Vampiros (57 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: Vampiros
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Entonces, Quint y Krakovitch habían mirado el arruinado edificio y tocado sus piedras; habían dejado que los envolviese el aura de su antigüedad y de su malignidad inmemorial. Habían respirado su esencia, gustado su misterio y dejado que sus facultades los condujesen a su más íntimo secreto. Al tantear ambos su camino, casi tímidamente, entre los cascotes de las viejas paredes, Quint se había detenido de pronto y dicho con voz ronca:

—¡Oh, sí, estaba aquí! ¡Todavía
está
aquí! Éste es el lugar.

Y Krakovitch había asentido:

—Sí, yo lo siento también. Pero
sólo
lo siento; no le temo. Nada me avisa de que evite el lugar. Estoy seguro de que un terrible mal se alojó aquí; pero se ha extinguido, está completamente muerto.

Quint había asentido con la cabeza y suspirado con alivio.

—Tengo la misma impresión: todavía está aquí, pero inactivo. Ha pasado demasiado tiempo. Y no hay nada que haya podido sostenerlo.

Entonces se habían mirado, pensando los dos lo mismo. Por último, Krakovitch lo había expresado con palabras.

—¿Nos atrevemos a buscarlo? ¿Tal vez a inquietarlo?

En un primer momento, Quint había sentido miedo, pero después había respondido:

—Si no descubro al menos cómo era…, quiero decir al final de sus días…, me lo estaré preguntando durante el resto de mi vida. Y como los dos estamos de acuerdo en que es inofensivo…

Y habían llamado a Gulhárov y a Volkonsky, y los cuatro habían puesto manos a la obra. Al principio, el trabajo había sido fácil y habían empleado instrumentos sencillos y las manos para retirar masas de tierra suelta y cascotes. Pronto descubrieron el soporte de una antigua escalera de piedra, cuyos peldaños se extendían girando a su alrededor. La piedra había sido ennegrecida por el fuego y agrietada por el intenso calor. Por lo visto, el plan de Thibor había funcionado: la escalera de caracol que conducía al sótano había sido bloqueada por los escombros ardientes, enterrando vivos a las mujeres del vampiro y al infortunado Ehrig. Sí, y también a aquella cosa subterránea. Todos ellos, enterrados vivos… o no-muertos. Pero mil años es mucho tiempo y, en este lapso, incluso los no-muertos pueden morir de veras.

Entonces, Volkonsky había pasado los vigorosos brazos alrededor de un gran bloque roto de piedra y tirado de él hacia arriba, para desprenderlo de los cascotes que parecían llenar completamente la caja de la escalera. De pronto, se había desprendido y Gulhárov había contribuido a la tarea con su insignificante fuerza. Juntos habían levantado el bloque sobre el borde de la excavación, y entonces se habían hundido un poco los cascotes que tenían a su pies, y una ráfaga de aire fétido les había azotado las caras.

Sorprendidos, habían saltado hacia atrás, pero no habían visto en ello ninguna amenaza, ninguna sensación de peligro inminente. Un momento después, apoyándose en el brazo de Gulhárov para conservar el equilibrio, el corpulento capataz ruso había bajado de los peldaños de piedra ya descubiertos a la dudosa superficie del material que impedía el descenso. Sin soltar a Gulhárov, había golpeado primero con un pie y después con el otro, entonces había lanzado un grito de alarma y se había hundido hasta la cintura al ceder de pronto aquello debajo de él.

Entonces, había parecido que la tierra retumbaba y temblaba un poco; Volkonsky se había aferrado a Gulhárov, temiendo por su vida, y Quint y Krakovitch se habían tumbado en el suelo y alargado los brazos para sujetar al capataz por debajo de las axilas. Pero estaba ya a salvo, pues sus pies habían encontrado apoyo en unos escalones inferiores invisibles.

Y mientras los cuatro observaban asombrados, los cascotes que rodeaban los muslos de Volkonsky se habían hundido como arenas movedizas en la profundidad vacía de la caja de la escalera. ¡Vacía, sí! Pues no había sido llenada del todo sino simplemente atascada, y ahora se había removido el obstáculo.

—Ahora nos toca a nosotros —había dicho Quint cuando se hubo posado el polvo y pudieron respirar a sus anchas—. Usted y yo, Félix. No podemos dejar que Mijaíl descienda antes que nosotros, pues no tiene idea de lo que hay allí. Si todavía existe un elemento de peligro, nosotros debemos ser los primeros en bajar.

Habían descendido, pasando por el lado de Volkonsky; se habían detenido y se habían mirado.

—Vamos desarmados —había observado Krakovitch.

Arriba, Sergei Gulhárov había sacado una pistola y se la había tendido. Volkonsky lo vio y se echó a reír. Habló a Krakovitch y éste sonrió.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Quint.

—Ha dicho que por qué necesitamos una pistola si estamos buscando un tesoro —respondió Krakovitch.

—¡Dígale que nos dan miedo las arañas! —dijo Quint, y tomando el arma, empezó a bajar los sucios peldaños.

No habría podido decir de qué servirían las balas si los vampiros existían todavía, pero, al menos, la sensación de tener un arma en la mano era tranquilizadora.

Había en la escalera tantas piedras, grandes y pequeñas, que Quint se veía a menudo obligado a pasar sobre ellas; pero después de otra vuelta de aquélla, los últimos peldaños estaban limpios, salvo por pequeños cascotes, piedrecitas y arena caídos desde arriba. Y al fin había llegado al fondo, con Krakovitch y los otros pisándole los talones. Llegaba luz desde arriba, pero no mucha.

—Esto no marcha —se había lamentado Quint, sacudiendo la cabeza—. No podemos entrar ahí sin una luz adecuada.

Su voz había resonado como en una tumba, y eso era en realidad aquel lugar. El sitio al que se había referido era una habitación, una mazmorra —la mazmorra, pues sólo podía ser la prisión de Thibor—, más allá de un arco bajo de piedra. Tal vez la renuencia de Quint había sido un intento final de echarse atrás, o tal vez no; en todo caso, el precavido Gulhárov tenía la solución. Había sacado una pequeña linterna plana de bolsillo, pasándosela a Quint, el cual proyectó su rayo hacia delante. Allí, debajo del arco, trozos fosilizados de madera de roble, ennegrecidos por los años, estaban amontonados, con manchas rojas de herrumbre donde habían estado los clavos y las piezas de hierro: era todo lo que quedaba de una puerta que había sido antaño sólida. Y mas allá, sólo oscuridad.

Entonces, agachándose un poco para evitar la piedra angular que había descendido un poco con los siglos, Quint había pasado cautelosamente por debajo del arco, deteniéndose al entrar en la mazmorra. Allí había trazado un lento círculo con la linterna, para iluminar todas las paredes y rincones del lugar. Aquella prisión era muy grande, más grande de lo que había imaginado; tenía rincones, huecos, cornisas y nichos donde no podía llegar el rayo de luz, y parecía haber sido tallada en la roca.

Quint iluminó el suelo. Una gruesa capa de polvo, acumulada a lo largo de los siglos, lo cubría de un modo uniforme. No había huella alguna de pisadas. Aproximadamente en el centro, una abultada formación de piedra, posiblemente de la roca de fondo, se alzaba como una figura grotesca. Parecía que allí no había nada, y sin embargo, la intuición psíquica de Quint decía lo contrario. Y también la de Krakovitch.

—Teníamos razón —dijo éste, y su voz había resonado tristemente. Se había acercado a Quint—. Están acabados. Estuvieron aquí e incluso ahora los sentimos; pero el tiempo ha podido más que ellos.

Había seguido adelante y se había apoyado en aquella extraña excrecencia rocosa,
¡que al punto cedió bajo su mano!

Inmediatamente había saltado hacia atrás, lanzando un grito de horror, y al chocar con Quint se había cogido a él.

—¡Oh, Dios mío! ¡Carl…,
Carl
! No es… ¡no es de piedra!

Gulhárov y Volkonsky, súbitamente electrizados, habían sostenido a Krakovitch, mientras Quint iluminaba directamente con la linterna aquella masa. Después, boquiabierto y con el corazón palpitante, el inglés había murmurado:

—¿Ha sentido… algo?

Krakovitch meneó la cabeza y respiró hondo.

—No, no. Mi reacción ha sido simplemente de sorpresa, no un aviso. Demos gracias a Dios, al menos por esto. Mi facultad funciona, puede
creerlo
, pero no me dice nada. Fue la impresión, sólo la impresión…

—Pero
mire
esa… ¡esa cosa!

Quint estaba también impresionado. Había avanzado para soplar sobre la superficie de aquella masa y con un pañuelo había sacudido el polvo. Bueno, parte del polvo; y había bastado aquella pequeña operación para revelar… ¡un horror total!

La cosa estaba desplomada en el sitio donde, innumerables decenios atrás, había surgido por última vez de la tierra apretada del suelo. Ahora era una masa, los restos momificados de una criatura, pero estaba claramente
compuesta
de más de una persona. El hambre y posiblemente la locura habían provocado aquella situación: el hambre de la protocarne enterrada y la locura de Ehrig y las mujeres. No había habido escapatoria posible y, débiles por el hambre, los vampiros no habían podido resistir el ataque del insensato monstruo subterráneo. Probablemente los había devorado de uno en uno, incorporándolos a su modo. Y ahora aquella mole yacía allí, caída donde al fin, afortunadamente, había «muerto». Tal vez, en los últimos momentos, cediendo a un débil impulso y a un instinto indeterminado, había intentado reconstituir a los otros. Ciertamente había indicios de ello.

Tenía pechos de mujer y una cabeza de varón medio formada y muchas seudomanos. Y ojos en todas partes, abultados debajo de párpados cerrados. Y bocas, algunas humanas y otras inhumanas. Sí, y había otras facciones mucho peores que aquéllas…

Gulhárov y Volkonsky, envalentonados, se habían acercado; el capataz había alargado una mano, antes de que pudiesen impedírselo, apoyándola en un pecho frío y arrugado que sobresalía junto a una boca de labios flaccidos. Todo era de color de cuero y parecía bastante sólido, pero aquella teta se deshizo en polvo en cuanto la tocó Volkonsky. Retiró la mano, lanzando una maldición, y dio un paso atrás. Pero Sergei Gulhárov era mucho menos tímido. Sabía algo de estos horrores y la mera idea de ellos lo enfurecía. Maldiciendo, dio una patada a la base de aquella cosa que brotaba del suelo, y repitió esta acción una y otra vez. Los otros no habían tratado de impedírselo; era su manera de desfogarse. Se metió dentro de aquella monstruosidad en ruinas golpeándola con los puños y los pies. Al poco rato, sólo quedó de ella un montón de polvo y unos cuantos huesos sucios.

—¡Fuera! —había jadeado Krakovitch—. Salgamos de aquí antes de que nos ahoguemos, Carl. —Lo agarró de un brazo—. ¡Gracias a
Dios
, estaba muerto!

Y tapándose la boca con las manos, subieron todos la escalera y salieron al aire puro y saludable.

—Eso…, sea lo que fuere, debería ser enterrado —había dicho Volkonsky a Gulhárov al apartarse de las ruinas.

—¡Exacto! —convino Krakovitch, aprovechando la oportunidad—. Para que estemos absolutamente tranquilos,
tiene
que ser enterrado. Y aquí es donde interviene usted…

Los cuatro habían estado por segunda vez en las ruinas, y Volkonsky había hecho agujeros, colocado explosivos, desenrollado cien metros de cable y hecho las oportunas conexiones eléctricas. Y ahora habían vuelto por tercera y última vez. Y como antes, Theo Dolgikh los había seguido, y por esto
sería
la última.

Ahora, desde su refugio en los arbustos del lado del sendero y cerca del acantilado y de su precaria cornisa, el hombre de la KGB observó cómo Volkonsky conectaba el cable con el detonador y cómo se dirigía el grupo hacia las ruinas, presumiblemente para echarles un último vistazo.

Era la mejor oportunidad para Dolgikh, el momento que había estado esperando el agente ruso. Comprobó de nuevo su pistola, quitó el seguro, volvió a guardarla en la funda y, entonces, subió rápidamente por la empinada vertiente a su izquierda y se metió entre los pinos al pie de los tremendos peñascos. Si sacaba el mejor partido de su situación, podría permanecer fuera de la vista de los otros hasta el último minuto. Y así, moviéndose con cierta agilidad entre los árboles, acortó rápidamente la distancia que lo separaba de sus presuntas víctimas, al acercarse éstas a las antiguas ruinas.

Para mantenerse oculto de esta manera, Dolgikh perdía ocasionalmente de vista a sus presas, pero por fin llegó hasta el borde del bosque y tuvo que replegarse al menos poblado antiguo sendero. Desde allí era claramente visible el grupo de hombres junto a los muros del viejo castillo, pero, si se volvían a mirar en dirección a Dolgikh, también tendrían que verlo. Pero no; estaban callados a cien metros de distancia, sumidos en sus propios pensamientos, al contemplar lo que pretendían destruir. Los tres estaban pensativos.

¿Tres? Dolgikh entrecerró los ojos, frunció el entrecejo, echó una rápida mirada a su alrededor. No vio nada fuera de lo comente. Presumiblemente, el cuarto hombre, aquel joven estúpido, aquel traidor Gulhárov, había entrado por la rota muralla exterior de las ruinas y a causa de ello se había perdido de vista. Fuera como fuese, Dolgikh sabía que tenía atrapados a los cuatro hombres. No había salida en su extremo del desfiladero y, en todo caso, tenían que volver allí para detonar las cargas. La expresión maliciosa de Dolgikh cambió: se convirtió en una sonrisa feroz. Se le acababa de ocurrir una idea particularmente sádica.

Su plan original había sido sencillo: sorprenderlos, decirles que los estaba investigando en interés de la KGB, hacer que se atasen los unos a los otros y, por último, arrojarlos de uno en uno desde el borde del castillo en ruinas. El abismo era muy profundo. Haría que parte de la arruinada pared se desprendiese, para hacer más convincente la escena. Entonces, descendería por un lugar seguro, se acercaría a ellos y les quitaría las ligaduras. Un «accidente», así de sencillo. No podrían escapar: la cuerda de nailon que llevaba Dolgikh en el bolsillo podía aguantar más de 90 kilos de tensión. Probablemente no los encontrarían en semanas, en meses, tal vez nunca.

Pero Dolgikh tenía también algo de vampiro, salvo que se alimentaba del miedo de los otros. Sí, y ahora vio la oportunidad de perfeccionar su plan. Un elemento más para su propia diversión.

Se arrodilló deprisa, empleó los firmes y cuadrados dientes para arrancar la funda del cable y dejar el hilo de cobre al descubierto y lo conectó con el detonador. Entonces, todavía con una rodilla hincada en el suelo, gritó:

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