—Con mucho gusto, mi teniente —respondió el mosquetero a quien D’Artagnan se había dirigido.
Este apeóse, entregó al otro las bridas de su caballo, entró en el coche y dijo con la voz más tranquila del mundo:
—Al Palacio Real y al trote.
El carruaje partió inmediatamente, y aprovechando D’Artagnan la oscuridad que reinaba en la bóveda bajo la cual pasaba, se arrojó en brazos del prisionero exclamando:
—¡Rochefort! ¿Sois vos? ¡No me equivoco…!
—¡D’Artagnan! —dijo a su vez Rochefort con la mayor sorpresa.
—¡Ay, infeliz amigo mío! —continuó D’Artagnan—. Como hace cuatro o cinco años que no os veo, os daba por muerto.
—¡Diantre! —dijo Rochefort—. No creo que haya mucha diferencia entre un muerto y un enterrado, y si yo no estoy enterrado, poco me falta.
—¿Y por qué estáis en la Bastilla?
—¿Deseáis que os diga la verdad?
—Sí.
—Pues no lo sé.
—¡Desconfiáis de mí, Rochefort!
—No, por mi honor; pero es imposible que esté en la Bastilla por el delito que se me imputa.
—¿Cuál?
—El de ladrón nocturno.
—¿Os chanceáis?
—Me explicaré.
—Es preciso.
—Una noche de orgía, estando con el duque de Harcourt, Fontrailles, Rieux y otros en casa de Reinard en las Tullerías, propuso el duque de Harcourt ir al Puente Nuevo para quitar capas, cuya diversión había puesto de moda el duque de Orléans.
—¿Estabais loco? A vuestra edad, amigo Rochefort…
—No estaba loco, mas estaba borracho, que es casi lo mismo. La diversión me pareció entretenida, y propuse a Rieux que en lugar de actores fuésemos espectadores, y para ver la escena concretamente le invité a que subiésemos sobre el caballo de bronce. Así lo hicimos, y gracias a las espuelas, que nos sirvieron de estribos, conseguimos encaramarnos hasta la grupa del caballo, donde nos encontrábamos perfectamente. Ya se habían quitado cuatro o cinco capas con gran destreza y sin que sus dueños se atrevieran a decir una palabra, cuando uno de los robados tuvo la desgraciada ocurrencia de gritar ¡a la guardia! atrayendo una patrulla de arqueros. El duque de Harcourt, Fontrailles y los demás huyeron; Rieux quiso hacer lo propio, y por más que yo le dije que no habían de ir a buscarnos a nuestro nido, puso el pie en la espuela para bajarse; partióse la espuela y él cayó, rompiéndose una pierna, y gritando como un desesperado. Yo quise saltar entonces, pero ya era tarde, y fui a caer en medio de los arqueros que me llevaron al Chatelet, donde no tardé en dormirme, seguro de que al siguiente día me pondrían en libertad. Sin embargo, pasaron días y más días y continuaba preso. Escribí al cardenal, y el mismo día me trajeron a la Bastilla, donde estoy hace cinco años. Decidme francamente: ¿creéis que sea por el desacato de haber montado a la grupa de Enrique IV?
—No por cierto, querido Rochefort, es imposible, y ahora sin duda vais a saber a qué ateneros.
—Es verdad, se me olvidaba preguntaros: ¿adónde me lleváis?
—A visitar al cardenal.
—¿Y qué me quiere Su Eminencia?
—No lo sé, pues ni siquiera sabía que erais vos a quien venía a buscar.
—¡Es posible! ¿Vos? ¡Un favorito!
—¡Yo favorito! —dijo D’Artagnan—. ¡Pues estoy lucido! Soy todavía más segundón de Gascuña que cuando os encontré en Meung. ¿Os acordáis? ¡Hará veintidós años! —añadió suspirando fuertemente.
—No obstante, traéis una comisión… —dijo Rochefort.
—Por la casualidad de encontrarme de guardia: el cardenal se ha dirigido a mí como lo hubiese hecho a cualquier otro: lo cierto es que continúo siendo teniente de mosqueteros, y que hace ya veintiún años que tengo este empleo.
—Finalmente, no os ha sucedido ninguna desgracia, y esto es algo.
—¿Y qué desgracia me había de suceder? Según un verso latino que no recuerdo, o por decir verdad, que no he sabido nunca, el rayo no cae en los valles, y yo soy un valle y de los más profundos.
—¿Conque Mazarino continúa siendo el mismo?
—El mismo: dicen que está casado con la reina.
—¿Casado?
—Si no es su esposo, es su amante.
—¡Resistir a un Buckingham y ceder a un Mazarino!
—¡Así son las mujeres! —dijo D’Artagnan filosóficamente.
—Pero las reinas…
—Las reinas son dos veces mujeres.
—¿Y el señor de Beaufort sigue preso?
—Sí, ¿por qué lo decís?
—Porque le apreciaba bastante y podría haberme sacado de mi situación.
—Me parece que vos estáis más cerca que él de la libertad, y podréis favorecerle.
—¿Qué hay de guerra?
—Que me parece inevitable y próxima.
—¿Con los españoles?
—No, con París.
—¿Es cierto?
—¿No oís esos tiros?
—Sí, ¿y qué?
—Pues son los paisanos que se divierten jugando a la pelota hasta que se presenta partida.
—¿Y creéis que se puede hacer algo con ellos?
—Me parece que no falta más que un jefe que supiera dirigirlos.
—¡Qué lástima que yo no esté en libertad!
—No hay por qué desesperarse. Si Mazarino os llama, es porque os necesita, y en ese caso os doy mi enhorabuena. Yo estoy tan atrasado, porque hace muchos años que nadie necesita de mí.
—No os quejéis.
—Escuchad, Rochefort, hagamos un trato.
—¿Cuál?
—Ya sabéis que somos buenos amigos.
—Tengo en el cuerpo tres señales de vuestra amistad. ¡Tres estocadas terribles!
—Pues bien, si volvéis a estar en favor no me olvidéis.
—Os lo prometo. ¿Y vos haréis lo mismo?
—Convenido.
—De modo que a la primera ocasión en que podáis hablar de mí…
—Hablo.
—Yo haré otro tanto.
—Ahora que me acuerdo, ¿y de vuestros amigos, hay que hablar también?
—¿Qué amigos?
—Athos, Porthos y Aramis. ¿Los habéis olvidado ya?
—Casi, casi.
—¿Qué ha sido de ellos?
—No sé nada.
—¿De veras?
—Cierto. Ya sabéis cómo nos separamos. Lo único que puedo deciros es que viven. De tarde en tarde suelo tener indirectamente noticias suyas, pero ni siquiera sé dónde se hallan. Hoy por hoy, no tengo más amigo que vos.
—¿Y el ilustre?… ¿Cómo se llama aquel mozo a quien hice sargento del regimiento de Piamonte?
—Planchet.
—Es cierto: ¿qué ha sido de él?
—Se casó con una confitera de la calle de Lombardos; él siempre estuvo por las cosas dulces. Ahora está hecho un ciudadano de París, y probablemente será uno de los amotinados. Ya veréis cómo este belitre llega a regidor antes que yo a capitán.
—Ea, amigo D’Artagnan, más ánimo. ¡Qué diablo! Cuando se está en lo más bajo de la rueda, da la vuelta y empieza uno a elevarse. Quizá desde esta noche comience a cambiar vuestra fortuna.
—Así sea —dijo D’Artagnan mandando detener el carruaje.
—¿Qué hacéis? —preguntó Rochefort.
—Hemos llegado, y no deseo que me vean salir del coche: conviene que aparentemos no conocernos.
—Tenéis razón.
—No olvidéis vuestra promesa. Adiós.
Y montando a caballo, volvió D’Artagnan al frente de la escolta.
Pocos minutos después entraba la comitiva en el patio del Palacio del Rey.
D’Artagnan condujo a Rochefort por la escalera principal, haciéndole atravesar la antecámara y la galería. Al llegar a la puerta del gabinete de Mazarino, cuando iba a hacerse anunciar, Rochefort púsole la mano sobre el hombro y le dijo sonriendo:
—¿Queréis que os diga lo que pensaba durante el camino, al ver los grupos de paisanos que os miraban con actitud no muy afectuosa?
—¿Qué pensabais?
—Que no tenía más que gritar ¡socorro! para que vos y vuestros cuatro jinetes fueseis destrozados y yo quedase libre —dijo Rochefort.
—¿Por qué no lo habéis hecho?
—¿Y la amistad que nos hemos prometido? Si mi guardián hubiera sido otro…
D’Artagnan bajó la cabeza pensando:
—¿Si se habrá vuelto mejor que yo?
Y se hizo anunciar al ministro.
—Que pase el señor de Rochefort —dijo con impaciencia Mazarino en cuanto oyó los dos nombres—, y decid al teniente D’Artagnan que espere un poco, porque tengo que hablar con él.
D’Artagnan oyó con satisfacción estas palabras. Según había dicho a Rochefort, hacía mucho tiempo que nadie necesitaba de él, y la insistencia que entonces demostraba el ministro le parecía de muy buen agüero.
Respecto a Rochefort, no le causaron más efecto que ponerle en guardia. Entró en el despacho y encontró a Mazarino sentado a su mesa, con su traje de cardenal, que era casi como el de los clérigos de la época, sin más diferencia que ser morados los manteos y las medias.
Volvió a cerrarse la puerta y se cruzaron dos miradas indagadoras, que Rochefort y Mazarino se dirigieron mutuamente.
El ministro estaba, como siempre, muy acicalado, peinado y lleno de perfumes, con aquel esmero que le hacía aparecer hasta de menos años. Rochefort había envejecido en extremo con sus cinco años de prisión, sus cabellos se habían vuelto blancos, y el color bronceado de su tez se había convertido en amarillento. Al verle Mazarino meneó la cabeza como diciendo:
—Creo que éste ha de servir para poco.
Después de una espera, que a Rochefort parecióle que duraba un siglo, y que en realidad fue bastante larga. Mazarino sacó una carta de un legajo de papeles y dijo al prisionero:
—He hallado aquí una carta en que pedís vuestra libertad, caballero Rochefort. ¿Es decir que estáis preso?
Rochefort, al oír semejante pregunta, sintió un movimiento de cólera.
—Me parece —dijo— que Vuestra Eminencia debía saberlo mejor que nadie.
—¿Yo? No tal. Hay aún en la Bastilla muchos presos de la época del señor cardenal de Richelieu, cuyos nombres ignoro.
—Sí, pero no podíais olvidar el mío, puesto que me trasladaron del Chatelet a la Bastilla por mandato vuestro.
—¿De veras?
—Sí, señor.
—Sí, ahora creo que recuerdo. ¿No fuisteis vos el que en cierta ocasión rehusó hacer un viaje a Bruselas en servicio de la reina?
—¡Enhorabuena! —exclamó Rochefort—. ¡Esa es la causa verdadera! Cinco años hace que la estoy buscando sin poder dar con ella.
—No, no es esto decir que por eso se os prendiera. Os dirijo una simple pregunta: ¿No rehusasteis ir a Bruselas en servicio de la reina, mientras que por servir al difunto cardenal habíais ido?
—Precisamente por ello no podía ir. Yo había estado en Bruselas en circunstancias muy críticas: cuando la conspiración de Calais. Fui para sorprender la correspondencia de éste con el archiduque, y ya entonces, cuando me conocieron, faltó poco para que me despedazaran. ¿Cómo queríais que volviera? En lugar de servir a la reina, la hubiera perdido.
—Ya veis cómo las cosas mejor pensadas se prestan a una mala interpretación. La reina sólo vio una mera negativa, y como en tiempos del difunto cardenal tuvo muchos motivos de queja contra vos…
Rochefort sonrió desdeñosamente, diciendo:
—Me parece que por lo mismo que había servido bien al cardenal Richelieu contra la reina, debisteis pensar, monseñor, que os serviría lo mismo contra todo el mundo.
—Yo, caballero Rochefort —respondió Mazarino—, no soy como mi antecesor, que aspiraba a un poder absoluto: soy un ministro que no necesita servidores; en fin como Su Majestad es muy suspicaz consideraría vuestra negativa por una declaración de guerra de una persona de talento, y por lo mismo peligrosa, y me encargaría que os prendiese. Por eso os encontráis en la Bastilla.
—Pues bien, señor, creo que si estoy por una mala inteligencia…
—Sí, sí todo puede arreglarse —interrumpió Mazarino—; vos sois hombre que conocéis bien ciertos negocios y que sabéis realizar vuestros proyectos…
—Esa era la opinión del cardenal de Richelieu, y mi admiración hacia aquel grande hombre aumenta al ver que vos pensáis lo mismo.
—Así —respondió Mazarino—: el señor cardenal era muy diplomático, y esto le daba una gran superioridad con respecto a mí, que soy hombre sencillo y franco. Ese es mi defecto, tengo una ingenuidad enteramente francesa.
Rochefort mordióse los labios para contener la risa.
—Pues bien, vamos al asunto: tengo necesidad de rodearme de buenos amigos, de servidores fieles; y al hablar de este modo, quiero decir que es la reina quien los necesita. Yo no hago nunca nada sin orden de Su Majestad, pues no me parezco al cardenal Richelieu, que todo lo hacía por su iniciativa. Seguramente nunca llegaré a ser tan grande como él, pero en cambio soy hombre de bien, y espero demostrároslo, amigo Rochefort.
Rochefort, que conocía muy bien aquella voz melosa, en la que de vez en cuando se notaba una especie de silbido semejante al de una víbora, le dijo:
—Señor, estoy dispuesto a creeros, por más que hasta ahora no haya experimentado los efectos de esa bondad. No olvide Vuestra Eminencia —añadió Rochefort, para aminorar el mal efecto que estas palabras habían causado en el ministro—, que hace cinco años estoy en la Bastilla, y nada extravía más las ideas, que ver las cosas a través de la reja de un calabozo.
—Ya os he dicho, caballero Rochefort, que soy enteramente ajeno a vuestra prisión. La reina… ¿qué queréis?… arrebatos de mujer y de princesa… pero son cosas que pasan como vienen y después se olvidan.
—Comprendo, pues, señor, que la reina, que ha pasado esos cinco años en el Palacio Real rodeada de fiestas y cortesanos, no piense en ellos, pero yo que los he pasado en la Bastilla…
—¿Creéis, amigo Rochefort, que el Palacio Real es muy alegre? No hay tal cosa. También en él hemos pasado muy malos ratos. Pero dejemos esto a un lado, y vamos a mi principal objeto. Francamente, Rochefort, ¿queréis ser de los nuestros?
—Bien podéis figuraros, señor, que no deseo otra cosa; pero no estoy enterado de nada de lo que sucede. En la Bastilla no se habla de política nada más que con los soldados y carceleros, y os aseguro que esa gente está muy poco al tanto de los acontecimientos. Yo les pregunto siempre por el señor de Bassompierre. ¿Sigue siendo uno de los diecisiete caballeros?
—Ha muerto, amigo mío, y fue una gran pérdida. Los hombres leales son escasos…
—¡Ya lo creo! ¡Cuando halláis uno lo enviáis a la Bastilla!
—¿Y con qué se demuestra la lealtad?
—Con hechos.
—Sí, con hechos —repitió Mazarino—, pero ¿dónde se encuentran los hombres capaces de ejecutarlos?