—Tranquilizaos amigo Renato —decía la voz dulce—, no volverá a suceder lo que esta noche; he descubierto una especie de subterráneo que pasa por la calle, y no tendremos que hacer más que levantar una de las losas que se hallan delante de la puerta para que podáis entrar y salir.
—¡Oh! —dijo otra voz que D’Artagnan reconoció ser la de Aramis—, os prometo, princesa, que si no dependiese vuestra reputación de todas estas precauciones, y si sólo mi vida corriese peligro…
—Sí, sí, no ignoro que sois valiente y arrojado como ninguno; pero no sólo debéis conservaros para mí, sino para todo vuestro partido. ¡Sed, pues, muy discreto!
—Obedezco, señora —dijo Aramis—, porque no puedo hacer otra cosa al recibir órdenes dictadas por una voz tan dulce.
Y le besó afectuosamente la mano.
—¡Ah! —exclamó el caballero de la dulce voz.
—¿Qué? —preguntó Aramis.
—¿No lo veis? El aire se ha llevado mi sombrero.
Aramis echó a correr en pos del objeto fugitivo. D’Artagnan se aprovechó de aquella oportunidad y buscó un sitio en que estuviese menos espesa la enramada para dirigir libremente una mirada al enigmático caballero. Casualmente en aquel momento salía la luna de detrás de una nube, movida acaso de curiosidad como el oficial, y a su indiscreta claridad, reconoció D’Artagnan los rasgados ojos azules, los cabellos de oro y la franca fisonomía de la duquesa de Longueville.
Aramis volvió riéndose con un sombrero en la cabeza y otro en la mano, y la pareja prosiguió su camino hacia el convento.
—¡Magnífico! —dijo D’Artagnan levantándose y limpiándose el polvo de la rodilla—. Te cogí; eres frondista y amante de la señora de Longueville.
Por los datos que Aramis proporcionó a D’Artagnan, éste, que ya sabía que Porthos tenía por su familia el apellido Du-Vallon, averiguó también que por sus posesiones se llamaba Bracieux, y que sobre esta propiedad, seguía en pleito con el obispo de Noyon.
Debía, por tanto, buscarle en las cercanías de Noyon, es decir, en la frontera de la isla de Francia y de la Picardía.
No tardó mucho en hacer su itinerario, resolviendo ir a Dammartin, de donde parten dos caminos, uno a Soissons y otro a Compiegne, pedir allí noticias de la hacienda de Bracieux, y según la contestación que le diesen, tomar el camino recto o el de la izquierda.
Planchet, que aún no estaba del todo tranquilo en cuanto a su aventura política de París, declaró que seguiría a su amo hasta el fin del mundo, cualquiera que fuese el camino que tomara, limitándose a rogarle que viajara de noche, porque la oscuridad ofrecía más garantías. D’Artagnan le propuso que avisara a su mujer de su paradero, para sacarla de cuidados; pero él contestó con su acostumbrada sagacidad, que su mujer no se moriría de inquietud por no saber su paradero, y en cambio él, que conocía la incontinencia de lengua de su costilla, no volvería a estar tranquilo si lo supiera.
Tan excelentes parecieron a D’Artagnan estas razones, que no insistió más y a eso de las ocho de la noche, cuando las sombras empezaban a condensarse montó a caballo y seguido de Planchet partió de la capital por la puerta de San Dionisio.
A las doce de la noche estaban los dos viajeros en Dammartin. Como la hora era poco propicia para tomar informes, y el posadero en cuya casa pararon estaba ya acostado, D’Artagnan aplazó sus investigaciones para el día siguiente.
Por la mañana mandó llamar al posadero, que era uno de esos normandos solapados que nunca responden categóricamente a las preguntas que se les hacen, temiendo comprometerse. De sus ambiguas respuestas dedujo D’Artagnan que debía seguir el camino derecho, e hízolo así, llegando a las nueve de la mañana a Nanteuil, donde se detuvo para almorzar.
El posadero de Nanteuil era un hombre noble y bonachón, que reconoció a Planchet por compatriota, y no tuvo inconveniente en dar todas las noticias que le pidieron. La hacienda de Bracieux estaba a algunas leguas de Villers-Cotterets.
D’Artagnan había estado algunas veces con la corte en Villers-Cotterets, porque aquella ciudad era entonces sitio real. Se dirigió a ella, y apéose como acostumbraba en la posada del
Delfín de Oro
.
Allí adquirió noticias más positivas, puesto que averiguó que la hacienda de Bracieux distaba cuatro leguas; pero que no encontraría en ella a Porthos, porque éste, que había tenido efectivamente ciertas cuestiones con el obispo de Noyon, acerca de límites entre su hacienda y la de Pierrefonds, que era contigua, decidióse por fin a comprar a Pierrefonds, añadiendo este nombre a los que ya tenía, por lo cual habitaba su nueva propiedad, y se llamaba Du-Vallon de Bracieux de Pierrefonds.
Como los caballos habían caminado diez leguas, y estaban cansados, fue preciso esperar al otro día. Además, era preciso atravesar una gran selva, y el lector recordará que Planchet no era aficionado a pasar selvas de noche.
Había otra cosa a la que Planchet tampoco era aficionado, y era a ponerse en camino en ayunas; así es que cuando D’Artagnan despertó halló preparado el almuerzo. Esta atención merecía el mayor agradecimiento. D’Artagnan se sentó a la mesa, y Planchet, que al volver a su condición de lacayo aceptó todas las consecuencias de tal, comió lo que sobró a su amo.
A las ocho de la mañana, emprendieron la marcha. Era imposible equivocarse: bastaba tomar el camino de Villers-Cotterets a Compiegne y volver a la derecha al salir del bosque.
Era una placentera mañana de primavera: las aves cantaban en los árboles; algunos anchos rayos de sol llegaban hasta el suelo, logrando unas cortinas de gasa dorada. En otros lugares apenas atravesaban el espeso follaje; los troncos de las encinas en que se refugiaban las ágiles ardillas al sentir a los viajeros, permanecían envueltos en sombras; de toda aquella selva inculta, brotaba un perfume de hierbas, de flores y de hojas que alegraba el corazón. D’Artagnan recordando la fetidez de París, iba pensando en que un hombre que pudiese poner por apéndice a su nombre los títulos de tres propiedades, debía ser muy feliz en aquel paraíso y movía la cabeza diciendo: «Si yo fuera Porthos, y D’Artagnan viniese a hacerme la proposición que yo voy a hacerle, lo mandaría enhoramala».
Planchet no pensaba, digería el almuerzo.
En los límites del bosque, vio D’Artagnan el camino designado, y al término de éste las torres de un gran castillo feudal.
—¡Cáspita! —murmuró—. Yo creía que este castillo era propiedad de la familia de Orléans: ¿si habrá entrado Porthos en relaciones con el duque de Longueville?
—Vaya unas tierras bien cultivadas, señor —dijo Planchet—. Si pertenecen al señor Porthos se le puede felicitar.
—Oye, no vayas a llamarle Porthos, ni siquiera Du-Vallon —dijo D’Artagnan—; llámale Bracieux o Pierrefonds, para que mi misión tenga buen éxito.
A medida que se iban aproximando al castillo que había llamado su atención, conoció D’Artagnan que su amigo no debía vivir en él; las torres, aunque parecían fuertes y recientemente edificadas, estaban rajadas y fuera de nivel. Parecía que habían sido partidas a hachazos por un gigante.
A la proximidad del camino encontróse D’Artagnan a la entrada de un hermoso valle, en cuyo fondo y al pie de un lago bellísimo, aunque no extenso, había diseminadas algunas casas, parte de ellas cubiertas de tejas y las demás de bálago. Todas parecían reconocer humildemente la soberanía de un lindo castillo edificado a principios del reinado de Enrique IV Al verle no dudó D’Artagnan que aquella fuera la morada de Porthos.
El camino conducía directamente a aquel castillo que, comparado con el que nuestro amigo acababa de divisar en la montaña, era lo que un petimetre de la comitiva del duque de Enghien, comparado con un caballero de tiempo de Carlos VII armado de punta en blanco. D’Artagnan continuó su camino al trote; Planchet arregló el paso de su cabalgadura al que tomó la de su amo.
A los diez minutos llegó D’Artagnan a la entrada de una encantadora alameda que conducía a una verja de hierro, con las puntas superiores y las franjas transversales doradas. En medio de esta alameda estaba a caballo sobre un soberbio jaco, un figurón vestido de verde y dorado como la verja; acompañábanle dos lacayos cubiertos de galones en todas las costuras de la librea, y gran número de gentes en pobre apariencia le rendían respetuosos homenajes.
—¡Hola! —pensó D’Artagnan—. ¿Será ése el señor Du-Vallon de Bracieux de Pierrefonds? ¡Pues no ha encogido poco desde que no se llama Porthos!
—No puede ser él —dijo Planchet, contestando a la reflexión de D’Artagnan—. El señor Porthos tenía cerca de seis pies, y éste no llega a los cinco.
—No obstante —repuso D’Artagnan—, mucho saludan a ese señor. A estas palabras, picó espuelas D’Artagnan hacia el jaco, el respetable jinete y los lacayos. Conforme se aproximaba le parecía reconocer las facciones del personaje a quien se dirigía.
—¡Jesús, señor! —dijo Planchet, que también creía reconocerle ¿Es posible que sea él?
A esta exclamación se volvió el de lo verde lentamente, y con la mayor prosopopeya, y los dos viajeros pudieron ver brillar en todo su esplendor los ojos vivos, los encendidos mofletes y la elocuentísima sonrisa de Mosquetón.
En efecto, era Mosquetón; Mosquetón redondo como una bola y risueño como unas Pascuas, que lejos de hacer lo que el hipócrita de Bazin, tiróse del jaco y se acercó al oficial con sombrero en mano, con lo cual los homenajes de la asamblea hicieron un cuarto de conversación hacia aquel nuevo sol que eclipsaba al antiguo.
—¡Señor D’Artagnan!, ¡caballero D’Artagnan! —repetía sudando de gozo—. ¡Señor D’Artagnan! ¡Oh!, ¡qué alegre se va a poner mi señor y amo!, ¡señor Du-Vallon de Bracieux de Pierrefonds!
—¡Bueno Mosquetón! ¿Conque se halla aquí tu amo?
—Os halláis en sus dominios.
—¡Pero, qué guapetón estás!, ¡qué gordo!, ¡qué rozagante! —prosiguió D’Artagnan, sin cansarse de detallar las variaciones que había sufrido el hambriento escudero de Porthos.
—Sí, gracias a Dios —dijo Mosquetón—, tengo bastante salud.
—¿Y nada dices a tu amigo Planchet? —dijo D’Artagnan.
—¡Mi amigo Planchet! Planchet, eres tú amigo mío —dijo Mosquetón con los brazos abiertos y los ojos llenos de lágrimas.
—Yo mismo —dijo Planchet con su prudencia acostumbrada—; pero antes de nada quería ver si te habías vuelto también un orgulloso.
—¿Orgulloso con un amigo antiguo? Jamás, Planchet. No puedes haber pensado eso, o no conoces a Mosquetón.
—¡Corriente! —dijo Planchet, apeándose y tendiendo también los brazos a Mosquetón—; no eres como ese miserable de Bazin, que me dejó dos horas bajo un cobertizo sin manifestar siquiera que me conocía.
Y Planchet y Mosquetón abrazáronse con tal efusión, que los circunstantes, sumamente conmovidos, creyeron que el primero era algún gran señor disfrazado. Tan alto valor daban a la posición de Mosquetón.
—Ahora M. D’Artagnan —dijo Mosquetón luego que pudo desembarazarse de Planchet, que hacía en vano esfuerzos para juntar sus dos manos por detrás de la espalda de su amigo—; ahora permitidme que os deje solos, porque no quiero que otro se anticipe a dar a mi amo la feliz nueva de vuestra llegada. Nunca me perdonaría esa falta.
—Conque en ese caso, amigo —preguntó D’Artagnan eludiendo el designar a Porthos por ninguno de sus nombres—, ¿no me ha olvidado?
—Olvidaros él —exclamó Mosquetón—, cuando diariamente estamos esperando que os nombren mariscal en reemplazo del señor de Gassion o del señor de Bassompierre.
Por los labios de D’Artagnan vagó una de esas sonrisas melancólicas que habían sobrevivido en lo más profundo de su corazón a la pérdida de sus ilusiones juveniles.
—Y vosotros, miserables —continuó Mosquetón—, quedaos con el señor conde de D’Artagnan, y hacedle los honores y lo mejor que podáis, mientras voy a avisar al señor.
Y encaramándose con la ayuda de dos almas caritativas sobre su robusto caballo, al mismo tiempo que Planchet, más ágil de piernas que él, subía sin ayuda de nadie al suyo, emprendió Mosquetón un corto galope sobre el césped de la alameda, galope que más deponía en favor de los lomos que de las piernas del cuadrúpedo.
—Esto preséntase bien —dijo D’Artagnan—; aquí no hay misterios, ni embozados, ni ceremonias; la gente ríe a carcajadas o llora de alegría; todas las caras rebosan salud; parece que la misma naturaleza está regocijada, y que en vez de llevar los árboles hojas y flores, se han cubierto de lazos verdes y de color de rosa.
—Y a mí me parece —dijo Planchet—, estar oliendo los más exquisitos perfumes que expidió nunca un asado, y ver a los pinches de cocina formarse en dos filas para dejarnos pasar. ¡Ah, señor! Qué excelente cocinero debe tener el señor de Pierrefonds, que tan aficionado era a comer bien y mucho cuando se llamaba señor Porthos.
—¡Qué reflexión! —dijo D’Artagnan—. Tus palabras me asustan. Si la realidad corresponde a las apariencias soy hombre al agua. Un ser tan dichoso no consentirá en dejar su actual método de vida, y temo que no voy a ser con Porthos más afortunado que con Aramis.
D’Artagnan pasó la verja y se encontró delante del castillo: estaba echando pie a tierra cuando de pronto apareció en la puerta una especie de gigante. Justo es decir que prescindiendo de todo impulso de egoísmo, el mosquetero sintió latir su corazón de gozo al ver aquella elevada estatura y aquel rostro marcial, que le recordaban un hombre valiente y honrado.
Corrió hacia Porthos y arrojóse en sus brazos: toda la servidumbre, formada en círculo a una distancia respetuosa, contemplaba aquel cuadro con humilde curiosidad. Mosquetón, que estaba en primera fila, se enjugó los ojos. El buen hombre no había dejado de llorar de alegría desde que reconoció a D’Artagnan y a Planchet.
Porthos se cogió al brazo de su amigo.
—¡Cuánto me alegro de volveros a ver, amigo D’Artagnan! —exclamó con voz que desde la cuerda de barítono había pasado a la de bajo profundo—. ¿Con que no me habéis olvidado?
—¡Olvidaros! ¡Ah amigo Du-Vallon! ¿Cómo es posible olvidar los días más hermosos de la juventud, los amigos más fieles y los peligros que con ellos se han corrido? Sólo al veros preséntanse a mi memoria aquellos tiempos de alegría y de felicidad.