—Os ruego que lo perdonéis, cardenal —dijo la reina—; el rey es un niño que no está todavía en el estado de conocer las grandes obligaciones que os debe.
El cardenal se sonrió.
—Pero indudablemente os ha traído algún motivo importante —continuó la reina—. ¿Qué sucede?
Mazarino se sentó, o más bien se dejó caer en un sillón, y con aire triste dijo:
—Sucede que, según toda probabilidad, nos veremos precisados a separarnos muy pronto, a menos que no llevéis vuestro afecto hasta el punto de seguirme a Italia.
—¿Y por qué? —preguntó la reina.
—Porque como dicen en la ópera
Tisbe
:
El hado se conjura
En contra nuestra, y del amor la llama
El orbe entero dividir procura.
—Os estáis chanceando —dijo la reina procurando recobrar algo de su antigua dignidad.
—¡Ay! no, señora —dijo Mazarino—; no estoy de humor para chancearme, y más bien tengo motivo para afligirme. Advertid bien que he dicho:
El orbe entero dividir procura.
—Y como vos formáis parte de ese mundo, quiero dar a entender que también vos me abandonáis.
—¡Cardenal!
—¿No os vi hace pocos días sonreír con el duque de Orléans por las cosas que os decía?
—¿Y qué me decía?
—Os decía, señora: «Vuestro Mazarino es el principal y tal vez el único escollo; que se marche, y todo irá bien».
—¿Y qué queríais que hiciese?
—¡Me parece, señora, que aún sois reina!
—¡Buena majestad, ciertamente! ¡Expuesta a la merced del primer embadurnador de papel del Palacio Real o a la del primer hidalguillo de aldea!
—Sin embargo, tenéis el suficiente poder para separar de vuestro lado a las personas que os desagradan.
—Que os desagradan a vos, queréis decir —respondió la reina.
—¿A mí?
—Seguramente. ¿Quién ha desterrado a la señora de Chevreuse, que sufrió una persecución de doce años en el reinado anterior?
—¡Una intrigante que deseaba continuar en contra mía todos los enredos principiados contra Richelieu!
—¿Quién ha desterrado a la señora de Hautefort, a esa excelente amiga que supo rechazar la amistad y el favor del rey por conservar los míos?
—¡Una necia que os molía todas las noches al desnudaros con la cantinela de que era perder vuestra alma el querer a un sacerdote, como si por ser uno cardenal hubiese de ser a la fuerza sacerdote!
—¿Quién ha hecho arrestar a M. de Beaufort?
—¡Un chismoso que trataba nada menos que de asesinarme!
—Ya veis, cardenal —dijo la reina—, que vuestros enemigos son los míos.
—Pero no basta eso, señora; sería preciso, además, que vuestros amigos fuesen míos también.
—¡Mis amigos, señor! —dijo la reina moviendo la cabeza—. ¡Ay! Ya no los tengo.
—¿Cómo no habéis de tener amigos en la prosperidad cuando los teníais en la desgracia?
—Porque en la prosperidad me he olvidado de todos; porque hice como la reina María de Médicis, que de vuelta de su primer destierro, despreció a cuantos habían sufrido por su causa, y que proscrita por segunda vez, murió en Colonia abandonada del orbe entero y hasta de su propio hijo, porque todo el mundo la despreciaba a su vez.
—Pues bien —dijo Mazarino—, ¿no sería aún tiempo de reparar el mal? Buscad entre vuestros amigos más antiguos.
—¿Qué queréis decir?
—Nada más que lo que digo: que busquéis.
—Por más que busco no hallo a nadie. El duque se halla dominado, como siempre, por su favorito, que ayer fue Choisy, hoy es la Riviere, y mañana será cualquier otro. El príncipe está sojuzgado por la señora de Longueville, la cual se encuentra a su vez sojuzgada por su amante, el príncipe de Marsillac. El señor de Conti se halla dominado por el coadjutor, quien a su vez está dominado por la señora de Gumenée.
—Por esto, señora, no os aconsejo que escojáis entre vuestros amigos del día, sino entre los antiguos.
—¿Entre mis amigos antiguos? —dijo la reina.
—Sí; entre vuestros antiguos amigos, entre los que os ayudaron a luchar contra el duque de Richelieu, y aún a vencerle.
—¿Adónde deseará ir a parar? —murmuró la reina, mirando al cardenal con inquietud.
—Sí —continuó éste—, yo sé que en cierta ocasión supisteis contrarrestar los ataques del cardenal, gracias al auxilio que os dieron vuestros amigos.
—Yo no he hecho más que sufrir toda mi vida.
—Habéis sufrido, vengándoos, que es como sufren las mujeres. Pero vamos al asunto. ¿Conocéis al conde de Rochefort?
—Rochefort no era amigo: todo lo contrario, yo creía que sabíais que era uno de los servidores más leales del cardenal, y, por lo tanto, mi enemigo más encarnizado.
—Tanto lo sabía que lo encerré en la Bastilla.
—¿Ha sido puesto en libertad? —preguntó la reina.
—No, calmaos; continúa preso, y si os he hablado de él ha sido Para llegar a otro, ¿conocéis a M. D’Artagnan? —continuó el cardenal mirando fijamente a Ana de Austria.
La reina experimentó toda la fuerza de la estocada, y pensó: «¿Habrá cometido ese hombre alguna imprudencia?».
—¿D’Artagnan? —exclamó en voz alta—. Sí, lo tengo presente: es un mosquetero que amaba a una de mis doncellas, la cual murió envenenada por mi causa.
—¿Y nada más? —preguntó Mazarino.
—¿Me estáis haciendo sufrir un interrogatorio? —dijo la reina altivamente.
—En todo caso vos no contestáis sino a vuestro capricho —respondió Mazarino con su voz melosa y sin abandonar su eterna sonrisa.
—Explicad con claridad lo que queréis, y yo contestaré del mismo modo —respondió la reina con impaciencia.
—Pues bien, señora, deseo que me contéis en el número de vuestros amigos, así como yo estoy dispuesto a hacer en vuestro servicio todo lo que sea necesario. Las circunstancias son graves y será preciso proceder con energía.
—¿Más aún? Creía que bastaba con haber preso al caballero de Beaufort.
—Ese no era más que el torrente que amenazaba destruirlo todo, y a los torrentes se les vence con facilidad. Lo que hay que temer es el agua mansa.
—Terminad.
—Todos los días estoy sufriendo las impertinencias y los insultos de vuestros príncipes y vuestros lacayos titulados, imbéciles que ignoran que los tengo en mis manos y que bajo mi aparente tranquilidad y mi constante sonrisa, no han adivinado la resolución del hombre que se ha propuesto ser más fuerte que todos y lo será. Hemos hecho prender a Beaufort, es verdad; pero aún quedan otros; queda el príncipe…
—¡El vencedor de Rocroy! ¿Pensáis en eso?
—Sí, señora… y no es esto sólo, pienso además en el duque de Orleáns.
—¿El primer príncipe de la sangre? ¿El tío del rey?
—No veo en él más que el miserable conspirador que en el anterior reinado, movido de miserables rencores, devorado por una codicia innoble, envidioso de todo lo que valía más que él, irritado por su nulidad, se hizo eco de todos los rumores siniestros, alma de todas las intrigas y aparentó ponerse a la cabeza de todos los intrépidos que cometieron la necedad de fiar en su palabra, para que renegara de ellos cuando los vio subir al cadalso. No veo en él más que al asesino de Chalais, de Montmorency y de Cinq-Mars, que hoy trata de volver a las andadas, figurándose que ganará la partida, porque en lugar de un hombre que amenaza, tiene enfrente un hombre que sonríe. Pero se equivoca como un estúpido, y ha de sentir no tener que luchar con Richelieu. No pienso dejar a vuestro lado ese semillero de discordias con que el difunto cardenal hizo hervir muchísimas veces la sangre del rey.
La reina se ruborizó y ocultó la cabeza entre las manos.
—No quiero humillar a Vuestra Majestad —prosiguió Mazarino, ya más tranquilo pero con gran firmeza—: quiero que se respete a la reina y a su ministro, puesto que a los ojos de todos no soy más que eso. Vuestra Majestad sabe que no soy un juguete traído de Italia, como dicen esos imbéciles, y es preciso que todos lo sepan de una vez.
—¿Qué debo hacer? —dijo Ana de Austria dominada por aquella voluntad imperiosa.
—Buscar en vuestra memoria los nombres de aquellos hombres que, a pesar de los esfuerzos de Richelieu, hicieron un viaje, dejando en el camino el rastro de su sangre, para traer a Vuestra Majestad el adorno que se dignó regalar al duque de Buckingham.
—¡Me estáis insultando! —exclamó Ana de Austria levantándose majestuosa e irritada, como movida por un resorte de acero.
—Quiero, en fin —prosiguió Mazarino completando el pensamiento que había cortado en su mitad la acción de la reina—, quiero que hagáis hoy por vuestro marido lo que hicisteis en otra época por vuestro amante.
—¡Aún esa calumnia! —exclamó la reina—. Ya la creía olvidada viendo que hasta ahora nada me habíais dicho; pero al fin ha llegado el instante en que me hablaseis… ¡y me alegro en el alma! Porque se pondrán en claro los hechos y concluiremos de una vez, ¿lo entendéis?
—Pero, señora —dijo Mazarino asombrado de la energía que manifestaba la reina—; yo no os pido que me digáis…
—Y yo quiero decíroslo todo —repuso Ana de Austria—. Oíd. Quiero deciros que había entonces efectivamente cuatro corazones leales, cuatro almas nobles, cuatro espadas fieles que me salvaron más aún que la vida, pues me salvaron el honor.
—¡Ah, confesáis por fin!
—¡Pues qué! ¿Sólo los criminales pueden tener su honor en peligro? ¿No se puede deshonrar a nadie, y especialmente a una mujer, Con apariencias? Sí, las apariencias estaban en contra mía, e iba a quedar deshonrada, y no obstante, juro que no era culpable, lo juro…
Buscó la reina un objeto santo por el cual pudiese jurar, y tomando de un armario oculto bajo la tapicería un cofrecillo de palo de rosa incrustado de plata, lo puso sobre el altar.
—¡Lo juro —continuó— por estas sagradas reliquias! Cierto es que amaba al duque de Buckingham, pero no era mi amante.
—¿Y qué reliquias son esas por las cuales hacéis tal juramento, señora? —dijo Mazarino sonriéndose—. Porque os participo que en mi cualidad de romano soy bastante incrédulo; hay reliquias de reliquias.
La reina quitóse del cuello una llavecita de oro, y presentándola al cardenal:
—Abrid —le dijo—, y examinadlas vos mismo.
Mazarino tomó asombrado la llave y abrió el cofrecillo, en el cual no halló más que un cuchillo y dos cartas, una de ellas manchada de sangre.
—¿Y qué es esto? —preguntó Mazarino.
—¿Qué es eso, caballero? —repitió Ana de Austria con su dignidad de reina y extendiendo sobre el cofrecillo un brazo que había conservado toda su belleza a pesar de los años—. Voy a decíroslo. Estas dos cartas son las únicas que le he escrito, y este cuchillo es el mismo con que Felton le asesinó. Leed las cartas, caballero, y conoceréis si he faltado a la verdad.
A pesar del permiso que tenía Mazarino, por un sentimiento natural, en lugar de leer las cartas tomó el cuchillo que Buckingham se arrancara, al morir, de su herida, enviándolo por medio de Laporte a la reina. La hoja estaba completamente tomada, pues la sangre se había convertido en moho. En seguida, y después de un momento de examen, durante el cual se puso la reina más blanca que la sabanilla del altar sobre el que estaba apoyada, volviólo a colocar en el cofrecillo con un estremecimiento involuntario.
—Bien, señora —dijo—; me es suficiente vuestro juramento.
—No; no, leed, leed; lo quiero y lo mando, a fin de que todo quede concluido de una vez y no se vuelva a hablar del asunto. ¿Os parece —añadió con una terrible sonrisa— que esté dispuesta a abrir ese cofrecillo a cada una de vuestras futuras acusaciones?
Dominado Mazarino por aquella energía, obedeció casi maquinalmente y leyó las dos cartas. Una era en la que pedía la reina sus herretes a Buckingham, carta de la que fue D’Artagnan portador y que llegó tan oportunamente; y la otra la que Laporte dio a Buckingham, en la cual le avisaba la reina que trataban de asesinarle y que llegó demasiado tarde.
—Perfectamente, señora —dijo Mazarino—; nada hay que replicar a eso.
—Sí, caballero —dijo la reina, cerrando el cofrecillo y poniendo encima la mano—; sí, algo hay que replicar, y es que he sido una ingrata con hombres que me salvaron a mí y que hicieron cuanto estuvo de su parte por salvarle a él, y que nada he hecho en favor de ese valiente D’Artagnan, de que me hablabais no hace mucho, sino darle a besar mi mano y regalarle este diamante.
La reina extendió su hermosa mano hacia el cardenal y le enseñó una piedra riquísima que brillaba en su dedo.
—Lo vendió, según tengo entendido, en un momento de apuro, y lo vendió por salvarme a mí por segunda vez, pues fue a fin de enviar un mensajero al duque y prevenirle que estaba resuelta su muerte.
—¿Conque, D’Artagnan lo sabía?
—Todo absolutamente. El cómo es lo que no conozco. Pero en fin, él lo vendió al señor Des-Essarts, en cuyo dedo lo vi y de quien lo he rescatado; mas este diamante es suyo, caballero; devolvédselo de mi parte, y puesto que la suerte ha colocado al lado vuestro a un hombre semejante procurad valeros de él.
—Gracias, señora —dijo Mazarino—; me serviré de vuestro consejo.
—Y ahora —dijo la reina, como aniquilada por la emoción que sentía—, ¿se os ofrece alguna otra cosa?
—Nada, señora —respondió el cardenal con voz afectuosa—, sino suplicaros que me perdonéis mis injustas sospechas; pero os amo tanto, que no debéis extrañar que tenga celos hasta de lo pasado.
Una sonrisa de inexplicable expresión entreabrió los labios de la reina.
—Bien está —dijo—; si no se os ofrece nada más, dejadme, pues debéis conocer que después de esta escena deseo estar sola.
Mazarino se inclinó.
—Me retiro, señora —repuso—; ¿cuándo me permitiréis volver?
—Mañana; para reponerme de mi emoción quizá no baste ese tiempo.
El cardenal besó galantemente la mano de la reina y se retiró.
Un momento después, pasó Ana de Austria a la habitación de su hijo y preguntó a Laporte si ya se había acostado el rey.
El fiel servidor le enseñó el niño profundamente dormido.
La reina acercóse al lecho, besó la frente ceñuda de Luis XIV y se retiró, diciendo a Laporte:
—Cuidad de que el rey ponga mejor cara al cardenal, a quién él y yo debemos buenos servicios.
Entretanto, el cardenal volvía a su gabinete y preguntaba a Bernouin, que le aguardaba en la puerta, si había ocurrido alguna novedad durante su ausencia. El ayuda de cámara contestó negativamente, y entonces Mazarino indicóle con un gesto que se ausentara.