—¿Y venció D’Artagnan? —dijo el joven, cuyos ojos brillaban durante esta conversación, y parecían implorar no se omitiese ningún detalle.
—Me parece que maté a uno —dijo D’Artagnan interrogando a Athos con la mirada—. Al otro le desarmé o le herí, de esto no estoy seguro.
—Sí, le heristeis. ¡Oh! Erais un atleta terrible.
—Yo no he perdido mucho —repuso D’Artagnan con una risita gascona llena de satisfacción—, todavía hace poco…
Una mirada de Athos cerróle la boca.
—Es menester que sepáis, Raúl —repuso Athos—, vos que tan preciado estáis de buen tirador, y cuya vanidad puede sufrir el mejor día una cruel decepción; es necesario que sepáis cuán peligroso es el hombre que une la sangre fría a la agilidad; ésta es la mejor ocasión: rogad mañana al señor D’Artagnan, si no está cansado, que os dé una lección.
—¡Diablos! Pues vos, querido Athos, no sois mal maestro, sobre todo de las dos cualidades que acabáis de elogiar. Hoy mismo me venía hablando Planchet de aquel famoso duelo del cercado de los Carmelitas con lord Winter y sus camaradas. ¡Ah, Raúl! —continuó D’Artagnan—. Por aquí debe andar una espada que yo he llamado mil veces la primera del reino.
—¡Oh! Mi mano se habrá echado a perder con este niño —dijo Athos.
—Hay manos que jamás se echan a perder, querido Athos, pero que echan a perder otras.
Raúl hubiera deseado que se prolongase la conversación toda la noche, pero el conde le hizo observar que su huésped debía estar fatigado y necesitaba descansar. D’Artagnan lo negó con política, pero Athos insistió en que pasase a tomar posesión de su alcoba. Raúl acompañóle a ella, y Athos, conociendo que el joven estaría todo el tiempo que pudiese con D’Artagnan para oírle contar las hazañas de su juventud, pasó a buscarle un momento después y puso fin a aquel hermoso día dando al mosquetero las buenas noches y un apretón de manos muy estrecho.
D’Artagnan se había acostado, menos para dormir que para estar solo y pensar en cuanto había visto y oído aquella tarde.
Como tenía buen carácter y siempre había sentido una inclinación instintiva hacia Athos, la cual acabó convirtiéndose en amistad sincera, causóle una satisfacción inexplicable el encontrar un hombre lleno de inteligencia y fuerza donde esperaba ver un bebedor embrutecido y sumido en la mayor abyección; no tuvo tampoco dificultad en confesar la constante superioridad de Athos, y en vez de entregarse a la envidia o al desaliento que hubiera afligido a una alma menos generosa, no sintió en último resultado más que una satisfacción sincera y leal, concibiendo las mayores esperanzas en favor de su negocio.
Parecíale, sin embargo, que Athos no era sincero y claro en todo. ¿Quién era aquel joven que decía haber adoptado y que tanto se le parecía? ¿Qué significaban las muchas visitas que recibía y qué la extremada sobriedad que se advertía en su mesa? Otra circunstancia, insignificante en apariencia, la ausencia de Grimaud, de quien antiguamente no podía Athos alejarse, y el no haber pronunciado siquiera su nombre, a pesar de ofrecerse ocasión para ello, tenía inquieto a D’Artagnan. O D’Artagnan no tenía la confianza de su amigo, o Athos estaba sujeto por lazos invisibles, o bien le habían prevenido de antemano contra aquella visita.
Hubo de pensar en Rochefort y en lo que le había dicho en la iglesia de Nuestra Señora. ¿Habría precedido Rochefort a D’Artagnan en su viaje a casa de Athos?
El mosquetero no podía emplear el tiempo en cavilaciones, y resolvió promover una explicación al siguiente día. La cortedad del caudal de Athos, tan diestramente disimulada, anunciaba deseos de aparentar y revelaba un resto de ambición fácil de despertar. El vigor de su espíritu y la claridad de sus ideas hacíanle más impresionable que la generalidad de los hombres, cuanto que su actividad instintiva se redoblaría con una dosis de necesidad.
Tales pensamientos tenían desvelado a D’Artagnan, a pesar de su cansancio; meditó sus planes de ataque, y aunque no ignoraba que Athos era un temible adversario, determinó dar la batalla al día siguiente después del almuerzo.
Esto no obstaba para que, por otra parte, creyese que era necesario caminar con mucha prudencia por un terreno tan desconocido, estudiar por espacio de muchos días a las personas con quienes trataba Athos, observar y analizar sus nuevas costumbres y procurar obtener del sencillo joven, ya manejando la espada con él, ya persiguiendo alguna pieza de caza, las noticias intermedias que necesitaba para enlazar al Athos antiguo con el actual, lo cual no presentaba gran dificultad, pues el preceptor debía haberse reflejado en el corazón y en el alma de su alumno. Pero al mismo tiempo D’Artagnan, que estaba dotado de gran penetración, conocía la situación crítica en que había de encontrarse si por una imprudencia o una torpeza dejaba en descubierto sus maniobras a la experimentada vista de Athos.
Preciso es decir también que D’Artagnan, dispuesto siempre a servirse de la astucia contra la malicia de Aramis o la vanidad de Porthos, se avergonzara de hacer lo mismo con el franco y generoso Athos. Creía que Porthos y Aramis le apreciarían más si les vencía en diplomacia, mientras que Athos, por el contrario, le apreciaría menos.
—¡Ah! ¿Por qué no está aquí Grimaud, el taciturno Grimaud? —decía D’Artagnan—. ¡Cuántas cosas hubiera yo comprendido en su silencio! ¡Tenía un silencio tan elocuente!
Poco a poco fue cesando todo el rumor en el edificio; D’Artagnan oyó cerrar las puertas y ventanas; los perros callaron también, después de contestarse unos a otros en el campo; en fin, un ruiseñor perdido en la espesura dejó de entonar sus armónicos plañidos y se durmió; no sonaba en el castillo otro ruido que el monótono de unos pasos dados encima de la alcoba de D’Artagnan, que éste creyó serían de Athos.
—Está paseándose y meditando —pensó D’Artagnan—. ¿En qué? He aquí la dificultad. Lo demás podía saberse; pero esto no.
Al cabo de algún tiempo Athos debió acostarse, porque también cesó este ruido.
El silencio y la fatiga se unieron para vencer a D’Artagnan, el cual cerró por fin los ojos, quedándose dormido a los pocos momentos. No acostumbraba D’Artagnan dormir mucho; apenas entraron en su cuarto los primeros rayos del alba, echóse fuera de la cama y abrió las ventanas.
Miró por una celosía y le pareció ver un bulto que rondaba por el patio haciendo el menor ruido posible. Fiel a su sistema de no dejar pasar la menor circunstancia sin cerciorarse de lo que era, D’Artagnan observó con atención y reconoció la casaca color de granate y los cabellos castaños de Raúl.
El joven (pues era él) abrió la puerta de la caballeriza, sacó el caballo bayo en que había montado el día anterior; lo ensilló con la destreza de un picador consumado. Después condujo al animal por el lado derecho de la huerta, abrió una portezuela lateral que daba a un estrecho sendero, hizo salir al caballo, cerró la puerta, y entonces D’Artagnan viole, más allá de la pared, pasar como una flecha, encorvándose bajo las pendientes ramas de los sauces y de las acacias.
El mosquetero había observado el día anterior que aquel sendero debía conducir a Blois.
—¡Pardiez! —dijo el gascón—. ¡Pronto empieza a hacer de las suyas! ¡Apuesto a que no tiene la aversión que Athos al bello sexo! De seguro no va a cazar, puesto que no lleva ni armas ni perros; tampoco irá a cumplir ningún encargo cuando se oculta. ¿De quién? ¿De mí o de su padre?… Porque está claro que Athos es su padre… ¡Pardiez! Esto lo sabré hoy mismo; hablaré a Athos del asunto sin morderme la lengua.
Iba amaneciendo el día; todos los ruidos que por la noche oyó D’Artagnan se renovaban uno tras otro; el pájaro en las ramas; el perro en el establo; los carneros en la pradera, hasta las barcas del Loira parecían animarse alejándose de la orilla y abandonándose a la corriente. D’Artagnan estuvo algún tiempo en la ventana por no despertar a nadie; mas cuando oyó abrir las puertas y las maderas de los balcones, se hizo por última vez el rizo de sus cabellos, dio la última mano a su bigote, limpió maquinalmente las alas de su sombrero con la manga del jubón y bajó. Al pisar el último escalón, vio a Athos encorvado y en la actitud de quien busca una moneda entre la arena.
—Buenos días, querido patrón —dijo D’Artagnan.
—Felices, amigo. ¿Qué tal ha sido la noche?
—Excelente, Athos; como la cama, como la cena, que debía naturalmente infundirme sueño; como la acogida que me hicisteis ayer. Mas, ¿qué estabais mirando con tanta atención? ¿Habéis cobrado afición a las flores?
—Aunque así fuera, nada tendría de extraño. En el campo cambia uno mucho y llega a amar, sin echarlo de ver siquiera, todas estas bellas producciones que Dios hace brotar del seno de la tierra y que tan despreciadas son en las ciudades. Estaba viendo unos lirios que había puesto junto a esta arca de agua, los cuales hallo marchitos esta mañana. Esos jardineros son la gente más torpe del mundo. Al traer el caballo de la noria le habrán dejado que los pise.
D’Artagnan se sonrió.
—¿Ese es vuestro parecer? —preguntóle.
Y condujo a su amigo por el paseo, en el cual había otras muchas huellas.
—Aquí hay otras, mirad, Athos.
—Sí y huellas recientes.
—Muy recientes —replicó D’Artagnan.
—¿Quién habrá salido por aquí esta mañana? —dijo Athos inquietamente—. ¿Se habrá escapado algún caballo de la cuadra?
—No es probable —repuso D’Artagnan—, porque los pasos son muy iguales y pausados.
—¿Dónde está Raúl? —preguntó Athos—. Todavía no le he visto.
—¡Chist! —dijo D’Artagnan sonriendo y llevándose un dedo a la boca.
—¿Pues qué pasa? —preguntó Athos.
Entonces refirió D’Artagnan lo que había visto, procurando observar la fisonomía de su amigo.
—¡Ah! Ahora lo comprendo todo —exclamó Athos, encogiéndose ligeramente de hombros—; el pobre muchacho habrá ido a Blois.
—¿A qué?
—Está claro; a saber de Luisita la Vallière, de esa niña que se torció ayer un pie.
—¿Eso pensáis? —dijo D’Artagnan con aire de incredulidad.
—Estoy seguro de ello. ¿Qué? ¿No habéis observado que Raúl está enamorado?
—¿De quién? ¿De esa niña de siete años?
—A la edad de Raúl está el corazón tan ávido de sensaciones, que necesita desahogarse con algo, sea ficticio o realidad. Su amor participa de ambas cosas.
—¿Os chanceáis? ¿Pues qué esa niña?…
—¿No la habéis reparado? Es la criatura más bella del mundo: cabellos de un hermoso color de oro, ojos azules que ya saben expresar la malicia y la languidez…
—¿Y qué decís vos de ese amor?
—Nada, me río de él y me burlo de Raúl; mas esas primeras necesidades del corazón son tan imperiosas, esas expansiones de melancolía amorosa en los jóvenes son al mismo tiempo tan gratas y tan amargas, que presentan a veces todos los caracteres de una pasión. Yo me acuerdo de que a la edad de Raúl me había enamorado de una estatua griega que el buen rey Enrique IV regaló a mi padre, y creí morir de pesar, cuando me dijeron que la historia de Pigmalión era una fábula.
—Eso proviene de la ociosidad. No tenéis bastante ocupado a Raúl, y él por su parte busca ocupaciones.
—Tan convencido estoy de eso, que pienso sacarle de aquí.
—Haréis bien.
—Sin duda, pero le destrozaré el corazón y sufrirá tanto como por un verdadero amor. Tres o cuatro años hace, y entonces era todavía un niño, que empezó a acostumbrarse a admirar ese pequeño ídolo, y si continúa aquí concluirá por adorarle. Esos muchachos pasan todo el día haciendo proyectos, y hablan de mil cosas serias como dos amantes de veinte años. Los padres de Luisa se rieron mucho al principio de esta intimidad, pero ya me parece que empiezan a fruncir el ceño.
—¡Niñerías! Pero Raúl necesita distracciones: alejadle de aquí u os exponéis a que nunca sea un hombre.
—Me decido a enviarle a París —dijo Athos.
—¡Ah! —exclamó D’Artagnan.
Y creyendo que aquel era el momento oportuno para romper las hostilidades, agregó:
—Si queréis, podemos hacer la suerte de ese joven.
—¡Ah! —exclamó Athos a su vez.
—Quiero consultaros respecto a una idea que se me ha ocurrido.
—Veamos.
—¿No os parece que ha llegado el tiempo de volver al servicio?
—¿Pero no permanecéis en él, D’Artagnan? —dijo Athos.
—Yo me entiendo. Hablo del servicio activo. ¿Ha perdido para vos todo su encanto nuestra vida pasada? Si os ofrecieran ventajas reales, tendríais inconveniente en renovar las hazañas de nuestra juventud con Porthos y conmigo.
—¿Es una proposición la que hacéis? —preguntó Athos.
—Sincera y explícita.
—¿Para volver a campaña?
—Sí.
—¿De parte de quién, y contra quién? —preguntó vivamente Athos, clavando en el gascón una mirada benévola y serena.
—¡Diantre! ¡Mucha prisa tenéis!
—Hablemos claro y oídme bien, D’Artagnan. Un hombre como yo no puede servir más que a una persona, o mejor dicho, a una causa: a la del rey.
—De él hablo —dijo el mosquetero.
—Sí, pero entendámonos —repuso con seriedad Athos—, si por causa del rey entendéis la del cardenal Mazarino, hemos dejado de estar de acuerdo.
—No digo eso precisamente —contestó el gascón turbado.
—Vamos, D’Artagnan —dijo Athos—, no nos chanceemos. Vuestra indecisión, vuestros rodeos me descubren de parte de quién venís. Efectivamente, no se atreven a proclamar abiertamente esa causa y los que reclutan gente para ella, lo hacen con timidez y a medias palabras.
—¡Amigo Athos!… —interrumpió D’Artagnan.
—Ya sabéis que no hablo por vos, que sois la flor de los valientes; hablo de ese mezquino e intrigante italiano; de ese bribón que intenta ceñirse una corona que ha robado debajo de una almohada; de ese tunante que llama partido del rey a su partido, y que se atreve a encarcelar a los príncipes de la sangre, sin osar matarlos, como hacía nuestro cardenal, ¡el excelente cardenal!; de ese usurero que pesa los escudos de oro y se guarda lo que cercena, temiendo perderlos al día siguiente por muchas trampas que haga en el juego; de ese pícaro, en fin, que según cuentan maltrata a la reina ¡tanto peor para ella! y que dentro de tres meses nos va a armar una guerra civil para conservar sus pensiones. ¿Ese es el amo que me proponéis, D’Artagnan? ¡Muchas gracias!
—¡Por Dios que sois más impetuoso que antes! —dijo D’Artagnan—. Los años os han acalorado la sangre en vez de entibiarla. ¿Quién os dice que Mazarino sea mi amo y que yo quiera que lo sea vuestro?