¿Cómo debo tomarme esto? Mi abuela de ochenta años está siendo seducida en el mar Tirreno y yo voy embutida en esta barca como un filete de atún para el mercado de pescado local… Como si necesitara otra razón para llorar en la isla de Capri.
—¿Qué te ha parecido la gruta azul? —me pregunta Gianluca mientras caminamos hacia la tienda de zapatos de Costanzo Ruocco.
—No pudimos entrar, la marea era demasiado alta.
—Es una pena —dice, y sonríe.
—¿Te hace gracia?
—No, no, es tan típico…
—Sé que los residentes ponen un letrero para mantener a los turistas alejados.
—Pero no difundas nuestros secretos.
—Demasiado tarde. Sé todo sobre los italianos y sus secretos. Vosotros os quedáis con el mejor aceite de oliva extra virgen aquí en vez de enviárnoslo a nosotros y os quedáis con el mejor vino. Ahora he descubierto que es verdad, cerráis un hito natural cuando os viene en gana y lo convertís en una piscina particular. Estupendo.
Sigo a Gianluca por la estrecha acera a lo largo de la
piazza
y bajamos la colina. La puerta de entrada de Da Costanzo está apuntalada para permanecer abierta entre dos enormes portalones. Ambos están llenos de enjoyadas sandalias abiertas para mujer y mocasines para hombre de todos los colores, desde el verde lima hasta el fucsia.
Entramos en la tienda, que es un espacio pequeño lleno, del suelo al techo, con docenas de zapatos en expositores inclinados de madera. Los colores del cuero van desde los tonos ocres hasta los brillantes como golosinas. La sandalia básica es la plana con una correa en forma de T. Son los adornos, de atrevida geometría, los que las hacen especiales: círculos entrelazados de cuero dorado, cuadrados abiertos de feldespato atados a pequeños círculos de aguamarinas, racimos enjoyados de rubí o un gran triángulo esmeralda pegado a unas delgadas correas verdes.
Costanzo Ruocco parece tener cerca de setenta años y lleva su blanco cabello peinado hacia atrás. Se inclina sobre un banco pequeño de zapatero en la parte trasera de la tienda. Mira hacia abajo, a su trabajo, entrecerrando los ojos ante la tarea que tiene entre las manos. Sostiene
il trincetto
, una pequeña navaja de trabajo, y recorta las correas de la sandalia. Luego, cambia la navaja por el
scalpello
, una herramienta con la punta afilada. Hace un hoyo pequeño en la suela de la sandalia e hilvana un trozo de cuero suave por ella. Luego coge
il martello
y golpea la correa en la base. Sus manos se mueven con destreza, rapidez y precisión, señales de un maestro en el trabajo.
—¿Costanzo? —Gianluca le interrumpe con gentileza.
Costanzo alza la vista. Tiene una sonrisa amplia y cálida y la piel sin arrugas de una persona sin remordimientos.
—Soy Valentine Roncalli. —Le doy la mano. Deja la sandalia y me aprieta la mano.
—¿Italiana? —me dice.
Asiento y digo:
—Por los dos lados. Italoamericana.
Un joven de treinta años, con cabello negro y ondulado, empuja una puerta con un espejo que conduce al almacén.
—Rápido. Bien —asiente Costanzo.
Paso lo que queda de la tarde junto a Costanzo. Martillo y coso, corto y raspo, pulo y encero. Hago todo lo que me pide. Me gusta el trabajo, mantiene mi mente alejada de lo que se supone que deberían ser mis vacaciones.
Pierdo la noción del tiempo hasta que miro hacia arriba y veo el pálido azul del crepúsculo sobre los acantilados.
—Vienes a cenar —me invita Costanzo—. Tengo que agradecértelo.
—No, aprecio que me dejes trabajar contigo. Me lo agradeces así. —Costanzo me mira y sonríe—. ¿Podría, por favor, venir mañana?
—No. Ve a la playa. Descansa, estás de vacaciones.
—No quiero ir a la playa, preferiría venir aquí y trabajar contigo.
Me sorprende oírme decir eso, pero cuando lo digo sé que las palabras son sinceras.
—Tendré que pagarte.
—No, puedes hacerme un par de sandalias.
—
Perfetto
!
—¿A qué hora abres?
—Estoy aquí desde las cinco de la mañana.
—Llegaré a las cinco.
Me cuelgo el bolso del brazo y salgo a la plaza.
—¡Valentine! —me llama Antonio—. Gracias.
—¿Bromeas?
Mille grazie
. Tu padre es fabuloso.
—No deja que nadie se siente junto a él. Le gustas, a él no le gusta nadie. —Antonio se ríe—. ¡Está encandilado!
—Causo ese efecto en los hombres. Te veo mañana —le digo. Sí, el efecto que causo en los hombres, excepto en el que cuenta, Roman Falconi.
Mientras camino junto a los turistas que suben a sus autobuses, que hablan fuerte y se ríen con ganas, me siento más sola que nunca. Quizá después de todo he encontrado la manera de convertir este desastre en algo maravilloso; he pasado el día aprendiendo de un maestro, y en verdad lo he disfrutado. Y si mis instintos no me fallan, o por lo menos trabajan mejor que en el amor, tengo la sensación de que acabo de aprender lo que necesitaba aprender de Costanzo Roucco.
—¿Valentine?
Andiamo
—me llama Costanzo desde la parte de atrás de la tienda. Costanzo está tan sorprendido de que en verdad me haya presentado al trabajo como yo lo estuve al decirlo. En realidad ignora que me está haciendo un favor al salvar estas vacaciones.
Dejo mi trabajo y sigo el sonido de su voz a través del almacén y del patio del jardín, donde hay una pequeña mesa y cuatro sillas. La mesa tiene un mantel de algodón blanco con una maceta de geranios rojos encima, que le sirve de ancla para que no salga volando a causa de la brisa de Capri.
Costanzo me indica con la mano que me siente a su lado. Abre una caja de latón y vacía el contenido. Desenvuelve un pedazo de pan de una hoja de papel de cera; después, pone un envase con higos y luego abre una lata de lo que parece pescado cubierto con aceitunas negras. Extrae dos servilletas. De debajo de la mesa saca una jarra de vino casero. Me sirve un vaso y luego se sirve uno para él.
Corta el pan, que no es pan para nada, sino
pizza alige
, masa suave rellena con cebolla y anchoas picadas. Parte la suculenta pizza en rebanadas delgadas y largas, luego coloca dos en un plato para mí. Muerdo la corteza crujiente que cobija a la salada anchoa suavizada por las cebollas dulces y la mantequilla.
—¿Está buena? —pregunta.
Asiento enfáticamente, porque sí que lo está.
—¿Por qué has venido a Capri? —me pregunta.
—Se suponía que serían unas vacaciones, pero mi novio tuvo problemas en el trabajo y en el último minuto canceló el viaje.
—¿Canceló?
—Sí.
—Cuando llegues a casa romperás con él, ¿verdad?
—¡Costanzo!
—Bueno, le gusta más su trabajo que tú.
—No es así.
—Yo creo que sí.
—¿Sabes?, en realidad estoy contenta de que no haya podido venir, porque si estuviera aquí, no podría pasar este tiempo contigo.
Sonríe y dice:
—Soy muy viejo para ti —dice riendo.
—Eso parece ser común en la mayoría de los hombres que he conocido en Italia.
—Pero si yo fuera joven… —dice, y abanica la mano.
—Sí, sí, sí, Costanzo.
Nos reímos con fuerza. Me siento en verdad feliz por primera vez en días.
Los italianos ponen primero a las mujeres. Las prioridades de Roman son más estadounidenses que italianas, él antepone su restaurante. En justicia, no puedo decir que tenga mis prioridades ordenadas o que controle el arte de vivir. Vivo para mi trabajo, no trabajo para vivir. Roman y yo perdimos nuestra naturaleza italiana. Somos los típicos estadounidenses que van más allá de sus capacidades y que trabajan demasiado con la peor estrechez de miras. Malgastamos el presente por un futuro perfecto que creemos que nos está esperando para cuando lleguemos a él. Pero ¿cómo llegaremos a él si no construimos la conexión ahora?
La forma en que vivimos en la ciudad de Nueva York de pronto me parece ridícula. He hipotecado mi felicidad por un tiempo que quizá nunca llegue. Pienso en mi hermano y el edificio, los escaparates de Bergdorf y los inversores de Bret. Amo hacer zapatos, ¿por qué tiene que ser tan complicado? Costanzo va al trabajo, hace zapatos y vuelve a casa. Hay un ritmo en su vida que le da sentido. La pequeña tienda sostiene estupendamente a Costanzo y a su hijo. Bebo el vino, es rico e intenso, como cada color, estado de ánimo y sentimiento en esta isla.
Costanzo me ofrece un cigarrillo que rechazo. Él enciende uno y saca bocanadas de humo.
—¿Qué hacéis durante el invierno, cuando se van los turistas? —le pregunto.
—Corto el cuero, hago las suelas. Descanso. Lleno las horas —dice. Costanzo mira a lo lejos—. Lleno los días y espero.
—¿A que los turistas vuelvan? —le pregunto.
No responde. El aspecto de su cara me dice que no me entrometa. Apaga el cigarrillo y dice:
—Ahora vamos a trabajar.
Sigo a Costanzo de vuelta a la tienda. Toma asiento detrás del banco de trabajo y yo me siento detrás de mi mesa. Costanzo levanta un nuevo patrón de la bandeja y lo estudia. Cojo
il trincetto
y una suela de la pila que me ha dejado Antonio. Sigo el patrón y pelo el borde exterior de la suela como si fuera una manzana, del mismo modo que vi a Costanzo hacerlo el primer día. Mira por encima de mí con aprobación y sonríe.
—Ve a por tu libreta de dibujo —me ordena Costanzo cuando terminamos de beber el
cappuccino
de la tarde—. Quiero ver tu trabajo.
Me levanto de la mesa y voy al interior de la tienda. Saco mi libreta de dibujo de mi bolso.
—¿Todo bien? —me dice Antonio.
—Tu padre quiere ver mis dibujos. Me muero de miedo. Soy una artista autodidacta y no sé si son tan buenos mis diseños como deberían ser.
Antonio sonríe y dice:
—Será sincero.
«Genial», pienso mientras regreso al pórtico a través del almacén. Me siento junto a Costanzo, que pela un higo. Le cuento acerca del concurso por los escaparates de Bergdorf, luego abro la libreta y le enseño el zapato. Lo mira, y entrecierra los ojos.
—Alta moda —dice—.
Molto bene
.
—¿Te gusta?
—Muchos adornos.
—¿Eso es bueno?
—Este adorno me gusta. —Señala el empeine del zapato, donde el trenzado se une con la correa—. Es original.
—Mi bisabuelo puso nombres de personajes de ópera a sus seis diseños básicos de zapatos para novia. Son dramáticos, también pueden ser simples. Son clásicos, lo sabemos porque seguimos haciendo y vendiendo sus diseños cien años después.
—¿Qué zapato hacéis para las mujeres que trabajan?
—No hacemos zapatos de diario —le digo.
—Deberíais empezar —dice.
No es el consejo que esperaba recibir de un maestro italiano artesano, pero me quedo con él porque Costanzo sabe muchísimo más que yo.
—Suenas como mi amigo Bret. Quiere que cree un zapato que se pueda vender a las masas. Dice que podría financiar mis zapatos artesanos con un zapato hecho para ser vendido en grandes cantidades.
—Tiene razón. No debería existir diferencia entre elaborar un zapato para una mujer y hacer muchos para numerosas mujeres. Todos tus clientes se merecen lo mejor. Entonces, diseña un zapato para todas.
—No sé cómo.
—Claro que sí. Has diseñado ese zapato para el escaparate, puedes diseñar otro para cada día. Te daré una tarea. Coge tu libreta y sal a la
piazza
, dibuja todos los zapatos que puedas.
—¿Cualquier tipo de zapato?
—Todo lo que veas que te guste. Mira cómo se mueven las mujeres con sus zapatos.
—Los turistas llevan zapatillas.
—Olvídate de ellos. Mira a las dependientas de Capri y encontrarás qué dibujar. —Sonríe—. Ahora, ve.
Tomo mi libreta y los lápices y salgo a la
piazza
. Escojo un lugar a la sombra, en la parte alejada del muro de piedra, y me siento. Me olvido de la libreta y observo, como me ha indicado Costanzo. Mis ojos buscan entre la aglomeración de turistas que calzan Reeboks, Adidas y Nike para encontrar a los residentes, a las mujeres que trabajan en las tiendas, los restaurantes y los hoteles. Miro hacia sus pies mientras se abren paso con determinación entre la muchedumbre. Estas mujeres trabajadoras llevan zapatos planos, prácticos pero bonitos, sandalias de cuero suave en azul marino o negro, con lazos beige y un ligero tacón cuadrado, sandalias de cuero sencillo con funcionales correas en forma de T. Una atrevida dependienta lleva unas sensatas chinelas hechas de cabritilla rosada brillante. Por lo general, mi mirada se dirige hacia el color, pero noto que muy pocas mujeres usan tonos vivos en los pies. La mayoría elige los clásicos colores neutros.
Después de un rato, recojo las piernas y las cruzo debajo de mí. Empiezo a trazar. Dibujo un zapato plano de cuero sencillo con la parte de arriba del pie cubierta hasta los dedos pero sin ser demasiado alta en el empeine. Dibujo y vuelvo a dibujar hasta que consigo una forma que me gusta y que halagaría el pie de cualquier mujer, sin importar el tamaño, el largo o el ancho.
Observo a una mujer y su hija que hablan junto a la entrada de una joyería, en la esquina de la
piazza
. La madre, de unos cuarenta años, lleva una estrecha falda azul marino con una blusa blanca. En su brazo, gruesas pulseras de plata brillante chocan entre sí mientras habla. Usa unos zapatos planos azul marino con un arco simple en el empeine. Su hija lleva una camiseta negra de tisú con una torera muy corta de lino marrón. Sus tejanos con perneras de pitillo tienen el corte bajo y ajustado. Lleva unas sandalias planas que hacen juego con la cinta de adorno en la orilla. Los zapatos de la madre son clásicos. Permanece erguida con el desenfado que le permite calzar unos zapatos cómodos. El zapato es suave, pero no desgarbado. La hija salta apoyándose en los talones y las puntas de los pies mientras habla animadamente con su madre. Las sandalias marrones se ajustan a su pie sin abrirse hacia el tacón y el cuero se mueve con ella con una suave y completa doblez del arco cuando se pone de puntillas. El cuero no se arruga ni cede.
Una mujer mayor, más o menos de la misma edad que la abuela, camina hacia el muro y se sienta a pocos metros de mí. Es rechoncha y baja y tiene el cabello espeso y gris, peinado hacia atrás y sujeto con una cinta roja. Lleva un vestido de playa de algodón negro con mangas cortas. Se apoya en el muro y abre una bolsa de papel de estraza. Mete la mano, saca una cereza madura y la muerde. Lanza el hueso tras el muro, hacia los acantilados. El sol rebota en algo que brilla en su cuello. Un broche. Me inclino para verlo más de cerca.