Valentine, Valentine (46 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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—Feliz cumpleaños —dice Gianluca mientras se sienta en la tumbona que está junto a mí.

Me siento y digo:

—Te lo ha dicho mi abuela.

—No, no, no, lo vi en tu pasaporte cuando nos paramos en el puesto de seguridad de la fábrica de seda. Me preguntaba cuántos años tendrías. Me alegró saber que tenías treinta y tres.

—Era yo. Tuve que cumplir treinta y cuatro para valorar los treinta y tres, ¿entiendes qué quiero decir?

—Sí. —La manera como me mira me da a entender que está pensando en los besos del balcón tanto como yo. La emoción y la vergüenza me sonrojan. Pensará que es el sol.

—¿Qué planes tienes para hoy? —pregunta.

—Los estás viendo.

—Me gustaría celebrar tu cumpleaños contigo —dice.

Me apoyo en la tumbona, me pongo el sombrero encima de los ojos y digo:

—Ya he celebrado mucho contigo.

—¿No lo has disfrutado?

Me quito el ala del sombrero de los ojos y digo:

—Oh, lo disfruté, pero no debí. Había llegado a los treinta sin ser infiel a ningún novio, y tú rompes mi racha.

—¿Cómo puedes preocuparte por unos besos cuando él no mantuvo su palabra ni vino a reunirse contigo?

Una mujer estadounidense en la tumbona de al lado, con un bronceado de atomizador y que lleva un vestido de playa con una orquídea estampada, baja su libro en rústica de Jackie Collins y empieza a escuchar nuestra conversación.

—Sé que vosotros, los italianos, habéis inventado la
vendetta
, pero yo no creo en ella. No haría daño a Roman solo porque me decepcionó. Te besé porque quería…, y ahora —lo digo con el suficiente volumen de voz para que la mujer lo oiga—, tendré que matarte.

Gianluca se ríe. Me inclino hacia la mujer entrometida y le digo:

—Me gusta encargarme en persona de las cosas.

—Vamos —me dice él.

Es difícil que algo me sorprenda, así que, en la piazza, cuando Gianluca me mete en un taxi que nos lleva al muelle, estoy bastante segura de que vamos a algún lugar de Capri en barca. Cuando di el paseo por la isla, no presté atención a la vida cotidiana del puerto. Solo noté las filas de turistas que esperaban el momento de abordar las barcas y experimentar las maravillas naturales de Capri. Esta vez paso de las hordas y sigo a Gianluca alrededor del muelle hasta la orilla, donde los pescadores locales y las familias guardan sus botes. Abordamos una pequeña lancha de motor con el interior de cuero rojo.

—Esta combinación de colores es idéntica a la del Mustang 1965 de mi padre —le digo a Gianluca—. Todavía lo tiene.

—Esta lancha pertenece a la familia de mi primo.

—¿Quieres decir que no tendría que haberme embutido con los turistas para ver los lugares de interés? ¿Qué podría haber estado en esta pequeña cosa?

Gianluca arranca el motor de la lancha, se abre paso hasta mar abierto y deja atrás a los turistas. Si conducía rápido en tierra, aquí, en el mar, lo hace aún a mayor velocidad. Él dirige la lancha hacia aguas tranquilas. Rebotamos sobre las olas sin esfuerzo. «Así se hace», pienso, mientras pasamos encima de las olas turquesas, empapados por una niebla de agua salada que nos enfría bajo el sol caliente. Gianluca maneja la lancha con habilidad, pero yo mantengo la vista en el agua, no en él. Hay mucho que admirar de Gianluca Vechiarelli, pero la última cosa que necesito es otro italiano en mi vida.

Rodeamos con rapidez la isla hasta que vemos la parte de atrás del Quisisana. La entrada a la gruta azul está abierta. Satisfecho de que no haya nadie dentro, Gianluca lleva la lancha a mínima velocidad a la entrada. Sube a un saliente y coge un cartel en el que pone «Non Entrare alla Grotta». Cuelga el cartel en un viejo clavo en la entrada y luego saca un pequeño bote de remos de un hueco detrás del saliente. Arroja el bote al agua y se acerca a mí.

—Tienes que estar bromeando. —Señalo el cartel—. ¿Quieres decir que es verdad?

Camino hacia sus brazos y él me carga y me sube al bote.

—Quédate abajo —me indica Gianluca. Agacho la cabeza mientras entramos en la gruta. Al principio, todo lo que veo es una caverna gris, la entrada de piedra, y luego, mientras Gianluca rema, entramos en el azul.

Cuando era una niña estaba obsesionada con los huevos de Pascua con diorama, los que se hacen con cáscaras de azúcar decoradas con remolinos de glaseado de colores. Había un agujero en la cáscara y cuando mirabas dentro te encontrabas con que tenía una escena. Con un ojo podía estudiar el campo del retorcido glaseado verde que hacía de césped, una princesa en miniatura con una falda de tul, sentada en un diminuto hongo cubierto de rayas de azúcar, cerca de sus pies, una rana de caramelo verde y, colocadas alrededor de la escena como piedras en un jardín, judías de dulce, color azul brillante. Podía mirar dentro del huevo durante horas imaginando cómo sería estar ahí adentro. Ese mismo sentimiento tengo en el interior de la gruta azul.

Es un mundo maravilloso de resbaladizas piedras grises, las paredes están gastadas por el agua marina y llevan a un suave lago de color azul zafiro. La luz pasa a través de los agujeros de las rocas de arriba y hace conos plateados de luz sobre el agua. Al final de la cueva, y más adentro de la caverna, hay un túnel que va más allá de este lago y lo atraviesa. Veo más luz que pasa entre las rocas y se refleja en el agua, lo que crea una dimensión de profundidad y un azul más oscuro.

—¿Quieres nadar? —dice Gianluca.

—¿De verdad?

Gianluca sonríe. Me quito el vestido de playa y me sumerjo en el agua.

Está fría, pero no me importa. Nado hacia el lugar donde cae la luz procedente del
faraglione
. Pongo la mano en el rayo plateado, que hace brillar mi piel. Nado alrededor de la orilla del lago. Toco el coral que crece en el farallón. Las cerosas ramitas rojas se sujetan con fuerza a la pared, hermosas venas que se sumergen en el agua. Pienso en la profundidad a la que llegará el coral, en las enredaderas enraizadas en el fondo marino en algún lugar mágico donde nacen los colores. Oigo que Gianluca se lanza al agua. Nada hacia mí.

—Ahora entiendo el cartel —le digo—. ¿Por qué no queréis compartir esto con nadie?

—Está hecho para compartir.

—Sabes lo que quiero decir.

—Lo sé —dice—. ¿Es como lo habías imaginado?

—Sí.

—Hay pocas cosas en la vida de las que puedes decir eso —dice.

—¿No es cierto?

—Sígueme —dice.

Nado con Gianluca a través del túnel, hasta otra cueva, esta está llena de luz. Cuando miro hacia arriba es como si hubiera desaparecido el techo de la montaña de piedra. Este es el sitio donde se posa la luna cuando cae el sol.

—Debemos irnos —dice Gianluca.

Nado hacia el bote y alcanzo a Gianluca, que tira de mí hacia arriba y me da una toalla.

—Bonitos pendientes —dice.

—Vienen con el bañador.

—Ya lo veo —dice sonriendo.

—¿Sabes?, a veces no tiene sentido luchar contra lo inevitable —le digo. Por supuesto que me refiero a los pendientes, no a las conexiones de la isla italiana.

Cuando Gianluca devuelve el bote a su lugar oculto y pone el cartel en el saliente, me ayuda a meterme en la lancha a motor y pasamos velozmente las playas de Capri y el lado más lejano de la isla, donde, desde la costa, se observan las casas de campo de Anacapri.
Palazzi
colosales construidos dentro de las laderas de la montaña en niveles, conectados por pórticos desprotegidos, que muestran cómo los ricos viven mucho mejor que el resto de nosotros.

—Teníamos que ver esto —le digo a Gianluca.

—¿Por qué? —me pregunta.

—Porque nosotros lo valoramos.

Gianluca asiente cuando menciono el «nosotros». Pese a mi mala conducta y más allá de ella, él ha sido muy buen amigo en este viaje. Tenemos mucho en común.

Parece que compartir los mismos intereses en el trabajo y la misma clase de problemas familiares son cosas pequeñas, pero nosotros las compartimos. Es agradable hablar con alguien que entiende de dónde vengo. Es algo que compartía con Roman, pero, la verdad, él pasa los días y las noches de una manera muy diferente a como lo hacemos Gianluca y yo.

He valorado la perspectiva del mundo de Gianluca. Supongo que un curtidor y una zapatera tendrían un matrimonio de espíritus leales, confiaríamos uno en el otro para sustentar nuestra artesanía, por lo menos en el taller.

Gianluca detiene la lancha en una cala tranquila. Saca una canasta de picnic con la comida que más me gusta: pan crujiente recién hecho, diáfano aceite de oliva verde pálido, queso, tomates, tan maduros que sus pieles se caramelizan con la luz solar, y vino casero que sabe a roble joven, cerezas y uvas dulces. Nos sentamos bajo el sol y comemos.

Trato de hacerle reír, lo cual es fácil. Gianluca tiene buen sentido del humor, no es que él no sea divertido, pero aprecia que los demás lo sean. Hago una interpretación grotesca de una turista estadounidense que intentó que Costanzo le rebajara el precio hasta que finalmente él le dijo: «Usted es horrible, váyase». Ella se fue resoplando de furia. A Gianluca le encanta esta historia.

Nos sentamos bajo el sol del crepúsculo hasta que la brisa se hace fría.

—Es hora de volver —dice.

Gianluca da la vuelta con la lancha y me invita a llevar el timón. Nunca antes lo he hecho, pero me gusta pensar que estoy abierta a probar nuevas cosas, así que tomó el timón de la lancha con seguridad y un poco de atrevimiento. Pensaréis que después de conducir un coche con cambio de marchas manual de Roma a Nápoles, dirigir esta pequeña lancha será fácil, pero me sorprende la cantidad de fuerza bruta que se necesita para mover el timón. Después de unos minutos empiezo a sentir mi camino en el agua y aprieto el timón utilizando todo el cuerpo para guiar la lancha.

Cuando nos aproximamos a los muelles disminuyo la velocidad y entrego el timón a Gianluca. Cuando lo suelto y libero mi mano, casi caigo, pero él me sostiene con un brazo y coge el timón con el otro.

Al llegar él lanza una cuerda a un chico que trabaja en el muelle, que coloca la soga alrededor de un pilote, para asegurar la lancha. Gianluca se baja primero y luego me levanta en brazos hasta el muelle. Caminamos hacia la parada de taxis y Gianluca me ayuda a subir al coche. No hablamos mientras el conductor coge las vueltas y los giros del camino al mismo tiempo que sube hacia la piazza y llega al Quisisana.

Tenemos ante nosotros una larga noche y me pregunto adonde nos llevará este paseo. Una vez, en la tienda, June me contó la historia de un hombre casado con el que tuvo una aventura, y contaba que una vez que lo había besado empezó a sentirse culpable, así que ¿por qué no andar el camino que faltaba? Miro a Gianluca, que observa las colinas de Capri y el mar azul. Tiene un gesto de satisfacción en la cara. Cuando llegamos a la cima, Gianluca se baja del taxi conmigo.

—Te dejo —me dice, dándome la mano.

—Es tan temprano… —Sueno decepcionada. Lo estoy.

—Lo sé, pero debes pasar tu última noche contigo misma. Feliz cumpleaños. —Sonríe y se inclina, luego me besa en la mejilla. Debo parecer confundida, porque él alza las dos cejas con un gesto que dice: «No lo tiremos por ahí otra vez». Pone en mi mano un pequeño paquete atado con rafia. Levanto la vista para darle las gracias y ya se ha marchado.

Camino sola de vuelta al hotel. Me detengo en el vestíbulo del Quisisana y echo un vistazo, imaginando lo mucho que echaré de menos esta enorme entrada cuando me haya ido. Decido que, en cuanto llegue, mandaré rehacer nuestra deslucida entrada de Perry Street. Necesitamos pintura, nueva iluminación y una alfombra. Otra cosa que he aprendido en Italia…: las entradas importan.

Cuando salgo del ascensor, en el ático, miro la pintura encima del sofá de dos plazas por última vez. Cada uno de los días que he entrado y salido del hotel, he esperado aquí el ascensor y observado esta pintura. Durante días me ha parecido un misterio. Ahora entiendo qué representan todos estos cuadros de Mondrian…: son ventanas, cientos de ventanas. Para mí, este viaje ha significado mirar fuera de ellas y, por supuesto, lo he hecho. Me siento en el sofá debajo de la pintura que he llegado a amar y abro el paquete de Gianluca.

Mis manos tiemblan un poco mientras desato la cinta y desenvuelvo el papel. Abro la tapa de la caja y saco una herramienta de zapatero, un nuevo martillo, il trincetto. Gianluca ha mandado grabar mis iniciales en el mango.

Abro la puerta del dormitorio y hay una urna grande y antigua encima de la mesa baja que rebosa de rosas color rojo sangre y ramas de limas tiernas, amarillas y brillantes. El aire se llena con el olor dulce de las rosas, las limas acidas y la tierra fértil. Cierro los ojos e inhalo con lentitud.

Luego cojo la tarjeta que está sobre la mesa. «Ese Gianluca…», pienso mientras abro la tarjeta. Por eso salió corriendo. Me quería sorprender con las flores. Abro el sobre y saco una sola tarjeta.

Feliz cumpleaños, cariño, te amo. Vuelve a casa conmigo. Roman

De todas las grandes lecciones que he aprendido en Italia, la más importante es que debes viajar ligero. Empujar nuestra montaña de equipaje a través de las tres regiones de la campiña italiana me ha convertido en minimalista. Estoy así de cerca de volverme monja y renunciar a todas mis posesiones mundanas. La abuela, sin embargo, no. Se apega a estas maletas, las llena con cuidado y conoce el contenido de cada bolsa Ziploc y de cada bulto. La gente mayor necesita esas cosas, les dan seguridad (eso dice la abuela).

La abuela se aferra al carro del equipaje y yo empujo las bolsas por la aduana del aeropuerto John F. Kennedy. Hemos regresado a los Estados Unidos, lo cual significa que debo volver a la vida real otra vez y enfrentarme a mis responsabilidades. Empiezo con un compromiso con la salud de la abuela y con el bienestar general. Llamaré para pedirle hora con el doctor Sculco en el Hospital for Special Surgery. La abuela necesita rodillas nuevas y las conseguirá aunque sea la última cosa que haga.

Examino a la gente que aguarda a la salida. Familias, amigos y chóferes nos esperan, observándonos de los pies a la cabeza mientras buscamos rostros familiares alrededor.

Roman espera con mis padres. Mi madre lleva un traje fresco, de tirantes, rojo, que hace juego con sus gafas oscuras y agita una pequeña bandera italiana. Buen gesto. Mi padre está de pie junto a ella, agitando su mano humana.

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