—¿Te gustan mis zapatos?
—Claro, son preciosos —le digo.
—Una mujer no puede vivir solo de zapatos. Aunque haya habido momentos en mi vida en que he tenido que hacerlo. He andado muchos kilómetros durante mi vida, cumpliré ochenta años. —Una breve conmoción recorre la multitud. Keely continúa—. Sí, ochenta, y le debo todo a… —Y alza los ojos al cielo.
—Yo también —grita la abuela.
—Hoy es su cumpleaños —grita Tess.
—¿Sí? —dice Keely, y sonríe.
—Sí —dice la abuela. Ella no necesita tratamientos en el spa de Elizabeth Arden, ella está rejuveneciendo íntegramente aquí—. Eres mi regalo.
—Ponte de pie, guapa —dice Keely a la abuela.
La abuela se levanta de la silla.
Keely se protege los ojos de las luces del escenario y mira hacia la abuela.
—¿Ya conoces el secreto, verdad?
—Tú dirás —dice la abuela siguiendo el juego.
—No echar canas.
—¡Díselo, Keely! —chilla mi madre.
—Y lo más importante: hombres jóvenes.
—¡Eso es! —dice June, que ya ha bebido tres whiskys solos y agita ahora su servilleta como una bandera de capitulación, aunque no estoy segura de para quién la agita.
—Bueno, no por lo que crees, pelirroja —responde Keely a June—. Aunque eso es importante. Prefiero a un hombre joven porque los hombres de mi edad no pueden conducir de noche. —El batería lanza un golpe seco con el borde del tambor—. Me gustaría cantar algo para usted, ¿cómo se llama?
—Teodora —le dice la abuela.
—Oiga, de verdad es usted una paisana —dice Keely mientras hace la señal internacional que indica «soy italiano», un movimiento de cortar con la mano, sin cuchillo—. ¿Y tiene novio?
—¡No! —respondemos sus nietos por ella.
Luego, un hombre que lleva gafas trifocales, en la mesa vecina, silba como si llamara un taxi.
—La señora no dijo que lo buscara —Keely reprende al hombre—. Tay, ¿tiene un hombre?
—Esta noche estoy con la familia —dice la abuela con un guiño.
—Y mientras menos sepan mejor, se lo aseguro. —Keely sonríe y agita las manos sobre nosotros como si fuera un sacerdote que nos da la última bendición—. Cualquiera que se interponga en la diversión de la abuela, tendrá que vérselas conmigo —dice mientras estira la mano hacia la abuela—. Esta es para usted, chavala, feliz cumpleaños.
Keely canta
It's Magic
. La abuela se inclina hacia delante, apoya los codos en la mesa, sostiene su cara entre las manos y cierra los ojos para escuchar. Mi padre abraza a mi madre, que apoya la cabeza en su hombro como si fuera un cojín viejo. Tess me mira con lágrimas en los ojos, Jaclyn se estira y aprieta la mano de Tess. Sus maridos sonríen, beben sus tragos. Pamela está sentada con la espalda muy erguida y parpadea mientras Alfred le quita el perejil a las tartaletas de cangrejo antes de probarlas. Mi móvil vibra dentro de mi bolso. Cuando la mágica canción termina, el público rompe en aplausos, la abuela se pone de pie y envía un beso a Keely. Miro dentro de mi bolso y reviso mi BlackBerry. El texto dice:
Inundación en la cocina. No podré ir.
Perdona. Besos a la abuela.
Roman
Tess se inclina hacia mí y me susurra:
—¿Te encuentras bien?
—No viene.
—Lo siento.
Siento cómo se ruborizan mis mejillas. Me había hecho muchas ilusiones acerca de esta noche. Imaginaba a Roman, guapo y sencillo, poniendo toda su energía en conocer a mi familia, cautivándolos, llevándose a mi padre a un lado para decirle lo mucho que significo en su vida y, luego, mi padre me diría que nunca le había impresionado tanto un pretendiente y yo tendría esa sensación de seguridad en el estómago, esa seguridad que te permite rendirte al amor cuando se presenta en tu camino. Y ahora me siento avergonzada. No me sorprende que Alfred me considere poco fiable. Parece que las cosas nunca salen como las planeo. Por supuesto que la cocina se ha inundado y que Roman ha tenido que quedarse para solucionar el problema, pero leer las palabras «no podré ir», ha significado mucho más que no podré ir esta noche. ¿Alguna vez podrá? ¿Alguna vez lograremos que esto funcione? ¿El Ca' d'Oro siempre estará primero?
Keely canta
I remember you
y los ojos de la abuela se llenan de lágrimas, los de June se empañan e incluso la cara de tía Feen se relaja con una sonrisa que le devuelve su juventud. Una lágrima baja por mi rostro, pero no la causa Keely, pese a lo buena que es. Hoy podría llorar a mares por mi propia cuenta y sin acompañamiento musical.
SoHo
La abuela y yo inspeccionamos la selección de árboles de Navidad en la esquina de Jane y Hudson mientras inhalamos el aire frío de la noche, cargado del vigorizante olor a pino fresco y cedro puro.
No hay nada mejor que diciembre en Manhattan, cuando se venden los árboles de Navidad. Cualquier esquina se convierte en un jardín, ya que los árboles recién cortados se apilan y despliegan en corredores de un verde sin fin. Algunos pedazos de áspera corteza de pino caen sobre la acera cuando los vendedores recortan los troncos y envuelven los árboles como paraguas de red de plástico antes de entregarlos. Las brillantes coronas con lazos de terciopelo rojo y tiras de acebo con cintas de malla dorada cuelgan de rústicas escaleras de mano, listas para ser vendidas. No puedes evitar cerrar los ojos y pensar en la posibilidad de una Navidad perfecta.
Arreglo los detalles del transporte de una pícea azul mientras la abuela elige una corona para la puerta de entrada de la tienda. El señor Romp coloca nuestro árbol de tres metros en un torniquete y le da el tratamiento del paraguas. La abuela me coge del brazo y, mientras caminamos de vuelta a la tienda, me pregunta:
—¿Invitarás a Roman a la cena de Navidad?
—¿Crees que ya está listo para nosotros? —bromeo.
La verdad es que ya he preparado a Roman. La buena noticia es que también pertenece a una chiflada familia italiana, así que lo entiende, tenemos un código común. De cualquier manera, me preocupo, en el punto en que estamos nuestra relación ya debería ser sólida. Nuestros sentimientos son claros, pero ¿compaginar los horarios? Esa es la parte delicada. Esa y que vivo con mi abuela. Nunca he invitado a un hombre a quedarse, ni siquiera sé cómo tendría que hacerlo. Supongo que puedo hacer lo que las chicas italianas han hecho durante décadas: hacerlo a hurtadillas, pero ¿cuándo?
Quizá sean así las cosas en una relación entre dos trabajadores autónomos que pasan de los treinta años. Entre el horario de su restaurante y el mío en la tienda, nuestra comunicación es como un montón de correos electrónicos sin leer: nos vemos cuando podemos. Todo comenzó con una apacible y deliciosa cena en el Ca' d'Oro; pensaba que tener a un hombre que cocinara para mí era lo máximo, que me alimentara, que me complaciera, pero la verdad es que la última vez que comimos juntos tomamos tallarines de sésamo fríos del Mama Buddha en un banco del parque de Bleecker Street, antes de que yo tuviera que irme a probarle unos zapatos a un cliente.
—Roman tiene que hacer algo por Navidad —dice la abuela mientras abre la puerta del vestíbulo—. Animaría las cosas.
—Justo lo que necesitamos.
La abuela entra en la cocina y prepara espaguetis a la marinara para cenar. Subo las escaleras y saco los adornos navideños del armario de la que solía ser la habitación de mi madre. Enciendo la pequeña lámpara de la mesita de noche, saco del armario cajas de cartón llenos de decoraciones y las apilo sobre la cama. Las cajas con la etiqueta «muy brillante» están abarrotadas con antiguas lágrimas de cristal dorado y con bolas plateadas, verdes, rojas y azules repujadas con rayas o con dibujos, cada una cargada de significado y recuerdos.
Las viejas luces Roma, enormes bulbos rojo rubí, azul marino, verde bosque y amarillo taxi, son las únicas luces que mis hermanas consienten en el árbol de la abuela. Tess y Jaclyn pueden tener las pequeñas y modernas luces centellantes en sus casas, pero aquí, en la de la abuela, el árbol tiene que ser exactamente como lo recordamos: una pícea azul, viva, plagada de adornos de cristal ahumado que han estado aquí desde la infancia de mi madre. Valoramos más los adornos que están en peores condiciones, el reno de paño al que le falta un ojo, los niños del coro de plástico con sus sotanas rojas descoloridas y la estrella de papel de plata de tres puntas que Alfred hizo en el jardín de infancia.
Ahora la cama está cubierta de cajas. Busco el alargador de cable que tiene un interruptor de pedal y que permite encender y apagar las tres luces, pero no lo encuentro.
—¿Abuela? —digo desde lo alto de las escaleras.
—¿Qué pasa? —La abuela se asoma al rellano, un piso por debajo.
—¿Dónde está el alargador de cable?
—Busca en mi habitación, mira en mi tocador. Debe de estar en uno de los cajones —dice, dirigiéndose a la cocina.
Enciendo la luz de la habitación de la abuela. Su perfume permanece en el aire, fresia y lirio, el mismo olor que percibes cuando la abuela se quita la bufanda o cuelga su abrigo.
Abro el cajón de su tocador y busco el alargador. La abuela es como yo, le encanta guardarlo todo. Sus cajones están bien organizados, pero también repletos de cosas. En el cajón superior apila su lencería, delimitada en su espacio por varias medias que aún siguen en sus cajas. Las alzo con cuidado buscando el alargador.
Un frasco sin abrir del perfume
Youth Dew
yace encima de un montón de antiguos pañuelos, que todavía usa con los bolsos de noche en ocasiones especiales. Levanto una caja de bombillas, y buscando tropiezo con una caja de zapatos llena de recibos, que vuelvo a colocar con cuidado donde la encontré.
Miro en el segundo cajón. Sus rebecas de lana están dobladas con orden. Dentro de un envase de plástico hay una linterna, un frasco de agua bendita de Lourdes y un sobre que dice «libretas de calificaciones de Mike». Abro el último cajón. Los bolsos y las carteras de la abuela están apilados con esmero dentro de bolsas de fieltro. Alzo una caja metálica de habanos llena de pequeños aparatos de metal, ruedas, pestillos y garfios de recambio para reparar las máquinas de la tienda. Debajo de la caja hay un saquito de terciopelo negro que descansa en el fondo del cajón; de él retiro un pesado marco dorado que tiene una fotografía de la abuela de hace diez años. El fondo rural me resulta poco familiar. La abuela está junto a un olivo con un hombre que no es mi abuelo. Deben de estar en las colinas de Italia. El hombre tiene el cabello blanco peinado hacia un lado, ojos negros y brillantes y una amplia sonrisa. La piel de ambos es dorada, morena por el sol del verano.
Las colinas detrás de ellos están en pleno florecimiento de girasoles. El hombre descansa el brazo alrededor de la cintura de la abuela y ella mira hacia abajo, sonriendo.
Rápidamente meto la fotografía en el saquito, la entierro en el fondo del cajón y pongo encima la caja de los recambios. Veo el alargador para las luces de Navidad escondido en una esquina.
—¡Lo he encontrado! —digo, gritando. Cierro el cajón con cuidado y apago las luces.
—Quizá sea uno de nuestros primos —murmura Tess mientras esperamos en el vestíbulo de la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya, en Carmine Street, a que lleguen nuestros padres, antes de la misa de Nochebuena. De las columnas que llevan al altar cuelgan guirnaldas de hojas verdes y macetas de poinsetias cubiertas de papel de estaño dorado. Una serie de pequeños árboles con diminutas luces blancas forman el telón de fondo para el dorado tabernáculo con adornos.
—No parecía un primo.
La abuela está dentro, sentada junto a sus nietos y con Alfred, Pamela, Jaclyn y Tom. Tess y yo esperamos a que nuestros padres aparquen.
—¿Quién puede ser?
—Parece un romance.
—¡Vamos! Estás hablando de nuestra abuela.
—La gente mayor tiene relaciones.
—La abuela no.
—No lo sé. Recibe muchas llamadas de Italia y recuerda lo que le dijo a Keely Smith sobre tener un novio.
—No dijo que lo tuviera, solo le seguía el juego. La abuela no tiene ese carácter —insiste Tess.
—La fotografía estaba escondida en un saquito de terciopelo en su tocador, como si fuera importante.
—Vale, haremos una cosa: cuando volvamos, la entretienes en la cocina, yo subo y lo investigo. Seguro que no es nada.
—Hay una multitud fuera —dice papá cuando entra en la iglesia con mamá.
Tess, mi madre y mi padre me siguen por la nave lateral. Nos apretujamos junto a Charlie y las niñas. La abuela se sienta en el extremo del banco, junto a Alfred. Se inclina hacia delante y comprueba que todos los miembros de nuestra familia están en su sitio. Sonríe feliz mientras nos inspecciona antes de dirigir los ojos al altar. Tal vez Tess tiene razón, la abuela no es la clase de persona que tiene una vida fuera de la familia que ama. Además, tiene ochenta años. Ese barco ha zarpado definitivamente.
La cocina de la abuela está diseñada pensando en las fiestas y la preparación de las comilonas, de modo que ahí nunca hay demasiados chefs. La larga encimera de mármol es un lugar perfecto para trabajar, mientras que la larga cocina puede acomodar a varios de nosotros mientras recalentamos y arreglamos los platos. La cena de Nochebuena es exactamente como solía ser cuando éramos niños, excepto porque ahora, en vez de que la abuela lo cocine todo, cada uno de nosotros aporta un plato.
La abuela ha preparado su tradicional sopa de boda con espinacas y pequeñas albóndigas de ternera; Tess ha traído
manicotti
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hecho en casa; Mamá ha asado un lomo de cerdo con boniato y ha preparado otro segundo plato de pechugas de pollo rebozadas y espárragos al vapor; Jaclyn ha hecho la ensalada y yo me he encargado de los entrantes, que incluyen los siete frutos marinos tradicionales: eperlanos, gambas, sardinas, ostras, bacalao, bogavante y caracoles marinos.
—¿Qué ha traído de postre Clic-clac? —pregunta Tess mirando alrededor para asegurarse de que Pamela no puede oírla.
—Fueron a De Roberti —le digo. Pamela ha traído galletas, cannoli y tartas de queso pequeñas. No nos importa que haya comprado la comida, porque por lo menos ha ido a una pastelería italiana estupenda.
—Es Navidad y quiero la fiesta en paz —dice mi madre con firmeza.
—Lo siento, mamá —se disculpa Tess.