—¿Has telefoneado para disculparte? —pregunta mi madre.
—No sabría qué decir. Además, es cosa de Valentine, fue ella quien lo soltó.
—Todos la llamábamos Clic-clac. Y ella nos llama las hermanas albóndiga a nuestras espaldas y nunca he recibido una disculpa por eso. —De repente parece como si tuviera cinco años.
—Mamá, tú también has hecho comentarios acerca de su tamaño —dice Jaclyn mientras pesca una cereza en su Ginger Ale y se la mete en la boca.
—En general, sobre su tamaño, sobre que es pequeña, sí, pero nunca específicamente sobre sus pies.
—Pies, trasero, manos, no importa —declara papá—. Estáis diciendo tonterías y lo cierto es que habéis herido los sentimientos de Pamela. Ahora la integridad del arco iris depende de vosotras. En este momento hay un agujero en nuestro arco iris porque no sois capaces de guardaros vuestras opiniones. Alguien tiene que llamarla y arreglar las cosas.
—Tiene razón. Debemos llamarla —dice mi madre.
—¡Yo no quiero llamar! —dice Jaclyn, y coge otro bastóncito—. ¡No puedo! Todos los días me siento mareada hasta el mediodía y la verdad es que no aguanto más estrés, estoy exhausta. Ha formado parte de esta familia durante años. ¡Debería estar curtida! Sí, somos un pandilla difícil, ¿y qué?, mientras formes parte de ella te lo comes con patatas. ¿Clic-clac? Es casi como decirle «Flaca flacucha».
—Las hormonas del embarazo han llegado —susurra mi madre—. Debe de ser un niño.
Charlie y Tom entran en el restaurante y saludan a mis padres. Roman sale de la cocina con un plato de flores de calabacín fritas. Lo deja sobre la barra y luego agita las manos.
—Yo ya te doy las cuatro estrellas, por el aparcamiento. Ha sido un acierto —dice Charlie, quitándose el abrigo.
—Aparcar en Litle Italy está tirado —dice papá—. Los italianos saben cómo atraer los negocios, ¿verdad, Roman? Cuando probemos tu comida, te diremos si puedes quedarte con el tuyo —remata papá, que le guiña un ojo a Roman.
Roman fuerza una sonrisa, pero mi padre no lo nota. La abuela llega y se quita el sombrero. Agita su nuevo cabello y da unas vueltas, como una modelo. Charlie y Tom silban, mientras mis hermanas se maravillan del cabello castaño de la abuela.
—¡Mamá! ¡Eres castaña de nuevo! —dice mi madre, y aplaude con alegría—. ¡Por fin has escuchado mi consejo!
Papá se gira en su taburete y dice con aprobación:
—Alguien ha dejado atrás el Geritol.
—Mamá, ahora puedes quitarle a tu edad otros cinco años —propone Tess.
—¡Por fin! ¡Si los ochenta son los nuevos sesenta, tengo cuarenta!
—Eso me convierte en un pervertido —dice mi padre mientras bebe de su copa—. Con tus extravagantes cálculos, soy tan viejo que podría ser tu padre.
—¿Qué hay de malo en relacionarse con un hombre mayor? —dice mi madre, encogiéndose de hombros.
—Alfred está al llegar —anuncia la abuela.
—Me dijo que no vendría —dice mi madre, que pasa detrás de la barra para servir un manhattan a la abuela.
—Pero yo le he dicho que tenía que venir —dice la abuela. Pone su bolso de mano sobre un taburete de la barra—. Estoy harta de esta tonta disputa. He visto suficientes en mi vida. Una riña familiar se estanca, conforme pasa el tiempo se convierte en una guerra de cien años y de pronto nadie recuerda cuál fue el conflicto que la empezó.
—Yo soy del mismo
padecer
, abuela.
—Parecer —mamá corrige a papá.
—¿Debemos esperar a Alfred para empezar? —le pregunta Roman a la abuela—. Me adelanto y voy trayendo la comida —añade, dirigiéndose a la cocina.
—¿Me necesitas? —pregunto yo.
—Ya me hago cargo —dice por encima del hombro.
Percibo el tono exasperado de Roman. Mi familia no ha hecho más que quejarse desde que llegaron. Mi novio ha hecho un gesto de cansancio cuando mi familia ha insistido en sacar la disputa de Navidad con Pamela. Nadie tendría que pasar por eso dos veces.
—Han llegado los esbozos del vestido de novia —dice la abuela, y me da un sobre gris con las letras «bg» que saca de su bolso—. Entregados en mano a nombre de Bergdorf Goodman.
El dibujo del vestido de novia para el que tenemos que hacer un zapato está trazado con tinta y acuarelas en un grueso papel de dibujo. La silueta muestra fragmentos de chifón que parecen cortados con un cuchillo para bistec y cosidos al azar en una especie de envoltorio ajustado. Parece un vestido de seda que acabó accidentalmente en la lavadora. Es horrible.
—¿Quién necesita zapatos con este vestido? Necesitas un abrigo —digo yo, y le paso el dibujo a Tess.
—Uno que se abroche del cuello a los tobillos —comenta la abuela, negando con la cabeza—. ¿Quiénes son Rag and Bone?
—Dos diseñadores que están muy de moda —le digo.
Mamá se pone sus gafas para leer, con ellas examina el diseño y dice:
—¡Uy, uy, uy! ¿Se está practicando una nueva política de austeridad? —Le pasa el dibujo a Jaclyn—. No entiendo por qué no usarían a alguien como Stella McCartney. Ella es clásica, romántica y juguetona.
—Y tu madre estaba enamorada de su padre. Paul era su Beatle favorito —añade mi padre.
—No pienso disculparme por mi buen gusto —dice mi madre, agitando su bebida.
Roman trae un plato de raviolis a la mesa. Jaclyn me da el dibujo y dice:
—¿Por qué estas cosas no pueden ser bonitas? ¿Por qué todo tiene que ser tan feo? —Jaclyn llora, luego golpea la mesa con las manos—. ¿Qué me pasa? ¿Por qué estoy llorando? —solloza—. No estoy llorando en mi cabeza…, dentro de mi cabeza. ¡Estoy cuerda! Es solo un vestido, no me importa ese vestido —gimotea—, pero no puedo parar.
Roman va detrás de la barra, saca una caja de pañuelos y los pone sobre la mesa, junto a Jaclyn.
—Ya, ya —dice mi madre, apoyando el brazo alrededor de Jaclyn para tranquilizarla.
—¡Dios, quisiera poder beber! ¡Cuatro meses más sin nada para empinar el codo! —dice Jaclyn mientras se pone las manos en la cabeza y llora—. ¡Necesito un trago!
Roman suspira con lentitud mientras escruta la mesa. Tiene la misma mirada que en la pelea de Nochebuena. Trata de no juzgar, pero está definitivamente molesto. La buena comida no importa cuando se la sirves a personas enfadadas.
Alfred hace su entrada, y con él entra una ráfaga de aire frío. Da la mano a Roman y dice con un tono igual de helado que el viento de invierno que arrastra:
—Encantado de verte de nuevo.
—Me alegra que pudieras venir —dice Roman con amabilidad, pero le mira como si tener a seis de los Roncalli ya fuera demasiado para su restaurante.
Alfred no hace ningún movimiento para quitarse el abrigo. Lo que hace es pasear la mirada por encima de nuestras cabezas, negándose a mirarnos a los ojos. Finalmente, camina hasta mi madre y la besa en la mejilla, luego estrecha la mano de mi padre.
—No puedo quedarme. La abuela me ha pedido que pasara a saludar, pero me tengo que ir pronto.
Tess mira su plato de entremeses vacío, mientras enormes lágrimas caen sobre el jersey de Jaclyn como si fueran rocío.
—¿Qué pasa, Jaclyn? —le pregunta Alfred.
—¡No lo sé! —solloza.
—Alfred, por favor, quédate por lo menos a los entrantes —implora mi padre.
¿Qué puede hacer Alfred? ¿Decir que no a su padre enfermo? Alfred acerca una silla y dice:
—Solo un momento.
—Estupendo —dice Roman, forzando otra sonrisa—. Tenemos los entrantes y, la especialidad de la casa, raviolis de trufa. Luego hay asado de cerdo con tubérculos a la parrilla.
—Me gustaría ver el menú —bromea mi padre. Todos ríen menos Roman.
Nos sentamos. Alfred se coloca en el extremo de la mesa, cerca de la abuela. Mi padre se sienta en una de las cabeceras y Roman en la otra, más cerca de la cocina. Para picar hay una fuente de rollos de salami, láminas de jamón cocido dulces y rosadas, brillantes aceitunas, tomates secados al sol, trozos de parmesano fresco y hojuelas de atún cubiertas de aceite de oliva. Roman ofrece una cesta de pan casero, recién salido del horno, para que la pasemos.
Jaclyn le muestra el dibujo del vestido a Alfred.
—¿Qué es esto?
—El vestido de Bergdorf.
Alfred lo mira y dice:
—Debe de ser una broma.
—Definitivamente es un reto de diseño —digo, forzando una sonrisa.
—¿De verdad crees que esto cambiará el destino de la compañía de zapatos? —dice mientras niega con la cabeza.
—Lo único que nos queda es intentarlo —digo en el mismo tono, resistiéndome a la tentación de contraatacar. Le quito el dibujo, lo deslizo dentro de su sobre de nuevo y lo pongo en la mesa detrás de mí. Una tranquilidad tediosa se establece en la mesa. Roman inspecciona nuestros platos y se asegura de que sus invitados tengan lo que necesitan. Se levanta con rapidez y rellena nuestras copas de vino.
—¿Cómo te sientes? —le pregunta Charlie a mi padre.
—Bastante bien, Chuck. Bueno, a veces me escuecen mis partes inferiores…
—No mientras comemos, cariño —dice mamá.
—¡Eh!, él preguntó. Y sí tengo una sensación de escozor.
—¿Cuándo partes para Italia, abuela? —pregunta Alfred para cambiar de tema.
—En abril, Valentine viene conmigo.
—¿Por qué?
—Voy a conocer a los proveedores —explico.
—En abril, me encanta Italia en abril —dice Roman mientras cruza los brazos.
—Deberías venir con nosotras —le digo, y le aprieto la mano.
—Quizá lo haga.
—Yo me uniría, pero es la temporada de siembra en Forest Hills —dice mi madre en broma.
—Para que quede constancia, no podemos tener más flora y fauna en Austin Street —dice mi padre, balanceando su tenedor hacia mi madre.
—Cariño, dices eso y luego, voilà, aparece otro maravilloso rododendro o una enredadera de polemonios amarillos proliferando en algún lugar del jardín.
—Siempre hay lugar para otro polemonio —digo yo, pasando el pan a Jaclyn, que encuentra tan graciosa la palabra polemonio que no puede parar de reír.
—¿Ahora qué?
—No lo sé —se ríe, nerviosa—, es como si hubiera comido mucho azúcar y estuviera en una atracción del parque de Six Flags. Por dentro no me estoy riendo. Lo juro —vuelve a reír—, ja, ja, ja.
—Yo nunca tuve esos cambios de humor cuando estuve embarazada —dice Tess.
—¿Bromeas? Eras como Glenn Close con permanente. Te escondías en los armarios, leías mis correos electrónicos. Jurabas que tenía una aventura —dice Charlie.
—No lo recuerdo —insiste Tess—. Pero ¿el parto? Esa es otra historia. —Tess corta un trozo de pan en dos y le pone mantequilla—. Dicen que lo olvidas, pero no.
—Tess, me estás asustando —dice Jaclyn. Tom le da una palmada en la mano.
Roman me mira y arquea las cejas. Se pone de pie, coge la fuente de los raviolis y va sirviendo alrededor de la mesa. Advierto que está a punto de estallar. Entre el escozor de la ingle de mi padre, las quejas de Tess y Charlie y el lloriqueo de Jaclyn, esta no es precisamente la clase de conversación ligera que va bien con unos raviolis hechos a mano. ¿Qué le pasa a mi familia? Parecen casi molestos de estar aquí, como si ir a un restaurante de moda en Manhattan fuera un sacrificio extremo. Además de su hosco ánimo, parecen olvidar la cantidad de trabajo que Roman ha puesto en esta comida para ellos.
Intento enmendar la situación y digo:
—Roman, los raviolis están para chuparse los dedos.
—Gracias. —Roman toma asiento.
¿Por qué no están elogiando su comida? Doy un puntapié a Tess por debajo de la mesa.
—¡Ay! —exclama ella.
—Perdona —digo yo, mirándola, pero ella no coge la indirecta.
Cuando Tess salía con Charlie, me desviví por hacer que se sintiera aceptado. Escuché las monótonas disquisiciones de Charlie sobre cómo instalar sistemas de seguridad en el hogar hasta que los ojos me dieron vueltas en la cabeza, como aceitunas de Martini. Cuando Jaclyn empezó a salir seriamente con Tom, ella nos advirtió de que era «tímido», para que nos asegurásemos de incluirle en todas las conversaciones. Finalmente, él nos dijo a Tess y a mí que nos apartáramos, que no era necesario que lo incluyéramos en nuestras conversaciones aburridas, que ya tenía suficientes en el trabajo. Fracasamos con Pamela, pero no fue por falta de ganas; ella simplemente no comparte aficiones con nosotros, como comer, así que siempre ha sido difícil encontrar un espacio común. Cuando Alfred salía con ella, nos comportamos de la mejor manera, pero cuando se casaron era ya demasiado trabajo.
En este momento, mientras echo un vistazo a la mesa, descubro que la reciprocidad para las actitudes amables que he tenido hacia mis hermanas y mi hermano cuando trajeron a alguien nuevo a la familia se ha ido al garete. Parece que están demasiado hartos, desmotivados y viejos para ponerle buena cara a Roman. Él recibe de mi familia el tratamiento de coche de segunda mano, cuando al resto de los cuñados se los trató como Cadillacs. Está casi aceptado que
Lagraciosa
no es una jugadora seria en el romance, así que ¿para qué molestarse? Por qué usar la vajilla buena con Roman, de todos modos no andará mucho por aquí. Pero se equivocan. Son mi familia, deberían estar de mi lado y, ojalá, apoyar mi felicidad. Es obvio que esta noche eso les importa poco. Están aquí, en uno de los restaurantes preseleccionados por la New York Magazine para ser el mejor establecimiento italiano, como si comieran un grasiento perrito caliente envuelto en papel de cera, frente al estadio de los Yankees. ¿No se dan cuenta de que esto es especial? ¿Que él es especial?
—¿No diréis al chef lo que pensáis? —digo tan alto que incluso Roman se sobresalta. La familia suelta una maraña de «mmmm», «qué bueno», «estupendo», todos a una, que suena fingida.
Y luego Alfred dice:
—¿Quién paga el viaje a Italia?
—Nosotras.
—Más deuda —dice, y se encoge de hombros.
—Necesitamos cuero para hacer los zapatos —le suelto.
—Lo que necesitáis es cambiar de planes y vender el edificio —dice—. Abuela, accedí a venir esta noche con la esperanza de que quizá podría explicarle a Scott tus planes.
Ahora estoy de verdad furiosa. Se suponía que esta cena sería una tarde encantadora para conocer a mi novio y ahora se ha convertido en la noche de planificación de la compañía de zapatos Angelini.
—¿Podríamos hablar de esto en otro momento?