Valentine, Valentine (49 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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—Lo siento. —Me resulta casi imposible decir lo siento, pero lo hago. Y luego digo la cosa más difícil de decir de todas, porque la creo—. Te amo, de verdad.

Roman me mira, luego niega con la cabeza, como si no pudiera asimilarlo.

—Creo que hay algo más.

—¿Estás de broma? Yo soy la que te acaba de pillar en la cocina con una mujer.

—No me has pillado. Ha sido algo inocente. Desde que volviste de Italia has estado distante y no me permites acercarme a ti. Te he rogado que me perdones por haberme perdido las vacaciones. He tratado de compensarte. Otras personas tienen carreras exigentes y lo solucionan. Creo que nuestras agendas son solo excusas. No tenemos lo que hace falta. Simplemente no lo tenemos.

—Yo creo que sí.

La idea de perderle me hace sentir desesperada. Experimento una oleada de pánico, le prometería cualquier cosa solo para que me diera otra oportunidad. Quiero una oportunidad para hacerlo bien, para demostrar mis sentimientos, entregarme, comprometerme y mostrarle cuánto le amo. Mi mente se llena de imágenes con él, las últimas Navidades tostando nubes con los niños en la terraza, jugando a baloncesto con mis sobrinas, cogiendo del brazo a la abuela en la calle sin ningún motivo. No estoy lista para despedirme de este buen hombre. Pero no sé cómo ayudarle a entender quién soy y de lo que soy capaz, porque no le he dado ningún indicio de la persona que soy. La mayoría del tiempo no hemos mantenido una relación demasiado íntima, más bien ha sido distante, y no sé por qué.

—Valentine, si esto es auténtico, entonces deberíamos intentarlo.

—Necesito pensar en ti, Roman. No quiero que esto se convierta en una tirita gigante que termina con nosotros en la cama, para suavizarlo todo y que sigamos bien durante un par de semanas, y que esto… vuelva a ocurrir. Hay algo mal y necesito averiguar qué es. Mereces algo mejor.

—¿Lo dices en serio? —exclama. Hay un gesto en su cara que no le he visto en mucho tiempo: esperanza.

—Además, besé a un hombre en Capri. Ya está, ya lo he dicho. Me hacía sentir mal, lo siento. Lo siento mucho. La verdad es que no tengo derecho a entrar con paso firme en el Ca' d'Oro y juzgarte por verte con la rubita cuando yo hice algo tan estúpido.

—¿Por qué? —me pregunta.

—Estaba furiosa contigo. Eso fue todo.

—Me tranquilizas.

—¿Qué? —digo. No puedo creer que esta sea su reacción, ¿dónde está la cólera? Los celos.

—Sabía que algo iba mal y ya me lo has dicho.

—Aún quiero estar contigo —le digo.

—Y yo quiero que funcione —admite.

—Bueno, ve dentro y dile a esa maître que la plaza está ocupada.

—¿Quieres venir conmigo? —dice sin soltarme la mano.

—No creo. —Le beso—. Ven a casa esta noche.

—¿Y Teodora?

—Le cerraré la puerta y pondré la radio con Cousin Brucie. No oirá nada.

—Nos vemos después —dice.

—Toma —digo. Busco en mi bolso y le doy un juego de llaves, las llaves que he intentado darle durante meses. Penden de un llavero del hotel Quisisana.

Roman mira el llavero y dice:

—Estás decidida.

—Sí, lo estoy.

Me doy media vuelta, camino calle abajo y cuando llego a la esquina miro hacia atrás. Él sigue ahí, observándome. Le saludo con la mano. Me ama. Eso es algo que no estoy preparada para perder.

—Abuela, ¡ya estoy en casa! —grito desde el hueco de la escalera. Estoy deseando quitarme este vestido, ponerme el pijama y terminar nuestra discusión acerca de Dominic. Quiero dejar a la abuela dormida antes de que llegue Roman. Esta noche quiero confiarle mis pensamientos sobre Roman y que besé a Gianluca, y preguntarle qué haría si estuviera en mi lugar. Creo que ella elegiría a Roman, igual que yo.

—Abuela, ya estoy en casa —grito de nuevo mientras entro en la cocina. El televisor está encendido y ella no está en su silla. Qué raro, suele apagar el aparato antes de subir. Pongo mi bolso en la mesa y me empiezo a quitar el abrigo, luego veo los pies de la abuela en el suelo, detrás de la encimera. Me apresuro hacia la encimera. La abuela yace en el suelo. Me arrodillo junto a ella, respira, pero no responde cuando le digo su nombre. Cojo el teléfono y marco el 911.

La ambulancia ha trasladado a la abuela al hospital de Saint Vicent. Despertó en casa, pero estaba confundida y no recordaba haberse caído. Mis padres llegaron pronto al hospital, a esta hora de la noche casi no hay tránsito de Queens a la ciudad. Tess, Jaclyn y Alfred cruzan las puertas, sus caras están llenas de temor. Son casi las diez de la noche, pero la abuela ha pedido a mi madre que llamara a su abogado, su viejo amigo Ray Rinaldi, que vive en Charles Street. Mi madre ha hecho exactamente lo que ella le ha dicho y ahora Ray está dentro de la
UCI
con ella.

Roman empuja la puerta de cristal y corre hacia mí.

—¿Cómo se encuentra?

—Está débil. No sabemos qué ha pasado —dice mi madre.

La abuela nunca ha enfermado ni ha sufrido ninguna clase de herida grave. Mi madre no está acostumbrada a esto y ahora está asustada. Mi padre la rodea con sus brazos. Ella grita:

—No quiero perderla.

—Está en buenas manos. Se pondrá bien —consuela Roman a mi madre—. No te preocupes.

Una enfermera sale de la
UCI
, examina al grupo y dice:

—¿Hay aquí alguna Clementine?

—Valentine —digo, agitando la mano.

—Sígame —dice.

La
UCI
está llena y la abuela descansa en la esquina más lejana. Dos cortinas azules la separan de un anciano cuyo pecho se levanta mientras duerme. Conforme me aproximo a la cama de la abuela, Ray Rinaldi cierra una carpeta de papel. Ahora Ray es un abuelo con una gruesa mata de cabello gris y una cartera que parece haber gozado de mejores días.

—Te veré afuera —me dice. Luego me da una palmada en la espalda—. Teodora, todo se hará de acuerdo con tus deseos.

—Gracias, Ray —susurra la abuela y consigue sonreír. Cierra los ojos.

Me pongo al lado de la cama y le sostengo la mano. Sus ojos tiemblan tratando de abrirse, parecen dos comas negras, no son en absoluto los ojos italianos enormes con forma de almendra que tenía cuando gozaba de buena salud. Sus gafas, con una cadena, descansan en su pecho, como estaban cuando se cayó. Un morado azul violáceo ha aparecido debajo de su ceja, donde la cara chocó contra la encimera. Pongo con cuidado la mano encima del cardenal, la piel está tibia. Me mira y luego cierra los ojos.

—No sé qué ha pasado.

—Ellos lo descubrirán.

—No me sentía bien. Me levanté por un vaso de agua, eso es lo último que recuerdo hasta que llegó la ambulancia.

La abuela aparta la mirada, como si buscase una señal de tráfico en la distancia.

—¿No estarás viendo a nuestra Santa Madre, verdad? —digo en broma—. No empecemos con las visiones místicas.

Miro en la misma dirección que ella y todo lo que veo es una pared con una pizarra llena de nombres de pacientes y medicamentos escritos por las enfermeras.

—¿Así es? —me dice.

—¿Qué quieres decir?

—¿Así termina?

—¡De ninguna manera! No vas a ninguna parte. ¡Anímate! Tienes una nueva bisnieta con tu mismo nombre. Mi madre quiere llevarte a un crucero. Olvídalo, odias esos viajes. Aquí tengo algo mejor: todavía tienes que enseñarme a estampar el cuero. Tengo muchas cosas que aprender y eres la única persona que me las puede enseñar. Y Dominic, ¡Dominic te ama!

—Solo quiero hacer zapatos y jugar a las cartas.

—¡Y lo harás!

—… y cultivar tomates.

—Exacto. Cultivar tomates.

—… y quiero volver a Italia.

La abuela aparta la mirada, me ha definido, a su manera, los límites de su vida. ¿Podría haber algo más simple? Todo lo que cualquiera necesita para ser feliz: algo que hacer, amigos con los que reunirse a hablar y jugar a las cartas, una buena comida con los tomates de tu propio jardín y de vez en cuando un viaje a Italia, donde encontrar la paz y la comodidad en los brazos de un viejo amigo.

Miro alrededor de la
UCI
de Saint Vincent. Es limpia y funcional, no hay nada superfluo. Vaya sitio para recuperar la salud, que no se preocupa por tu salvación. Las enfermeras ya no llevan uniformes blancos almidonados con pequeños sombreros como solían llevar en las viejas películas. Ahora usan camisas hawaianas y pantalones verdes. Y a mí me cuesta aceptar el diagnóstico que da alguien vestido con un disfraz hawaiano.

—Le he pedido a tu madre que llamara a Ray —dice la abuela en voz baja—. Os he puesto a ti y a Alfred a cargo de la compañía de zapatos Angelini y en la escritura del edificio. Confío en que vosotros dos resolveréis las cosas.

Oigo las palabras de la abuela en mi cabeza, que me advierten de la pelea con mi hermano: «Más que nada quiero que mi familia se lleve bien». Alfred y yo somos una combinación improbable, incluso en las mejores circunstancias. Manejar juntos el negocio nunca funcionará. Solo me queda rezar para que la abuela se recupere pronto y pueda realizar la vida que sueña y, mientras ella la vive, yo pueda encargarme de su compañía fijando mis propias condiciones.

—Vale, abuela —le digo—. Nos encargaremos de todo, te lo prometo. Y volverás conmigo a Perry Street en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Valentine? —Mi madre me despierta con amabilidad. Me he quedado dormida en la silla de la habitación de la abuela en el hospital de Saint Vincent.

—¿Se encuentra bien? —digo, me siento y veo la cama vacía. La abuela se ha ido.

—Le están haciendo unas pruebas.

—¿Qué hora es? —Me levanto la manga y miro mi reloj. Es casi mediodía.

—Lleva fuera desde las ocho —dice mi madre, y siento preocupación en su voz.

—¿Sabéis qué ha sido?

Papá, Jaclyn, Tess y Alfred entran en la habitación.

—¿Tuvo un derrame cerebral? —pregunta Tess.

—Aún no lo sabemos —dice mi madre.

Alfred respira profundamente y carraspea.

—No quiero tener la razón, pero esta vez me vais a escuchar. La abuela no puede hacer lo que antes hacía. —Me mira—. Tienes que dejar de presionarla —dice con tranquilidad.

Armand Rigaux, el médico de la abuela, un delgado y elegante hombre con el cabello entrecano, entra en la habitación con una carpeta. Nos agrupamos alrededor de él formando un círculo.

—Tengo buenas noticias —empieza el doctor Rigaux—. Teodora no ha tenido un derrame cerebral y su corazón no está en peligro.

—¡Gracias a Dios! —dice mi madre, poniéndose la mano sobre el corazón en señal de alivio.

—Pero tiene artritis aguda en las rodillas. Se traban y cae. La caída de la otra noche fue un milagro. Se golpeó la cabeza con bastante fuerza y queremos asegurarnos de que no ha habido daño neurológico, así que permanecerá aquí para que le hagamos más pruebas.

—¿Qué piensa de las prótesis de rodilla? —pregunto.

—Ahora mismo lo estamos valorando, parece ser una buena candidata. Y el periodo de recuperación será muy fácil con todas vuestras ganas de ayudar.

—Haría lo que fuese por mi madre —dice mi madre.

—Para ser sincero —dice el doctor Rigaux mirándonos—, la cirugía es la única manera de asegurar que esto no vuelva a pasar.

El tercer día que la abuela pasa en el hospital le realizan más pruebas. Junto a ella estamos mi madre, mis hermanos y yo, que hacemos turnos para hacerle compañía. Me voy durante un par de horas para hacer acto de presencia en la tienda, ducharme y mudarme. Cambio las sábanas de la habitación de la abuela para que mis padres puedan pasar la noche, así como las de la habitación antigua de mi madre, para que Jaclyn se quede si quiere.

La abuela tiene antojo de comida verdadera, no puede pasar un día más con el filete de fiambre de pavo con salsa amarinada y el pote de gelatina. Lleno una bolsa con envases de Tupperware llenos de macarrones, panecillos, ensalada de alcachofa y un trozo de pastel de calabaza.

De vuelta en Saint Vincent, atravieso las puertas del hospital y me dirijo a la tercera planta. Cuando giro en la esquina del corredor, veo un grupo reunido fuera de la habitación de la abuela. Entro en pánico y echo a correr.

Cuando llego, Tess, Jaclyn y mi madre están juntas fuera de la habitación de la abuela. Bajo las estridentes luces verdes del hospital, las mujeres de mi familia parecen campesinas de una película de Antonioni, con la expresión desconsolada, el cabello oscuro y los ojos negros a juego con los círculos que tienen debajo.

—¿Qué pasa?

—Está un poco abarrotado ahí dentro —dice Jaclyn.

—¿Por qué?

No me responde, así que entro. Mi madre me sigue. Sentado en la cama, Dominic Vechiarelli sostiene la mano a la abuela. Parece que he visto un fantasma, porque me quedo boquiabierta y todas las miradas caen sobre mí. Pero es verdad, ahí está la prueba, el equipaje de Dominic está junto a la silla de las visitas.

Mi padre está al pie de la cama. Le hace una seña con la mano a mi madre para que se reúna con él. Papá le pone el brazo alrededor de los hombros. Roman está de pie al lado de mi padre, con tejanos y sus zuecos de trabajo. Me fijo en los zuecos porque él se balancea de un pie al otro y oigo el sonido del plástico.

Conforme mis ojos se sumergen en la lista de visitantes, advierto a Gianluca. Trato de no reaccionar. En Estados Unidos se ve más guapo que en cualquier otro momento que recuerde en Italia, más joven, lleva una cazadora de cuero, un jersey y tejanos desteñidos. Se me hace un nudo en la garganta al verlo, pero culparé al aire seco del hospital. Pamela y Alfred están lejos de la cama, cerca de la ventana.

—¿Qué está pasando? —digo con suavidad. Aprieto la bolsa de comida que tengo en la mano porque parece ser la única cosa real en esta habitación.

Mi madre me pone su brazo sobre los hombros y dice:

—Cuando Dominic supo que mi madre estaba en el hospital, tomó un avión. Evidentemente, Ray Rinaldi tenía instrucciones de llamarle en cualquier momento que la abuela enfermase o estuviera necesitada de… algo.

Mi madre me mira confundida. No sabía nada de Dominic y ahora, de repente, descubre que Dominic Vechiarelli es el primer nombre en la lista de contactos de emergencia de la abuela.

—Ah, estás aquí… —balbuceo al mirar a Gianluca.

—He viajado con mi padre. No me pareció sensato que viajase solo —explica Gianluca, sin quitar los ojos de Roman.

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