—Del Ca' d'Oro, en Mott Street —respondo antes de que Bret pregunte.
Cuando éramos pareja, nuestra comunicación era similar a un buen juego de Jeopardy! Y, para ser honesta, a veces echo de menos esa conexión.
—He oído hablar de él, se supone que es muy bueno —dice Bret con agrado.
Es bueno saber que mi antiguo novio no siente ni un ápice de celos hacia el nuevo, aunque quizá me hubiera gustado que los sintiera, aunque solo fuera un poco.
—Te recomiendo el
risotto
—digo yo.
Bret se sienta y abre su cartera. Saca una carpeta que pone «Zapatos Angelini».
—Quiero consultaros algo —dice—. ¿Habéis hablado acerca de la posibilidad de expandir vuestra marca?
—Valentine mencionó algunas cosas —empieza la abuela.
—Abuela, hoy llevas el cabello diferente, ¿te has hecho algo?
—Es un nuevo corte de pelo.
—Y un chapuzón en nuestra Señora del Tinte —dice June riéndose—. Y lo sé porque yo misma tiño mi cabello.
—Bueno, te queda muy bien, abuela —dice Bret.
Estoy impresionada con la habilidad de Bret para suavizar al cliente con reservas. Debe de ser un fenómeno con los fondos de inversión.
—June —continúa Bret—, ¿te importa que hable de negocios con ellas?
—Imaginad que no estoy aquí.
—Valentine me ha explicado el concepto de explotar una marca. Bueno, sabes que tenemos este negocio desde hace cien años, así que nuestra marca es conocida y ha sido puesta a prueba. Es lo que es. Eso es lo que no entiendo. —La abuela se aparta el flequillo hacia un lado—. Hacemos zapatos de boda a partir de nuestros primeros diseños, de nuestro catálogo, si quieres. Los hacemos a mano y no podemos hacerlos más rápido. ¿Cómo podríamos atender a una clientela más numerosa de la que ya tenemos?
—¿Valentine? —Bret me pide que responda.
—No lo haríamos, abuela, no con nuestros diseños de base. No podríamos. No, tenemos que diseñar un nuevo zapato, uno que se pueda producir a gran escala en una fábrica. Introduciríamos una colección secundaria más asequible.
—¿Zapatos más baratos?
—En precio sí, pero no en calidad.
—Os seré sincera. No sabría cómo hacerlo —comenta la abuela.
—A los inversores les gustaría saber que el producto que ellos financian tiene potencial de amplia distribución y, de esa manera, un mayor margen de beneficio. Eso se hace creando algo que esté a la moda, y que tanto para el diseñador como para el fabricante sea factible —dice Bret, y le entrega a la abuela un informe que dice: «Creación de una marca,
CRECIMIENTO Y OBTENCIÓN DE BENEFICIOS EN LOS PEQUEÑOS NEGOCIOS
»—. Bueno, si seguís mi lógica, creo que juntos podemos obtener los fondos que os financien el tiempo y los materiales necesarios para que el negocio crezca en nuevas direcciones.
—Tiene sentido —digo de modo alentador, pero cuando miro a la abuela compruebo que ella no parece convencida.
—Vamos a ver: los inversores quieren una institución venerable, que se identifique con una marca de calidad, que ofrezca una idea que pueda producirse a gran escala —continúa Bret—. Y aquí está el atractivo, no tiene que ser un zapato de boda.
—Ya veo —dice la abuela mirándome.
—He pensado en crear algo nuevo que forme parte de nuestra marca, pero que no se aleje de nuestro trabajo tradicional en el taller —explico—. Tiene que ser un producto externo, creado aquí, desarrollado aquí, pero fabricado en otro lugar.
—¿En China? —pregunta la abuela.
—Probablemente, o en España, Brasil, Indonesia, quizás en Italia —le digo.
—¿No hay fábricas estadounidenses que hagan zapatos?
—Unas cuantas.
—¿Podríamos usar una de ellas?
—Abuela, lo estoy mirando ahora.
No quiero que esta conversación se centre en la discusión Made in
USA
, algo que a la abuela le encanta defender. Debo mantener su mente centrada en la idea principal, y en la operación de crecimiento.
—No nos preocupemos en este momento por el tema de la producción —dice Bret, para apoyarme—. Centrémonos en el trabajo por venir.
—Abuela, tengo que diseñar el primer zapato. Estoy pensando en un zapato informal, pero a la moda. Quizá también accesorios. Tal vez, cuando crezcamos con el tiempo, los incluyamos.
—Oh, no, por Dios, ¡cinturones no! —interrumpe June—. Lo siento, sé que se supone que debería ser más sorda que una tapia, pero a veces una chica tiene que hablar sin temor. Ya hemos probado los accesorios, son un desastre. Mike hizo cinturones, los vendió a Saks y nos los devolvieron, ¿os acordáis? —La abuela asiente—. Usó un tipo de cuero suave, una piel de cabritilla chulísima que, después de un par de usos, se estiraba como goma de mascar. Los clientes se enfadaron y los de Saks estaban indignados. Nos devolvieron todos los cinturones. —June niega con la cabeza—. Todos.
—Y Mike dijo: «Nunca jamás». Decía que debíamos atenernos a lo que conocíamos.
—Bueno, abuela, nosotros no nos podemos permitir ese lujo. Debemos arriesgarnos, si no lo hacemos, si no nos llega algo que revitalice nuestro negocio y lo traslade al siguiente nivel, el año que viene desapareceremos.
—De acuerdo —dice Bret, y me pasa la carpeta—. Vosotras dos tenéis mucho que hablar. Yo diré a mis compañeros que estáis creando un catálogo de ideas para ellos.
—También les puedes decir que iremos a Italia para traer las últimas innovaciones en materiales aplicadas al diseño clásico —le digo.
—Val, nunca creí que diría algo así, pero hablas como un hombre de negocios.
—Creo en esta compañía.
—Eso es evidente —termina Bret. Besa a la abuela en la mejilla, luego a June y a mí—. Seguid así, vosotras sabéis lo que hacéis.
Bret nos deja la carpeta y se va.
—Realmente cree en ti —dice June.
—Me conoció cuando… —digo yo—. Hay mucho que decir a favor de eso.
Ca' d'Oro cierra los lunes, así que para Roman y para mí esa es nuestra noche para salir. Roman suele venir a Perry Street a cocinar, o vamos a su casa y cocina allí. Sin embargo, esta noche ha invitado a mi familia a cenar al restaurante, para corresponder a la cena de Navidad y como penitencia por haberse perdido el ochenta cumpleaños de la abuela en el Carlyle. Creo que no podría existir un mejor escenario, pues quiero que mi familia lo conozca en su propio ambiente. Ca' d'Oro es la obra maestra de Roman: explica quién es, muestra el alcance de sus talentos culinarios y demuestra que está en verdad inmerso en el mundo de la restauración de Manhattan.
He ido al restaurante cuando he terminado de trabajar en el taller. He preparado la larga mesa del salón, he encendido las velas y he puesto como centro de mesa un jarrón bajo con plantas verdes y violetas. Ahora estoy en la cocina y hago de pinche para Roman. Preparar comida es un respiro de hacer zapatos, básicamente porque puedo probar las recetas mientras él las prepara.
—¿Así que él es tu tipo? —dice Roman, y coloca una delgada lámina de pasta sobre la bandeja para hacer los raviolis.
Después sigo yo, pongo en la frágil hoja de pasta una pequeña cantidad del relleno creación de Roman, una mezcla cremosa de boniato, trocitos de trufa, parmesano añejo y hierbas.
—Me preguntaba cuánto tardarías en preguntarme por Bret.
—Es un hombre de negocios de traje y corbata, ¿le van bien las cosas?
—Mucho.
—Seguís siendo amigos, así que la separación no habrá sido dolorosa.
—Lo fue un poco, pero antes éramos amigos, así que ¿por qué no seguir siéndolo después?
—¿Qué pasó?
—Una carrera en Wall Street y la fabricación de zapatos no se complementan. Ahora puedo mirar la situación con perspectiva y apreciarla por lo que era. Lo que funcionaba entre nosotros eran nuestros orígenes. Uno de cada.
—¿Uno de cada? —repite Roman. Coloca otra lámina de pasta sobre el relleno, luego coloca la prensa cortadora sobre la masa y secciona doce raviolis de tamaño normal, que pone en la tabla de cortar enharinada. Coge los cuadrados uno por uno y los alinea en una bandeja de madera, luego los espolvorea con harina de maíz amarilla—. Explícame eso.
—Nunca debe haber dos de lo mismo en una relación. Tienes que mezclar. Irlandés, Fitzpatrick, e italiana, yo. Un judío y un católico compensan la culpa y la vergüenza bastante bien. ¿Un protestante y un católico? Tienen un margen muy reducido. Mis padres nos alentaron a casarnos con nuestros iguales, pero demasiado de lo mismo engendra el melodrama.
—¿Dos italianos? —me pregunta.
—Es bueno si son de diferentes lugares.
—Bien, yo soy de la Apulia y tú eres… ¿De dónde eres?
—De la Toscana y de Calabria.
—¿Entonces estamos bien?
—Estamos bien —le aseguro.
—Quizá son las profesiones las que lo estropean todo. ¿Qué tal un chef y una zapatera? ¿Funciona?
Me pongo de puntillas y le beso:
—Eso depende.
—Pero ¿qué pasa si ambos sois puro melodrama? El melodrama de la creatividad y el riesgo. ¿Qué tal si es esa clase de pasión lo que os mantiene juntos?
—Entonces es obvio que tengo que revisar mi norma.
—Bien —dice Roman, y coloca otra lámina de pasta sobre la prensa. Relleno los huecos con cuidado—. ¿Por qué no vas al comedor y descansas?
—No, gracias, me gusta ayudar. Además, si no lo hago, nunca te vería.
—Lo siento —dice con ternura—. Riesgo profesional.
—No lo puedes evitar, y no deberías. Amas tu trabajo y yo amo que lo ames.
—Eres la primera mujer con la que salgo que lo entiende.
—Además, te sirvo más aquí de lo que tú podrías ayudarme en el taller. No te veo cosiendo adornos rosados en zapatos de novia.
—Soy muy malo con la aguja y el hilo.
Roman coloca la última lámina de pasta sobre los huecos, cierra la prensa, la abre y una docena de raviolis cuadrados brotan de la rejilla. Los coloca en la bandeja de madera con los demás. Luego abre el horno y revisa el asado de cerdo y los vegetales, que se cuecen a fuego lento en una reducción de vino que inunda la cocina de olor a mantequilla, salvia y vino de borgoña tibio. Observo mientras él hace malabares diestramente en la preparación de la comida. Se sumerge en su trabajo; es obvio que se entrega y que le dedica mucho tiempo. Roman también investiga. Ensaya las nuevas recetas y sus combinaciones, pone las cosas a prueba, rechaza ideas, reemplaza las viejas con las nuevas.
A pesar de mis profundos sentimientos (y de los suyos), a veces me pregunto cómo construiremos una relación si casi no nos vemos. Recuerdo una entrevista con Katharine Hepburn en la que decía que, en una relación con un hombre, el trabajo de una mujer consistía en ser adorable. Intento ser una novia comprensiva que no cause bullas ni estrés, que esté más que al tanto de las presiones que tiene en el trabajo para no ser una más. Para ser justos, él hace lo mismo por mí. Pienso que mientras ambos estemos en el mismo lugar, este acuerdo funcionará bien y nos llevará a la siguiente fase (sea cual sea).
—¡Hola, chicos! —dice mi madre. Ha entrado en la cocina y deja unas bolsas—. Acabo de hacer unas compras en el centro, no me puedo resistir a una ganga y en esto nadie iguala a Chinatown. Chinelas de seda por dos dólares. —Sostiene una bolsa llena de ellas.
—Ya sé cuál es mi regalo de las próximas Navidades.
—Dentro de doce meses ya lo habrás olvidado. Tus hermanas están aquí, los chicos están aparcando. ¿Estáis haciendo raviolis?
—Es la especialidad de la noche —dice Roman.
—Mmmmm.
—¿Dónde está papá? —pregunto.
—Está detrás de la barra, llenando la coctelera de manhattans. ¿Te parece bien, Roman?
—Claro, sentíos como en casa. Esta noche va de eso —dice Roman, y sonríe.
—¡Es maravilloso! Tenemos nuestro propio chef en su propio restaurante de moda cocinando para nosotros. ¡Es más de lo que merezco!
—Te veré en la barra, mamá.
Mi madre vuelve al comedor mientras levanto la bandeja de los raviolis terminados, la coloco en un anaquel portátil con ruedas y lo llevo hacia la mesa de trabajo.
—Sabes que mi madre está muy impresionada contigo.
—Lo sé. Si te ganas a la madre, ya tienes a la hija.
Me estiro para besar a Roman.
—Mi madre no tiene nada que ver con esto.
Roman me da una cesta con bastoncitos de pan casero para que la lleve a la barra.
Mamá y papá están sentados en los taburetes, dando la espalda al restaurante. Los pies de papá, con unos Merrells negros de ante, descansan sobre la barra que hay en la parte baja del taburete, mientras que los de mamá, con unos botines de cabritilla de color marrón oscuro y tacón alto, cuelgan por encima de esa barra, como los de un niño. Tess y Jaclyn están de pie, cerca de la barra. Tess lleva un vestido rojo de cóctel y Jaclyn unos pantalones negros de maternidad que hacen juego con un enorme jersey de cuello alto. Jaclyn levanta la mano y dice:
—Sí, ya lo sé, tengo el tamaño de un autobús.
—No he dicho nada —digo yo, mientras le doy un abrazo rápido.
—Lo he visto en tus ojos.
—De hecho estaba pensando en lo guapa que estás.
Jaclyn se acerca la cesta del pan y toma un bastoncito.
—Buen intento —dice, masticando—, pero la talla de mis pantalones pasa de la cuarenta.
—Tus pantalones deberían jugar a la bolsa —bromea mi padre.
—No tiene gracia, papá —dice Jaclyn, masticando.
—¿Cómo te sientes? —digo yo, poniendo las manos en los hombros de mi padre.
—Tu madre me ha llevado por todo Chinatown como si fuera un
rickshaw
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desbocado. Yo moriré, y ella tendrá un suministro de chinelas para toda la vida.
—¿Dónde están vuestros maridos? —le pregunto a Tess.
—Aparcando.
—Gracias a Dios que los chicos se caen bien —dice mamá, agitando en círculos su manhattan color borgoña antes de darle un trago—. Ya sabéis que eso no suele pasar con los cuñados.
Tess me lanza una mirada cargada de intención.
—Vaya si lo sabemos, mamá —le recuerdo. A veces mi madre no tiene la más mínima idea; después de todo, no ha habido más que frialdad con Pamela durante años.
—¿Vendrán Pamela y Alfred? No lo han confirmado.
—Todavía estamos desterrados —dice Tess, y se encoge de hombros—. Pamela no ha hablado con ninguno de nosotros desde el exabrupto de Navidad.