—Yo creo que lo que Alfred trata de decir —comienza mamá con diplomacia—, es que mi madre tiene cierta edad y hay que mirar hacia el futuro, al camino que queda por recorrer, y anticiparse a los cambios.
—Claro, mamá —la desafío—, el camino está cubierto de hielo, los neumáticos han quedado lisos y resbalan. Lo que sea con tal de respaldar a tu precioso e inteligente hijo Alfred. Lo que quiera se le concede. Si estuviera en verdad interesado por la abuela y su bienestar, yo no abriría la boca, pero con mi hermano todo significa dinero. Él siempre ha estado por el dinero.
—¡Qué desfachatez! ¡Me preocupa la abuela! —grita Alfred.
—¿Ah, sí?
—Tu hermano quiere a su abuela —interviene papá.
—No hables por él —le digo a mi padre.
—No hables por mí —le dice Alfred.
Mi padre levanta las manos y se ríe.
—Y no habléis por mí —dice la abuela, que se pone en pie—. Yo tomaré todas las decisiones sobre el negocio y el edificio. Alfred, eres muy listo, pero también un bocazas. Nunca debiste decir las cifras, has puesto nerviosos a todos.
—Como era solo la familia…
Roman parece incómodo, como un huésped que desea huir de la reyerta y que no se puede mover. Percibo un parpadeo impaciente en sus ojos.
—¡Peor aún! —dice la abuela—. Esa clase de cifras solo ponen a la gente de los nervios. Por el amor de Dios, me ponen de los nervios a mí. Soy una persona reservada y no quiero que mis negocios se expongan como un regalo de Navidad de consumo público. Y, Valentine, aprecio todo lo que haces por mí, pero no quiero que te quedes aquí porque creas que es tu deber…
—Quiero estar aquí.
—… y Alfred tiene razón en algo, ya no soy la misma de antes.
—No quería que sonara de esa manera —dice él—. En verdad pienso que tú debes tomar la decisión, pero me gustaría verte relajada por primera vez en tu vida. Si la gente no trabaja a los ochenta es por algo.
—¿Porque está muerta? —exclama la abuela, que se ríe y vuelve a sentarse.
—No, porque se han ganado un descanso. Y, Valentine, nadie niega que no puedas continuar haciendo zapatos como hobby. Este es el momento en que tienes que encontrar una verdadera carrera. Tienes más de treinta años y vives como un vago bohemio. ¿Quién te cuidará cuando seas vieja? Supongo que seré yo quien lleve esa carga.
—Eres la última persona a la que le pediría ayuda —le digo con sinceridad. Clic-clac suspira, una preocupación menos para ella.
—Ya veremos —dice Alfred—. Hasta donde sé, soy el único de los hijos Roncalli que paga la cuenta.
—¿Qué dices? —pregunta Tess.
—La fiesta de la abuela.
—Nos ofrecimos a pagar —dicen Jaclyn y Tess al unísono.
—¡Yo también! —le digo.
—Pero yo pagué y tengo algo que deciros: yo siempre pago.
—Eso no es justo, Alfred, no puedes pagar una cuenta y luego quejarte. ¡Son pésimos modales! —dice Tess con un gesto que significa que la abuela, la homenajeada, está escuchando.
A Alfred le da igual y continúa.
—¿Quién pensáis que paga las facturas del médico de papá? Tiene seguro, pero hay deducibles y otros gastos pequeños. Ha tenido que salir del sistema para algunos procedimientos, pero vosotras no lo sabéis, y ¿por qué? ¡Porque nunca preguntáis!
—Te lo devolveremos, Alfred —dice mi madre con tranquilidad.
—Si no te precipitaras a pagar todo como si fueras lord Abundancia, nos encantaría pagar nuestra parte —le digo—. Solo pagas para echárnoslo en cara.
Alfred se vuelve hacia mí.
—No me disculparé por tener éxito. Hay un impuesto por el éxito que pago cada día en esta familia. Soy el que gana dinero, así que soy el que paga. ¡Y os ofendéis por eso!
—¡Porque te quejas! Preferiría estar sin blanca y vivir en una caja en el Bowery que en el castillo del miedo en el que vives. Solo mira a Clic-clac… —Las palabras salen de mi boca antes de que pueda detenerlas.
Tess y Jaclyn respiran con rapidez, mientras mamá murmura:
—Oh, no.
Se hace un silencio en el que juraría que se puede oír cómo pasan las nubes.
—¿Quién es Clic-clac? —pregunta Pamela, mirándome a mí y luego a su marido.
—No sé de qué hablan —dice él.
—¿Valentine? —dice Pamela mirándome.
—Es un…
—Es un mote cariñoso en realidad —interviene Tess—, un apodo.
—Si nunca lo he oído, no es un apodo. —Por primera vez en diecisiete años, la voz de Pamela alcanza su registro más alto—. ¿No debería conocer mi propio apodo?
—Os lo suplico, chicas, cambiad de tema. No lleva a ningún lado. —Mamá se sube el cuello de su abrigo de visón falso a las orejas—. Dejadlo ya, aquí empieza a refrescar. Vamos adentro y hagamos un poco de café irlandés. ¿Alguien quiere café irlandés?
—Nadie irá a ningún lado. —Pamela mira con dureza a mi madre—. ¿Qué diablos quiere decir Clic-clac ?
—¿Valentine? —Mamá me mira.
—Es un apodo que significa… —empiezo.
—Es el sonido que haces cuando caminas con los tacones —suelta Jaclyn—. Eres bajita, das pasos pequeños y cuando los tacones golpean el suelo hacen… clic clac, clic clac.
Los ojos de Pamela se llenan de lágrimas.
—¿Os habéis estado riendo de mí todo este tiempo?
—No fue con mala intención —dice Tess, y nos mira a Jaclyn y a mí con desesperación.
—No puedo evitar mi… mi… tamaño. Nunca me he reído de vosotras y ¡en esta familia de locos hay mucho de que reírse! —Pamela se gira y da pisotones con sus zapatos. Clic clac, clic clac, clic clac. Cuando se da cuenta del sonido que produce, se apoya en las puntas de los pies y se mueve en silencio, de puntillas, hasta llegar a la puerta. Se sujeta del marco de la puerta para mantener el equilibrio—. ¡Alfred! —grita. Luego baja las escaleras. Oímos que llama a los niños.
—¿Sabéis? No me importa que seáis malas conmigo, pero ella nunca os ha hecho nada. Siempre ha sido una buena cuñada —dice Alfred, y sigue a su esposa escaleras abajo.
—Iré a envolverles algunas sobras —dice mamá, y sigue a Alfred.
—Tenías que soltarlo —me dice Tess, levantando las manos.
—¿Tenías que decírselo? —le digo a Jaclyn.
—Me sentí atrapada.
Tengo la cara caliente por el vino y la discusión.
—¿No pudiste inventar algo? Algo lleno de glamur, como que Clic-clac era un reloj carísimo o algo así.
—Eso sería Tic tac —dice Charlie desde su posición defensiva, en el fortín que representa la fuente.
—Tenéis que disculparos con ella —dice la abuela tranquilamente.
—Sabéis que se supone que en mi condición no debo alterarme —dice mi padre mientras se acomoda el cuello de su cazadora—. Estas semillas que me han implantado son radiactivas, si mi presión sanguínea pierde las riendas, hay muchas probabilidades de que hagan erupción como el monte Trípoli.
—Perdona, papá —susurro.
Mi padre mira a sus tres hijas contritas.
—Somos una familia, ¿sabéis? Somos una pequeña isla con gente. No somos Irán ni Irak ni Tíbet, ¡por Dios!, somos un país. Y todos vosotros, excepto tú, Tom, con tu sangre irlandesa, todos vosotros tenéis algo italiano o, en el caso de la familia de Charlie, los Fazzani, son ciento por ciento italianos, incluyendo una cuarta parte siciliana, así que no hay excusas. —Mi padre recuerda sus modales y mira a Roman—. Roman, asumo que eres ciento por ciento italiano. —Roman, desprevenido, asiente rápidamente en señal de acuerdo—. Deberíamos estar unidos, estar para los otros, para así ser invencibles. Y ¿cómo nos comportamos? Con rencor. El rencor nos sale por los oídos y por los traseros… y ¿para qué? Dejadlo pasar, dejad que todo pase. Nada de eso importa. Lo aprendí de mi padre. He visto de frente los ojos de la muerte y es una dura hija de puta. Tenéis una vida, chicas, solo una. —Papá levanta el índice y apunta hacia al cielo para enfatizar sus palabras—. Confiad en vuestro viejo, lo único que sé es que debéis dedicaros a disfrutar. Ahora bien, si Pamela tiene las piernas cortas y debe usar zapatos altos para leer su reloj, vale, necesitamos aceptar esto como normal. Y si Alfred la ama, entonces nosotros la amamos. ¿Me habéis entendido?
—Sí, papá —prometemos Jaclyn, Tess y yo. Roman, Charlie y Tom asienten.
La abuela cierra los ojos mientras apoya la espalda en la tumbona.
—Esto será como tenga que ser. Iré adentro —dice papá mientras se dirige a las escaleras.
Charlie y Tom se mantienen alejados del combate, lo más lejos posible sin caer de la terraza. Están de pie con las manos dentro de los bolsillos, un poco a la espera de que vuelen más balas esta Navidad. Cuando ven que no habrá más, Tom mira alrededor y dice:
—¿Hay más cerveza?
Roman me escolta hasta el asiento del copiloto de su coche, luego sube él por el otro lado. Empiezo a temblar cuando enciende el motor. Su asiento está corrido hacia atrás, al máximo; deslizo el mío a la misma altura.
—¿Qué quieres hacer? —dice él.
—Llévame al puente de Brooklyn para que me tire.
—Qué graciosa. Tengo una idea mejor.
Roman conduce por la Sexta Avenida y se dirige a la zona alta de la ciudad. Las calles de Manhattan están vacías y brillantes.
—Lamento que escucharas todo eso. —Me estiro para sujetar su mano.
—Una vez, en unas Navidades Falconi, servimos la cena en el garaje; mis hermanos se enredaron en una pelea y se enfadaron tanto que empezaron a arrojarse ruedas de repuesto. No te preocupes.
—No lo haré —digo yo, y rompemos a reír—. ¿Qué piensas de Alfred?
—No lo sé aún —dice Roman con diplomacia.
—Alfred tiene estándares muy altos, no permite que nadie se equivoque. Después de la aventura de mi padre, Alfred se volvió muy estricto e incluso pensó en entrar en el seminario para hacerse sacerdote. Pero después fue llamado por un dios diferente. Se hizo banquero. Por supuesto, esa es solo otra manera de vengarse de papá. Mi padre nunca hizo mucho dinero, así Alfred era superior a él. Alfred es moral y financieramente superior.
—¿Qué tal su esposa?
—Está dominada por él. Es tan nerviosa que tiene úlceras crónicas, por eso come potitos de bebé.
—¿Por qué es tan duro contigo? —me pregunta Roman con amabilidad.
—Me considera poco seria. He cambiado mi carrera, vivo con mi abuela y no he conseguido retener al hombre perfecto.
—¿Quién era?
—No importa. No me interesa la perfección.
—¿Qué quieres entonces?
—A ti.
Roman me coge la mano y la besa. Me siento atraída por él y no creo que sea un efecto pasajero de la Navidad. Aunque la riña en la terraza ha sido terrible, me he sentido muy tranquila en compañía de Roman. Ha hecho que todo fuera mejor sin decir una palabra o hacer nada. Me he sentido protegida.
Roman pasa con lentitud frente a Saks Fifth Avenue y luego gira por la calle Cincuenta y Uno. Aparca el coche en la entrada lateral.
—Venga —dice. Viene hasta mi lado y me ayuda a salir del coche—. Es Navidad, tenemos que mirar escaparates.
Me toma de la mano y pasamos detrás de los cordones de terciopelo rojo. Hay una familia latina en la cola, se saca fotografías frente al escaparate en el que unos muñecos de nieve realizan un acto circense. El padre sostiene a su hijo de tres años cerca del cristal.
El ruido de la Quinta Avenida queda amortiguado conforme avanzamos mirando los escaparates, dioramas de la felicidad navideña a lo largo de la historia: una detallista escena victoriana en la que una familia abre un regalo y un cachorro tira del listón de un paquete una y otra vez; otra de los locos años veinte en la que las chicas llevan peinados de paje y vestidos cortos de tubo, con lentejuelas, y bailan charlestón sin parar.
Un hombre aparece en la esquina de la calle Quince con un saxofón y rompe el silencio con un estribillo de jazz. Roman me aprieta contra él y me lleva hacia el escaparate de los muñecos de nieve acróbatas. El hombre con el instrumento deja de tocar, su saxofón de color plateado brilla alrededor de su cuello como un amuleto gigante.
Mientras nos movemos al siguiente escaparate, miro al hombre y sonrío. Lleva una desgastada gorra inglesa de tweed y un abrigo viejo. Entonces él comienza a cantar:
Hemos sido felices andando nuestro camino,
la vida ha sido hermosa, éramos jóvenes.
Cuando te hayas ido, la vida seguirá
como una vieja canción que cantamos.
Y cuando sea demasiado viejo para soñar,
te tendré a ti para recordar.
Cuando sea demasiado viejo para soñar,
tu amor vivirá en mi corazón,
así que bésame, amor
y digamos adiós.
Y cuando sea demasiado viejo para soñar
ese beso vivirá en mi corazón.
Roman me coge entre sus brazos y me besa. Cuando abro los ojos, veo las luces que iluminan las cúpulas de la catedral de San Patricio, forman conos de humo blanco y desaparecen en el cielo negro.
—¿Quieres quedarte en casa esta noche? —pregunta Roman.
—No se me podría ocurrir un mejor regalo de Navidad.
Al volver al coche, Roman me mira y sonríe. Planeo pasar todo el trayecto, hasta donde quiera que viva, besándole el cuello, y así lo hago. Enciende la radio. Canta Rosemary Clooney y suena igual de suave que el whisky y la crema batida. No dejo de pensar que esta noche comenzaremos algo maravilloso. Sumerjo el rostro en su nuca y deseo que el coche despegue y vuele hasta la casa de Roman.
¡Me estoy enamorando! Mis pensamientos explotan como la lluvia de monedas que cae cuando aciertas en una máquina tragaperras de Atlantic City. Me imagino a mí misma rodeada de discos de oro que manan por cientos y luego por miles. Veo peonzas y cintas desplegadas, azulejos que salen volando de los campanarios, campanas de iglesia que repican, hileras de coristas con pantalones cortos de lentejuelas rojas que bailan claqué a toda máquina hasta que el sonido es tan ensordecedor que uno termina por taparse los oídos. Veo un cielo azul brillante plagado de cometas rojas, globos aerostáticos violetas y blancos, y los fugaces asteroides plateados de los fuegos artificiales que caen como espumillones. ¡Siento que se acerca un desfile! Bandas marciales, flanco con flanco, en uniformes verde esmeralda,
majorettes
vestidas con maillots de lentejuelas blancas que cambian de formación una y otra vez, mientras las tubas de cobre pulido van de un lado a otro de la calle tocando una melodía, ¡mi melodía! Mi cabeza rebosa de sonidos, mis ojos están llenos de admiración y mi corazón repleto de anticuada y espectacular alegría. Abro los ojos y miro la luna, y ¡está girando en el cielo! ¡Un tiro de moneda celestial! ¡He ganado! ¡Estoy entre los ganadores, amigos!