—Y que traiga el juego de ajedrez.
—Está bien.
Y La-Ramée se marchó.
Cinco minutos después entró el oficial de guardias, y el duque de Beaufort se entregó profundamente a las complicadas combinaciones del jaque mate.
Cosa particular es el pensamiento, y las revoluciones que obran en él un signo, una palabra, una esperanza. Cinco años hacía que permanecía el duque encarcelado, y al volver la vista atrás le parecían, a pesar de lo lentamente que habían transcurrido, menos largos que los días, que las cuarenta y ocho horas que le separaban del momento señalado para su fuga.
Otra cosa le tenía también con gran inquietud; el modo como debía verificarse dicha evasión. Habíanle hecho esperar un buen resultado; pero ocultándole los detalles. ¿Qué contendría el misterioso pastel? ¿Tenía amigos después de cinco años de prisión? En este caso era un príncipe harto privilegiado.
Olvidaba el duque que también una mujer se había acordado de él, cosa aún más extraordinaria, aun cuando aquella mujer no le hubiera sido escrupulosamente fiel.
Eran estas razones más que suficientes para tener pensativo al duque de Beaufort; sucedió con el ajedrez lo que con el juego de pelota; el duque cometió torpeza tras torpeza, y el oficial le derrotó por la tarde como La-Ramée por la mañana.
Mas sus derrotas le ofrecieron la ventaja de entretenerle hasta las ocho de la noche, o lo que es lo mismo, hacerle ganar tres horas; estaba próxima la de acostarse, y el sueño debía ir en su auxilio.
Así lo pensaba el duque a lo menos, pero el sueño es una divinidad sumamente caprichosa, y justamente se hace de rogar más cuando más se la invoca. El duque le esperó hasta medianoche, dando tantas vueltas sobre los colchones, como San Lorenzo sobre sus parrillas. Al fin consiguió dormirse.
Pero antes de amanecer estaba despierto. Había tenido ciertos sueños fantásticos: soñó que naturalmente le brotaban alas; quiso volar y al principio sostúvose perfectamente en el aire; pero al llegar a cierta altura, faltóle de repente su extraordinario apoyo, rompiéronse sus alas, le pareció rodar por abismos sin fondo, despertando bañado en sudor, como si en efecto hubiese dado una caída aérea.
Durmióse nuevamente para perderse en un dédalo de sueños a cual más disparatados; apenas cerró los ojos, su espíritu absorto enteramente en la idea de su fuga, volvió a pensar en ella, aunque por diferente estilo. Figuróse que había encontrado un conducto subterráneo para salir de Vincennes, y que entraba en él; Grimaud iba delante con una linterna; pero poco a poco se estrechaba la galería, y sin embargo, el duque continuaba adelante, tanto se iba estrechando el subterráneo, que al fin el fugitivo no podía seguir su camino. Las paredes se contraían y apretábanle el cuerpo; hacía esfuerzos inauditos para avanzar; pero todos eran inútiles; veía a Grimaud que seguía andando delante de él con su linterna, y quería llamarle para que le ayudase a librarse de aquel desfiladero que le oprimía la respiración, pero tampoco podía pronunciar palabra. Después oía en la extremidad por donde había entrado, los pasos de la gente que le perseguía. Estos pasos iban aproximándose cada vez más; estaba descubierto. Las paredes, como si estuvieran de acuerdo con sus enemigos, le apretaban más cuanto más necesario era huir; oíase por fin la voz de La-Ramée y aparecía éste. El oficial tendía la mano y se la ponía sobre el hombro soltando una carcajada; después le cogían y le llevaban al aposento bajo y abovedado en que fallecieron el mariscal Omano, Puy-Lauarens y su tío; veíanse sus tres tumbas algo más altas que el pavimento, y al lado había otra fosa abierta esperando un solo cadáver.
Cuando despertó el duque hizo tantos esfuerzos para estar desvelado, como hiciera antes para dormirse, y al entrar La-Ramée, le encontró tan pálido y fatigado, que le preguntó si estaba enfermo.
—En efecto —dijo uno de los guardias que habíase acostado en su mismo aposento, no pudiendo dormir por un dolor de muelas que le había causado la humedad—, monseñor ha tenido una noche sumamente agitada, y algunas veces ha pedido socorro en sueños.
—¿Qué tiene, monseñor? —preguntó La-Ramée.
—¿Qué he de tener, necio? Que me rompiste ayer los cascos con tus habladurías sobre mi evasión, y que me has hecho soñar que me escapaba, pero estrellándome en el camino.
La-Ramée soltó la carcajada, y dijo:
—Ved aquí, señor, un aviso del cielo; espero que no cometáis semejantes imprudencias más que en sueños.
—Y tenéis razón, apreciable La-Ramée —dijo el duque limpiándose el sudor que corría por su frente, aunque ya estaba enteramente despejado—; no quiero pensar en otra cosa más que en comer y beber.
—¡Silencio! —dijo La-Ramée.
Y fue alejando a los guardias unos después de otros con diferentes pretextos.
—¿Qué hay? —preguntó el duque luego que estuvieron solos.
—Ya está encargada la comida —dijo La-Ramée.
—¡Bien! —exclamó el príncipe—. ¿Y de qué se compone? Vamos a ver, señor mayordomo.
—Monseñor me dio facultades omnímodas.
—¿Tendremos pastel?
—Desde luego, tan grande como un castillo.
—¿Hecho por el sucesor de Marteau?
—Así lo he encargado.
—¿Dijiste que era para mí?
—Sí.
—¿Qué respondió?
—Que haría todo lo posible por complacer a Vuestra Alteza.
—Está bien —exclamó el duque restregándose las manos.
—Diantre, señor —dijo La-Ramée—, pronto os habéis hecho gastrónomo; nunca os he visto tan contento.
El duque comprendió que no había sabido dominarse; pero en aquel momento entró Grimaud; como si hubiera estado en acecho y comprendido lo urgente que era cambiar el curso .de las ideas de La-Ramée. Le hizo seña de que tenía que hablarle. La-Ramée se acercó a él y Grimaud díjole algunas palabras en voz baja.
El duque entretanto recobró la serenidad.
—Tengo mandado a ese hombre —dijo—, que no se presente aquí sin mi venia.
—Señor —contestó La-Ramée—, él no tiene la culpa, yo le he llamado.
—¿Para qué? Bien sabéis que no le puedo ver.
—Pero también sabe monseñor lo que hemos convenido: Grimaud ha de servirnos la famosa comida. ¿Ya ha olvidado el señor la comida?
—No, pero había olvidado a Grimaud.
—Sin él no hay nada de lo dicho.
—Vaya, pues haced lo que gustéis; a nada me opongo.
—Acercaos, amigo —dijo La-Ramée—, y escuchadme con atención. Grimaud acercóse con cara de mal humor. La-Ramée continuó:
—Monseñor me ha hecho la honra de convidarme a comer mañana en su compañía.
Grimaud hizo un ademán dando a entender que no le importaba.
—Sí tal; os interesa —dijo La-Ramée—. Vais a tener el honor de servirnos a la mesa: por buen apetito y mucha sed que tengamos, siempre quedarán algunos restos en los platos y en las botellas y estos restos serán para vos.
Grimaud se inclinó dando las gracias.
—Y ahora, señor —continuó La-Ramée—, permítame Vuestra Alteza que me retire: parece que el señor de Chavigny va a ausentarse por algunos días, y antes de marcharse quiere darme órdenes.
El duque miró a Grimaud, mas éste permaneció impasible.
—Id con Dios —dijo el duque a La-Ramée—, y volved cuanto antes.
—¡Qué! ¿Quiere monseñor tomar la revancha de los juegos que perdió ayer?
Grimaud volvió imperceptiblemente la cabeza de arriba abajo.
—Sí —dijo el duque—, y tened presente, querido La-Ramée, que tras un día viene otro: es decir, que hoy me propongo venceros completamente.
La-Ramée se marchó; Grimaud siguióle con la vista sin variar de postura ni una línea, pero cuando vio cerrada la puerta sacó rápidamente del tobillo un lápiz y un pedazo de papel y dijo:
—Escribid, señor.
—¿Qué?
Grimaud señaló el papel y dictó:
Todo está corriente para mañana a la noche; estad en observación de siete a nueve; tened preparados dos caballos; bajaremos por la primera ventana de la galería.
—¿Nada más?
—Nada más. Firmad. El duque firmó.
—¿Ha perdido el señor la pelota?
—¿Cuál?
—La que contenía la carta.
—No, la guardé por si nos era útil. Aquí está.
El duque sacó la pelota de debajo de la almohada y presentósela a Grimaud.
Este se sonrió con todo el agrado que pudo.
—¿Qué hacemos con ella? —dijo el duque.
—Meter el papel, coser el forro y enviarla al foso cuando estéis jugando.
—¿Y si se pierde?
—No se perderá; alguien la recogerá.
—¿Un jardinero?
Grimaud hizo una seña afirmativa.
—¿El mismo de ayer?
Grimaud repitió su seña.
—Entonces es el conde de Rochefort. Grimaud repitió de nuevo su seña.
—Pero veamos —dijo el duque—; dame algunos detalles de mi evasión.
—Me lo han prohibido hasta el mismo instante de la ejecución.
—¿Quiénes me han de esperar al otro lado del foso?
—Lo ignoro, señor.
—Pero dime siquiera el contenido de este famoso pastel, si no quieres que me vuelva loco.
—Señor —dijo Grimaud—, contendrá dos puñales, una cuerda y una mordaza.
—Comprendo.
—Ya ve el señor que habrá para todos.
—Sí, nos quedaremos con los puñales y cuerda —dijo el duque.
—Y La-Ramée se comerá la pera —respondió Grimaud.
—Amigo Grimaud —añadió el duque—, pocas veces hablas, pero cuando lo haces preciso es confesar que eres oportuno.
En tanto que fraguaban sus proyectos de evasión el duque de Beaufort y Grimaud, entraban en París por la calle del Faubourg Saint-Marcel dos hombres a caballo, a quienes seguía un lacayo. Estos eran el conde de la Fére y el vizconde de Bragelonne.
Era aquella la primera vez que iba el joven Raúl a París, y Athos no reveló mucho tacto en favor de la capital, su antigua amiga, mostrándosela por aquel lado, pues preciso es declarar que la última aldea de Turena tiene mejor aspecto que París por la parte que mira a Blois. En mengua de la, célebre ciudad, debemos decir, por tanto, que causó muy poco efecto en el joven.
Athos conservaba su porte de indolencia y serenidad.
Llegados a Saint-Medard, Athos, que servía de guía a su compañero de viaje en aquel inmenso laberinto, condújole por varias calles hasta la de Férou, en cuyo promedio se levantaba una casa de mediana apariencia que el conde enseñó sonriéndose a su ahijado.
—Mirad, Raúl —le dijo—, en esta casa he pasado siete años de los más dulces y crueles de mi vida.
El joven se sonrió también, y saludó a la casa. La veneración de Raúl a su protector se manifestaba en todos los actos de su vida.
Por lo que toca a Athos, ya hemos dicho que no era sólo Raúl el centro, sino el único objeto de sus afectos, aparte de sus antiguos recuerdos del ejército; fácil es ver cuán tierna y profundamente le amaría.
Detuviéronse los dos viajeros en la calle du Vieux-Colombier en la posada del
Zorro verde
, conocida antigua de Athos, quien solía frecuentarla en otro tiempo con sus amigos; pero en el transcurso de veinte años había sufrido la posada muchas variaciones, empezando por sus amos.
Entregaron los viajeros a un mozo sus caballos, encargándole que los cuidara en un todo como a animales de distinguida raza, que no les diese más que paja y avena, y que les lavase el pecho y las piernas con vino caliente. Aquel día habían caminado veinte leguas.
Después de cuidar de sus cabalgaduras, según debe hacer todo buen caballero, pidieron para sí dos aposentos.
—Tenéis que vestiros, Raúl —dijo Athos—; voy a presentaros a una persona.
—¿Hoy? —dijo el joven.
—Dentro de media hora. El joven hizo un saludo.
Menos infatigable que Athos, el cual parecía de hierro, quizá hubiera preferido Raúl meterse en la cama después de darse un baño en el Sena, del que tanto había oído hablar, estando, sin embargo, persuadido de que sería inferior al Loira; pero ya hecha la insinuación del conde de la Fère, tocábale sólo obedecerla.
—Poneos lo mejor vestido que podáis —dijo Athos—; deseo que parezcáis bien.
—Por supuesto —repuso el joven sonriéndose—, que no se tratará de casarme. No ignoráis mis compromisos con Luisa.
Athos volvió a sonreírse.
—Calmaos —dijo—; no hay nada de eso, aunque es cierto que os voy a presentar a una mujer.
—¿A una mujer? —preguntó Raúl.
—Sí, y quiero que la améis por añadidura.
Miró Raúl al conde con cierta inquietud, pero su sonrisa le tranquilizó.
—¿Y qué edad tiene? —preguntó el vizconde de Bragelonne.
—Querido Raúl, sabed para de hoy en adelante que esa pregunta nunca se hace. Cuando en el rostro de una mujer podéis leer su edad, es inútil preguntársela, y cuando no, es indiscreto.
—¿Y es bella?
—Dieciséis años hace que pasaba, no sólo por la más linda, sino también por la más graciosa de Francia.
Esta contestación devolvió al vizconde toda su serenidad, porque Athos no podía pensar en casarle con una mujer que pasaba por la más linda y graciosa de Francia un año antes de que él naciese.
Retiróse, por tanto, a su aposento, y con el coquetismo que tan bien sienta a la juventud, trató de seguir los consejos de Athos, vistiéndose con el mayor esmero posible, con el fin de parecer bien, lo cual era fácil, según lo que le había favorecido la naturaleza.
Cuando volvió a presentarse a Athos, le recibió éste con la cariñosa sonrisa que empleaba antiguamente con D’Artagnan, aunque revestida de una ternura aún más profunda para con Raúl.
Athos examinó sucesivamente sus pies, sus manos y sus cabellos, señales características en cada familia. Caían en rizos sus negros cabellos, elegantemente partidos al uso de aquel tiempo; sus guantes de gamuza gris, en armonía con su gorra de fieltro, dibujaban una mano fina y elegante, mientras que sus botas, del mismo color que los guantes, ceñían un pie parecido al de un niño de diez años.
—Vaya —murmuró—; si no queda contenta de él, será de un gusto muy delicado.
Eran las tres de la tarde, la mejor hora para hacer visitas. Salieron ambos viajeros de su posada, y encaminándose por la calle de Santo Domingo, llegaron a un magnífico edificio situado enfrente de los Jacobinos con el escudo de armas de los Luynes sobre la puerta.
—Aquí es —dijo Athos.