El broche tiene la forma de un ala con pequeñas piedras turquesa y de coral enmarcadas por lo que parecen ser pedacitos de diamante auténtico. Puedo decir que son verdaderos por la manera en que reflejan la luz. Trabajo con joyas falsas y producen un brillo vivo, pero un diamante auténtico digiere la luz y sus caras destellan desde dentro.
Me siento audaz y me acerco a ella. Sonrío y le digo:
—Su broche es muy bello.
—
Mia Mama's
—dice, y sonríe señalándome la joyería—. La tienda de mi familia.
—Ah, qué bien.
—Mi padre hizo este broche para mi madre.
—Parece el ala de un ángel —le digo. Mi madre tiene un adorno navideño de un querubín con las alas adornadas con cuentas que me recuerda la forma de ala del broche.
—Sí, sí. Mi madre se llama Ángela.
La mujer dobla hacia abajo el borde de su bolsa de papel para cerrarla. Se endereza y agita la mano hacia mí mientras se aleja. Abro mi libreta y dibujo el broche, un ala de ángel sólida con piedras y perfilada con diamantes. Me entretengo en el trazo de los contornos. Poco a poco empiezo a enamorarme de esta figura, la dibujo una y otra vez hasta que la página está llena de alas. La
piazza
se vacía cuando los turistas cogen sus autobuses para el último recorrido que baja de la montaña a los muelles.
Dibujo el ala final conectando la curva a la línea de la punta del ala. Simple, pero nunca he visto una figura como esta, no en un zapato. Escribo:
«Zapatos Ángel».
Luego cierro la libreta y regreso con Costanzo para enseñarle mi dibujo.
Cuando llego, Costanzo está cerrando la tienda. Mira su reloj y hace un sonido de desaprobación, la falsa recriminación de mi supuesto maestro. Hace bromas sobre que llego tarde y que la culpa es de él. Le dejo hacer. Luego le enseño mi tarea. Le doy el dibujo. Lo mira y señala el adorno.
—¿Alas?
—Alas de ángel.
—Me gusta —dice—. ¿Por qué los ángeles?
—Nuestra tienda se llama compañía de zapatos Angelini, pero el cartel está muy envejecido por los golpes de la lluvia y ahora dice: «Zapatos Ángel». Así que cuando miré a una señora mayor con un broche en la
piazza
, tuve esta idea. Los grandes diseñadores tienen un logotipo sencillo, identificable al instante. Así que pensé: ¿y si mi diseño incluyera un ala de ángel?
—Y cuando pones juntos los dos zapatos se ven dos alas.
—¡Simetría! Y puedo hacer las alas con joyas, cuero o latón, incluso con bordado.
—Con cualquier cosa —dice Antonio, y se encoje de hombros.
—Exacto, ¡precisamente! —digo—. Gracias por mandarme fuera, nunca habría visto ese broche.
—Todas las ideas que he tenido para hacer zapatos me han venido de observar a las mujeres —dice Costanzo—. ¿Has visto mi tienda? Se pueden hacer miles de combinaciones. Como las mujeres, no hay dos iguales. Recuerda esto cuando diseñes.
Recojo mi bolso y me voy. Cuando vuelvo a la
piazza
está completamente vacía. Camino montaña abajo hacia el hotel. Al llegar a la entrada me encuentro con Gianluca, que está sentado leyendo el diario bajo la luz crepuscular.
—Leer en la oscuridad es muy malo para los ojos —le digo.
Alza la vista y me sonríe, se quita las gafas para leer y las guarda en el bolsillo. Tira de la silla que esta junto a él. Me siento.
—¿Piensas ir a trabajar todos los días? Vas a cambiar a Costanzo.
—Desearía quedarme un año.
—Has venido a descansar.
—Pero no quiero. No sé si tendré otra oportunidad de venir aquí o si Costanzo estará cuando yo vuelva.
—Estará. Todos estaremos aquí, excepto tu Roman.
—¿Quién te lo ha dicho? —Me apoyo en la silla. Italia empieza a parecerse demasiado a Estados Unidos, donde mi familia está interconectada para intercambiar información personal a la velocidad del sonido.
—Tu abuela. Tu madre la llamó ayer.
—Mi relación es un escándalo internacional —digo, y busco al camarero. Ahora necesito un trago.
—Es un idiota —dice Gianluca.
—Yo tengo derecho de estar enfadada con Roman, pero tú no tienes derecho a insultarle. Sigue siendo mi novio.
A veces Gianluca suena como mi padre más de lo que cree.
—¿Por qué no?
—No pienso romper con él, y aunque lo pensara, no lo haría por teléfono o en uno de esos SMS dejados de la mano de Dios.
—Bien dicho —dice Gianluca, y acuerda con el camarero nuestras bebidas.
—Y, por cierto, haces que todo parezca peor cuando señalas lo idiota que he sido. Tengo un poco de dignidad.
—No hay nada malo en ti —me asegura Gianluca.
—¿De verdad? Yo creo que hay algo rematadamente mal en una mujer que no pide lo que necesita y, cuando lo hace, se disculpa.
—Esa es la diferencia entre intentar hacer que una relación funcione y perdonar las cosas que no debes perdonar —dice Gianluca—. Tu abuela quiere que te quedes con nosotros.
—Gracias, pero me gusta el hotel.
—Hay algunas cosas que te quiero mostrar en Capri —dice.
—Claro —digo. Aceptaría cualquier cosa porque, la verdad, de las viejas vacaciones que soñé no queda nada, ya no las disfrutaré—. Me gustaría enseñarte algo.
Gianluca levanta la ceja de una manera que se aproxima a lo sexy. No caeré en la trampa.
—Tranquilo, es un diseño.
Saco mi libreta del bolso y la abro en la página del nuevo zapato. Gianluca saca sus gafas para leer de su bolsillo y estudia el dibujo.
—Es hermoso —dice—. Orsola se lo pondría.
—Perfecto. Es un zapato que la abuela podría usar o que compraría mi madre o que yo me pondría. Aspiro a atacar con valentía, incluso le he puesto un nombre: Zapatos Ángel. ¿Qué te parece?
—Tienes tantas ideas —dice.
—Bueno, las necesitaré. Cuando este pequeño sueño de Italia se acabe, iré a la zona de guerra.
—No puede ser tan malo.
—¿Sabes, Gianluca?, esta es la diferencia entre vosotros, los italianos de nacimiento, y nosotros, los italoamericanos. Vosotros vivís una vida equilibrada, trabajáis, coméis, descansáis. Nosotros no, no podemos. Vivimos como si tuviéramos que demostrar algo. Nunca hay tiempo suficiente, comemos a toda prisa y dormimos lo menos posible. Creemos que cuanto mayor sea el trabajo más grande será el premio.
Llegan las bebidas. Brindamos y tomo un sorbo.
—¿Qué te hace feliz? —me pregunta.
La pregunta me pilla por sorpresa. Roman nunca me hizo esa pregunta. Tampoco recuerdo que Bret me la haya hecho, de hecho, ni siquiera yo misma me lo he preguntado. Después de pensar un momento le respondo:
—No lo sé.
—Nunca serás feliz si no sabes lo que quieres.
—Ya, vale, oráculo de Capri, el hombre con las respuestas a las mayores preguntas de la vida, ¿a ti qué te hace feliz?
—El amor de una buena mujer.
—Buena respuesta. Esa habría sido mi respuesta hace una semana. Tenía el amor de un buen hombre y no lo ponía a él primero.
—¿Por qué?
—Si lo hubiera puesto primero quizás estaría aquí.
—Si fuera listo, quizás estaría aquí. ¿Por qué te culpas por los horribles modales de ese hombre?
—Estoy segura de que tiene que ver con eso.
—Eso es ridículo. Si tienes el amor, lo honras. Cuidas las cosas que amas. ¿Cierto? —Gianluca alza la voz un poco. Recuerdo el primer día en Arezzo, cuando la abuela y yo fuimos a la curtiduría y él y Dominic se gritaban.
—Espera un momento, Gianluca, no te lo tomes todo tan a pecho, como si estuvieras en la curtiduría. Esta es una isla pacífica.
Gianluca sonríe y dice:
—Quédate con nosotros.
Después de un mes en Italia, soy una experta en los Vechiarelli. Para Gianluca, la familia lo es todo. Le gustar reunir a todos, ya sea alrededor de una cena en casa o en el coche o en la fábrica y vigilar protectoramente a todos, como un pastor. Él prepara la comida, consigue las bebidas, muestra el camino; en general, se encarga de todos los que le rodean. Mi necesidad de estar sola le debe parecer rara. ¿Por qué me quedaría con ellos en la casa de campo de su primo? La idea de que la nieta de Teodora se aloje en un hotel cuando podría quedarse en la habitación de al lado, segura, tranquila y bien alimentada, es un anatema para él.
—No, gracias. Estoy encantada con mi habitación aquí.
—Pero tenemos una habitación para ti.
—No es la suite del ático.
—La habitación en la casa de nuestro primo está muy bien.
—Seguro que sí, pero, confía en mí, no es esta habitación. ¿Quieres verla?
—Claro —dice.
Gianluca me sigue a través del vestíbulo del Quisisana y por el corredor que lleva al ascensor.
El ascensor está abarrotado de gente y nos reímos ante la escasez de espacio. Cuando las puertas se abren en mi planta, Gianluca pone la mano sobre la puerta abierta y me guía fuera del ascensor. Me sigue hacia mi habitación. La tibia brisa de la primera tarde llena la suite, sacudiendo las cortinas levemente. La doncella ha colocado orquídeas blancas, que florecen en el jarrón del cuarto de estar.
—Tienes que ver la vista —le digo, y señalo las puertas que llevan al dormitorio y que dan al balcón—, ahora voy.
Gianluca va hacia el balcón mientras dejo mi bolso y reviso los mensajes de mi teléfono, uno de mi madre, uno de Tess y tres de Roman. Mi madre quiere que le encuentre un bolso de piel de caimán. No sé si lee el diario, la piel de caimán es ilegal. Tess deja un mensaje en el que informa de que mi padre se encuentra muy bien y pregunta si podría llevarles unos brazaletes de coral a las niñas.
Escucho los mensajes de Roman, dice que me ama y que le gustaría estar aquí. Tres consecutivos, todos con el mismo nivel de pasión suplicante. Es interesante que en el momento en que dejo salir mi furia Roman se acerque a mí. Quizá sea por el cóctel, pero le escribo:
He encontrado un trabajo en Capri. Lo adoro. Quizá nunca vuelva a casa. Tal vez tengas que venir aquí después de todo. Besos, V.
Alcanzo a Gianluca en el balcón y le digo:
—¿Qué te parece? —Señalo los jardines del Quisisana y el mar a lo lejos.
—Bella.
—Ahora entiendes por qué quiero quedarme.
Cuando cae la noche en Capri parece como si un velo azul se posara encima de la reluciente isla. Pongo las manos en la barandilla y arqueo la espalda, mirando hacia arriba, para absorber lo más que pueda del cielo infinito.
De pronto siento unas manos en mi cintura. Gianluca me atrae hacia él y me besa. Mientras sus labios permanecen, con suavidad y dulzura, sobre los míos, una cinta gruesa de información recorre mi cabeza. Por supuesto que te está besando, qué has creído que haría, lo has invitado a tu habitación, de noche, le has enseñado el romántico balcón con un montón de estrellas encima, le has preguntado qué pensaba y sus pensamientos se han desviado hacia el sexo y ahora estás en un follón. Las palabras de Gabriel suenan en mis oídos: «Sin anillo, no hay compromiso». Este beso ha sido adorable y quiero más. Nunca me he recuperado de un amor malogrado en los brazos de alguien nuevo, así que ¿por qué no empezar ahora?
Le rodeo con mis brazos y deslizo mis manos hasta su cuello. Me besa de nuevo. ¿Qué estoy haciendo? Me rindo, eso es todo. Todo en esta isla alienta a hacer el amor, cada color, textura y tono crea un irresistible telón de fondo para una cosa y solo una, que comienza en los cafés, en las mesas íntimas donde las personas se frotan las rodillas y los muslos; los sorbos azucarados de dulces de coco después de una larga excursión bajo el sol; el olor decadente a cuero suave en la tienda de Costanzo; los alimentos frescos, los higos maduros arrancados en ese momento del árbol; el delicioso aire salado del mar y la luna como un remilgado botón de perla sobre un cielo de seda que anhela ser desabrochado. Incluso los zapatos, sobre todo las sandalias, cintas de oro fibrosas sobre la piel morena, listas para deslizarse y desanudarse, dilo: sexo.
Los italianos llevan vidas sensuales, todo el mundo lo sabe, yo lo sé, y por esa razón no me estoy resistiendo a estos besos.
De algún modo resistirme a lo que parece tan natural me parecería un insulto a la vida. Estos besos forman parte tanto de un veraniego día italiano como lo es arrancar un higo de un árbol y comérselo. Si queda algo de romance en el mundo, su mejor versión se encuentra en Italia. Gianluca me sujeta como un premio mientras el contacto de sus labios me rodea como las cálidas olas de la piscina. Me descubro a mí misma dejándome ir mientras Gianluca besa con ternura mi cuello. Cuando abro los ojos, solo veo estrellas, esparcidas a través del cielo azul como pedacitos de cristal.
Luego recuerdo a Roman y que se suponía que seríamos nosotros los que estaríamos en este balcón, debajo de estas estrellas, elaborando nuestro camino a esa cama bajo la luz de esta luna. Empiezo a alejarme. Pero no estoy muy segura de tener la fuerza para resistirme. ¡Soy la chica que siempre se queda con el segundo cannoli! ¿No me lo merezco? ¿No nos lo merecemos todos?
—Lo siento —le digo.
—¿Por qué? —dice Gianluca en voz baja. Luego insiste, me besa de nuevo. Esta no soy yo. Ni siquiera miro a otro hombre cuando estoy en una relación con alguien. Soy muy fiel; de hecho, a menudo soy fiel incluso cuando no lo he acordado previamente. Puedo ser fiel después de una cita, así soy de fiel. Mi tendencia natural es la devoción a la antigua. La espontaneidad y la variedad no son para mí. Analizo detenidamente las cosas, para que nunca tenga que pasar de puntillas por mi pasado con arrepentimiento. ¡Paso de eso, sin problemas, libre! Soy una mujer de borrón y cuenta nueva. Necesito decirle a Gianluca que yo no hago esta clase de cosas antes de que lleguemos más lejos. Tomo sus manos y doy un paso hacia atrás. Peor aún. Me gustan sus manos encima de mí. El contacto de sus dedos, esas manos fuertes de curtidor, me provoca ligeros escalofríos en los brazos que bajan por mi espalda como frías gotas de lluvia al golpear mi piel en un día caluroso. Me estoy contagiando de algún tipo de malaria.
—¿Qué estoy haciendo?
Me suelto de sus manos y me alejo de él.
—Entiendo —dice.
—No, no entiendes.
Hundo el rostro entre mis manos. No hay nada como cubrirse en un momento de vergüenza, solo deseo tener una capucha y un chal de pashmina en una solitaria celda en la que arrastrarme.