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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (30 page)

BOOK: Veinte años después
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Preparado el joven a esta situación por el estado de su propio corazón, lleno de tristeza, y por la majestad de la iglesia, bajó a pasos lentos, y se quedó parado con la cabeza descubierta delante de los restos mortales del último rey, el cual no debía reunirse con sus abuelos hasta que su sucesor fuera a reunirse con él, quedándose allí hasta entonces como para decir al orgullo humano, tan fácil de exaltarse sobre un trono: «Aquí te aguardo, polvo de la tierra».

Hubo un momento de silencio.

Athos alzó en seguida la mano y dijo señalando el ataúd.

—Esta frágil sepultura fue la de un hombre débil y sin grandeza, cuyo reinado fue abundante, sin embargo, en acontecimientos de inmensa trascendencia, porque sobre ese rey velaba el espíritu de otro hombre, así como esa lámpara vela sobre el féretro y lo ilumina. Este hombre era el verdadero rey, Raúl; el otro era sólo un fantasma a quien prestaba su alma. Y tanto poder tiene la majestad monárquica entre nosotros, que ni siquiera se ha concedido al que gobernó realmente, una tumba a los pies de aquél por cuya gloria sacrificó su vida; porque ese hombre, Raúl, tenedlo presente, hizo pequeño al rey, engrandeció la soberanía, y en el palacio del Louvre hay dos cosas distintas: el rey, que es mortal, y la soberanía, que es inmortal. Ya pasó aquel reinado, Raúl; ya bajó al sepulcro ese ministro tan temido, tan obedecido de su amo, al cual arrastró en pos de sí, sin dejarle vivir solo, temiendo, seguramente, que destruyese su obra, porque un rey no edifica más que cuando le anima Dios o el espíritu de Dios. Entonces, no obstante, consideraron todos la hora de la muerte del cardenal como la de la libertad, y yo mismo (tan errados son los juicios de los contemporáneos) he desaprobado a veces los actos de ese gran hombre que tenía en sus manos el destino de Francia, y que abriéndolas o cerrándolas podía ahogarla o dejarla respirar a su albedrío. Si su terrible cólera no me anonadó a mí ni a mis amigos, fue sin duda para que hoy pudiese deciros: Raúl, distinguid siempre al soberano de la soberanía; el primero es un hombre, la segunda es el espíritu de Dios. Cuando dudéis a cuál de los dos hayáis de servir, dejad la apariencia material por el principio invisible, porque éste lo es todo, y Dios ha querido sólo hacerle palpable, dándole la forma de un hombre. Supóngome, Raúl, que penetro en vuestro porvenir como al través de una nube y que se presenta mejor que el nuestro. Por el contrario de nosotros, que tuvimos un ministro sin rey, tendréis vos un rey sin ministro, rey a quien podréis servir, amar y reverenciar. Si fuera tirano ese rey, porque el poder absoluto tiene un vértigo que le inclina a la tiranía, servid, amad y respetad a la monarquía, a la cosa infalible, al espíritu de Dios sobre la tierra, a ese destello celeste que tanto dignifica y santifica el polvo humano, que nosotros los nobles somos tan poca cosa ante este cadáver tendido en el último peldaño de esta escalera, como él lo es ante el trono del Señor.

—Amaré a Dios, señor conde —dijo Raúl—, respetaré la monarquía; serviré al rey y moriré por el rey, por la monarquía o por Dios; ¿os he comprendido bien?

Athos sonrióse y dijo:

—Sois noble por naturaleza, Raúl; tomad vuestra espada. Raúl hincó una rodilla.

—Esta espada perteneció a mi buen padre. Yo también la he usado haciendo porque no desmereciera en mi mano. Si aún es débil la vuestra para manejarla, Raúl, tanto mejor; de este modo tendréis más tiempo para aprender a no desenvainarla sino cuando sea razón.

—Señor conde —exclamó Raúl, tomando la espada—, todo os lo debo, pero este presente es para mí el más precioso de cuantos me habéis hecho.

Y acercó a sus labios la empuñadura, besándola reverentemente.

—Bien está —dijo Athos—. Levantaos, vizconde, y dadme un abrazo.

Levantóse Raúl y se arrojó con efusión en brazos de Athos.

—Adiós —exclamó el conde con la mayor emoción—, adiós y pensad en mí.

—¡Oh! ¡Eternamente, eternamente! —exclamó el joven—. Os lo prometo. Si alguna desgracia me sucede, vuestro nombre será el último que pronuncie, vuestro recuerdo será mi postrer pensamiento.

Athos subió la escalera precipitadamente para disimular su emoción, dio una moneda de oro al celador del panteón, dobló la rodilla al pasar por delante del altar, y salió con rapidez de la iglesia, a cuya puerta permanecía Olivain con los caballos.

—Olivain —dijo—, tomad un punto más a los tirantes de la espada del señor vizconde, que está algo larga. Bien. Le acompañaréis hasta que se os reúna Grimaud, y después volveréis. Ya lo oís, querido Raúl, Grimaud es un criado leal, valeroso y prudente; irá con vos.

—Bien, señor.

—¡Vamos, a cabillo! Deseo veros marchar. Raúl obedeció.

—Adiós, Raúl —dijo el conde—. Adiós, hijo mío.

—Adiós —dijo Raúl—. Adiós, amado protector.

Athos hizo un ademán, porque no podía hablar, y Raúl alejóse con la gorra en la mano.

El conde permaneció inmóvil, siguiéndole con la vista, hasta que le vio desparecer a la vuelta de una esquina.

Entonces entregó su caballo a un mozo, subió lentamente las gradas del atrio, entró en la iglesia, arrodillóse en el rincón más oscuro y rezó.

Capítulo XXV
Uno de los cuarenta medios de fuga del señor de Beaufort

Entretanto, transcurría el tiempo lo mismo para el prisionero que para los que preparaban su fuga. Al contrario de los demás hombres, que adoptan con ardor una resolución arriesgada y enfríanse conforme se va acercando el momento de la ejecución, el duque de Beaufort, cuyo impetuoso valor era proverbial, y que le había visto encadenado por una inacción de cinco años, quería acelerar la marcha del tiempo e invocaba con el mayor anhelo la hora crítica de consumar su proyecto. Aparte de los planes que formaba para el futuro, planes muy vagos e inciertos todavía, había en el mero hecho de su fuga un principio de venganza que dilataba su corazón. Era, en primer lugar, su fuga un suceso adverso para el señor de Chavigny, a quien odiaba por las pequeñas persecuciones que de él recibiera: y era más adverso aún para Mazarino, a quien aborrecía por los grandes motivos de queja que contra él tenía. El señor de Beaufort observaba la debida proporción entre el gobernador y el ministro, el superior y el inferior.

Además, el duque, que tan bien conocía el interior de palacio, y no ignoraba las relaciones de la reina con el cardenal, se imaginaba todo el movimiento trágico que debía causar la noticia de su fuga al pasar desde el despacho del ministro a la habitación de Ana de Austria. Estas ideas hacían sonreír dulcemente al señor de Beaufort, el cual se creía ya respirar el aire de las llanuras y de las selvas, oprimiendo los lomos de un vigoroso caballo, y gritando: «Estoy libre».

Verdad es que al volver en sí se hallaba entre sus cuatro paredes, veía a diez pasos de distancia a La-Ramée y oía en la antesala las risotadas de sus ocho guardias.

Lo único que le consolaba en medio de aquel odioso cuadro, tan grande es la inestabilidad del hombre, era el avinagrado gesto de Grimaud, a quien aborreciera al principio, y que era entonces objeto de todas sus esperanzas. Grimaud parecíale ya un Antínoo.

Inútil es añadir que esto no era más que un juego de la febril imaginación del prisionero. Grimaud siempre era el mismo, y continuaba mereciendo la más plena confianza de su superior La-Ramée, el cual fiaba en él mejor que en sí propio, pues ya hemos dicho que La-Ramée tenía cierta predisposición en favor del señor de Beaufort.

De esta circunstancia provenía la complacencia con que admiraba el banquete que debía celebrar con su prisionero, La-Ramée no tenía más defecto que la gastronomía: gustábanle el vino y los pasteles, y el sucesor del tío Marteau habíale prometido un pastel de faisán en vez de los de aves ordinarias, y vino de Cambertin en lugar del vino de Macon. Esto, unido a la presencia del excelente príncipe, que tan bondadoso era en el fondo, que inventaba tan chistosas jugarretas contra el señor de Chavigny, y decía tan graciosos epigramas contra Mazarino, hacía que el carcelero del señor de Beaufort tuviera aquella Pascua de Pentecostés por una de las cuatro grandes fiestas del año.

Esperaba, pues, La-Ramée con tanta impaciencia como el duque a que dieran las seis de la tarde.

Desde por la mañana se consagró en persona a todos los pormenores, e hizo una visita al sucesor del tío Marteau. Este se había excedido a sí mismo: tenía preparado un gran pastelón adornado con las armas del duque de Beaufort, y aunque todavía estaba vacío, veíanse a su lado un faisán y dos perdices menudamente picadas. Sumamente deleitado con aquel espectáculo, volvió La-Ramée a la habitación del duque.

Para colmo de fortuna, el señor de Chavigny salió aquella misma mañana a un corto viaje, dejando sus poderes a La-Ramée, el cual quedó constituido así en gobernador del castillo.

Grimaud tenía el gesto más atravesado que nunca.

Por la mañana jugó el señor de Beaufort con La-Ramée a la pelota; Grimaud le indicó por señas que prestase atención a todo.

Iba Grimaud delante enseñando el camino que por la noche debían tomar los fugitivos. El juego de pelota estaba en un recinto tan aislado, que sólo cuando jugaba el señor de Beaufort se ponían en él centinelas, y todavía esta precaución parecía superflua a causa de la elevación de la muralla.

Era necesario abrir tres puertas para llegar a él. Cada una de ellas tenía llave diferente. La-Ramée era portador de las tres llaves.

En el juego de pelota sentóse Grimaud maquinalmente junto a una tronera, con las piernas pendientes a la otra parte de la muralla. Era evidente que allí se debía atar la escala.

Necesario es confesar que toda esta maniobra, comprensible para el duque de Beaufort, debía ser ininteligible para La-Ramée. Empezóse el partido. Aquella vez estuvo tan afortunado el señor de Beaufort que parecía que enviaba la pelota adonde ponía el ojo. La-Ramée sufrió una derrota completa.

Habían seguido al señor de Beaufort cuatro guardias para recoger las pelotas; acabado el juego, el duque les ofreció dos luises para que fuesen a beber a su salud, junto con sus otros cuatro compañeros, burlándose al mismo tiempo de la torpeza de La-Ramée.

Los guardias pidieron la venia a su jefe, el cual se la concedió a condición de que fuese por la noche. Tenía que salir La-Ramée durante el día para atender a que nada faltase en el banquete, y no quería que se perdiese de vista a su prisionero.

Es probable que si el señor de Beaufort hubiese arreglado las cosas en persona no lo hubiera hecho tan bien como su celador.

Dieron por fin las seis, y aunque la comida no debía empezar hasta las siete, ya estaba puesta la mesa y dispuesto todo. Ostentábase sobre el aparador un colosal pastel con las armas del duque, y que a juzgar por su fragancia y por el color dorado de su corteza, debía estar muy bien cocido.

El resto de la comida estaba en relación con tan excelente pieza. Todos se hallaban impacientes. Los guardias por irse a beber, La-Ramée por sentarse a la mesa, y el duque de Beaufort por fugarse.

Sólo Grimaud permanecía impasible. Hubiérase dicho que Athos le había educado en la previsión de aquella gran empresa.

A veces el duque, mirándole, dudaba si soñaba, o si aquella estatua de mármol debía favorecer sus planes y animarse en el momento oportuno.

La-Ramée despidió a los guardias encargándoles que bebieran a la salud del príncipe, y luego que se marcharon cerró las puertas, se metió las llaves en el bolsillo, y señaló la mesa como diciendo:

—Cuando monseñor quiera.

El príncipe miró a Grimaud, y Grimaud al reloj. Eran las seis y cuarto; la evasión estaba señalada para las siete: había, pues, que esperar tres cuartos de hora.

Con objeto de ganar tiempo pretextó el príncipe una lectura interesante, y dijo que deseaba acabar el capítulo que tenía empezado. Acercóse La-Ramée, y miró por detrás cuál era aquel libro que así detenía al príncipe en el momento de sentarse a la mesa, estando ya servida la comida.

Eran los
Comentarios de César
, que él mismo le había prestado algunos días antes, contraviniendo las órdenes del señor de Chavigny. La-Ramée hizo propósito firme de no faltar en adelante al reglamento de la torre.

Para entretenerse destapó las botellas, y se puso a olfatear el pastel. A las seis y media levantóse el duque, y dijo con gravedad:

—Es indudable que César fue el hombre más grande de la antigüedad.

—¿Eso creéis, señor?

—Sí.

—Pues a mí —respondió La-Ramée— me gusta más Aníbal.

—¿Por qué?

—Porque no compuso
Comentarios
.

Entendió el duque la alusión y se sentó a la mesa, indicando a La-Ramée el asiento de enfrente.

El oficial no esperó a que le repitiera la invitación.

No hay rostro más expresivo que el de un verdadero gastrónomo delante de una abundante mesa. El de La-Ramée presentaba, al recibir de manos de Grimaud su plato de sopa, la más completa satisfacción.

Miróle el duque sonriendo, y dijo:

—¿Sabéis, La-Ramée, que si en este momento me aseguraran que hay en Francia un hombre más feliz que vos no lo creería?

—Y haríais muy bien, monseñor —contestó el oficial—. Confieso que no hay espectáculo más grato para mí, cuando tengo apetito, que el de una mesa cubierta de buenos manjares. Y si a esto se agrega la dicha de comer con un nieto de Enrique el Grande, el honor que de esto resulta centuplica el placer que aquélla causa.

El duque se inclinó, y a los labios de Grimaud, que estaba detrás de La-Ramée, asomó una imperceptible sonrisa.

—Amigo La-Ramée —dijo el duque—, sois el único para decir una galantería.

—No, señor —contestó La-Ramée con efusión—, digo lo que pienso y nada más.

—¿Tanto amor me tenéis? —preguntó el duque.

—Sí, señor —contestó La-Ramée—; nunca me consolaría si vuestra alteza saliese de Vincennes.

—¡Vaya un
efecto
! (El príncipe quería decir: ¡vaya un afecto!).

—Pero vamos a ver, señor —dijo La-Ramée—, ¿qué haríais fuera de aquí? Algún disparate que os malquistase con la corte y de cuyas resultas tuvieseis que ir a la Bastilla en lugar de estar en Vincennes.

Y aunque convengo en que el señor de Chavigny no es muy amable —prosiguió La-Ramée saboreando un trago de Madera—, digo también que el señor de Tremblay es mucho peor.

—¿Es cierto? —preguntó el duque, a quien divertía el giro que iba tomando la conversación, aunque no dejaba por eso de mirar el reloj, cuya aguja se movía con demasiada lentitud.

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