Puesto que toda mi familia cercana asistirá, pensé que sería un momento ideal para presentarles a Roman. Sé que estoy corriendo un riesgo, pero he aprendido que, cuando se trata de mi familia, es mejor presentar al nuevo novio en un lugar público abarrotado, porque hay menos posibilidades de que alguien meta la pata, cometa un lapsus o decida mostrar el álbum familiar que contiene mis fotos con el trasero desnudo y alas de querubín el día que cumplí cuatro años.
Le ofrecimos a la abuela la gran fiesta estándar del salón de los Caballeros de Colón en Forest Hills, con un DJ, el techo lleno de globos de color plata, el vía crucis ilustrado en las paredes cubiertas de tiras de papel crepé y una tarta de merengue a su gusto y con la edad escrita encima. Pero prefirió una noche chic de cena y baile en el café Carlyle. Ya había visto más que suficiente a la familia completa en la boda de Jaclyn. Además, la mejor cantante de todos los tiempos, según la abuela, Keely Smith, la gran intérprete y comediante, es la estrella del Carlyle. Cuando mi amigo Gabriel, el maître, nos dijo que ella actuaba, reservamos una mesa.
Keely Smith y su música tienen un sitio especial en la vida de la abuela. Cuando mis abuelos eran jóvenes, solían viajar para ver cantar a Keely con Louis Prima, entonces su esposo, acompañados por Sam Butera y The Witnesses. La actuación era un cabaret moderno, una alternativa a la orquesta de la época de las grandes bandas. La abuela asegura que ellos personificaban la última moda.
Los italoamericanos reverenciamos tanto a Louis Prima que nos casan y nos entierran con su música. Jaclyn, Tess y Alfred bailaron la versión de
Oh, Mane
de Louis en sus bodas y enterramos al abuelo con la versión de Keely de
I Wish Tou Love
. Prima es el número uno tanto para los Roncalli como para los Angelini.
Reviso el estado de mi pintalabios en el taxi de camino al café Carlyle, el diamante Krupp de los cabarets. Cuando una chica del Village cruza la calle Catorce y se dirige hacia el norte, más le vale tener la elegancia del Upper East Side. También quiero estar bien para Roman, que no me ha visto vestida de etiqueta desde nuestra primera cita. ¿Cómo puedo verme glamurosa cuando llego corriendo a la cocina de su restaurante para ayudarle a hacer pasta a mano o a abrir almejas para la sopa? Esta noche tendrá la mejor versión de su novia.
Llevo un vestido azul medianoche con botones delante y un cinturón ancho con adornos que pertenecía a mi madre. Le eché el ojo hace años, y este verano tuve la suerte de que hiciera limpieza en su armario. Hay una fotografía de mamá con este traje, me lleva en brazos el día de mi bautizo, el otoño de 1975. Tiene el largo cabello recogido con una cinta, atada de forma que le abastece de escalonados rizos hasta la cintura. Era una especie de Ann-Margret católica, con un pie en la sacristía y el otro en el Strip de las Vegas.
El vestido me queda más corto a mí, así que lo llevo con pantalones. Mi madre lo usaba como vestido, solo con medias L'Eggs, esto lo sé porque solíamos coleccionar los huevos de plástico que venían con sus medias y jugar a la granja.
Tess, Jaclyn y yo aceptamos con gusto la ropa de segunda mano de mamá, porque sabemos cuánto la valoró la primera vez. Tess se quedó con varias chaquetas ceñidas de St. John, de los años ochenta, adecuadas para las reuniones de la asociación de padres de familia. Yo opté por los abrigos y los vestidos que se había mandado hacer para las ocasiones especiales. Jaclyn, con sus diminutos pies, heredó la colección de sandalias de plataforma Candy, en todas las variantes de piel de pitón falsa, que se vendían durante la presidencia de Cárter. Sí, existe la piel de serpiente color mandarina. Mi madre opina que uno sabe que ha tenido experiencias en la vida cuando posee cualquier variación posible de tacón en su colección de zapatos. Ella todavía conserva las sandalias Famolare Get There con la suela ondulada. Mi madre nunca necesitó las drogas psicodélicas de su época, tan solo se ponía esas sandalias y se balanceaba.
Cuando el taxi sale de Madison para entrar en la calle Sesenta y Seis veo a Gabriel frente a la entrada del hotel hablando por teléfono. Pago al conductor y bajo del coche. Gabriel cierra el móvil.
—Tenéis la mejor mesa —dice él.
—Estupendo, ¿ya ha llegado la abuela?
—Sí, ya está aquí. Va por su segundo whisky con soda. Espero que el espectáculo comience pronto, si no habrá otro espectáculo y no el que pagamos por ver.
—¿La abuela está achispada?
—June está peor, la mujer no lo puede evitar. Evidentemente, sus piernas están hechas de esponja. Y tu tía Feen parece colocada, ¿qué le pasa? ¿Toma algún medicamento, algún ansiolítico? Hazme un favor, revisa su botiquín.
Gabriel me indica que lo siga hacia el interior.
—¿Roman está en camino? Odio a la gente que llega tarde.
—Sí.
—¿Ya os habéis acostado?
—No —digo, y me aprieto el cinturón con fuerza. Está noche quizá sea la noche, pero no tengo por qué decírselo a Gabriel.
—Me aburres. Pero ¿a qué estáis esperando?
—Quiero pasar más tiempo con él antes de llevarlo a mi Magical Mistery Tour. Nuestra relación avanza maravillosamente, gracias.
—¿Quién dijo algo sobre la relación? Estoy hablando de sexo.
—Sabes que para mí son como la leche y el café.
—Adelante, mantén altos tus estándares y disfrútalos sola. Sígueme, cariño.
Atravesamos el vestíbulo del hotel Carlyle. Los espejos art decó evocan una época sofisticada, un período de coches descapotables, bares clandestinos, ginebra y guantes de satén que llegaban hasta los codos. Las lámparas de araña deslumbran como si fueran pitilleras abiertas, fulgores de plata y oro que resplandecen en lo alto. Cada uno de los detalles reluce: los pomos dorados, las bisagras, incluso los clientes brillan. Los suelos de mármol pulido parecen láminas de hielo: mármol plateado en el centro y escuetos bordes de granito negro alrededor.
Gabriel me conduce por el bar, donde los apliques de cristal esmerilado proyectan luces bajas sobre las paredes de color champiñón. El fondo neutro resalta las elegantes sillas William Haines, tapizadas con terciopelo melocotón y agrupadas alrededor de mesas de mármol.
Entramos en el restaurante a través de puertas de cristal grabado. El salón semeja un lujoso neceser de cuero forrado con
bouclé
color verde salvia y rosa pálido. Una serie de pinturas murales, elaboradas por Marcel Vertes, muestra a hermosas mujeres que vuelan, bailan y saltan por el aire y despliega un carrusel de color: tonos de color fresa, beige, azul mar, magenta y verde césped llenan el salón de un verano sin fin. El techo, pintado de azul oscuro, pende de las alturas como si fuera el cielo nocturno. Los reservados con forro de cuero están estampados con un diseño neutro de pequeños círculos, etéreas burbujas que parecen inspiradas en Gustav Klimt. Frente al escenario hay unas mesas pequeñas, forradas con crujiente lino de color azul oscuro. La abuela y June conversan hombro con hombro en nuestra mesa, una larga mesa de banquete para la familia. La tía Feen escudriña la mezcla de distintos frutos secos que hay en una fuente de plata, mientras que June hace girar la cereza que hay en el fondo de su cóctel como si fuera la pelota de un pinball, a medida que los miembros del grupo entran y toman asiento en el escenario. Un brillante Steinway negro de media cola llena el pequeño escenario. Un micrófono y su pie descansan en la curva del piano. Keely estará exactamente a un metro de nuestra mesa.
—Lo habéis conseguido —dice la abuela cuando me mira y brinda conmigo con su whisky. La beso rápidamente en la mejilla.
—¡Feliz cumpleaños!
—Me encanta tu conjunto —me dice June.
—Gracias, tú también estás espectacular.
—¡Por las tías viejas! —dice la abuela, y sube su vaso hacia June.
—¡En verdad lo somos! —dice June, y choca su copa con la de la abuela.
—Gracias a la crema de Elizabeth Arden soy una semana más joven de lo que era cuando salí de casa esta mañana —dice la abuela mientras me aprieta la mano. Tess, Jaclyn y yo le pagamos a la abuela un día de tratamientos en el spa de Elizabeth Arden, donde la masajearon, depilaron y acicalaron desde primera hora de la mañana—. Gracias, ha sido un día maravilloso y, ahora, tenemos a Keely.
Mi madre abraza por detrás a la abuela.
—Feliz cumpleaños, mamá —grita mi madre con su blusa negra de tirantes y lentejuelas que hace juego con unos pantalones de seda acampanados y una ancha cadena de metal forjado en tonalidad oro, a modo de cinturón, que cae a lo largo de su muslo con un fleco de diamantes falsos. Calza unas sandalias doradas con correas que completan el efecto Cleopatra. Mi padre lleva un traje negro con tenues rayas blancas, una camisa gris y una corbata ancha de seda en blanco y negro. Ellos combinan, claro, siempre lo hacen.
June se levanta y abraza a mi padre.
—Dutch, te ves fantástico.
—No tan bien como tú.
—¿Cómo va el cáncer? —rebuzna la tía Feen.
—Mis posibilidades están mejorando, tía.
—Te he puesto en el grupo de oración de Santa Brígida.
—Te lo agradezco.
—El último tipo por el que rezamos murió, pero la culpa no fue nuestra.
—Seguro que no —dice papá. Nos mira y se sienta junto a la tía Feen para recibir más de ese maltrato.
Tess saluda desde la recepción, lleva un vestido rojo de cóctel sin tirantes. Hace una entrada digna de mi madre. Detrás viene Charlie, que lleva una corbata roja que combina con el vestido de Tess. Hay algunas costumbres heredadas que es mejor no combatir.
Tess abraza a papá.
—¡Eh! Papá, ¿cómo te encuentras?
Antes de que él pueda responder, la tía Feen dice:
—¡Cómo se va a sentir! Está atiborrado de cáncer.
Charlie se agacha y me aprieta el hombro.
—Hola, cuñada. Me muero por conocer al gran hombre esta noche —dice, y me lanza una sonrisa solidaria. Es curioso que Charlie llame a Roman el gran hombre cuando es Charlie quien es grande. Se parece al Brutus de todas las películas bíblicas que se han hecho en la historia de Hollywood. Además es siciliano, por lo que se broncea en doce minutos y tarda doce años en perdonar un desaire.
—Y yo me muero por que le conozcáis, sed amables.
—Seré encantador —dice Charlie, sentándose junto a Tess.
Gabriel trae a Jaclyn y a Tom a la mesa. Jaclyn lleva una falda corta de color beige que hace juego con un jersey de cachemir y un collar de perlas. Parece como si a Tom, con ese traje de domingo, le hubieran sacado brillo para su primera comunión. Mientras Jaclyn y Tom se sientan, llegan Alfred y Pamela.
Pamela cumple cuarenta el próximo año, pero parece tener veinticinco. Es delgada y tiene el cabello largo, rubio color arena, con algunas mechas teñidas de blanco alrededor de la cara para lograr cierto contraste. Es una mezcla de polaca e irlandesa, pero ha adquirido los usos italianos por lo que se refiere a los estampados, las lentejuelas y el tamaño de su anillo de compromiso. Esta noche lleva un vestido largo y suelto con orquídeas estampadas. Alfred la abraza con firmeza. Él viene directamente del trabajo, así que lleva un traje Brooks Brothers con una corbata como las que usaba Ronald Reagan.
Pamela saluda a todos con un beso, pero lo hace sin sentirse cómoda. A pesar de que lleva trece años casada con mi hermano, cada vez que nos reunimos es como si nos conociera por primera vez. Hemos hecho varios intentos para lograr que se sienta parte de la familia, pero al parecer nuestros esfuerzos no tienen resultado. Mamá dice que Pamela tiene «una personalidad distante», pero Alfred le dijo a Tess que nosotras la «intimidamos».
Mis hermanas y yo no creemos que podamos dar miedo. Sí, somos competitivas, nos gusta opinar y discernir y sí, en las reuniones familiares gritamos, nos interrumpimos y, básicamente, nos convertimos en las niñas que éramos a los diez años, salvo que no nos tiramos del pelo. Pero ¿intimidamos? Quizá. Pamela se sienta y se aferra al bolso que guarda sobre el regazo como si fuera el volante de un coche y mira el Steinway con una sonrisa paciente, pero fingida, mientras Alfred le pide una copa de vino blanco.
Llegan los camareros y llenan nuestra mesa de entrantes: delicadas tartas de cangrejo, diminutas patatas con botones de crema agria y caviar, almejas casino con la mitad de su concha sobre una cama de brillantes algas, ostras en hielo y una fuente de plata con costillas de cordero lechal.
La tía Feen se pone de pie, se estira sobre la mesa y coge una costilla; la sostiene como si fuera una pistola. Le da un mordisco antes de sentarse de nuevo. Aún masticando dice: «Suculento». Las luces del café se atenúan y la multitud aplaude y silba. Miro hacia la puerta esperando ver a Roman apresurándose para sentarse junto a mí. Recorro con la vista a la gente y no hay señales de él. El grupo empieza a tocar la introducción en un susurro y el público aplaude con fuerza cuando Gabriel anuncia:
—¡Señoras y señores, ¡Keely Smith!
Las puertas de cristal se abren y Keely entra en el salón, con el mismo aspecto que tiene en las portadas de sus discos. Lleva el cabello negro cortado a la altura del hombro con dos tirabuzones sobre las mejillas. Su rosada piel pálida es perfecta, sus ojos negros brillan como el azabache. Lleva unos sencillos pantalones de seda dorada y una chaqueta Erté bordada con cuentas. Las mangas de tres cuartos revelan unas gruesas pulseras de acrílico, que compensan el tamaño de su anillo de diamante, casi como el de un teléfono móvil.
Keely agita la mano hacia la multitud como una novia a punto de casarse por tercera vez, saluda a los clientes con calidez, pero con un dejo de apatía. Sus movimientos son despreocupados y familiares, como si fuera a cantar unas cuantas canciones en el salón de su casa después de cenar. Coge el micrófono y mira a la gente, entrecierra los ojos como si fuera a examinar quién ha venido y quién no.
—¿Hay algún italiano esta noche?
Silbamos y hacemos barullo.
—¿Fanáticos de Louis Prima?
Aplaudimos más alto.
—¡Somos fanáticos de Keely! —grita la abuela.
—Vale, vale. Veo que tendré que trabajar esta noche —dice Keely. Mira al director, que está detrás del piano, y continúa—. Allá vamos…
El grupo emprende una potente interpretación de
That Old Black Magic
. Keely está de pie frente al micrófono, en la curva del piano, y mientras canta lleva el ritmo dando golpecitos con la punta roja de las uñas sobre el acabado encerado. Cuenta el tiempo con los pies, cuyos zapatos dorados llevan tacón de aguja y correas con incrustaciones de ojo de tigre. Tiene las uñas de los pies pintadas de granate. Se percata de que le estoy mirando los pies y sonríe. La canción termina y la muchedumbre rompe en un aplauso. Ella avanza al frente del escenario y me mira: