—Comida a domicilio —dice Roman.
Le abro y luego voy a la parte superior de las escaleras y enciendo las luces.
—Hola, Valentine.
Roman me sonríe desde el fondo de las escaleras. Su rostro es casi lo mejor que he visto nunca.
—Creía que trabajabas esta noche.
—Estoy haciendo novillos, así que puedo estar con mi chica —dice. Sube los escalones de dos en dos, empuñando una enorme bolsa de la compra. Tira la bolsa cuando llega hasta mí, me levanta en sus brazos y me besa—. ¿Te he sorprendido?
Le beso con ternura en la mejilla, en la nariz y luego en el cuello, esperando que cada beso repare los estúpidos pensamientos que tuve sobre nosotros esta mañana en la terraza. No soy buena mintiendo, así que confieso:
—Estoy sorprendida, ya me había dado por vencida.
Roman me mira preocupado y dice:
—¿Te habías dado por vencida de qué?
—De verte antes de que la abuela volviera a casa.
—¡Ah! —dice, y parece aliviado—. Bueno, estoy aquí y no me iré a ninguna parte —me besa de nuevo. Dejo que las palabras «no me iré a ninguna parte» jueguen en mi mente como una sencilla melodía. Roman coge la bolsa y me sigue al salón—. Te prepararé la cena.
—No tienes que hacerlo, he preparado lasaña.
—Me parece que no —dice, sacando de la bolsa una botella de vino—. Empezaremos con un Brunello, cosecha de 1994.
—Entonces ni siquiera tenía la edad legal para beber.
—Ya tenías edad suficiente.
Roman ríe mientras descorcha el vino y lo coloca en la encimera. Toma dos copas del estante y las llena. Me trae una. Brinda y bebemos, luego me besa. El exuberante vino en sus labios hace que los míos se estremezcan.
—¿Te gusta? —me dice. Asiento con la cabeza—. Prepárate. Tengo un vino para cada plato.
—¿Cada plato?
—Ajá —dice riendo—. Tenemos dos.
Saco un taburete de debajo de la encimera y tomo asiento. Le observo mientras vacía la bolsa. Es como una de esas cajas del circo de las que piensas que ya ha salido el último cachorro cuando de pronto otro salta hacia fuera y se une a la fila. Roman coloca caja tras caja, bandeja tras bandeja, envase tras envase, hasta que la mayor parte de la encimera está llena de exquisiteces sin marca.
Roman abre los armarios, saca una sartén grande y una más pequeña. Con rapidez, pone mantequilla en una y echa unas gotas de aceite de oliva en la otra.
Mete las manos en la bolsa y me pasa una pequeña caja blanca.
—Esta es para ti.
La sacudo y digo:
—Deja que adivine, ¿una trufa?
—Te estoy aburriendo con mis platos con trufa. No, no es una seta.
—Vale —digo, mientras la abro. Una rama de coral, del color de una naranja sanguina, descansa sobre un cojincillo de algodón blanco. La saco de la caja y la deposito en mi mano. Los sólidos dedos de la joya cerosa conforman una figura curva adorable que yace en mi mano—. Coral.
—De Capri.
—¿Has estado allí?
—Muchas veces —dice—. ¿Y tú?
—Nunca.
—Bueno, te llevaré por tu cumpleaños. Ya lo he planeado con la abuela. Cuando voléis a Italia el próximo mes, y hayáis acabado vuestro trabajo, al final de la estancia, nosotros dos iremos una semana a Capri. Nos quedaremos en la Quisisana. Un viejo amigo es el chef de un restaurante ahí. Comeremos, nadaremos y nos relajaremos. ¿Qué te parece?
—¿Es en serio?
—Muy en serio —dice Roman. Se apoya en la encimera y me besa.
—Me encantaría ir a Capri contigo.
—Me estoy ocupando de todo. Solo tú, yo y el océano, ese cielo y ese lugar. Será la primera vez que vaya enamorado.
—¿Estás enamorado?
—¿No lo sabías?
—Tenía la esperanza.
—Pues lo estoy —dice, abrazándome—, ¿y tú?
—Completamente.
—Hay un viejo truco que aprendí de los habitantes de Capri cuando estuve allí. Todo el mundo quiere ir a la gruta azul y los turistas las invaden. Así que idearon un anuncio que decía: «
NON ENTRARE ALLA GROTTA
». Cuando el cartel está expuesto, el guía de turistas dice a la gente de la barca bote que el oleaje es demasiado fuerte para entrar, pero de hecho, los locales ponen el cartel para alejar a los turistas mientras ellos están dentro nadando.
—Eso es una tomadura de pelo. ¿Qué ocurre si es la única vez que los pobres turistas pueden visitar Capri y se pierden la gruta azul?
—El guía rodea la gruta y vuelve más tarde, cuando ya no está el cartel, y entonces navegan dentro.
—¿Cómo es la gruta?
—En todos los lugares que he vivido he intentado pintar una habitación con ese tono de azul y nunca lo he conseguido. El agua está tibia. Algún viejo rey la usó como un pasaje secreto para atravesar al otro lado de la isla. Muchas cosas decadentes pasaron ahí dentro. —Roman tira de mí—. Y habrá más esta primavera.
La cocina se llena con el olor de la mantequilla caliente. Roman se gira rápidamente y retira la sartén del fuego, añade ajo y hierbas, los sacude en la mantequilla y crea una mezcla suave.
—Muy bien —dice—, dejaré esto aquí. Primero tenemos caviar. Del mar del Norte.
Abre un envase que produce un chasquido y coloca sobre un plato una delgada
pizzelle
[14]
, que parece una bollo circular desinflado.
—¿Recuerdas las galletas
pizzelle
de la infancia? Esta es mi versión, en lugar de azúcar las hago con ralladura de limón y pimiento verde.
Abre la lata de caviar y vierte una cucharada en la
pizzelle
. Añade una pincelada de
crème fraîche
encima del mar negro de cuentecillas y me lo da. Lo muerdo. La combinación del limón agrio en la
pizzelle
, el rico caviar y la ráfaga de la crema dulce se derrite en mi boca.
—No está mal, ¿eh?
—Divino.
Observo a Roman mientras deja caer los medallones de ternera en la sartén grande que tiene el aceite de oliva, y encima de la carne, la cebolla picada y los champiñones, remojándolos con chorlitos del vino tinto que bebemos. Añade lentamente nata a la sartén y la salsa adquiere un color entre marrón dorado y borgoña pálido.
—Pasé unos cuatro meses en Capri, en la cocina del Quisisana. Lo mejor que he hecho en mi vida. Tenían un horno exterior abierto, detrás de la cocina. Por la mañana encendíamos el fuego con madera de la playa y lo manteníamos vivo todo el día, asábamos despacio los tomates para la salsa, los vegetales de la guarnición, lo que quieras. Aprendí la importancia de tomarse el tiempo necesario para cocinar. Asaba los tomates hasta conseguir su esencia, con el calor la piel se convertía en tiras de seda mientras la pulpa se volvía rica y robusta. Ni siquiera tienes que hacer salsa con ellos, solo los añades a la pasta, así son de dulces.
En la sartén pequeña, donde las hierbas se sofríen en la mantequilla, Roman vacía el envase del arroz con aceitunas, alcaparras, tomates e hierbas. Mientras el vapor brota del arroz y la ternera chisporrotea, él prepara la encimera para la cena.
Roman tiene unas manos hermosas (como suele suceder con la gente que trabaja con las manos), dedos largos que se mueven con gracia, diestros y parsimoniosos. Es fascinante observarle cortar y picar, el cuchillo marca un ritmo constante mientras destella contra la madera.
—Las noches en Capri son las mejores. Después de trabajar, bajábamos a la playa y nos encontrábamos con un mar tranquilo y tibio. Me ponía a flotar en el agua salada, miraba la luna y dejaba que las olas me cubrieran. Me sentía curado. Luego, encendíamos una gran hoguera y asábamos langostinos, que comíamos con vino elaborado en casa. Esa es mi idea de felicidad —dice mirándome—. Estoy impaciente por llevarte.
Roman es muy organizado cuando trabaja, ordena la cocina conforme avanza, quizá su pulcritud venga de la necesidad, ya que trabaja en espacios pequeños. Nada se desperdicia cuando Roman cocina, respeta cada tallo, hoja y retoño de una hierba que utiliza, la examina antes de picarla o de mezclarla en una receta. La comida común se convierte en sus manos en elementos de deleite que crujen suavemente en la mantequilla, humean en la nata y chisporrotean en el aceite de oliva.
Roman abre un envase que está lleno de vegetales finamente picados: pepinos verdes y brillantes, tomates rojos, pimientos amarillos y trozos de queso parmesano fresco. Rocía los vegetales con un vinagre balsámico que sale de una botellita con un tapón dorado y dice:
—Esto es muy especial, tiene veinte años. ¡La última botella! Proviene de una granja de las afueras de Génova. Lo hace mi primo.
Roman llena dos tazones con la ensalada. Recuerdo haberle dicho cuánto amaba los vegetales crudos finamente picados. Él también lo recuerda y me los da. Abre una segunda botella, este vino es vulgar y vigoroso, un Dixon de Borgoña del 2006. Se gira hacia el fogón y voltea la carne, que produce una nube de vapor. De la sartén con el arroz emerge una neblinosa nube. Roman baja el fuego y sirve la mezcla de arroz caliente en los platos. Se pone el paño de cocina en el hombro y levanta la otra sartén. Coloca diestramente un magro trozo de ternera, primero encima de mi plato de arroz y, luego, sobre el suyo. Después, sirve la salsa de la sartén encima de la carne y el arroz.
—¿No deberíamos sentarnos a la mesa? —le pregunto.
—No, esto es mejor —dice. Saca un taburete y se sienta frente a mí—. Cuando me pongo ahí, me siento como si estuviera en una reunión del consejo de directores.
Cojo mi cuchillo y corto la ternera, pero no lo necesito. Separo un trozo con el tenedor. La deliciosa salsa se combina con el sabor de la carne en una explosión de sabores acentuada por las uvas dulces, que tienen ahora un gusto a tierra, vigoroso. Mastico el sabroso bocado.
—Cásate conmigo —le digo a Roman.
—Y yo que pensaba que ibas a romper conmigo.
Pongo mi tenedor en el plato y le miro.
—¿Por qué ibas a pensar tal disparate?
—Venga, Valentine, soy el peor de todos. Realmente he echado a perder las dos últimas semanas. Teodora se había ido y yo había planeado venir cada noche y pasar mucho tiempo contigo.
—No pasa nada —tartamudeo. Es como si la gaviota hubiera entregado a Roman el mensaje de la epifanía que tuve esta mañana. Él en verdad puede leer mis pensamientos.
—Sí pasa. Quería estar contigo, pero las cosas se pusieron feas en el restaurante y lo estropeé. Es lo que hay. Pero me siento muy mal por eso. Y quería hacerte algo especial.
—Odio que pasemos tanto tiempo disculpándonos por trabajar duro. Así son las cosas. Los dos estamos tratando de construir algo.
Me encanta notar cómo esta mañana estaba dispuesta a matarle y ahora lo estoy disculpando. Esto seguramente entra en la categoría «cómo ser adorable», ¿o no?
—No sé qué más hacer. No sé cómo manejar un restaurante y no tener que estar allí las veinticuatro horas del día. No lo creo posible. Bueno, en el futuro, cuando esté establecido, haya pagado a los inversores y encuentre el chef ideal para reemplazarme en la cocina, entonces esto será una discusión distinta.
Me divierte que Roman emplee la palabra «discusión», pues no estamos teniendo ninguna. Intento ser comprensiva cuando le digo:
—Supongo que no sé dónde encajo en tu vida ahora y no te quiero pedir que me pongas primero, porque eso tampoco sería justo.
Roman cruza los brazos sobre la encimera y se apoya.
—¿Qué quieres que te diga?
—¿Adonde crees que va esto? —Ahí está, se lo he soltado, pero en el momento en que sale de mi boca deseo no haberlo dicho y ahora es demasiado tarde. Lo último que quería es que nuestra última noche juntos terminara con una de esas conversaciones.
—Tomo en serio lo nuestro —dice—. No tengo una opinión muy buena de mí mismo como marido, porque ya lo he intentado y fracasé, pero eso no significa que no quiera volver a intentarlo.
—¿Qué piensas de mi trabajo?
—Me asombra, eres una artista.
—Tú también. —Bebo mi vino—. También eres el chico de la «caja de emergencia».
—¿Qué es eso?
—Al primer indicio de que esto empezaba a hundirse, rompiste el cristal, tiraste de la palanca de freno y salvaste el día con todo esto. Que vinieras esta noche y cocinaras para mí, que me llevaras a Capri sin salir de casa, que me besaras con un estupendo vino en los labios, que me dijeras que estás enamorado de mí. Eso fue la
crème fraîche
en el caviar.
—Quiero todo esto.
—Roman, te has enamorado de mí.
—No derrocharía caviar del mar Negro en una aventura.
—¿Qué le darías a la aventura?
—Patatas fritas.
Me río y digo:
—¿Así lo puedo saber? —Repaso la servilleta en mi regazo—. ¿Mediante la prueba del caviar?
—Hay otras maneras.
Roman rodea la encimera y viene a mi lado. Si soy sincera, no quiero que esta cena se acabe, pero a veces una mujer tiene que elegir entre la comida y el sexo, y solo las idiotas eligen la comida. Puedo recalentar el bistec más tarde, pero hacerle saber a Roman que estoy enamorada de él es un momento que no volverá. Bueno, quizá sí, pero sería diferente. Así que empujo el plato mientras me levanta del taburete. El deseo definitivamente es como un producto perecedero: retrasas el amor o su expresión y muere. Lo das por sentado y se va, como la nieve de la mañana en la terraza durante los idus de marzo.
Roman me carga escaleras arriba, marcando cada paso con un beso. Mis pies chocan contra la pared del corredor como las asas de una vieja maleta cuando él me lleva a mi habitación. Mientras hacemos el amor, todas las dudas que tengo, todas las preguntas que hay en mi mente sobre nosotros —quiénes somos, adonde vamos y en qué nos convertiremos—, desaparecen, como la luna menguante detrás de las nubes bajas de la primavera.
Me he enamorado más profundamente de este hombre el día que planeaba decirle adiós. Quizá necesite mi soledad, pero también quiero estar con él. Quizá no veo esto con la misma claridad cuando él no está, pero es de lo que estoy más segura cuando estamos juntos.
—Te amo, querida —dice.
—Me dice mucho eso, ¿sabes?
—¿De veras? —me pregunta mientras me besa el cuello.
—«Te amo, querida» es, de hecho, una frase muy típica de las tarjetas de felicitación.
—Si me enviaras una, ¿qué pondría? —me pregunta.
—Roman, yo también te amo.