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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (11 page)

BOOK: Veinte años después
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D’Artagnan pensaba en todos estos hechos. Recordaba que cuando permanecía en el Louvre había visto varias veces a la bella duquesa de Longueville pasar radiante y deslumbradora por delante de él; pensaba en Aramis, que sin ser más que él, fue antiguamente amante de la señora de Chevreuse, la cual era en la otra corte, lo que la señora de Longueville en la actual. Y preguntábase por qué causa hay en el mundo personas que logran cuanto desean, unos como ambiciosos, otros como amantes, al paso que hay otros que ven burladas todas sus esperanzas, sea por casualidad, sea por desgracia, o ya por incapacidad natural.

Reconocía D’Artagnan que, a pesar de todo su talento y toda su habilidad, pertenecía entonces, y probablemente pertenecería siempre, a esta última clase, cuando se le aproximó Planchet, y le dijo:

—Señor, apuesto a que estáis pensando en lo mismo que yo.

—Difícil es, Planchet —contestó D’Artagnan sonriéndose—; pero ¿en qué piensas?

—Pienso en la mala catadura de los individuos que estaban bebiendo en la posada en que nos hemos apeado.

—Siempre tan discreto, Planchet.

—Señor, es instinto mío.

—¿Y qué te ha dicho tu instinto en esta ocasión?

—Que aquella gente habíase reunido en la posada con mal fin, y estaba yo en un oscuro rincón de la cuadra reflexionando en lo que mi instinto me decía cuando vi entrar en ella un embozado seguido de dos personas.

—¡Hola! —dijo D’Artagnan al ver que esto coincidía con sus anteriores observaciones.

—¿Y qué más?

—Uno de ellos decía:

—»No cabe duda en que, o está en Noisy, o va allá esta noche, porque he reconocido a su criado.

—»¿Estás seguro? —dijo el de la capa.

—»Sí, excelso príncipe…».

—¡Príncipe! —exclamó D’Artagnan.

—Ni más ni menos. Pero escuchad. «¿Y qué haremos si está en Noisy?» —dijo el otro.

—»¡Cómo qué haremos! —dijo el príncipe.

—»Cabal. Él no es hombre que se deje coger tan fácilmente; apelará a la espada.

—»Habrá que imitarle; pero haz lo posible por cogerle vivo. ¿Lleváis la mordaza y los cordeles para sujetarle?

—»Sí, señor.

—»Tened presente que probablemente irá disfrazado de paisano.

—»Ya estamos, señor; no hay cuidado.

—»De todos modos, yo estaré allí y os guiaré.

—»Nos prometéis que la justicia…

—»Respondo de todo —dijo el príncipe.

—»Perfectamente; haremos cuanto podamos».

—Con esto se marcharon de la cuadra —acabó Planchet.

—¿Y qué tenemos nosotros que ver con eso? —preguntó D’Artagnan—. Será una empresa cualquiera de las muchas que cada día se llevan a término.

—¿Y estáis seguro de que no se dirige contra nosotros?

—¿Contra nosotros? ¿En qué te fundas?

—¡Diablo! En sus propias palabras. «He reconocido a su criado», dijo uno de ellos, y esto bien pudiera ser por mí.

—¿Y qué más?

—«Debe estar en Noisy o ir allá esta noche», dijo otro, y esto bien pudiera ser por vos.

—¿Hay más?

—Luego dijo el príncipe: «Tened presente que probablemente irá disfrazado de paisano». Me parece que en esto no cabe duda, puesto que vais de paisano y no de oficial de mosqueteros. Conque ¿qué decís?

—¡Ah, amigo Planchet! —exclamó D’Artagnan exhalando un suspiro—. Digo que desgraciadamente ya han pasado los tiempos en que los príncipes me querían asesinar. ¡Aquellos sí que eran buenos tiempos! Cálmate, pues esa gente no atenta contra nosotros.

—¿Estáis cierto, señor?

—Te lo aseguro.

Y Planchet volvió a ocupar su sitio a algunos pasos en pos de D’Artagnan, con la sublime confianza que siempre había tenido en su amo, sin que hubieran logrado disminuirla los quince años que había estado separado de él.

Así anduvieron como una legua, al cabo de la cual Planchet se acercó a D’Artagnan diciéndole:

—Señor.

—¿Qué pasa?

—Mirad hacia aquel lado. ¿No veis pasar por entre la oscuridad una especie de sombras? Escuchad, parece que se oyen pisadas de caballos.

—No puede distinguirse el ruido —respondió D’Artagnan—, hay mucho barro. Sin embargo, yo también creo ver bultos.

Y detúvose para observar con más cuidado.

—No se oyen pasos, pero sí relinchos: ¿oís?

En efecto, en aquel instante se oyó el sonoro relincho de un caballo.

—Ya se han puesto en campaña —dijo D’Artagnan—, pero no importa. Adelante.

Y prosiguieron su interrumpida marcha.

Media hora después llegaron a Noisy: serían las ocho y media o las nueve de la noche.

Según la costumbre de los campos, los habitantes estaban ya acostados, y en todo el pueblo no se veía ni una sola luz.

D’Artagnan y Planchet continuaron su camino: a derecha e izquierda destacábanse sobre el oscuro fondo del cielo las formas aún más sombrías de los techos de las casas; de vez en cuando ladraba un perro detrás de una puerta o saltaba asustado un gato de en medio del arroyo, para ir a esconderse en un haz de leña, desde donde se veían brillar como carbunclos sus ojos espantados.

Casi en el centro de la población y dominando la plaza Mayor, alzábase una masa sombría, aislada entre dos callejuelas, y delante de cuya fachada extendían sus descarnados brazos varios tilos corpulentos. D’Artagnan examinó la casa con atención, y dijo a Planchet:

—Esta debe ser la casa del arzobispo, donde vive la bella señora de Longueville. Pero ¿dónde estará el convento?

—Al otro lado del pueblo; yo sé ir.

—Pues da un galope hasta allí, mientras yo aprieto la cincha a mi caballo, y vuelve a decirme si hay luz en alguna ventana —dijo D’Artagnan.

Planchet obedeció, perdiéndose en las sombras, mientras el teniente de mosqueteros se apeaba y afirmaba su montura como había dicho.

A los cinco minutos volvió Planchet.

—Señor, sólo hay luz en una ventana que da al campo.

—¡Hum! —dijo D’Artagnan—. Si yo fuera frondista aquí me recibirían con los brazos abiertos; si fuera fraile, los jesuitas me darían una buena cena; pero no siendo lo uno ni lo otro, lo más probable es que me acueste sin cenar y al raso.

—¿Deseáis que llame? —preguntó Planchet.

—Calla. Han apagado la única luz que había encendida.

—¿No oís? —preguntó Planchet.

—¿Qué ruido es ése?

Era como el rumor de un huracán que se acercase, en el mismo instante desembocó por cada una de las dos calles que rodeaban la casa una partida de diez jinetes, que cortaron a D’Artagnan y Planchet la retirada.

—¡Diablo! —dijo D’Artagnan sacando la espada y parapetándose detrás de su caballo, mientras Planchet hacía lo mismo—. Puede suceder que hayas acertado antes, y vengan contra nosotros.

—¡Aquí está! ¡Es nuestro! —gritaron los recién llegados arrojándose espada en mano sobre D’Artagnan.

—Cuidado con errar el golpe —gritó uno.

—No temáis, monseñor.

D’Artagnan creyó llegado el momento de tomar parte en la conversación.

—Alto señores —gritó con su acento gascón—. ¿A quién buscáis? ¿Qué queréis?

—Ahora lo veréis —respondieron a coro los jinetes.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó el que antes había recibido el tratamiento de monseñor—. ¡Deteneos! No es su voz.

—¿Qué significa esto, caballeros? —preguntó D’Artagnan—. ¿Hay en Noisy epidemia de rabia? Pues andad con tiento, porque el primero que se acerque al alcance de mi espada, que es bien larga, va al otro mundo.

El jefe acercóse, y dijo con el tono imperioso de los que están acostumbrados a ser obedecidos:

—¿Qué hacéis aquí?

—¿Y qué hacéis vos?

—Sed más comedido si deseáis escapar con vida; no quiero dar mi nombre, pero sí que se me trate conforme a mi rango.

—No queréis dar vuestro nombre porque estáis armando un lazo alevoso no sé a quién —contestó D’Artagnan—; pero yo, que viajo pacíficamente, con mi lacayo, no tengo inconveniente en decir el mío.

—¿Cómo os llamáis?

—Os lo voy a decir para que podáis buscarme, señor mío, príncipe mío o como os dé la gana de que os llamen, ¿conocéis a M. D’Artagnan?

—¿El teniente de mosqueteros del rey? —contestó la voz.

—El mismo.

—Le conozco.

—Pues ya sabéis que tiene buenos puños y maneja con destreza la espada.

—¿Sois vos?

—Sí tal.

—¿De modo que venís a defenderle?

—¿A quién?

—Al que buscamos.

—¿Habláis en griego?

—Ea, responded —dijo la voz con la misma altanería—, ¿le estabais aguardando al pie de estas ventanas? ¿Venís a defenderle?

—Ni espero a nadie —dijo D’Artagnan, que empezaba a perder la paciencia—, ni intento defender a nadie más que a mí; pero a mí me defenderé de veras, os lo aviso.

—Bien está: marchaos y dejadnos libre el campo.

—¡Marcharme! —exclamó D’Artagnan, cuyos proyectos se frustraban con esta orden—. No es fácil; mi caballo está muy cansado y yo no poco; y a no ser que me proporcionéis por aquí cerca cama y cena…

—¡Bergante!

—Cuidado con lo que se dice —exclamó D’Artagnan—; si volvéis a decir una palabra por el estilo, aunque seáis marqués, duque, príncipe o rey, os la vuelvo al cuerpo.

—Indudablemente hablamos con un gascón —dijo el jefe—. Pero entretanto no podemos dar con el que buscamos. Por esta vez hemos errado el golpe.

Y añadió en voz alta:

—Ya nos veremos, M. D’Artagnan.

—Sí, pero no con la misma ventaja para vos —contestó el gascón—, porque puede ser que cuando nos veamos estéis solo y sea de día.

—Caballeros, en marcha —exclamó la misma voz.

Y la cabalgata emprendió al trote el camino de París.

D’Artagnan y Planchet prosiguieron por algunos momentos en su actitud defensiva, pero viendo que el ruido se alejaba, envainaron las espadas.

—Ya ves, necio —dijo D’Artagnan—, que no venían contra nosotros.

—Pero ¿contra quién venían?

—¿Qué nos importa? Lo que yo deseo es entrar en el convento. A caballo y vamos a llamar a la puerta de los jesuitas. ¡Qué diablo! No nos comerán.

Montó D’Artagnan, y cuando Planchet acababa de hacer lo propio, sintió que caía un peso inesperado sobre el cuarto trasero de su caballo.

—Señor, señor —gritó Planchet—, tengo un hombre a la grupa. D’Artagnan volvió la cabeza y divisó dos cuerpos sobre el caballo de su lacayo.

—¡Parece que el diablo se ha empeñado en perseguirnos! —exclamó sacando la espada.

—No, amigo D’Artagnan —dijo el aparecido—, no es el diablo; soy yo, Aramis. A galope, Planchet, y tuerce a la izquierda, a la salida del pueblo.

Planchet obedeció la orden y D’Artagnan siguióle al galope sin poder explicarse lo que sucedía.

Capítulo X
El padre Herblay

A la salida del pueblo torció Planchet a la izquierda, como Aramis habíale dicho, y se detuvo al pie de la ventana iluminada. Aramis se apeó y dio tres palmadas. En el mismo momento se abrió la ventana y cayó una escala de cuerda.

—Amigo —dijo Aramis—, si queréis subir tendré el mayor gusto en recibiros.

—¿Así entráis en vuestra casa? —preguntó D’Artagnan.

—Después de las nueve de la noche no hay otro remedio ¡vive Dios! La consigna del convento es muy severa.

—Dispensad, creo que habéis dicho: ¡vive Dios!

—¿Sí? —contestó Aramis, riéndose—. Puede ser. No podéis suponeros las malas costumbres que se adquieren en estos malditos conventos y lo mal criados que son los clerizontes, entre los que me veo precisado a vivir. Pero ¿no subís?

—Id delante.

—«Para enseñaros el camino», como decía el difunto cardenal al rey difunto.

Aramis puso aceleradamente el pie en la escala y subió.

D’Artagnan subió detrás de él, pero más despacio, porque el camino no le era tan familiar como a su amigo.

—Os pido me perdonéis —dijo Aramis, observando su torpeza—; si hubiese tenido noticia de vuestra visita, hubiese mandado traer la escalera del jardinero. Yo me arreglo con ésta.

—Señor —dijo Planchet cuando vio a D’Artagnan a punto de acabar su ascensión—; así sale del apuro M. Aramis, salís vos y en rigor podría salir yo, pero los caballos no pueden trepar por la escala.

—Conducirlos al cobertizo —dijo Aramis, señalando a Planchet uno que había a poca distancia—. Allí tenéis paja y avena que les podéis dar.

—¿Y para mí? —dijo Planchet.

—Volved a este sitio, dad tres palmadas y os surtiremos de víveres, perded cuidado. ¡Qué diablo! Nadie se muere aquí de hambre.

Y Aramis cerró la ventana, retirando la escala.

D’Artagnan examinaba mientras tanto el cuarto.

Nunca había visto un aposento más guerrero ni más elegante. En los ángulos había trofeos de armas que ofrecían a la vista espadas de distintas clases y cuatro cuadros grandes que representaban al cardenal de Lorena, al cardenal de Richelieu, al cardenal de la Velette y al arzobispo de Burdeos, todos en traje de guerra. Nada demostraba que aquella fuese la habitación de un eclesiástico; las colgaduras eran de damasco, los tapices de las fábricas de Alenzon, y la cama particularmente, con sus guarniciones de encaje y su almohadón bordado, parecía pertenecer más bien a una coqueta que a un hombre que había hecho voto de abstinencia y de mortificación.

—¿Estáis mirando mi tugurio? —preguntó Aramis—. ¿Qué queréis? Estoy alojado como un ermitaño. Pero… ¿qué es lo que andáis buscando?

—Busco á la persona que os ha echado la escala. A nadie veo, y, no obstante, ella no se ha puesto sola.

—Bazin la ha puesto.

—¡Hola!, ¡hola! —dijo D’Artagnan.

—¡Oh! —prosiguió Aramis—. Mi Bazin está muy bien enseñado, y al verme venir con compañía se habrá retirado por discreción. Sentaos y conversemos.

Aramis presentó a D’Artagnan un gran sillón, en el cual se arrellanó éste.

—Por descontado cenaréis conmigo, ¿no es verdad? —preguntó Aramis.

—Como deseéis —dijo D’Artagnan—; y me viene perfectamente, porque la caminata me ha abierto las ganas de comer.

—¡Pobre amigo mío! La cena no será buena, porque no os esperaba.

—¿Tendremos aquí la tortilla de Crevecoeur y los tetrágonos de antaño? ¿No llamabais de este modo en otro tiempo a las espinacas?

—Espero —dijo Aramis— que con la ayuda de Dios y de Bazin encontraremos alguna cosa mejor en la despensa de los dignos padres jesuitas. ¡Bazin! ¡Amigo Bazin! ¡Venid aquí!

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