Authors: Brian Lumley
Y ahora…, no era más que una vieja Cosa enterrada. De momento. Durante unos pocos años más. Pero todavía podía soñar, ¿no? Aún podía recordar el pasado. Y tal vez podía hacer más que recordar…
La sustancia mucosa del tentáculo experimentó otra metamorfosis: la boca, los colmillos y la lengua serpentinos se fundieron de nuevo en el grueso de aquél, cuya punta se allanó y ensanchó convirtiéndose en una espátula roma. Luego ésta se dividió en cinco gruesos apéndices verde grisáceos —un pulgar y cuatro dedos rudimentarios— y en la punta del centro apareció un pequeño ojo que se fijó, fascinado, en el movimiento del pecho de la mujer inconsciente. Thibor dobló esta «mano», la hizo sensible, y robusteció y alargó el tronco que era su «brazo».
Guiada por el pequeño y resplandeciente ojo, la temblorosa y gelatinosa mano se introdujo debajo del corpino de la mujer y de cada capa de ropa hasta su carne. Todavía estaba caliente, pero la mano sensible pudo percibir que el calor disminuía gradualmente. Los senos eran suaves, de grandes pezones, de más que abundantes proporciones. Cuando Thibor había estado vivo, y no no-muerto, ésta era la clase de pechos que más le gustaba. Su mano se endureció al acariciarlos. Ella gimió un poco y se movió una fracción de centímetro.
Debajo de la mano de la vieja Cosa, el corazón de ella latía ahora con más fuerza, tal vez estimulado por el tacto. Unos latidos fuertes, sí, pero desesperados, aterrorizados. La mujer sabía que no debía estar yaciendo aquí, sin hacer nada, y luchaba por salir de su desmayo. Pero su cuerpo no respondía a la necesidad, sus miembros se estaban enfriando; cuando la sangre empezara a enfriarse también, el
shock
la mataría.
Ahora la criatura-Thibor también sintió un poco de miedo. ¡Ella no debía morir aquí! Se imaginó de nuevo a los socorristas en el momento de encontrar los cuerpos del hombre y la mujer, atisbando la arruinada tumba mientras intercambiaban miradas de buenos conocedores. Entonces los vio cavar, vio sus afiladas estacas de madera dura, sus cadenas de plata, sus brillantes hachas. Vio resplandecer en la falda del monte una hoguera de árboles talados y, por un solo y angustioso instante, sintió que su carne extraña se fundía, se licuaba en grasa y un licor fétido que hervía en el pútrido suelo.
No, no debía permitir que muriese aquí. Debía hacer que recobrase el conocimiento. Pero primero…
Su mano se apartó de los senos y empezó a deslizarse, libidinosa, sobre el vientre… ¡y se detuvo!
Al yacer aquí durante tantos siglos, los sentidos de la criatura-Thibor no se habían embotado; por el contrario, se habían agudizado sobremanera. Privado de todos los demás, había desarrollado una supersensibilidad. En las muchas primaveras, había sentido crecer los verdes retoños, escuchado el apareamiento de los pájaros en árboles lejanos. Había olido el calor de todos los veranos, se había encogido, entre gruñidos furiosos, cuando algún rayo de sol había penetrado en el claro y caído sobre su tumba. Las hojas pardas y marchitas que caían en otoño sobre el suelo, habían sonado a veces como truenos, y cuando llovía, los arroyuelos rugían como ríos caudalosos. Y ahora…
Ahora el pequeño, insistente y casi mecánico latido que «oía» a través de su mano apoyada en el vientre de la mujer, le contó una historia, en una clave que ninguna de las otras criaturas habría podido detectar. Le reveló una nueva vida, en un ser no nacido, en el minúsculo feto.
¡La mujer estaba embarazada!
¡Ahhh!
, dijo Thibor, sólo para sí. Tensó su mano falsa y apretó más fuerte la carne de la mujer. Un niño futuro —pura inocencia—, un solo instante de intenso placer solidificado en una semilla que crecía aquí, en el vientre oscuro y cálido.
El instinto del mal, en parte de vampiro, en parte humano, pero siempre maligno, salió por sus fueros. La lógica negra sustituyó a la lujuria. El tentáculo se alargó todavía más y su mano perdió sustancia; se hizo más pequeño y delgado al perseguir ahora un nuevo fin, sí, un fin completamente
nuevo
. Su destino había sido el lugar más secreto de la mujer, el corazón de su identidad femenina, no para dañar, sino simplemente para saber, y para recordar. Pero ahora había un nuevo destino.
En el subsuelo, debajo del desmenuzado mantillo y de la dura y fría tierra, las fauces del vampiro se entreabrieron en una ciega y monstruosa sonrisa. Debía yacer aquí para siempre, o hasta que viniese Dragosani a liberarlo; pero al menos podía tener una oportunidad, una posibilidad de enviar
algo
de sí mismo al mundo.
Penetró en la mujer, cuidadosamente, delicadamente, de manera que ni siquiera estando despierta habría podido sospechar que él estaba allí, y envolvió con los dedos curvos y parecidos a hojas la nueva vida en su seno. Durante un breve instante, sopesó aquella cosa diminuta, aquel minúsculo grumo de carne casi amorfa, y sintió los latidos del corazón fetal.
¡Recuerda!
, dijo la vieja Cosa enterrada.
Sabe lo que eres, lo que yo soy. Más aún, sabe
dónde
estoy. Y cuando estés dispuesto, ven a buscarme. ¡Acuérdate de miiiií!
La mujer se movió y gimió de nuevo, ahora más fuerte. Thibor se retiró de ella, dio más peso, más solidez a su mano. Le dio un fuerte bofetón en el pálido semblante. Ella gritó, se sacudió, abrió los ojos, pero sin tiempo para ver hundirse deprisa en el suelo el repugnante apéndice del vampiro.
Ella gritó de nuevo, miró a su alrededor en la penumbra, con ojos asustados, y vio el cuerpo inmóvil y encogido de su marido. Galvanizada, respiró hondo y gritó: «¡Dios mío!», al correr hacia él. Sólo tardó un momento en aceptar la inaceptable verdad.
—¡No! —gritó—. ¡Dios mío, no!
El horror le dio fuerza. No se desmayaría de nuevo; en realidad, se despreciaba por haberse desmayado la primera vez. Ahora debía actuar, debía hacer… ¡algo! Lo cierto era que nada podía hacer por él, aunque, de momento, este hecho le había pasado inadvertido.
Pasó los brazos por debajo de los de él y lo arrastró unos pasos vacilantes al pie de los árboles, cuesta abajo. Entonces tropezó con una raíz, cayó hacia atrás, y el cuerpo de su marido rodó detrás de ella. La mujer se detuvo en seco al chocar con el tronco de un árbol, pero no él. Él siguió resbalando; saltaba y caía como un flojo paquete de brazos y piernas. Fue a dar en una capa de nieve helada y continuó deslizándose hasta perderse de vista monte abajo y hundirse en las sombras.
Los chasquidos de la maleza llegaron hasta ella al ponerse en pie, jadeando para recobrar aliento. Todo era inútil, de nada habían servido sus esfuerzos.
Al comprenderlo, llenó de aire sus pulmones —los llenó hasta casi reventar— y corrió tropezando ciegamente detrás de él, vertiente abajo, entre los árboles, y lanzó un largo y penetrante grito de agonía mental y de autoinculpación.
Su grito resonó en los montes cruciformes, saltando de uno a otro hasta ser absorbido por la tierra. Y la vieja Cosa enterrada lo oyó y suspiró, y esperó a ver lo que le depararía el futuro…
En una oficina de Londres, en el piso más alto de un hotel que era bastante más que un hotel, Alec Kyle miró su reloj. Eran las cuatro y cinco minutos, y la aparición Keogh no se había extinguido aún. Su relato era fascinante, aunque morboso, y Kyle presumió que era también exacto; pero ¿quedaba todavía mucho más por contar? El tiempo debía de estarse agotando. Ahora, mientras la cosa espectral que era Keogh hacía una pausa, y mientras la imagen de su huésped infantil giraba sobre su eje en y a través de la parte media de su cuerpo, Kyle dijo:
—Pero, desde luego, sabemos lo que le ocurrió a Thibor: Dragosani acabó con él, lo decapitó y lo destruyó definitivamente al pie de los árboles inmóviles de los montes cruciformes.
Keogh había advertido que miraba su reloj.
Tienes razón
, dijo con un movimiento espectral de la cabeza.
Thibor Ferenczy está muerto. Por eso pude hablarle, allí, en aquellos mismos montes. Fui allí por el camino de Möbius. Pero también tienes razón cuando piensas que se está agotando el tiempo. Por consiguiente, debemos aprovecharlo. Y tengo más que decirte
.
Kyle se retrepó en su asiento; no dijo nada; esperó.
Dije que había otros vampiros
, prosiguió Keogh.
Y puede que los haya. Pero hay
ciertamente
criaturas a las que llamamos mediovampiros. Esto trataré de explicártelo más tarde. También mencioné una víctima: un hombre que ha sido tomado, empleado y destruido por uno de estos mediovampiros. Estaba muerto cuando le hablé, muerto y completamente aterrorizado. Pero no de estar muerto. Y ahora es un no-muerto
.
Kyle sacudió la cabeza, se esforzó en comprender.
—Será mejor que prosigas. Cuéntalo a tu manera. Sin forzar la explicación. Así lo entenderé mejor. Dime solamente una cosa. ¿Cuándo… hablaste… con ese muerto?
Hace sólo unos días, según medís vosotros el tiempo
, respondió Keogh sin vacilar.
Yo estaba en mi camino de vuelta del pasado, viajando por el continuo de Möbius, cuando vi una línea de vida azul, cruzada y terminada por otra línea, más roja que azul. Supe que se había quitado una vida y, por consiguiente, me detuve y hablé con la víctima. Diré, de pasada, que mi descubrimiento no fue accidental: había estado buscando algún suceso de esta clase. En cierto modo incluso necesitaba esta muerte, por horrible que pueda parecer. Pero así es cómo adquiero conocimiento. Mira, a mi me resulta mucho más fácil hablar con los muertos que con los vivos. Y a fin de cuentas, no habría podido salvarlo. En cambio, a través de él puedo salvar a otros
.
—¿Y dices que ese hombre había sido tomado por un vampiro? —Todavía tanteando en la oscuridad, Kyle estaba horrorizado—. ¿Recientemente? Pero ¿dónde? ¿Cómo?
Esto es lo peor, Alec
, dijo Keogh.
Fue tomado aquí, ¡en Inglaterra!. En cuanto a cómo fue tomado…, deja que te explique
…
Yulian había sido un hijo tardío, nacido casi un mes más tarde de lo normal, aunque, dadas las circunstancias, su madre consideraba una suerte que no hubiese nacido antes. O que no hubiese sido prematuro. ¡O que no hubiese nacido muerto! Ahora, en el espacioso asiento de atrás del Mercedes de su prima Anne, de camino para el bautizo de Yulian en una pequeña iglesia de Harrow, Georgina Bodescu sujetó a la criatura en el moisés y recordó aquellas circunstancias: aquel tiempo, hacía casi un año, en que ella y su marido habían ido de vacaciones a Slatina, a sólo ochenta kilómetros de los amenazadores y salvajes bastiones de los Cárpatos Meridionales, los Alpes Transilvanos.
Un año es mucho tiempo y ahora podía mirar atrás sin tener la impresión de que también ella debía morir, sin someterse a las lentas y cálidas lágrimas y a la angustia de una autoinculpación. Porque durante largos, larguísimos meses, se había sentido culpable. Culpable de seguir con vida cuando Ilya estaba muerto, y de que, de no haber sido por su debilidad, él podría estar vivo todavía. Culpable de haberse desmayado al ver su sangre, cuando habría debido correr como el viento en busca de ayuda. Y el pobre Ilya yaciendo allí, inconsciente por el dolor, mientras la sangre manaba de su cuerpo y empapaba la oscura tierra… y ella estaba desmayada como… como un típica violeta inglesa.
Oh, sí, ahora podía mirar atrás —necesitaba hacerlo—, pues habían sido los últimos días de Ilya, de los que ella había sido parte. Lo había amado mucho, muchísimo, y no quería que se desvaneciese lo que recordaba de él. Si, al mirar atrás, le fuese posible evocar todas las cosas buenas sin provocar la pesadilla, se sentiría feliz.
Pero, desde luego, no podía…
Ilya Bodescu, rumano, enseñaba lenguas eslavas en Londres cuando Georgina lo conoció. Lingüista de profesión, se había trasladado de Bucarest, donde enseñaba francés e inglés, al European Institute de Regent Street, donde ella estudiaba búlgaro (su abuelo materno, comerciante en vinos, procedía de Sofía). Ilya había sido su maestro sólo en ocasiones, cuando sustituía a una pechugona y bigotuda matrona de Pleven; pero su agudo ingenio y sus negros ojos chispeantes habían transformado las largas y tediosas horas de trabajo en períodos demasiado cortos de pura satisfacción. ¿Amor a primera vista? No a la luz de una visión retrospectiva de doce años, pero sí un proceso bastante rápido desde cualquier punto de vista. Se habían casado antes de un año, que era el curso normal de Ilya en el instituto. Al terminar éste, ella había vuelto a Bucarest con él. Esto había sido en noviembre de 1947.
Las cosas no habían sido siempre fáciles. Los padres de Georgina Drew eran gente bastante acomodada; su padre, perteneciente al servicio diplomático, había desempeñado varios cargos prestigiosos en el extranjero, y su madre procedía también de una familia rica. Ex debutante convertida en enfermera auxiliar durante la Primera Guerra Mundial, había conocido a John Drew en un hospital de campaña en Francia, donde ella le había curado una grave herida en la pierna. Ésta lo dejó inútil para el combate durante el resto de la contienda, y ella pudo volver a casa con él. Se casaron en el verano de 1917.
Cuando Georgina presentó a Ilya a sus padres, éstos lo recibieron con bastante frialdad. Durante años, su padre, británico hasta la médula, había estado «soportando» el hecho de que su esposa fuese de ascendencia búlgara, ¡y ahora su hija traía a casa a un maldito gitano! No lo había dicho
tan
a las claras, pero Georgina supo perfectamente lo que pensaba su padre. Su madre no había sido tan ruda, aunque recordó demasiadas veces que «papá nunca había confiado mucho en los valacos de allende la frontera», desconfianza que alegaba como una de las razones de que él hubiese emigrado a Inglaterra en primer lugar. En una palabra, estuvieron lejos de hacer que Ilya se sintiese como en casa.
Por desgracia, en el lapso de los ocho años siguientes —repartidos para Georgina e Ilya entre Bucarest y Londres—, sus padres fallecieron. Todas las disputas habían sido olvidadas hacía tiempo, y Georgina había quedado en buena situación; lo cual era muy conveniente, ya que, en aquellos primeros años, Ilya no ganaba lo bastante con sus lecciones para mantenerla en el tren de vida a que estaba acostumbrada.
Pero fue entonces cuando ofrecieron a Ilya un empleo lucrativo como intérprete en el Foreign Office de Londres; pues, si el padre de Georgina había sido bastante incordio en vida, le había dejado como legado una excelente presentación a los círculos diplomáticos. Había una condición: para conseguir aquella posición, Ilya debía adquirir primero la nacionalidad británica. Esto no era inconveniente, pues había resuelto solicitarla a la primera oportunidad, pero tenía que terminar el curso en el instituto y completar uno más en Bucarest, antes de poder desempeñar el empleo.