—No pasa nada. Mirad mis pechugas de pollo —dice mamá con orgullo mientras las acomoda en el plato—. Las aporreé hasta dejarlas delgadas como el papel, antes de rebozarlas. Se puede ver a través de ellas. Jaclyn, tu ensalada parece deliciosa.
—Es una receta de Nigella Lawson —dice Jaclyn—. Me imagino que si se llama Nigella, algo italiano debe de tener, ¿no? Nos regalaron la colección completa de sus libros en la boda.
—¿Solo la colección completa? —dice la abuela mientras se une a nosotras en la cocina—. Cuando me casé, solo había un libro de cocina para regalar a las novias.
—Yo lo tengo,
El Talismán
de Ada Boni —dice mamá mientras decora las chuletas con ramitas de perejil.
—Es el mejor —dice Tess—. Siempre que preparo las albóndigas favoritas de Charlie con la receta número dos de ese libro, consigo todo lo que quiero. Las preparé el mes pasado y cambió las baldosas de medio baño.
—Bueno, por lo menos sabes qué le motiva —le digo a Tess.
—Ya sabéis, trato de hacer lo que hizo mi madre cuando crecimos. Una comida casera diferente cada noche y que toda la familia se reúna a cenar. No es muy fácil conseguirlo estos días —dice Tess.
—Gracias por reconocer mi contribución. Esperaba que mis hijos apreciaran las pequeñas cosas que hice y las comilonas que preparé. Creo que santa Teresa del niño Jesús lo dijo mejor: «Haz las pequeñas cosas a lo grande». ¿O era «haz las grandes cosas como si fueran pequeñas»? No lo recuerdo. Pero da lo mismo, he trabajado duro toda mi vida —mi madre retira del fuego la vaporera, quita la tapa y saca los espárragos con unas pinzas—, en mi casa. No estoy de acuerdo con la diferenciación entre el trabajo en la oficina y el de casa. El trabajo es el trabajo y yo trabajé por mi familia, olvidándome de mis objetivos personales. Vosotros, mis cuatro hijos, erais mi trabajo. Mi evaluación de rendimiento llegó cuando cada uno os graduasteis en la universidad y abandonasteis el nido con la capacidad de cuidaros vosotros mismos. Abandoné mi propia vida, pero no me quejo, así sucedió y, por cierto, ¡fue fabuloso! —Mi madre coloca la bandeja en la mesa.
Cuando éramos niños, mis amigos comentaban que sus madres les amenazaban para que se portasen bien diciendo cosas como «¡espero que tus hijos te estropeen la vida igual que tú has estropeado la mía!» o «si no os portáis bien, me mataré y qué haréis sin mí, pequeños demonios» o «esta vez sí me moriré el año que viene y podréis ir a vuestras fiestas de drogadictos». Mi madre nunca nos dijo nada de eso a nosotros. Ella nunca nos amenazó con suicidarse porque es una auténtica adicta a la vida.
No, cuando mi madre quería asustarnos de verdad, decía: «¡Ya está! ¡Ya he tenido bastante! ¡Conseguiré un trabajo! ¿Me habéis oído? ¡Un trabajo! ¡Y veréis lo que es no tener una madre que os sirva todo el día!». O el golpe bajo emitido con fuerza y monotonía, «¡volveré al trabajo!», sin importar que mi madre nunca hubiera tenido un trabajo fuera de casa. Se graduó como profesora en Pace y nunca usó el título. «¿Cuándo hubiera podido volver a las aulas? —solía decir—, ¿cuándo?», como si el aula fuera ese mítico lugar que engulle a las mujeres que tienen el título de profesoras, ahí, en una tierra perdida en los tiempos.
La verdad es que mi madre tenía otros planes. Estaba ocupada construyendo la compañía Roncalli. Tuvo a Alfred diez meses después de la boda, luego nació Tess, yo fui la siguiente y al final Jaclyn, y todos juntos nos convertimos en su potente carrera. Mi madre no le pedía nada a Lee Iacocca. La maternidad fue su
IBM
, su Chrysler y su Nabisco. Ella era el jefe ejecutivo de nuestra familia. Se despertaba temprano cada mañana, se «ponía en el personaje», y se vestía como si fuera a ir a la oficina. Mi madre hacía listas, organizaba seis vidas en una enorme pizarra, nos llevaba y recogía de cualquier lugar al que necesitáramos ir y nunca se quejaba, bueno, no mucho. Una Navidad mandamos imprimir unas tarjetas de presentación para ella que decían:
Estaba orgullosa de estas tarjetas, que entregaba a los desconocidos como si se estuviera postulando para alcaldesa. Habría podido con ese trabajo también, creedme. Mi madre es una líder nata, una capataz y una visionaria. Además, le gusta darse bombo, lo cual no hace daño en política.
—¿Qué tal están los chicos en la terraza? —dice la abuela mientras lleva los platos de sopa a la encimera.
—Iré a verlos. —Subo las escaleras para alcanzar la terraza.
—Y llama a los niños —me grita mi madre—. Ya está todo listo.
Recorro los peldaños de de dos en dos hasta la tercera planta. Reviso rápidamente las habitaciones y me detengo a mirar el reloj del dormitorio de la abuela. ¿Dónde está Roman? Dijo que estaría aquí en quince minutos. Ahora me preocupa que Tess y Jaclyn piensen que es un fantasma. Me saco la idea de la cabeza, vendrá.
Los niños están desperdigados por todas partes, jugando a disfrazarse o al escondite, o quizá Charisma está llamando a Japón, como hizo la última vez que estuvo aquí (la llamada costó veintitrés dólares). Hagan lo que hagan, ninguno parece estar sangrando o llorando, así que paso rápidamente por donde están y voy hacia la terraza.
Los hombres se encargan de preparar el fuego en la barbacoa al carbón. Después de cenar, nos ponemos los abrigos y vamos a la terraza a asar nubes. Esta era la tarea de mi abuelo en Navidad y no la hemos perdido, pues la han continuado mi padre, Alfred, Charlie y Tom.
Salgo a la terraza, al encuentro del aire fresco de la noche, para comprobar la barbacoa. Los carbones siguen negros, aunque sus bordes se tornan rojo profundo. Dentro de una hora estarán a la temperatura exacta para tostar las nubes. Un remolino de humo gris se eleva desde el fuego mientras Alfred, enfundado en su abrigo de Barneys, lo mantiene vivo.
Mi hermano señala los edificios del West Side Highway, se comporta como si diera lecciones sobre bienes raíces. A su lado, Pamela tiembla de frío, cubierta con una pequeña capa de piel. Charlie, Tom y mi padre escuchan con atención, absortos en la sabiduría de Alfred, que ahora señala un edificio en la esquina de Christopher Street. Recita de corrido el precio pedido y el precio de venta final, como si dictara los nombres de sus hijos. Me quedo ahí, en el frío, el tiempo suficiente para oír cómo suelta algunas cifras grandes.
—Ya está lista la cena —interrumpo.
—¿Necesitáis ayuda en la cocina? —pregunta Pamela.
—Estamos bien —le digo sonriendo—. ¿Podrías ayudarme a reunir a los niños?
—Claro —dice ella antes de seguirme escaleras abajo.
He estado a punto de ir al Home Depot de la calle Veintitrés a comprar esas protecciones de goma para los peldaños, porque sabía que Pamela vendría y temía que sus tacones de aguja de doce centímetros la hicieran caer, que se precipitara a lo largo de tres tramos de escalera y terminara yaciendo ensangrentada en el taller.
—Me gusta tu vestido, Pamela —le digo con honesta admiración hacia el traje de seda roja que hace juego con una chaquetilla torera y unos zapatos también rojos, de correas hasta el tobillo—. Te ves igual de joven que el día que conociste a mi hermano.
Se sonroja.
—Tu hermano me dijo que el cambio no era negociable.
—¿Cómo?
—Bueno, dijo que no importaba lo que sucediera, pero no quería que dejara de ser la que era cuando me conoció.
—¿No te parece que eso es prácticamente imposible?
—Puede ser, pero intento cumplir con mi parte del trato. Además, su vista va cada vez peor, y eso lo compensa.
Mientras Pamela reúne a los niños para cenar, yo regreso a la cocina. Mamá, la abuela y mis hermanas colocan las guarniciones en las fuentes para el festín de los siete pescados de Nochebuena. Casi les cuento a mis hermanas la cláusula del «no-cambio» de Alfred para quejarme de lo controlador que puede ser nuestro hermano, pero decido no hacerlo. Pamela, después de todo, consigue lo que nosotros hemos intentado durante años: hacer feliz a Alfred. Si eso significa que tiene que usar sus tejanos de 1994 y caber en ellos el resto de su vida, que así sea. Siento pena por mi cuñada cuando, durante las fiestas familiares, la veo fuera, asomándose a través de las serpentinas de papel crepé como si fueran los barrotes de una cárcel. Nunca participa en las bodas cuando se forma una línea de baile, tampoco participa en los juegos de cartas de los domingos después de cenar. Se sienta en una esquina a leer una revista. No es una de nosotros.
En ese momento suena el timbre.
—¿Esperamos a alguien? —pregunta mi madre.
—¿Quién podrá ser? ¿Una entrega de último minuto de FedEx? —dice Tess en broma, mirándome y con pleno conocimiento de que estoy esperando la llegada de Roman, para que pueda exhibirlo como las rosas de rabanitos que hay en el plato de las verduras crudas.
—¿Quizás una novia irritada?
—¿En Nochebuena? Nunca —responde la abuela—. Y, en todo caso, ningún otro día.
—Probablemente es June. La has invitado, abuela, ¿verdad? —Jaclyn le sigue el juego a Tess; después de todo, es Navidad, así que hay que divertirse un poco a costa de
Lagraciosa
.
—Estará con sus amigos del salvaje Village comiendo sucedáneo vegetariano de pavo y algas ahumadas —dice la abuela, encogiéndose de hombros—. Ya conocéis a esa gente del espectáculo.
Presiono el botón del telefonillo.
—¿Quién es?
—Roman.
—Sube —le digo con alegría a través del aparato, luego miro a mis hermanas—. Os pido que os comportéis.
Tess bate las palmas y grita:
—¡Tu novio! ¡Por fin le conoceremos!
—¡Me pregunto cómo será! —trina Jaclyn.
—Chicas, no presionéis a Valentine.
Consciente del poder de la primera impresión, mi madre revisa el estado de su pintalabios en el metal de la tostadora, luego corrige la postura, lanza hacia atrás los hombros, estira el cuello y ladea los labios para mostrar el hoyuelo de la mejilla izquierda. Ahora está lista para conocer a mi novio.
Roman entra en la cocina con una enorme bandeja para hornear cubierta con papel de aluminio y plástico adherente. Lleva un abrigo negro de cachemir, hecho a la medida, que nunca le había visto antes.
—Pensé que faltaría el postre, tarta de frutas. Feliz Navidad.
—Feliz Navidad —digo, y le doy un beso.
Cojo la bandeja de manos de Roman y la pongo sobre la encimera. Él se desabotona el abrigo y me lo da.
—Estás preciosa —me susurra al oído.
—Preséntanos, Valentine —dice mi madre mientras mira de arriba a abajo a Roman, como si estuviera estudiando la estatua del David, incluso se pone de puntillas para observarlo mejor.
—Ciao, Teodora —dice Roman, y besa las dos mejillas de la abuela antes de girarse y apretar la mano de mi madre.
—Mi madre, Mike.
—Feliz Navidad, señora Roncalli —dice él con calidez.
Mi madre le ofrece las mejillas, Roman identifica el gesto y también hace la acción europea del beso doble.
—Por favor, llámame mamá, quiero decir, Mike. Bienvenido a nuestra celebración de Nochebuena.
—Esta es mi hermana Tess.
—Tienes dos hijas, ¿no? —pregunta Roman mientras Tess extiende el brazo y él le aprieta la mano.
—Sí, claro.
Tess está impresionada de que el desconocido tenga información biográfica sobre ella.
—Y ella es mi hermana menor, Jaclyn.
—¿La recién casada?
—Sí —dice Jaclyn. Toma la mano de Roman y la aprieta como si estuviera inspeccionando carne cruda en la carnicería de D'Agostino.
—Bueno, Roman, ¿qué has hecho para nosotros? —Mi madre agita las pestañas mientras habla.
—Es una tarta de zarzamora e higo —dice, justo cuando escucho a mi sobrina alzar la voz desde la escalera.
—¿Quién es ese? —Charisma señala a Roman.
—Charisma, ven a saludar. —Tess mira a Roman—. Perdona, tiene siete años y odia a los chicos. Es el amigo de tía Valentine.
Charisma entrecierra los ojos.
—La tía Valentine no tiene amigos.
—Bueno, hace mucho tiempo que no, pero ahora tiene uno y todos nos alegramos por ella —explica mi madre mientras yo contemplo la posibilidad de saltar de cabeza por la ventana de la cocina.
—Estábamos a punto de sentarnos a cenar —dice mi madre, y hace un gesto de barrido con el brazo señalando hacia la mesa. El lenguaje corporal de mi madre hacia Roman Falconi cambia de la ligera cautela a la completa receptividad—. Debes conocer a mi marido y a los chicos.
—Nuestro hermano Alfred, sus hijos y nuestros esposos —explica Tess mientras pone su brazo alrededor de Jaclyn de una manera que parece decir «estamos unidas, no te metas con nosotras».
—Os olvidáis de Pamela —les recuerdo.
—Y Pamela, mi única nuera. Es tan diminuta que es fácil perderla. —Mi madre agita las manos en el aire y se ríe.
Mi padre y los chicos bajan las escaleras. Mi madre, que ahora tiene pleno control sobre Roman Falconi, le presenta al resto de la familia. Los hijos de Alfred le tienden la mano para saludarle, como dos caballeros en un salón antiguo. Chiara, con el mismo encanto de su hermana mayor, hace gestos a Roman y corre para reunirse con Charisma en la mesa.
La abuela nos hace señas para que la ayudemos en la cocina. Pamela se levanta para venir con nosotras, pero Tess le dice:
—No te preocupes, Pam, ya lo tenemos resuelto.
Pamela se encoge de hombros y vuelve a la mesa.