Vampiros (11 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: Vampiros
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Por un instante, la criatura-Thibor se estremeció con el horror de su sueño, antes de recordar dónde estaba y quién y qué era. Y entonces se estremeció de nuevo, ahora extasiado.

¡Sangre!

¡El suelo negro de su tumba estaba mojado, empapado en sangre! La sangre lo tocaba; se filtraba como aceite a través de las hojas muertas, de las pequeñas raíces y de la tierra, y lo tocaba. Absorbida por la acción capilar instantánea de sus innumerables fibras sedientas, penetraba en él, llenaba los poros y las venas disecadas, los órganos esponjosos y los hambrientos y doloridos huesos alveolados.

Sangre —¡vida!— llenaba al vampiro, hacía saltar nervios entumecidos por los siglos, despertaba instantáneamente sentidos inhumanos, increíbles.

Abrió los ojos… y los cerró al instante. Tierra. Oscuridad. Estaba todavía enterrado. Yacía en su tumba, como siempre. Abrió los senos de sus fosas nasales, y los cerró enseguida…, pero no del todo. Olió el suelo, sí, pero también la sangre. Y ahora, despierto del todo, empezó a examinar con cuidado, con minucia, lo que lo rodeaba.

Sopesó la tierra que tenía encima, la sondeó instintivamente. Era poca, muy poca. Cuarenta y cinco centímetros como máximo. Y encima de ella, otros treinta centímetros de mantillo. Oh, había sido enterrado a una profundidad mucho mayor, pero en el curso de los siglos se había ido acercando a la superficie. Esto había sido cuando tenía fuerzas para hacerlo.

Hizo un esfuerzo, alargó en el suelo los seudópodos, como lombrices carmesíes, y los recogió de nuevo. Oh, sí, la tierra estaba saturada de sangre, y de sangre humana, por cierto, pero… ¿cómo era posible? ¿Podía ser, podía realmente ser, obra de Dragosani?

La Cosa proyectó su mente, llamó suavemente:
¿Dragosaniiii? ¿Eres tú, hijo mío? ¿Has hecho tú esto? ¿Me has traído esta preciosa ofrenda, Dragosaaaniiii?

Sus pensamientos contactaron con mentes, pero mentes limpias, mentes inocentes. Mentes humanas que nunca habían conocido su corrupción. Pero ¿personas? ¿Aquí, en los montes cruciformes? ¿Cuál era su objetivo? ¿Por qué habían venido a su tumba y cebado la tierra con…?

¡Cebado la tierra!

La criatura-Thibor rechazó sus ideas, sus extrusiones protoplasmáticas, sus extensiones psíquicas, y se encerró en sí mismo. El terror y el odio llenaron todos sus nervios. ¿Cuál era la respuesta? ¿Lo habían recordado después de tantos años, y venido al fin a ajustarle las cuentas? ¿Habría Dragosani hablado de él a alguien, y este alguien advertido el peligro de que estuviese enterrado aquí?

La Cosa yacía allí, estremecida, con su cuerpo apenas humano temblequeante a causa de la tensión, y afinaba el oído, tocaba, olía, gustaba… Empleaba, en fin, todos sus agudizados sentidos de vampiro, salvo el de la vista. Y también podía emplear éste, si se atrevía.

Pero, a pesar de su miedo, lo único que no sentía era el peligro. Y olería el peligro con la misma nitidez que olía la sangre.

¿Qué hora sería?

Su temblor cesó al reflexionar un momento sobre el problema de la hora. ¿La hora?
¡Ay!
¿Qué mes debía de ser, qué estación, qué año, qué decenio? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que el joven Dragosani —aquel hijo de todas las esperanzas y aspiraciones malvadas de Thibor— lo había visitado? Pero más importante aún, ¿era ahora de día… o de noche?

Era de noche. El vampiro podía sentirlo. La oscuridad se filtraba por el suelo como la rica y oscura sangre a la que acompañaba. Era de noche, su hora, y la sangre le había dado una fuerza, una elasticidad, una motivación y una movilidad casi olvidadas durante los siglos que había yacido aquí.

Puso de nuevo sus pensamientos en contacto con las mentes de las personas que estaban en el claro, entre los árboles inmóviles, exactamente encima de donde él yacía. No pensaba en ellos, no hacía el menor esfuerzo por comunicar con ellos; sólo tocaba sus pensamientos con los suyos. Un hombre y una mujer. Sólo eran dos. ¿Serían amantes? ¿Para esto habrían venido aquí? Pero ¿en invierno? Sí, era invierno, y la tierra estaba fría y dura. ¿Y qué decir de la sangre? ¿Sería tal vez… un crimen?

La mente de la mujer… estaba llena de pesadillas. Dormía o estaba inconsciente, pero el pánico era reciente en su mente y el corazón palpitaba a rachas, en una fiebre de miedo. ¿Qué la había espantado?

En cuanto al hombre, se estaba muriendo. Era su sangre lo que la vieja Cosa había absorbido, lo que alimentaba incluso ahora su sistema de vampiro. Pero ¿qué le había ocurrido a la pareja? ¿Había atraído él a la mujer aquí, la había atacado, y ella lo había apuñalado antes de que pudiese violarla?

Thibor trató de explorar un poco más la mente del moribundo. Había en ella dolor…, demasiado dolor. Éste había cerrado la mente del hombre, de modo que ahora todo se hacía confuso, le sumía en un vacío doloroso. Era el vacío último, llamado Muerte, que engulliría a su víctima.

Dolor, sí; ciertamente, agonía. La Cosa enterrada extendió unas protuberancias, como flexibles y carnosas antenas, para captar el fluido vital que manaba del hombre; lombrices rojas de carne inhumana brotaban de la cara arrugada por los siglos, del pecho hueco y de los apergaminados miembros, y excavaban la tierra hacia arriba, como tentáculos de algún asqueroso molusco; seguían el rastro escarlata, convergiendo sobre su origen.

La pierna derecha del hombre estaba rota por encima de la rodilla. El hueso fracturado había rasgado las arterias como un cuchillo y éstas bombeaban ahora pequeños chorros de sangre humeante sobre la fría tierra muerta. Era demasiado;
esto
incitaba a la verdadera bestia que moraba en la criatura-Thibor y su voracidad despertó al instante. Las grandes mandíbulas de perro se abrieron en la dura tierra; los labios resecos temblaron y se humedecieron, las fosas nasales se dilataron como negros embudos.

La Cosa envió desde su cuello una gruesa serpiente protoplásmica que apartó a un lado raíces, guijarros y tierra hasta salir a la superficie, oscilante como un hongo venenoso animado, en el claro de bosque del mausoleo de Thibor. Formó un ojo rudimentario en su extremo y dilató la pupila para ver mejor en la oscuridad.

Vio al moribundo: un hombre apuesto y corpulento, cualidades que podían explicar la calidad y la cantidad de la sangre vertida. Un hombre inteligente, de alta frente. Y, sin embargo, estaba derrumbado aquí, sobre la tierra, con el líquido vital que manaba de él hasta la última gota.

Thibor no podía salvarlo, ni lo habría hecho si hubiese podido. Pero tampoco lo desperdiciaría. Después de una breve mirada de aquel ojo horrible, para asegurarse de que la mujer no volvía en sí, hizo brotar una veintena de pequeños pitorros rojos de su cara expectante: unos tubos huecos como bocas diminutas, que penetraron en la herida para extraer el resto del cálido zumo que brotaba de ella. Después…

Todo el ser diabólico de Thibor se rindió al puro éxtasis, a la negra alegría, al infernal embeleso de alimentarse, de extraer el rojo alimento directamente de las venas de una víctima. Era… ¡era indescriptible!

Era como la primera mujer de un hombre. No su primer torpe y presuroso e incontrolado orgasmo sobre el vientre o el vello púbico de alguna chica, sino la primera inyección de semen en el cálido núcleo de una mujer gemebunda y saciada. Era como la primera muerte en un combate, cuando la cabeza del enemigo se desprende del cuerpo o la espada atraviesa el corazón o el cuello. Era como la viva y punzante impresión de un chapuzón en un lago de montaña; como la vista de un campo de batalla, donde los cuerpos amontonados de un ejército expulsan vapores y apestan; como la adoración de los guerreros que alzan la bandera de un hombre en homenaje a su victoria. Era tan satisfactorio como todas estas cosas, pero ¡ay!, se acabó demasiado pronto.

El corazón del hombre había dejado de latir. Su sangre, lo poco que quedaba de ella, estaba estancada. Las grandes manchas carmesíes se estaban endureciendo y convertían el mantillo en cortezas pegajosas. Casi antes de empezar, el maravilloso banquete había… ¿terminado?

Tal vez no…

La protuberancia visual de la Cosa-Thibor volvió el ojo hacia la mujer. Era blanca, atractiva, de complexión esbelta. Parecía la linda favorita de algún rico boyardo, llena de delicada sangre aristocrática. Toques febriles de color daban a sus mejillas un aspecto saludable, pero el resto de su piel estaba pálida como la muerte. La exposición al frío, cada vez más fuerte, la mataría si no lo hacía antes la vieja Cosa enterrada.

El ojo-apéndice se extendió, fuera de la tierra. Era verde grisáceo, moteado, pero unas venas rojas latían ahora en él, justo debajo de la superficie de su piel protoplásmica. Se fue acercando al lugar donde yacía la mujer y se detuvo delante de su cara. Su aliento superficial, casi jadeante, empañó el ojo e hizo que éste se echase atrás. En el cuello latía una vena como un pájaro fatigado. El pecho subía y bajaba, subía y bajaba.

El ojo fálico se acercó a la garganta de ella y observó la suave pulsación de la yugular. Poco a poco, el ojo se disolvió y las venas rojas del leproso y oscilante hongo se estremecieron debajo de su piel y adquirieron un color escarlata más fuerte. Se formaron una boca y unas mandíbulas serpentinas que ocuparon el sitio del ojo, de manera que el tentáculo podía parecer muy bien una serpiente ciega, suave y moteada. Las mandíbulas se abrieron y una lengua bífida osciló entre muchas hileras de dientes como agujas. De la boca abierta brotó saliva y goteó sobre el suelo esponjoso. La «cabeza» de aquel horrible miembro se echó atrás, y éste formó una
«S»
mortal, como una cobra a punto de atacar, y…

… Y la mente de la criatura-Thibor se estremeció e inmovilizó en el acto todas sus partes físicas. En el último momento, se había dado cuenta de lo que iba a hacer, había advertido el gran peligro de su desaforado anhelo.

No eran los viejos tiempos, sino los nuevos. ¡El siglo veinte! Salvo en antiguos y estropeados textos, su tumba aquí, bajo los árboles, había sido olvidada. Pero si quitaba la vida a esta mujer, ¿qué pasaría? ¡
Sabía
lo que pasaría!

Equipos de socorro saldrían en busca de los dos jóvenes. Los encontrarían más pronto o más tarde, aquí, en el claro, junto al arruinado mausoleo. Y alguien recordaría. Algún viejo estúpido murmuraría: «Pero… ¡éste es un lugar prohibido!», y otro añadiría: «Sí, pues enterraron algo allí hace mucho, mucho tiempo. Mi tatarabuelo solía contar historias sobre la Cosa enterrada en estos montes cruciformes, para dar miedo a sus hijos cuando eran malos».

Entonces leerían los antiguos anales y recordarían las viejas costumbres y vendrían a la luz del día, talarían árboles, arrancarían las antiguas losas y cavarían en el suelo hasta encontrarlo. Y volverían a clavarle una estaca, pero esta vez…
¡esta vez le cortarían la cabeza y la quemarían!

Quemarían todo su cuerpo…

Thibor entabló una tremenda batalla consigo mismo. Lo que había de vampiro en él, y que había sido su parte principal durante novecientos años, era casi irracional. Pero
el propio
Thibor todavía podía pensar como un hombre, y su razonamiento era lógico. El vampiro-Thibor era momentáneamente ávido, pero el hombre-Thibor podía ver mucho más allá. Y tenía ya sus planes, unos planes que giraban alrededor del joven Dragosani.

Dragosani estudiaba ahora en Bucarest, no era más que un adolescente, pero la vieja Cosa enterrada ya lo había corrompido. Le había enseñado el arte de la necromancia. Le había mostrado cómo adivinar los secretos que sólo conocen los seres muertos. Y Dragosani siempre volvería, siempre regresaría aquí en busca de nuevos conocimientos, porque la antigua Cosa en la tierra pútrida era la fuente misma de todo misterio oscuro.

Mientras tanto, una semilla o huevo de vampiro —el clon asqueroso, parecido a una sanguijuela, de la criatura-Thibor— estaba creciendo en él donde yacía; una sola gota de fluido ajeno que llevaba el complejo código del nuevo vampiro. Pero esto era un proceso lento, muy lento. Un día, cuando Dragosani fuese adulto, subiría aquí, a estos montes, y el huevo estaría a punto. Un hombre de monstruoso talento subirá aquí, buscando los secretos últimos de los wamphyri…, pero cuando se marchase, llevaría un vampiro pequeño con él,
dentro
de él.

Después de esto vendría de nuevo —tendría que venir de nuevo— porque estaría dispuesto para la fase final de su plan.

Vendría Dragosani; Dragosani y Thibor se marcharían…
juntos
. Al fin se completaría el ciclo, la rueda habría dado una vuelta entera y el vampiro inmemorial volvería a andar por la tierra, ¡esta vez para conquistarla!

Así lo había proyectado la vieja Cosa enterrada, y así sería. Se
levantaría
de aquí y saldría de nuevo al mundo. ¡El mundo sería suyo! Pero no si mataba a esta mujer aquí y ahora; no, pues esto sería una locura total, el fin indudable de él y de todos sus sueños…

El vampiro que moraba en él sucumbió al sentido común, permitió de mala gana que la mente retorcida pero humana de Thibor dominase la situación. El afán de sangre menguó y fue sustituido por la curiosidad, que a su vez dio paso a dormidos anhelos reprimidos por el tiempo. En la vieja Cosa enterrada despertaron nuevos sentimientos enteramente humanos. Ahora, Thibor no era varón ni hembra, pertenecía a los wamphyri, pero una vez había sido hombre. Un hombre libidinoso.

En los quinientos años que su azote había aterrorizado a Valaquia, Bulgaria, Moldavia, Rusia y al Imperio Otomano había conocido mujeres, muchas mujeres. Algunas habían sido suyas de buen grado; pero la mayoría, no. No ignoraba ninguna de las maneras de poseer a una mujer, y se le habían ofrecido, o había tomado por la fuerza, innumerables veces, todos los placeres o dolores que podía brindarle una mujer.

A mediados del siglo quince, como
voevod
de Vlad Tepes, el llamado «empalador», había cruzado el Danubio con sus fuerzas y hecho prisionero a un emisario del sultán Murad. El representante del sultán, su escolta de doscientos soldados y su harén de doce bellezas, habían sido sorprendidos una noche en la ciudad de Isperikh. Thibor había mostrado cierta clemencia con los ciudadanos búlgaros: se les había permitido huir mientras sus tropas saqueaban e incendiaban la ciudad, llevándose como esclavos o violando a los moradores que se demoraban.

Pero, en cuanto al emisario del sultán, Thibor lo hizo empalar, así como a sus doscientos hombres, en altas y afiladas estacas. «A su manera», había ordenado no sin gozo a sus verdugos: «A la manera turca. Les encanta ejercer la sodomía con muchachos; así pues, dejemos que mueran felices, ¡tal como han vivido!». Pero las mujeres del harén…, había poseído a las doce la misma noche, pasando de una a otra sin la menor limitación, y repitiendo la hazaña el día siguiente. ¡Ay! Había sido un sátiro en aquellos tiempos.

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