El duque propuso llevar a Luisa a Blois en su carruaje.
—Tenéis razón —dijo Athos—, de este modo se reunirá más pronto con su madre. Por lo que a vos toca, estoy seguro, Raúl, de que habréis cometido alguna imprudencia y contribuido a esta desgracia.
—¡Oh! ¡No, señor, os lo aseguro! —exclamó la niña mientras el joven se ponía pálido pensando que podía haber sido causa de aquel accidente.
—Os aseguro, señor… —murmuró Raúl tímidamente.
—No por eso dejaréis de ir a Blois —continuó con bondad el conde—, y pediréis perdón a la señora de Saint-Remy en vuestro nombre y en el mío.
Las mejillas del joven volvieron a avivarse con sus colores naturales; después de consultar con la vista al conde, cogió en sus brazos ya vigorosos a la niña, cuya linda cabeza, a la vez triste y risueña, descansaba sobre su hombro, y la instaló en el carruaje. Montando en seguida con la elegancia y agilidad de un jinete consumado, saludó a Athos y D’Artagnan, y alejóse rápidamente al lado del coche, de cuyo interior no apartaba los ojos.
D’Artagnan había contemplado con asombro toda aquella escena, y cada cosa que iba viendo aumentaba su admiración.
Athos cogióle del brazo y le llevó al jardín.
—Creo —dijo sonriéndose—, que mientras nos preparan la cena, os gustará poner en claro este misterio que os tiene tan pensativo.
—Es verdad, señor conde —dijo D’Artagnan, dejándose dominar un poco por la inmensa y aristocrática superioridad de Athos.
Este le miró con dulce sonrisa, y dijo:
—Ante todo os prevengo, amigo D’Artagnan, que aquí no hay ningún señor conde. Si antes os llamé caballero, fue para presentaros a mis amigos, y que supiesen quién erais; mas para vos espero ser siempre vuestro compañero Athos. ¿Acaso preferís las ceremonias porque no me tenéis tanto cariño?
—¡Dios me libre de tal cosa! —exclamó el gascón con el generoso ímpetu juvenil, tan difícil de encontrar en la edad madura.
—Entonces volvamos a nuestras antiguas costumbres y empecemos siendo sinceros. Lo primero que veis os admira.
—Mucho.
—Y sobre todo mi persona —prosiguió Athos—; confesadlo.
—Lo confieso.
—Todavía soy joven a pesar de mis cuarenta y nueve años, ¿es cierto? Aún soy el mismo.
—Al contrario —dijo D’Artagnan sin temor de llevar la franqueza hasta un grado exagerado—, estáis desconocido.
—¡Ah! Ya entiendo —respondió Athos sonriendo—, todo concluye en el mundo, D’Artagnan: lo mismo la locura que cualquier otra cosa.
—Además, me parece que habéis variado de posición; tenéis una habitación admirable, supongo que la casa será vuestra.
—Sí, es la posesión que heredé cuando dejé el servicio.
—Tenéis parque, caballos, perros…
—El parque consta de diez fanegas de tierra —dijo Athos—, de las cuales hay que restar la parte destinada a la hortaliza y los criados. Mis caballos llegan al número de dos, sin contar el rocín de mi lacayo. Mi jauría redúcese a cuatro perros de caza, uno de muestra y dos lebreles, y aun todo este lujo —añadió sonriéndose— no es por mí.
—Comprendo —repuso D’Artagnan—; será para ese joven, para Raúl.
Y D’Artagnan miró a Athos con una sonrisa involuntaria.
—Lo habéis acertado, amigo —dijo el conde.
—¿Y ese joven es vuestro comensal, vuestro ahijado, o acaso vuestro pariente? ¡Ah! ¡Cuánto habéis variado, amigo Athos!
—Ese joven —respondió Athos pausadamente—, ese joven, D’Artagnan, es un huérfano abandonado por su madre en casa de un pobre cura de aldea; yo lo he criado y educado.
—Mucho cariño os debe tener.
—Me quiere como a su mismo padre.
—Sobre todo os estará muy reconocido.
—¡Oh! En cuanto al agradecimiento es reciproco; le debo tanto como él a mí; y aunque a él no, a vos os lo puedo decir; aún resulto alcanzado en el balance.
—¿Cómo así? —preguntó el mosquetero admirado.
—Es muy claro; él ha causado el cambio verificado en mí; yo me iba secando como un árbol sin raíces; sólo un afecto profundo podía ligarme a la vida. Era muy anciano para pensar en queridas; vuestra ausencia me privaba de los goces de la amistad… Pues bien; en ese niño he hallado lo que había perdido; sin valor para vivir por mí, he vivido por él. Mucho aprovechan las lecciones a un niño, pero mejor es el ejemplo. Yo se lo he dado, D’Artagnan. Tenía vicios, me he corregido de ellos; carecía de virtudes, he simulado tenerlas. De manera que no creo engañarme diciendo que Raúl está destinado a ser un caballero tan completo como es posible en nuestro siglo miserable.
D’Artagnan miraba a Athos con una admiración que cada momento iba en aumento; paseábanse a la sazón por una fresca y sombría alameda, al través de la cual se filtraban oblicuamente algunos rayos del sol en su ocaso. Uno de estos dorados rayos iluminaba el semblante de Athos, y sus ojos parecían reflejar la luz tibia y serena de la tarde. La idea de Milady se presentó a la mente de D’Artagnan.
—¿Y sois dichoso? —dijo a su amigo.
La vigilante vista de Athos penetró hasta el fondo del corazón de D’Artagnan, y leyó en él toda su idea.
—Tan dichoso como puede serlo una criatura de Dios sobre la tierra. Pero completad vuestro pensamiento, D’Artagnan, porque no lo habéis dicho por entero.
—Sois hombre terrible, Athos; nada se os escapa —dijo D’Artagnan—. En efecto, deseaba preguntaros si no tenéis algunas veces impulsos involuntarios de terror semejantes a…
—A remordimientos —prosiguió Athos—. He acabado vuestra frase. Sí y no. No tengo remordimientos, porque creo que aquella mujer merecía el castigo que sufrió. No tengo remordimientos, porque si la hubiese dejado vivir hubiera continuado indudablemente su obra de destrucción; pero eso no quiere decir, amigo mío, que esté convencido de que tuviésemos derecho para hacer lo que hicimos. Puede suceder que toda sangre que se vierte exija una expiación. Ella la ha sufrido ya, quizás nosotros la suframos también.
—Algunas veces he pensado lo propio, Athos —dijo D’Artagnan.
—Aquella mujer tenía un hijo.
—Sí.
—¿Habéis oído hablar de él?
—Jamás.
—Ahora debe contar veintitrés años —murmuró Athos—. Muy a menudo pienso en él, D’Artagnan.
—Es raro. Yo le había olvidado. Athos se sonrió melancólicamente.
—¿Y de lord Winter, no sabéis nada?
—No ignoro que estaba en gran predicamento con Carlos I.
—Habrá corrido su suerte, que es mala en este momento. Ved aquí otro ejemplo de lo que acabo de decir: vertió la sangre de Strafford, y su sangre reclama sangre. ¿Y la reina?
—¿Qué reina?
—Enriqueta de Inglaterra, la hija de Enrique IV.
—Está en el Louvre, como sabéis.
—Sí, privada de todo, ¿no es cierto? Durante los grandes fríos de invierno, me han dicho que su hija tenía que guardar cama por carecer de leña para calentarse. ¿Qué tal? —dijo Athos encogiéndose de hombros—. ¡La hija de Enrique IV tiritando por falta de un haz de leña! ¿Por qué no pidió hospitalidad a cualquiera de nosotros en lugar de dirigirse a Mazarino? Nada le hubiera faltado.
—¿La conocéis, Athos?
—No, pero mi madre la vio siendo niña. ¿No os he manifestado que mi madre fue dama de honor de María de Médicis?
—Nunca. Vos no decís estas cosas, Athos.
—¡Oh! Ya estáis viendo que sí —repuso Athos—, pero es necesario que se presente ocasión.
—Porthos no la esperaría con tanta paciencia —dijo D’Artagnan sonriéndose.
—Cada uno tiene su genio, amigo D’Artagnan. Porthos posee excelentes cualidades, a pesar de que es algo vanidoso. ¿Le habéis vuelto a ver?
—Hace cinco días que me separé de él —respondió D’Artagnan. Entonces contó con la gracia de su carácter gascón todas las magnificencias de Porthos en su castillo de Pierrefonds, asestando de paso dos o tres saetazos al excelente señor Mostón.
—Es admirable —replicó Athos sonriéndose de aquella jovialidad que le traía a la memoria sus buenos tiempos—; es asombroso que una sociedad formada al azar como la nuestra haya conservado tan estrecha unión, a pesar de veinte años de ausencia. La amistad echa raíces muy profundas en los corazones honrados; creedme, D’Artagnan, sólo los perversos la niegan, porque no la comprenden. ¿Y Aramis?
—También le he visto —dijo D’Artagnan—; pero he observado en él cierta tristeza.
—¿De modo que también habéis visto a Aramis? —preguntó Athos mirando a D’Artagnan con ojo investigador—. ¿Luego estáis haciendo una verdadera peregrinación al templo de la amistad, como dirían los poetas?
—Sí tal —contestó D’Artagnan turbado.
—¿Y qué dice nuestro amigo?
—Ya sabéis que Aramis es circunspecto por naturaleza; además, siempre anda metido en asuntos femeniles. Y en estos momentos creo que ha de tener uno muy complicado.
Athos no contestó nada.
—No es curioso —pensó D’Artagnan.
No sólo no contestó Athos, sino que mudó de conversación.
—Ya lo veis —dijo haciendo notar a D’Artagnan que habían vuelto al frente del castillo—; en una hora de paseo hemos recorrido todos mis dominios.
—Todo es encantador, y todo revela que pertenece a un cumplido caballero —respondió D’Artagnan.
En aquel momento se oyeron las pisadas de un caballo.
—Ya está de regreso Raúl —dijo Athos—; sabremos cómo sigue la pobre niña.
En efecto, el joven Raúl se presentó en la verja y entró en el patio cubierto de polvo; echó pie a tierra, entregando el caballo a una especie de palafrenero, y acercóse a saludar al conde y a D’Artagnan con respetuosa cortesía.
—Aquí tenéis —dijo Athos poniendo la mano sobre el hombro del mosquetero— al señor D’Artagnan, de quien me habéis oído hablar con frecuencia, Raúl.
—Caballero —dijo el joven saludando de nuevo y más profundamente—, el señor conde ha pronunciado vuestro nombre en mi presencia, siempre que ha querido presentarme el ejemplo de un hombre extraordinariamente intrépido y generoso.
Este cumplido no dejó de conmover a D’Artagnan. Presentó la mano a Raúl y le dijo:
—Amiguito, todos los elogios que de mí se hayan dicho, corresponden al señor conde, que me ha educado y que no tiene la culpa de que su discípulo saliera tan poco aprovechado. Pero estoy seguro de que vos sabréis indemnizarme. El veros sólo habla en vuestro favor, Raúl: las palabras que habéis dicho me han enternecido.
No es fácil manifestar cuánto embelesó a Athos esta frase; miró a D’Artagnan con gratitud, y después dirigió a Raúl una de esas indescriptibles sonrisas, que tanto orgullo inspiran a los niños.
—Ya no tengo duda —pensó D’Artagnan notando aquella mirada y aquella sonrisa.
—¿Qué hay? —preguntó Athos—. Espero que la desgracia de antes no haya tenido consecuencias.
—Todavía no se sabe; el médico no ha podido decir nada a causa de la hinchazón, pero teme que haya padecido algún nervio.
—¿Y no os habéis quedado acompañando a la señora de Saint-Remy?
—No lo hice por estar de regreso a la hora de cenar, y no haceros esperar más tiempo —dijo Raúl.
En aquel instante se presentó un muchacho vestido entre aldeano y lacayo, y anunció que la cena estaba dispuesta.
Athos condujo a su huésped a un comedor muy humilde, pero cuyos balcones daban por una parte a un jardín y por otra a una estufa en que crecían flores delicadas.
D’Artagnan echó una ojeada a la vajilla, que era de gran valor, y por su antigüedad parecía pertenecer a la familia hacía siglos. Encima de un aparador había un soberbio jarrón de plata, D’Artagnan se detuvo a mirarlo.
—¡Qué admirablemente trabajado está! —exclamó.
—Sí —respondió Athos—, es una obra maestra de un gran artífice florentino, llamado Benvenuto Cellini.
—Representa una batalla.
—La de Marignan. Representa el momento en que uno de mis antepasados da su espada a Francisco I, que acaba de hacer pedazos la suya. Enguerrando de la Fère fue nombrado con este motivo caballero de San Miguel. No satisfecho con esto el rey, que combatió tres horas con la espada de su amigo Enguerrando, sin que se rompiera, le regaló quince años después este jarrón y una espada, que tal vez habréis visto en mi casa y que también es hermosa pieza. Aquel era el tiempo de los gigantes; al lado de semejantes hombres debemos tenernos por enanos. Sentémonos, D’Artagnan, y cenemos. A propósito —dijo Athos al lacayuelo que les servía—, llama a Charlot.
El muchacho ausentóse, y un instante después se presentó el criado, a quien se habían dirigido los dos viajeros al llegar al castillo.
—Amigo Charlot —le dijo Athos—, os recomiendo muy particularmente a Planchet, el lacayo de M. D’Artagnan, por todo el tiempo que resida aquí. Tenéis la llave de la bodega, dadle buen vino, que le gusta; ha dormido mucho tiempo al raso y tampoco le desagradará una buena cama; haced la gracia de ponérsela.
Charlot saludó y se fue.
—Este Charlot —dijo el conde— es un buen hombre; hace dieciocho años que me sirve.
—En todo pensáis —contestó D’Artagnan—; os doy las gracias en nombre de Planchet, querido Athos.
El joven Raúl abrió los ojos al oír este nombre, dudando si D’Artagnan hablaba con el conde.
—¿Os parece extraño ese nombre, Raúl? —dijo Athos sonriendo—. Es el que usaba en la guerra, cuando M. D’Artagnan, otros dos amigos y yo, hicimos proezas en la Rochela, a las órdenes del difunto cardenal, y del señor de Bassompierre, que también ha fallecido. Este caballero tiene a bien darme ese nombre amistoso, causándome un placer cada vez que lo pronuncia.
—Supisteis hacerlo célebre —dijo D’Artagnan—. Un día mereció los laureles del triunfo.
—¿Cómo, caballero? —preguntó Raúl con su curiosidad juvenil.
—A fe que lo ignoro —dijo Athos.
—¿Habéis olvidado el baluarte de San Gervasio y la servilleta convertida en bandera por tres balazos? Yo tengo mejor memoria y voy a contar aquel lance.
Y contó a Raúl toda la historia del baluarte, como Athos le había referido la de su abuelo.
Al oír aquella narración, creyó el joven estar oyendo uno de los hechos de armas que refieren el Tasso y Ariosto, y que pertenecen a los tiempos heroicos de la caballería.
—Pero lo que no os dice D’Artagnan, Raúl —observó Athos—, es que él era uno de los que mejor manejaban la espada en su tiempo; piernas de hierro, puños de acero, golpe de vista segura, mirada fulminante, nada le faltaba para oponer a sus enemigos. Dieciocho años tenía, tres más que vos, cuando le vi pelear por primera vez y contra hombres diestros y avezados a la guerra.