higo en la rúcula, puré de higo en los raviolis. Llegas a pensar que los higos son uno de los principales alimentos —dice Gabriel suspirando.
—Se llama Chase.
—¿Quién?
—La chica que se interesaba por Bret.
—Chase, ¿como el banco? —dice Gabriel, negando con la cabeza—. «Hay un sistema de valores que trabaja para ti». ¿Quién es su padre, el hombre del Monopoly?
—Nunca se sabe. Una de sus amigas se llamaba Milán.
—¿Como la ciudad? —pregunta Gabriel.
—Como la ciudad y como la marca de galletas.