Veinte años después (9 page)

Read Veinte años después Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Veinte años después
7.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al decir esto abrió D’Artagnan una arquilla vieja, donde guardaba los pergaminos relativos a las tierras que conservaba su familia hacía más de doscientos años, y dio un grito de regocijo al reconocer en un papel que había entre aquellos legajos las letras gordas de Porthos, debajo de las cuales había unas cuantas líneas de garabatos, trazados por la mano de su buena esposa.

D’Artagnan buscó las señas, sin detenerse a leer la carta, cuyo contenido sabía.

Pero las señas decían solamente
en el Castillo del Vallon
, porque la vanidad sin límites de Porthos le había hecho creer que todo el mundo estaba obligado a saber dónde radicaba su castillo.

—¡Vaya al diantre este fatuo! —exclamó D’Artagnan—. Siempre ha de ser el mismo. Y el caso es que no me vendría mal empezar por él, porque debe tener dinero, pues heredó las ochocientas mil libras del señor Coquenard. Veamos si doy con Aramis, que se habrá entregado a sus prácticas religiosas, y me podrá ser más útil que los otros, porque a Athos creo que el vino lo habrá vuelto loco.

D’Artagnan fijó entonces los ojos en la cara de Porthos y vio la postdata que decía:

Por este mismo correo escribo a nuestro amigo Aramis en su convento.

—¿Cuál será su convento? —pensó D’Artagnan—. Sólo en París existen doscientos y en Francia pasan de tres mil. Además es posible que al tomar los hábitos cambiara por tercera vez de nombre. Si yo hubiera aprendido Teología o me acordara de los temas que discutía en Crevecoeur con el cura de Montdidier y el superior de los jesuitas, sabría las doctrinas a que más se inclinaba y éste sería un detalle… Si le pidiese al cardenal un salvoconducto para entrar en todos los conventos, incluso los de monjas… puede que lo encontrara en algunos de éstos. Sí, mas esto sería confesar desde luego mi impotencia y desacreditarme a los ojos del cardenal. Los grandes personajes no agradecen más que lo imposible. «Si eso fuera posible, acostumbran decir, yo lo hubiera hecho». Y tienen razón. Pero ahora que me acuerdo, también recibí una carta suya hace algún tiempo: por más señas que me pedía un favor que le hice al instante. ¿Dónde estará esa carta?

Nuestro héroe se quedó un momento pensativo, y luego tomando una resolución, dirigióse a las perchas en que tenía colgadas unas ropas viejas. Buscó la ropilla que usaba en 1648, y como era un mozo muy metódico, la halló en su correspondiente clavo. Registró los bolsillos, y encontró un papel que era precisamente lo que buscaba.

Decía así:

Querido D’Artagnan: Ya sabéis que he tenido una disputa con cierto caballero que me ha dado una cita para esta noche en la Plaza Real; como soy hombre de iglesia y podría perjudicarme el asunto si me confiase a un amigo que no fuera tan íntimo como vos, os pido que me sirváis de padrino.

Entraréis por la calle nueva de Santa Catalina, y bajo el segundo farol encontraréis a vuestro adversario. Yo estaré con el mío debajo del tercero.

Vuestro invariable,

Aramis.

A esto se reducía la carta, y por más que D’Artagnan trató de reunir sus recuerdos, sólo sacó en limpio que había ido en efecto al lugar de la cita, donde encontró al adversario que le esperaba; le dio una estocada en el brazo, y luego se acercó a Aramis, que ya había terminado por su parte.

—Me parece que he muerto a ese insolente —le dijo Aramis—. Por lo tanto hemos concluido. Adiós, querido, si alguna vez necesitáis de mí, contad conmigo.

Y al decir esto le dio un apretón de manos, y desapareció por entre los arcos.

En suma: D’Artagnan no sabía dónde encontrar a ninguno de sus tres amigos, y ya comenzaba a inquietarse por esta contrariedad, cuando le pareció oír el ruido de un cristal que rompían en su cuarto. Al momento se acordó del dinero que tenía en la cómoda, y salió corriendo del gabinete. No se había equivocado, pues al entrar, vio un hombre que se estaba descolgando por la ventana.

—¡Ah, canalla! —gritó D’Artagnan tomándole por un ladrón y levantando la espada.

—Por piedad, caballero —exclamó el desconocido—; no me matéis sin oírme. Yo no soy ladrón ni mucho menos; soy un ciudadano decente, establecido, con casa abierta, me llamo… Pero no me engaño. Vos sois M. D’Artagnan.

—¡Y tú, Planchet! dijo el gascón.

—El mismo, señor —respondió Planchet entusiasmado—. El mismo para serviros, si acaso necesitáis algo…

—Puede que sí —dijo D’Artagnan—. Pero, ¿a qué diantres andas corriendo por los tejados en el mes de enero a las siete de la mañana?

—Señor —respondió Planchet—, es menester que lo sepáis, aunque tal vez no debíais saberlo.

—¿Qué? Veamos… Pero ante todo tapa ese agujero con una servilleta y corre las cortinas.

Planchet hízolo así.

—Vamos, ¿qué hay? —preguntó D’Artagnan.

—Ante todo, decidme, señor, ¿cómo estáis con el conde de Rochefort?

—Muy bien. Ya sabéis que es uno de mis mejores amigos.

—Me alegro infinito.

—Pero, ¿qué tiene que ver Rochefort con que tú entres en mi habitación por la ventana?

—Ahora veréis, señor; habéis de saber que el señor de Rochefort está…

Planchet titubeaba.

—¡Pardiez! —dijo D’Artagnan—. Lo sé perfectamente, en la Bastilla.

—En efecto, allí estaba —repuso Planchet.

—¿Cómo es eso? —preguntó D’Artagnan—. ¿Habrá tenido la dicha de escaparse?

—¡Señor! —exclamó a su vez Planchet—. Si a eso llamáis fortuna, todo va perfectamente. Debo deciros, entonces, que según parece, enviaron ayer por el señor de Rochefort a la Bastilla.

—Tan verdad es eso, como que fui yo mismo a buscarle.

—Pero, afortunadamente para él, no fuisteis vos el encargado de llevarle otra vez a la prisión, porque si yo os hubiera reconocido en los de la escolta, podéis creer, señor, que mi respeto…

—¡Acaba pronto, torpe! Veamos, qué pasó.

—Sucedió que a la mitad de la calle de Feronnerie, como el carruaje en que iba el señor de Rochefort atravesara por entre un grupo de gente, y los de la escolta atropellasen a los paisanos, empezaron a levantarse murmullos de disgusto: el prisionero creyó la ocasión favorable, y dándose a conocer, empezó a pedir auxilio. Yo, que estaba allí y tuve presente que él era quien me había hecho sargento del regimiento del Piamonte, empecé a gritar que aquel era un prisionero amigo del duque de Beaufort. Amotinóse con esto la gente, contuvo los caballos del carruaje, y arremetió a la escolta. Entretanto abrí yo la portezuela, se echó fuera el señor de Rochefort, y desapareció entre la muchedumbre. Desgraciadamente pasaba a la sazón una patrulla, que reuniéndose a los guardias, nos dio una carga, por lo cual emprendí mi retirada hacia la calle de Tiquetonne. Viéndome seguido de cerca, refugiéme en la casa contigua a ésta, y aun cuando la han cercado y registrado, todo ha sido en vano, pues encontré en el quinto piso una persona compasiva que me ocultó entre dos colchones. He pasado toda la noche en mi escondite, y creyendo que hoy repetirían las pesquisas, me eché a andar por esos tejados en busca, primero de una entrada, y después de una salida en una casa cualquiera, pero que no estuviera vigilada. Esta es mi historia y sentiría haberos disgustado con ella.

—No, por cierto —dijo D’Artagnan—; antes por el contrario, me es muy grato que Rochefort se halle en libertad; ¿pero sabes una cosa?… Que si caes en poder de la justicia vas a ser ahorcado sin remedio.

—¡Y tanto como lo sé! —dijo Planchet—. Esto es lo que más me atormenta, y por lo mismo me alegro tanto de haberos encontrado, porque si queréis ocultarme, nadie puede hacerlo mejor que vos.

—Y lo haré —dijo D’Artagnan—, no obstante que arriesgo nada menos que mi grado, si se llega a saber que he dado asilo a un rebelde.

—¡Ah, señor! No ignoráis que yo arriesgaría mi vida por vos.

—Y podrías añadir que la has arriesgado, Planchet. Nunca olvido sino las cosas que debo olvidar, y en cuanto a ésa, deseo acordarme de ella. Siéntate, pues, ahí, y come con tranquilidad: he notado que estás dirigiendo miradas muy expresivas a los restos de mi comida.

—Sí, señor, porque la despensa de la vecina estaba muy mal provista de manjares suculentos, y desde ayer a las doce no he comido más que un pedazo de pan y algunas golosinas. Aun cuando no desprecio el dulce si lo encuentro en su tiempo y lugar, me ha parecido la comida en esta ocasión demasiado ligera para mi estómago.

—¡Pobre mozo! —exclamó D’Artagnan—. Vamos, siéntate.

—¡Ah, señor! —exclamó Planchet—. ¡Me salváis por dos veces la vida!

Y diciendo esto se sentó a la mesa, en donde empezó a engullir como en los felices tiempos de la calle de Fosseyeurs. D’Artagnan continuaba paseando de un extremo a otro de la habitación, buscando, allá en su mente, todo el partido que podía sacar de Planchet en las circunstancias en que se encontraba, mientras que Planchet hacía todo lo posible para reparar el tiempo perdido.

Arrojó por último el suspiro de satisfacción que da el hambriento cuando después de haber satisfecho su estómago con sólido reparo, quiere hacer un pequeño descanso.

—Vamos a ver —dijo D’Artagnan, que creyó llegado el momento de empezar su interrogatorio—, procedamos ordenadamente: ¿sabes dónde se halla Athos?

—No, señor —contestó Planchet.

—¡Diantre! ¿Y Porthos?

—Lo ignoro.

—¡Diantre!, ¡diantre!… ¿Y Aramis?

—Menos.

—¡Diantre!, ¡diantre!, ¡diantre!

—Pero —dijo Planchet con tono socarrón—, sé donde está Bazin.

—¡Cómo! ¿Sabes dónde está Bazin?

—Lo sé.

—¿Y dónde está? —En Nuestra Señora.

—¿Y qué hace en Nuestra Señora?

—Está de bedel.

—¿Bazin bedel de Nuestra Señora? ¿Estás seguro?

—Sin que me quepa la menor duda: como que le he visto y hablado.

—Y deberá saber en dónde está su amo.

—Seguramente.

D’Artagnan reflexionó por un momento, y tomando su capa y espada se dispuso a salir.

—Señor —dijo Planchet con aire lastimero—, ¿así me dejáis abandonado? Sabed que sois mi única esperanza.

—Aquí no vendrán a buscarte.

—¿Y si vienen? Me tomarán por un ladrón.

—Es cierto. ¿Sabéis algún dialecto?

—Más que eso; sé el flamenco.

—¿Dónde lo has aprendido?

—En Artois, donde hice la guerra durante dos años.

D’Artagnan se acercó a la puerta y mandó a un mozo que llamase a la linda Magdalena.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Planchet—. ¿A confiar nuestro secreto a una mujer?

—No tengas cuidado: no dirá nada.

En aquel momento entró la patrona, cuyo risueño semblante dejó ver algún disgusto, al encontrar a D’Artagnan acompañado, cuando sin duda esperaba hallarle solo.

—Amiga mía —dijo D’Artagnan—, aquí os presento a vuestro querido hermano, que acaba de llegar de Flandes, y a quien tomo a mi servicio por unos días.

—¡Mi hermano! —exclamó la patrona.

—Saludad a vuestra hermana, míster Peter.

—Wilkon zuster
—dijo Planchet.

—Goeden day broer
—contestó la patrona.

—Ya está arreglado el asunto: este es vuestro hermano, que acaba de llegar de Ámsterdam. Durante mi ausencia le vestiréis, y cuando regrese, que será dentro de una hora, me lo presentaréis; aun cuando no habla una palabra de francés, me lo recomendaréis al punto, y como no puedo negaros cosa alguna, lo tomaré a mi servicio; ¿entendéis?

—Perfectamente.

—Sois una mujer inapreciable, hermosa patrona; fío en vuestra prudencia.

Y haciendo a Planchet un ademán de inteligencia, salió D’Artagnan con dirección a Nuestra Señora.

Capítulo VIII
En que se ve cuánto puede influir medio doblón en un bedel y en un niño de coro

D’Artagnan empezó a andar hacia el Puente Nuevo, muy contento por haber encontrado a Planchet, pues aunque aparentemente prestaba un servicio amparando a su antiguo criado, en realidad lo recibía de él. En efecto, nada podía serle más útil en aquellos momentos que un criado listo y valiente. Verdad era, que según todas las probabilidades, Planchet no había de estar mucho tiempo a su lado, pero aunque recobrase su posición social de confitero, siempre quedaría reconocido a D’Artagnan por haberle salvado la vida o poco menos; y nuestro gascón creía conveniente tener amigos en las filas del pueblo, cuando éste se preparaba a hacer la guerra a la corte.

Siempre era contar con un punto de apoyo en el campo enemigo, y para un hombre astuto como D’Artagnan no había detalle que fuese insignificante.

Encontrábase, pues, nuestro hombre en buena disposición de ánimo cuando llegó a Nuestra Señora. Subió las gradas, entró en la iglesia, y dirigiéndose a un sacristán que barría una capilla, le preguntó si conocía a Bazin.

—¿El señor Bazin el bedel?

—El mismo.

—Está ayudando a misa en la capilla de la Virgen.

—D’Artagnan sintió gran alegría, pues a pesar de las seguridades de Planchet dudaba mucho de encontrar a Bazin, pero teniendo ya un hilo en la mano confiaba en desenredar toda la madeja.

Para no perder de vista a Bazin, fue a arrodillarse delante de la capilla. La misa era rezada y debía concluir pronto, D’Artagnan, que no era muy devoto, empleó el tiempo en examinar a Bazin.

Llevaba su traje con tal majestad y prosopopeya, que fácilmente se advertía que si no había llegado al colmo de su ambición le faltaba poco, y que la varita de ballena que tenía en la mano le parecía tan honrosa como el bastón de mariscal que Condé arrojó en las filas enemigas en la batalla de Friburgo. Su físico había experimentado un cambio casi tan radical como su traje. Todo su cuerpo se había redondeado, y de su rostro habían desaparecido todas las partes salientes. Es cierto que conservaba la misma nariz, pero sus mejillas se habían abultado tan considerablemente que casi desaparecía entre ellas, la barba se escapaba bajo su garganta, y una carnosidad, que no era gordura, sino cierta hinchazón, tenía sus ojos como en prensa; en cuanto a su frente, los cabellos cortados igual y santamente la cubrían hasta unas tres líneas más allá de las cejas. Apresurémonos a manifestar que la frente de Bazin, aun en los tiempos en que más descubierta se hallaba, no había presentado nunca arriba de pulgada y media de superficie.

El sacerdote terminaba la misa, al mismo tiempo que D’Artagnan su examen: pronunció aquellas palabras sacramentales, y se retiró dando su bendición, con gran asombro de D’Artagnan, individualmente a cada circunstante, que la recibía de rodillas. Pero la admiración de D’Artagnan cesó al punto que reconoció en el celebrante al mismo coadjutor,
[3]
esto es, el famoso Juan Francisco Gondi, que presintiendo en aquella época el papel que iba a hacer, principiaba a ganarse popularidad, celebraba de vez en cuando una de esas misas matutinas, a las que sólo el pueblo tiene costumbre de asistir.

Other books

The Night Detectives by Jon Talton
Heart of Stone by Arwen Jayne
The Life of Lee by Lee Evans
Gamers' Rebellion by George Ivanoff
For Life by L.E. Chamberlin