—Vale —piensa en alto la abuela—. Terciopelo cortado, botas, piel de cabritilla, vellón.
—Puede ser, busco un zapato de fantasía que sea único, algo que se muestre exclusivamente en mis escaparates.
—Interesante —dice la abuela, aunque puedo detectar el escepticismo en su tono de voz—. Pero debe saber que trabajamos con los diseños de nuestra compañía…
—Abuela, cada uno de los pares de zapatos que hacemos es personalizado —interrumpo a la abuela y miro a Rhedd—. Hemos realizado estilos especiales para distintas bodas. Hicimos un par de botas de montar en piel de cabritilla blanca y charol negro para unos novios que se casaron en una finca en Virginia.
—Es verdad —admite la abuela—, también hicimos un par de chinelas de satén escarlata para una novia que se casó con un bombero en el Lower East Side.
—Y también está la novia que se casó con el francés y a la que le hicimos un escarpín estilo madame Pompadour con descomunales lazos de seda.
—Seré completamente sincera —dice Rhedd—. No tengo mucha suerte con los negocios pequeños como el vuestro. Las compañías pequeñas, los zapateros exclusivos a medida, siguen siéndolo por una razón: por lo general saben lo que saben y se sienten incómodos en ámbitos mayores. Les falta una visión global, una perspectiva.
—Tenemos perspectiva —le aseguro. No miro a la abuela cuando explico mis razones. Surge la vendedora que hay en mí—. Sabemos que nuestra marca debe crecer y estamos examinando la manera de entrar en el mercado actual. Nos acercamos a cada cliente como una oportunidad para reinventar nuestros diseños. No obstante, y usted lo debe de saber, estamos orgullosas de nuestra herencia. Nuestros zapatos son los mejor hechos del mundo. Nosotras creemos que es así.
Rhedd mira hacia la puerta cerrada que está detrás de nosotras, como si esperase la entrada en la habitación de una buena idea pero, para mi suerte, parece que la acaba de escuchar.
—Por eso quiero daros una oportunidad.
—Y nosotras se lo agradecemos —le digo.
—La oportunidad, para vosotras y para otros diseñadores de zapatos, de que me deis lo que necesito.
—¿Hay otros? —La abuela se inclina hacia atrás en su silla.
—Es un concurso. Me estoy reuniendo con varios diseñadores, una tienda francesa de zapatos hechos a medida y otros nombres bien conocidos que producen a gran escala.
—¿Nos enfrentamos a los peces gordos? —pregunto, y bebo un poco de agua.
—Los más gordos, pero si sois tan buenas como decís —entrecierra los ojos—, probaréis que tenéis talento y capacidad para conseguirlo. Mi creativo inventará algunos bocetos para los escaparates, el telón de fondo, la ambientación, si preferís. Haré una selección de algunos vestidos de novia para la escena; de ese grupo elegiré solo uno y os lo enviaré a vosotras y a los otros diseñadores. Cada uno creará y fabricará un par de zapatos para ese vestido. Entonces me decidiré por mi favorito. A ese diseñador se le incentivará para que realice los zapatos de todos los vestidos de los escaparates.
Se me cae el alma a los pies. Tenía la esperanza de que su propuesta fuera real y oportuna. No es una idiota y presiente mi decepción.
—Mirad, sé que esto parece una posibilidad muy remota, pero si hacéis lo que decís que sabéis hacer, tenéis exactamente la misma oportunidad que cualquier otro de conseguir el trabajo.
—Eso es todo lo que necesitamos, señora Lewis. —Me levanto y le doy la mano. La abuela se pone de pie y hace lo mismo—: Una oportunidad. Le demostraremos cómo se hace.
Después de nuestra reunión con Rhedd Lewis, envié a la abuela a casa en un taxi, a Perry Street; yo cogí el autobús que cruza la ciudad hasta Sloan Kettering para encontrarme con mi madre. Desde la BlackBerry mandé un mensaje a mis hermanas con copia para Alfred sobre la reunión con Rhedd Lewis y lo del concurso. Tess es buena con las novenas (realmente necesitamos rezar en este momento); Jaclyn me dará su apoyo y la copia para Alfred tiene el propósito de mostrarle que tengo planes para el futuro de la compañía. Incluí una foto de la abuela frente a la tienda; es para mi madre, le gusta que sus mensajes tengan imágenes.
Las puertas corredizas del hospital se abren conforme me aproximo. Una vez dentro, veo a mi madre sentada en un sofá, junto a las ventanas que dan a un jardín con esculturas iluminado por el sol. Teclea en su BlackBerry como si jugara un alocado «¿Dónde está pulgarcito?». Tiene las gafas de sol encima de la cabeza, a modo de diadema, está vestida de la cabeza a los pies de azul celeste y una amplia banda de cachemir beige cruza su pecho como una bandera.
—Ya estoy aquí, mamá.
—¡Valentine! —dice. Se levanta y me da un abrazo—. Me alegra que te toque a ti.
Mi madre ha decidido que en lugar de presentarnos todos cada día que mi padre tiene cita, lo hiciéramos por turno, así nadie se agotaría. Por supuesto que ella estará en cada pinchazo, inyección o tomografía por resonancia magnética.
Mi madre nunca se agota ni rehúye un proyecto antes de terminado. Cuando se trata de la familia, nunca he visto que le fallaran las fuerzas. Ella está y siempre ha estado llena de vida, ya fuera para hacer trenzas francesas a sus tres hijas pequeñas antes de ir a la escuela, para negociar el caos de las fiestas o para verter hormigón para pavimentar un nuevo camino en la entrada; ella está para todo. Ahora está entregada a la recuperación de mi padre.
—Me ha encantado la foto, ¿cómo os ha ido en Bergdorf?
—Vamos a participar en un concurso de diseño de zapatos para aparecer en los escaparates de las Navidades de 2008.
—¡Estupendo! ¡Menuda hazaña!
—Queda mucho camino por andar antes de la victoria, mamá, veremos qué pasa. —A mi madre no le pasa por la cabeza la posibilidad de que quizá no ganemos. Otra razón para quererla—. ¿Cómo se encuentra papá?
—Ah, otro día de pruebas aburridas. Le implantarán las semillas de yodo después del cumpleaños de la abuela.
Mamá y yo nos sentamos. Apoyo instintivamente la cabeza en su hombro. Su piel huele a rosas blancas y a chocolate blanco. Sus pendientes de aro descansan en mi mejilla mientras habla.
—Se pondrá bien.
—Lo sé —le digo, pero en realidad no lo sé.
—Debemos ser positivos y rezar. Haré lo que haga falta.
Me encanta la idea de que mi madre piense que el cáncer es algo que se puede cambiar a voluntad con una sonrisa y un avemaría. Cuando estoy en la cama, pienso en mi padre y en el futuro. Pienso en sus nietos y en que si sigo como hasta ahora, nunca conocerá a mis hijos. A veces juraría que mi madre puede leer mis pensamientos porque me pregunta:
—¿Cómo van las cosas con el chico con el que sales?
Levanto la cabeza de su hombro.
—Es alto.
—Excelente. —Mi madre asiente con lentitud. En el panteón de los atributos masculinos, mi madre admira la estatura por encima de los bolsillos llenos o de una cabeza rebosante de cabello—. ¿Es guapo?
—Diría que sí.
—Genial. Tu padre dice que es chef. Me encanta su nombre, Roman Falconi. Es sexy.
—Es el propietario de un restaurante en Little Italy.
—Ah, me encantaría que hubiera un chef en la familia. Quizá pueda enseñarme a hacer esas selectas espumas que hacen en Per Se, la revista Food and Wine habla de ellas. ¡Imagina la inyección de nuevas ideas!
—Tiene muchas.
—¿Cuándo descorrerás el velo?
—Lo llevaré a la fiesta de cumpleaños de la abuela en Carlyle.
—Perfecto. Territorio neutral. Bueno, mi único consejo es que vayas con calma, sin forzar nada. —Mi madre se muerde el labio.
—No lo haré.
—Espero que encuentres la felicidad duradera que yo tengo con mi Dutch. Tu padre y yo estamos locos el uno por el otro, lo sabes.
—Lo sé.
—Hemos tenido nuestros problemas, Dios lo sabe, toda clase de tormentas y marejadas en mar abierto, pero las hemos sorteado todas y hemos conseguido volver a la costa. A veces incluso hemos avanzado con lentitud, pero siempre hemos vuelto.
—Sí, lo habéis logrado.
—Puedo decir que nos sobrepusimos.
—Así es.
—¿Sabes? De eso se trata. Un gran filósofo dijo algo como… Tú sabes que nunca recuerdo los chistes o las palabras exactas de los filósofos, pero dijo a grandes rasgos que el amor es lo que has pasado con otra persona.
—Fue James Thurber, el humorista y filósofo.
A veces mi licenciatura en Humanidades me viene muy bien.
—Bueno, es igual. Lo que intento decir es que seguimos pasando por muchas cosas juntos.
—Es verdad, mamá.
—Tu padre no era un santo, pero yo tampoco soy la Virgen María, o ¿sí?
—Creo que tienes más joyas.
—Cierto —dice riendo—. Pero sé que él nunca quiso lastimarme, ni a sus hijos. Perdió la cabeza un tiempo. Los hombres pasan por su propia versión del cambio cuando cumplen cuarenta y tu padre no fue la excepción.
—Roman tiene cuarenta y uno.
—Quizá lo experimentó el año pasado, antes de que le conocieras —dice mamá con alegría.
—Podemos tener esperanza.
Mamá busca en su bolso, cuando lo abre llena el ambiente con una ráfaga de hierbabuena y jazmín dulce. Del bolsillo donde se coloca el móvil asoma un montón de muestras de perfumes de Esteé Lauder. Este es otro de los trucos elegantes de supervivencia de mi madre, mete separadores de papel con muestras de perfume en los cajones de la lencería, los bolsos, los billeteros y la entrada del aire en el coche, cualquier lugar que necesite ambientador y, evidentemente, desde la perspectiva de mi madre, todo necesita ambientador.
Encuentra el paquete de goma de mascar entre los panfletos sobre el cáncer, saca un cubo rojo y me lo pasa, luego introduce otro en su boca. Nos quedamos ahí sentadas y masticamos.
—Mamá, ¿cómo supiste que podías hacer que papá volviera después del… incidente?
—No hice nada.
—Seguro que hiciste algo.
—En realidad no, lo dejé solo. El peor castigo que puede recibir un hombre es el aislamiento. No conozco a ninguno que lo haya podido soportar. Mira lo que la soledad provoca en nuestros sacerdotes. Claro que ese es otro tema.
—Recuerdo cuando papá y tú os enamorasteis de nuevo.
—Hemos sido afortunados, lo recuperamos. Mucha gente no lo consigue.
—¿Cómo lo hicisteis?
—Hice lo que cualquier mujer soltera, como tú, hace cuando le gusta un hombre, sin importar que yo ya tenía cuatro hijos y un título universitario acumulando polvo. Me hice deseable otra vez. Eso significaba que debía mostrarle a él lo mejor de mí todo el tiempo. Tuve que entenderle de nuevo, rehacer el mundo en el que vivíamos, incluyendo la casa y mi guardarropa. Pero, sobre todo, tuve que ser sincera. No podía quedarme con él por vosotros o por mi madre o por la religión, tenía que estar con él porque yo quería.
—¿Cómo supiste que habías triunfado?
—Un día tu padre llegó a casa con una bolsa de D'Agostino. Vosotros estabais en el colegio. Fue pocos días después de que volviéramos a estar juntos. Una semana estupenda, la primera de colegio…
—Era septiembre de 1986, yo estaba en sexto de primaria.
—Exacto. Bueno, él entra en la cocina y yo estaba ahí, rellenando algún impreso del colegio para uno de vosotros. El abre la nevera y guarda la compra, luego enciende el quemador de la cocina y pone en el fuego una olla grande llena de agua. En seguida saca un cazo y empieza a cocinar. Pica cebolla, pela un ajo, dora la carne, agrega el tomate, las especias y todo. Poco después le dije: «Dutch, ¿qué haces?». Y él respondió: «Preparo la cena, pensé que la lasaña iría bien». Y yo dije: «Estupendo».
—¿Así supiste que te amaba?
—Nunca había preparado una comida en dieciocho años, bueno, me ayudaba si se lo pedía. Alguna vez picó un melón para la macedonia de un bufet o metió el hielo en la nevera, para un picnic o arregló el anaquel de los licores para las fiestas, pero nunca había ido a la tienda ni comprado los ingredientes sin preguntar, para llegar a casa y ponerse a cocinar. Eso me lo dejaba a mí. Supe entonces que había vuelto, que había cambiado. Verás, ahí es cuando sabes que alguien te ama de verdad. Entienden lo que necesitas y te lo dan, sin preguntártelo.
—Sin preguntas. Eso es lo difícil.
—Tiene que salir del corazón.
—Es verdad —asiento.
Mi madre y yo observamos a la gente que deambula por el vestíbulo, pacientes de camino a sus citas, el personal que regresa del descanso y los visitantes que se empujan para salir y entrar en los ascensores. El sol rebota en las ventanas del pabellón que hay frente al vestíbulo e inunda las baldosas del suelo con un reflejo tan brillante que me obliga a cerrar los ojos.
—¿Te he molestado? —me pregunta.
Abro los ojos.
—No, mamá, eres una fuente de sabiduría.
—Contigo puedo hablar, Valentine —dice mientras juega con la parte de atrás de su pendiente—. Yo solo… —Y, para mi absoluta sorpresa, rompe a llorar—. ¿Y por qué diablos estoy llorando? —exclama lanzando las manos al cielo.
—¿Tienes miedo? —digo con suavidad.
—No, no es eso.
Mi madre rebusca en su bolso hasta que encuentra un pequeño paquete de pañuelos. Saca uno.
—Estos —sostiene el diminuto cuadrado—, no sirven. —Se seca bajo los ojos con el pañuelo—. No me gustaría que todo hubiera sido en vano. Hemos llegado tan lejos que yo esperaba que envejeciéramos juntos. Ahora el tiempo se acaba. Después de pasar por todo eso, ¿no tenemos tiempo? Eso me mataría. Es como el soldado que va a la guerra, esquiva los disparos, las bombas y las granadas, logra salir de la zona de guerra y, al volver a casa, resbala con la piel de un plátano, cae, entra en coma y muere.
—Ten un poco de fe.
—Eso lo dice mi hija menos creyente. —Mi madre se endereza—. No te estoy juzgando.
—Quiero decir fe en él.
—¿En Dios?
—No. En papá. Él no nos defraudará.
Nuestra familia, como todas las familias italoamericanas que conozco, celebra muchas fiestas de excusa: los cumpleaños y los aniversarios que terminan en cero o en cinco. Incluso tenemos nombres especiales para ellas. A un aniversario de veinticinco años se le llama bodas de plata, un cumpleaños de treinta años es la festa, un aniversario de cincuenta años se conoce como bodas de oro y cualquier celebración de setenta años es un milagro. Así que imaginad lo emocionados que estamos por brindar por la abuela, que tiene buena salud, una vitalidad excelente y una condición física inmejorable (excepto por esas rodillas), y que aún conserva «todas sus luces», como ella misma dice, en este festejo de su octogésimo cumpleaños.