El camarero nos ofrece un expreso. Gianluca le dice que espere.
—Quiero enseñarte algo, ven conmigo.
Hay una serie de escalones de piedra fuera del pórtico que bajan hasta el vasto campo frente a la cascada. Él baja saltando las escaleras, dejándome claro que ha estado muchas veces antes. Le sigo. El césped ya está mojado por el rocío nocturno, así que me quito las sandalias para caminar con los pies descalzos. Gianluca se estira y coge mis sandalias, las sujeta con una mano mientras me ofrece la otra. Esto me parece más que sutilmente íntimo, pero no encuentro la manera de soltarle sin ser grosera. Además, está el factor vino. He tomado dos copas. Casi no había comido hoy y, mientras atravesamos el campo, estoy flotando en esa nube maravillosa llamada «el colocón del cóctel doble».
Llegamos a un estanque profundo en la base de la cascada. El agua es de color tinta azul. Él se vuelve hacia mí. La corriente del agua es tan estridente que no podemos hablar. Suelto mi mano de la suya y la meto en mi bolsillo. Quizá sea mayor, pero sigue siendo un hombre. Si tengo que aferrarme a algo será a Roman Falconi, cuando regrese a casa.
Saco la mano para coger mis zapatos, él me los da. Salto hacia delante y vuelvo a nuestra mesa, donde el camarero ha dejado mi café con leche, el expreso de Gianluca y un tazón de melocotones maduros.
Me meto en la cama y abro mi móvil. Llamo a Gabriel.
—¿Qué tal Italia?
—Peligrosa —le digo.
—¿Qué ha pasado?
—La abuela tiene un amante.
—Ah, esa clase de peligro. A ver si lo entiendo, ¿la abuela tiene un amante y yo estoy soltero? Ya ves.
—Oye, no me ha gustado como ha sonado eso.
—Sabes lo que quiero decir. ¡Tiene ochenta! Evidentemente, unos ochenta muy vitales —admite Gabriel.
—Se pone peor, el hijo de su novio me tira los tejos.
—Ve a por él.
—¡No! Nunca sería infiel a Roman.
—Entonces, ¿para qué me estás contando esto? Además, sin anillo no hay compromiso —dice Gabriel. Su filosofía: no hay engaño a menos que haya anillo de compromiso—. ¿Qué edad tiene Marmaduke?
—Gianluca, tiene cincuenta y dos.
—¿Cincuenta y dos bien vividos o mal vividos?
—Bien vividos —por lo menos soy sincera—. Pero tiene el pelo cano.
—¿Y quién no?
—Olvida que te lo he dicho. Estoy enamorada de Roman.
—Me alegro porque esa es la única manera de conseguir una mesa en el Ca' d'Oro. Y quiero una mesa en el Ca' d'Oro tan a menudo como sea posible. Tu novio es la leche.
—¿Te ha tratado bien?
—Roman hizo todo lo que estaba en sus manos. Parecía que yo era el crítico gastronómico del
New York Times
, cuando apenas distingo entre la paletilla de cerdo y la pierna de cordero.
—Bien por ti. Oye, ¿has examinado a la ayudante de cocina de Roman?
—Sí, lo hice. Su nombre es Caitlin Granzella. La conocí en mi visita a la cocina.
—¿Y?
—Estás muy lejos de casa, no necesitas hacerte una idea.
—¡Gabriel!
—Vale, vale. Tengo que ser sincero. Pienso en Nigella Lawson. Cara y cuerpo. Acicalada, contorneada. Tiene la forma de un bote de champú Prell.
No digo nada. Mi novio tiene una impresionante ayudante de cocina y yo estaré fuera varias semanas.
—¿Valentine? Respira y no te preocupes. Creo que el señor Falconi tiene planes duraderos contigo.
—¿Lo crees?
—Solo habla de Capri y de cómo te va a enseñar todo y cómo, por primera vez en su vida, se tomará unas vacaciones de verdad, porque solo hay una chica en el mundo con la que quiera perderse en una isla italiana, y esa eres tú. Así que no te preocupes por la señorita «Cortar y Picar» de la cocina del Ca' d'Oro. Él no sueña con ella, está loco por ti.
Mientras nos deseamos buenas noches me apoyo en los cojines y fantaseo con Roman Falconi. Le imagino e imagino el mar azul, las nubes rosadas y el sol caluroso sobre Capri. A medida que me sumerjo en un sueño profundo y satisfactorio, imagino que las manos de mi amado me rodean sobre la tibia arena.
La isla de Capri
La semana anterior a nuestro último día en Arezzo, la abuela, Dominic, Gianluca y yo hicimos la ruta del zapatero en Italia. Fuimos hasta Milán y pasamos por la fábrica Mondiale. Ahí compramos suficientes hebillas, broches y presillas para suministrar otros diez mil pares de zapatos de nuestra tienda.
En Milán nos reunimos con el contacto de negocios de Bret, un grupo de financieros italianos que trabajan con diseñadores que tienen cobertura en Italia y Estados Unidos. Apoyan la idea de Bret de que debemos diseñar una colección secundaria a la de nuestros zapatos hechos a medida. Les expliqué que nosotras queríamos crecer en ese frente y mencioné la posibilidad de los escaparates de Bergdorf, que los entusiasmó, ya que habían hecho varios negocios con la venerable compañía Neiman Marcus, de la que Bergdorf Goodman es propietario.
También fuimos a Nápoles a conocer a Elisabetta y Carolina D'Amico, las expertas en ornamentos. Me perdí en su tienda, un parque temático para cualquier diseñador, cuartos llenos de cintas enjoyadas y correas, engarces adornados con cuentas, broches y lazos. Estas mujeres tenían mucho sentido del humor, de modo que su trabajo era imaginativo: adornos de cáscaras en un mar de arroz teñido, pegados para que parecieran granos de arena en la playa; coronas miniatura enjoyadas en los rostros de los camafeos o, mi preferida, la tarta de boda, diamantes falsos recortados con la forma de una tarta a lo largo del empeine, con los fetiches dorados de la novia y el novio al final del tobillo, sujeto con correas que combinan. Genial.
Este es nuestro último día en Arezzo y de la misma manera que echaré de menos la sopa de la
signora
Guarasci y mi habitación con las ventanas abiertas que dejan entrar el aire de la noche, estoy ansiosa por ir al aeropuerto a dejar a la abuela y recoger a Roman. Intento no mostrar mi excitación porque del mismo modo que yo me siento feliz de ir al aeropuerto, la abuela se siente triste.
Me espera en el corredor, fuera de nuestras habitaciones, y dice con tranquilidad:
—Estoy lista.
—Cogeré el equipaje —digo. Entro en su habitación por la maleta.
Ya he puesto las mías en el coche, junto con un talego nuevo lleno de muestras de telas. El cuero y la tela que pedí nos las enviarán y estarán en casa cuando llegue.
La
signora
Guarasci nos espera al final de la escalera. Nos ha preparado unas bolsas de comida para el viaje,
panini
de jamón con queso y dos botellines de Orangina para acompañarlos. Nos da a cada una un abrazo y un beso y nos da las gracias por ser sus clientes.
La abuela sale por la entrada principal, se sujeta de la barandilla y baja las escaleras. Dominic la espera en el último escalón. Salto con rapidez para dejar que la abuela tenga intimidad.
Voy al coche, que está aparcado al lado del hotel, coloco la cartera de la abuela en el maletero y espero. A través de la gruesa valla de madera los veo abrazarse. Luego él se sumerge en ella y la besa con la espalda doblada, de una manera que no había visto desde que Clark Gable besara a Vivien Leigh en el DVD conmemorativo de
Lo que el viento se llevó
.
—Mi padre está muy triste —dice Gianluca, que está detrás de mí.
Me da vergüenza que me haya pillado espiando.
—También la abuela —digo, y me vuelvo hacia él—. Gracias por todo lo que habéis hecho por nosotras en este viaje.
—He disfrutado de las conversaciones —dice.
—Yo también.
—Espero que vengas de nuevo alguna vez.
—Lo haré.
Miro a Gianluca que, después de semanas de viajar con nosotras, se ha convertido en un amigo. Cuando lo conocí por primera vez, fui crítica y todo lo que puede ver fueron las canas, el cochazo y la hija de casi mi edad. Ahora puedo apreciar su madurez. Es elegante sin ser vano y tiene excelentes modales sin ser pomposo. Gianluca también es generoso, nos puso, a la abuela y a mí, en primer lugar durante nuestra estancia.
—Estarás contento de vernos partir —le digo.
—¿Por qué dices algo así?
—Te hemos quitado mucho tiempo.
—Lo he disfrutado —dice, y me da un pedazo de papel—. Este es el número de mi amigo Constanzo en Capri. Por favor ve a verle, es el mejor zapatero que conozco, además de ti, por supuesto. —Gianluca sonríe y añade—: Deberías verle trabajar.
—Lo haré —miento. Mientras esté en Capri no pienso ver más zapatos que los que lleve puestos. Quiero hacer el amor, comer espaguetis y sentarme frente a la piscina, en ese orden—. Bueno, gracias. —Estiro la mano. Gianluca me la coge y la besa. Luego se inclina hacia delante y me besa en las dos mejillas. Cuando sus labios rozan mi cara, huelo a cedro y limón; su piel es muy tibia y limpia, y me recuerda la primera vez que subí a su coche, el día que fuimos a Prato. Miro mi reloj y digo:
—Será mejor que nos vayamos.
Gianluca y yo caminamos hasta el pie de la escalera, debajo de la entrada del Spolti Inn. La abuela y Dominic ríen, procuran que su despedida sea alegre. Toco el brazo de la abuela, pero ellos continúan hablando mientras caminamos hacia el coche. Dominic ayuda a la abuela a entrar en el coche y Gianluca me sostiene la puerta. Me introduzco y él la cierra, y comprueba la manija como hizo cuando fuimos a Prato.
La abuela se hunde en el asiento cuando pongo en marcha el coche. Se mueve a cámara lenta. En cambio yo lo único que quiero es dejar atrás este toscano lugar pueblerino (en palabras de mi padre) y llegar al aeropuerto, dejar a la abuela y recoger a Roman y, por fin, dar rienda suelta a la diversión.
Bajo con lentitud la colina hasta llegar a la calle principal de Arezzo, pongo atención a la señales y me dirijo al final del pueblo, en dirección a la autopista.
Miro a la abuela que, durante nuestra estancia, se ha comportado como una adolescente llena de vida y que ahora muestra cada uno de los días de sus ochenta años. Las raíces blancas se asoman a través de su cabello castaño y sus manos, dobladas en su regazo, parecen débiles.
—Lo siento —digo, tratando de no parecer demasiado alegre, por si ella está triste.
—No pasa nada —dice.
Cojo velocidad en la autopista y circulamos a buen paso. La autopista es nuestra hoy y lo aprovecho. Cuando la abuela cabecea para dormirse, pienso que es mejor así. Mientras más siestas haga, menos echará de menos a Dominic.
Mi teléfono da un pitido en mi bolsillo. Lo saco y abro.
—¿Cariño? —dice Roman.
—¿Ya has aterrizado?
—No, estoy en Nueva York.
—¿Han cancelado tu vuelo?
Mi corazón se hunde, ¡odio las aerolíneas!
—No, he perdido el vuelo y no he querido llamarte a medianoche para decírtelo.
—¿Qué ha pasado? —alzo la voz.
La abuela se despierta y dice:
—¿Qué pasa?
—Nos han dado el soplo de que el
New York Times
vendría esta semana para hacer una reseña del restaurante, probablemente el martes por la noche, así que volaré el miércoles para encontrarme contigo en Capri. Espero que lo entiendas, cariño.
—No lo entiendo.
—Una reseña en el Times podría levantarme o hundirme.
—Unas vacaciones en Capri podrían levantarnos o hundirnos.
Nunca he amenazado a un hombre en mi vida. Pero dejaré de ser adorable, ¿qué sabe Katharine Hepburn sobre los hombres? Ella nunca salió con Roman Falconi.
—Solo se trata de un retraso. Estaré ahí tan pronto como pueda.
—No digas nada más, estoy cansada de esperar que aparezcas cuando dices que lo harás, estoy cansada de esperar que lo nuestro empiece. Quiero que vengas de vacaciones como habías prometido.
Él alza la voz y dice:
—Esta reseña es realmente importante para mi negocio. Necesito estar aquí, no lo puedo remediar.
—No, no puedes, ¿verdad? Eso me demuestra qué es lo que importa. Estoy quedando en segundo lugar por tu ossobuco, ¿o ya estoy aún más abajo?
—Eres el número uno, ¿vale? Por favor, piensa y entiende. Estaré allá antes de que lo notes. Te puedes relajar hasta que llegue.
—No puedo hablar contigo, estoy a punto de entrar en un túnel. Adiós.
Miro hacia delante, solo un nítido tramo de autopista y el azul cielo italiano. Cierro el teléfono y lo echo en mi bolso.
—¿Qué ha pasado? —pregunta la abuela.
—No viene. Le harán una reseña para el Times y tiene que quedarse. Dice que volará el miércoles, pero entonces, mientras aterriza, llegamos a Capri y se recupera del jet lag, apenas tendremos tiempo. —Empiezo a llorar—. Y voy a cumplir treinta y cuatro sola.
—Además…, en tu cumpleaños. —La abuela niega con la cabeza.
—Romperé con este tío, ya está.
—No te precipites —dice la abuela con amabilidad—. Estoy segura de que él preferiría estar contigo que en el restaurante con el crítico.
—¡No es de fiar!
—Sabes que tiene dificultades en su vida profesional. —La abuela mantiene el tono tranquilo.
—¡Yo también! Estoy tratando de sacarlo adelante, pero necesitaba Capri. Necesitaba un descanso. No he tenido vacaciones en cuatro años. Solo puedo enfrentarme a la pesadilla de la vuelta a casa, a Alfred, si antes descanso.
—Sé que tienes mucha presión encima.
—¿Mucha? Hay demasiada presión y tú no estás ayudando.
—¿Yo?
—Tú. Tu ambigüedad. Tuve la impresión de que preferías quedarte en Arezzo y olvidarte de Perry Street.
—Has leído mi mente.
—Bueno, ¿sabes qué? Nos vamos las dos a casa. No voy a perderlo todo por Roman, por lo menos conservaré mí trabajo.
Busco mi BlackBerry para enviar un correo electrónico a nuestra agente de viajes Dea Marie Kaseta. Me detengo a un lado del camino y escribo:
Necesito un segundo billete en Alitalia 16. Hoy 4 p.m. a NYC. Urgente.
Retomo el camino.
—Nunca te había visto tan enfadada —dice la abuela con tranquilidad.
—Bueno, acostúmbrate. Voy a estar alterada todo el trayecto hasta Nueva York.
La mujer detrás del mostrador de Alitalia me mira con mucha comprensión, pero muy poca esperanza. No hay plaza disponible en el vuelo 16 de Roma a Nueva York. Lo mejor que pudo hacer Dea Marie fue conseguirme una habitación de hotel y un billete para salir mañana.
Apoyo la cabeza en el escritorio de acero inoxidable y lloro. La abuela me saca de la cola para que los impacientes pasajeros detrás de mí puedan recoger sus tarjetas de embarque.