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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (20 page)

BOOK: Veinte años después
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—¡Diablo! —había dicho entre sí el gascón—, no confesemos nuestros secretos a un hombre tal mal dispuesto.

—Pero, entonces —repuso Athos—, ¿qué significan esas proposiciones, D’Artagnan?

—Es muy sencillo. Vos vivís en vuestras tierras, y parece que sois feliz con vuestra dorada medianía. Porthos tiene acaso cincuenta o sesenta mil libras de renta, y Aramis quince duquesas que se disputan entre sí al prelado como antes disputábanse al mosquetero; todavía es el hijo mimado de la suerte, ¿pero yo qué hago en el mundo? Veinte años hace que ando cargado con la coraza, con mi insignificante grado, sin ascender, sin bajar, sin vivir. En fin, estoy muerto. Y cuando tengo ocasión de resucitar un poco, todos me decís: ¡es un tunante, un pícaro, un bribón, un mal amo! ¡Pardiez! Lo mismo creo yo; pero buscadme otro mejor o dadme rentas para vivir.

Athos reflexionó algunos segundos, y comprendió el artificio de D’Artagnan, que habiéndose adelantado mucho al principio, retrocedía entonces para ocultar mejor su juego. Comprendió claramente que las proposiciones que acababa de hacerle eran positivas, y que las hubiera expuesto en toda su extensión a poco que él hubiese prestado oídos.

—¡Está bien! —dijo Athos entre sí—. D’Artagnan es partidario de Mazarino.

Desde aquel momento procedió con suma prudencia. D’Artagnan, por su parte, disimuló más.

—Pero, finalmente, ¿algún proyecto tendríais? —continuó Athos.

—Es claro. Quería aconsejarme con todos mis amigos y acordar el modo de hacerlo, porque los unos sin los otros siempre estaremos incompletos.

—Es cierto. Antes nombrasteis a Porthos. ¿Le habéis decidido a probar fortuna? Ya la tiene.

—Cierto, pero el hombre siempre desea algo.

—¿Y qué quiere Porthos?

—Ser barón.

—¡Ah, es verdad! Ya lo había olvidado —dijo Athos riéndose.

—¿Es cierto? —dijo entre sí D’Artagnan—, ¿y de dónde lo sabe? ¿Tendrá correspondencia con Aramis? Con averiguar esto me basta para saberlo todo.

Aquí concluyó la conversación, porque Raúl entró justamente en aquel momento. Athos quería reprenderle con blandura, pero le vio tan afligido, que no tuvo valor para ello.

—¿Está peor nuestra vecinita? —preguntó D’Artagnan.

—¡Ah, señor! —repuso Raúl, casi sofocado por el dolor—. Su caída es muy grave, y aunque no aparece deformidad, el médico teme que cojee siempre.

—¡Qué dolor! —exclamó Athos.

D’Artagnan tenía una chanzoneta en la punta de la lengua, pero al ver la parte que tomaba Athos en aquella desgracia, se contuvo.

—Lo que más me entristece —continuó Raúl— es que yo he tenido la culpa de esa desgracia.

—¿Cómo así, Raúl? —preguntó Athos.

—Indudablemente. ¿No saltó de la pila de leña por salir a mi encuentro?

—No os queda más recurso, querido Raúl, que casaros con ella en expiación —dijo D’Artagnan.

—¡Ah! —respondió Raúl—. Os burláis de un dolor verdadero: no está bien eso.

Y el joven, que necesitaba quedarse solo para llorar a sus anchas, se encerró en su cuarto, del que no salió hasta la hora de almorzar.

En nada habíase alterado la buena armonía que reinaba entre los dos amigos con la escaramuza de aquella mañana; así que almorzaron con el mejor apetito, mirando de vez en cuando al infeliz Raúl, que con los ojos bañados en lágrimas y el corazón oprimido, apenas probaba bocado.

Al fin del almuerzo entró un criado con dos cartas que Athos leyó con gran atención y dando muestras de sobresalto. D’Artagnan, que estaba al otro lado de la mesa y tenía muy buena vista, hubiera jurado que la menuda letra de una de las cartas era de Aramis. La otra, por lo ancha y desigual, parecía de mujer.

—Vamos —dijo D’Artagnan a Raúl, conociendo que Athos deseaba quedarse solo, tal vez para contestar aquellas cartas, o para meditar—; vamos a dar una vuelta por la sala de armas. De este modo os distraeréis.

El joven miró a Athos, quien contestó con un ademán de asentimiento.

Ambos pasaron a una sala baja, en cuyas paredes veíanse colgados varios floretes, caretas, guantes, petos y todos los accesorios de la esgrima.

—¿Qué tal? —dijo Athos entrando en la pieza un cuarto de hora después.

—Ya tiene vuestra mano, querido Athos, y si posee también vuestra sangre fría, merece los mayores elogios.

Raúl estaba algo avergonzado. Por una vez o dos que había tocado a D’Artagnan en el brazo o en el muslo, éste le había dado veinte botonazos en mitad del cuerpo.

En aquel instante entró Charlot con una carta muy urgente que acababa de llevar un mensajero para D’Artagnan. Entonces tocó su vez a Athos de observarle a hurtadillas.

D’Artagnan leyó la carta sin ninguna emoción externa; cuando concluyó movió ligeramente la cabeza, y dijo:

—Aquí tenéis lo que es el servicio. Hacéis bien en no querer volver a él. El señor de Tréville está enfermo y tengo que incorporarme a la compañía; de modo que mi licencia no me sirve de nada.

—¿Regresáis a París? —preguntó con viveza Athos.

—Sí —contestó D’Artagnan— ¿vos no pensáis ir también? Athos se sonrojó un poco y contestó:

—Si llegara el caso, me alegraría mucho de hallaros por allí.

—Hola, Planchet —gritó D’Artagnan desde la puerta—: dentro de diez minutos nos marchamos: echad un pienso a los caballos.

Y volviéndose a Athos prosiguió:

—Parece que me falta algo aquí… Mucho siento marcharme sin ver al buen Grimaud.

—¿Grimaud? —dijo Athos—. ¡Ah! Es verdad. También me extrañaba que no me preguntaseis por él. Se lo he prestado a un amigo querido.

—¿Y sabrá servirse de él? —preguntó D’Artagnan.

—Creo que sí.

Ambos amigos se abrazaron estrechamente. D’Artagnan apretó la mano de Raúl, arrancó a Athos la promesa de que le visitaría si iba a París, y le escribiría si no iba, y montó a caballo. Planchet, siempre exacto, había montado ya.

—¿Deseáis venir conmigo? —dijo riendo D’Artagnan a Raúl—. Tengo que pasar por Blois.

Raúl miró a Athos, quien hízole una seña negativa casi imperceptible.

—No, señor —respondió—, me quedo con el señor conde.

—En este caso, adiós, amigos míos —dijo el mosquetero, dándole el último apretón de manos— y ¡Dios os guarde! como decíamos cuando nos separábamos en tiempos del difunto cardenal.

Athos saludóle, Raúl hizo una cortesía, y D’Artagnan y Planchet echaron a andar.

El conde los siguió con la vista, apoyado en el hombro del joven, que ya le igualaba casi en estatura, y luego que traspusieron la tapia, dijo:

—Raúl, esta tarde partimos para París.

—¡Cómo! —exclamó el joven palideciendo.

—Podéis ir a despediros de la señora de Saint-Remy en mi nombre y en el vuestro. A las siete os espero.

El joven inclinóse con expresión de dolor y a la vez de agradecimiento, y se retiró para ensillar su caballo.

En cuanto a D’Artagnan, tomó la carta apenas se perdió de vista y volvió a leerla.

Regresad inmediatamente a París.

J.M.

—Muy seca es la carta —murmuró D’Artagnan—; y si no tuviera postdata acaso no lo hubiera comprendido, pero afortunadamente la tiene.

Y leyó esta excelente postdata que hacíale tolerar la sequedad de la carta.

P. D. Pasad por casa del tesorero real de Blois: decidle vuestro nombre, y enseñadle este papel: cobraréis doscientos doblones.

—Mucho me place el estilo —dijo D’Artagnan—; el cardenal escribe mejor de lo que yo pensaba. Vamos, Planchet, vamos a visitar al señor tesorero real, y al momento picaremos espuelas.

—¿Hacia París, señor? —Hacia París.

Y amo y criado tomaron el trote largo.

Capítulo XVIII
El señor Beaufort

Vamos a decir lo que había ocurrido, y cuál era la causa que exigía la vuelta de D’Artagnan a París.

Una noche en que Mazarino iba, según acostumbraba, al cuarto de la reina, después de recogerse todos, pasó por delante de la sala de guardias, la cual tenía una puerta que daba a sus antecámaras: oyó voces en ella, y deseando saber de qué hablaban los soldados, se acercó a paso de lobo; empujó la puerta, y asomó la cabeza.

Los guardias tenían una discusión grave.

—Yo aseguro —decía uno— que, si Coysel lo ha profetizado, es tan verdad como si ya hubiese sucedido. No le conozco; pero he oído decir que no sólo es astrólogo, sino mágico.

—Pues mira —dijo otro— si es amigo tuyo, cuidado con lo que dices, porque le estás haciendo un flaco servicio.

—¿Por qué?

—Porque sería muy fácil que le procesaran.

—¡Bah! Ya no queman a los hechiceros.

—¿Que no? Pues no hace tanto tiempo que el difunto cardenal mandó quemar a Urbano Grandier. Como que yo permanecí de piquete junto a la hoguera y le vi asarse.

—Urbano Grandier no era hechicero, sino sabio, lo cual es muy diferente. No profetizaba el provenir, pero recordaba lo pasado, lo cual es mucho peor a veces.

Mazarino movió la cabeza en señal de aprobación; pero deseando saber de qué predicción se trataba, prosiguió escuchando.

—Yo no digo —respondió el guardia— que Coysel no sea hechicero; pero si publica de antemano sus predicciones, de seguro no se realizan.

—¿Por qué?

—Claro está: si tú y yo nos estamos batiendo, y yo te digo: voy a darte una estocada en tal o cual parte, naturalmente la pararás. Pues bien, si Coysel habla de modo que el cardenal le oiga: antes de tal día se escapará tal preso, es evidente que el cardenal tomará sus precauciones, y el preso no se escapará.

—Pero, caballeros —dijo otro que estaba tendido sobre un banco, y que a pesar de que aparentaba dormir, no perdía una palabra de la conversación—, ¿os parece que el hombre puede librarse de su destino? Si está escrito que el duque de Beaufort se ha de escapar, lo conseguirá, haga lo que quiera el cardenal.

Mazarino palideció: era italiano o lo que es lo mismo supersticioso; presentóse de repente en medio de los guardias, los cuales al verle interrumpieron el diálogo.

—¿Qué decíais, señores? —preguntó con su acento meloso—. ¿No hablabais de que se había escapado el duque de Beaufort?

—¡Oh! No, señor —dijo el soldado incrédulo—; por ahora no hay cuidado. Lo que se decía es que ha de escaparse.

—¿Y quién decía eso?

—Vamos, repetid vuestra relación, Saint-Laurent —dijo el guardia dirigiéndose a su compañero.

—Señor —respondió éste—, estaba contando a estos señores lo que he oído acerca de la predicción de un tal Coysel, el cual supone que por mucho que custodien al señor de Beaufort, se ha de escapar antes de la pascua de Pentecostés.

—¿Y ese Coysel es algún loco? —preguntó el cardenal sonriéndose.

—No, señor —respondió el guardia insistiendo en su credulidad—: ha profetizado muchas cosas que luego se han verificado, como por ejemplo, que la reina daría a luz un hijo; que el señor de Coligny moriría en duelo sostenido con el duque de Guisa, y que el coadjutor sería cardenal. La reina ha dado a luz no sólo un hijo, sino otro más dos años después, y el señor de Coligny murió como había predicho.

—Sí —dijo Mazarino—; pero el coadjutor no es cardenal.

—No, señor —contestó el guardia—; pero lo será.

Mazarino hizo un mohín que significaba: «aún no lo hemos visto». Luego añadió:

—De suerte que, según vuestro parecer, el señor de Beaufort ha de escaparse.

—Y tanto —dijo el soldado—, que si Vuestra Eminencia me ofreciese en este instante el empleo del señor de Chavigny, es decir, ser gobernador del castillo de Vincennes, no lo aceptaría. ¡Oh! Pasada la pascua, otra cosa sería.

Nada es tan claro como una íntima convicción; influye hasta sobre los mismos incrédulos, y ya hemos dicho que Mazarino, lejos de ser incrédulo, era supersticioso. Se retiró muy preocupado.

—¡Avaro! —dijo el guardia que estaba recostado en la pared—. Finge que no cree en vuestro mágico, Saint-Laurent, para no tener que daros un cuarto; pero, apenas vuelva a su cuarto, se utilizará de vuestro aviso.

En efecto, en vez de continuar su camino hacia el aposento de la reina, Mazarino volvió a su despacho, y llamando a Bernouin, prevínole que al amanecer del día siguiente enviase a buscar al oficial encargado de vigilar al señor de Beaufort, y que le despertase apenas llegara.

El guardia había puesto inadvertidamente el dedo en la llama más viva del cardenal. Cinco años hacía que el señor de Beaufort estaba preso, y no pasaba día sin que Mazarino pensase que habría de salir en libertad de un instante a otro. Un nieto de Enrique IV no podía estar preso toda su vida, sobre todo cuando el tal nieto apenas tenía treinta años… Y si salía de su prisión, de cualquiera manera que fuera, ¡cuán terrible no sería el odio que debía haber concebido durante su cautividad contra la persona que, cogiéndole rico, valiente, glorioso, amado de las mujeres y temido de los hombres, había cercenado la mayor parte de su vida, porque vivir encarcelado es morir! Entretanto, Mazarino redoblaba su vigilancia con el señor de Beaufort, aunque, como el avaro de la fábula, no podía dormir junto a su tesoro. Algunas veces despertaba sobresaltado, soñando que le habían robado al señor de Beaufort. Entonces pedía noticias de él, y cada vez que lo hacía, tenía el dolor de oír que el prisionero jugaba, bebía, cantaba, admirablemente; pero que jugando, y bebiendo, y cantando, se interrumpía a menudo para jurar que Mazarino le pagaría caros todos aquellos placeres que le obligaba a disfrutar en Vincennes.

Estos pensamientos habían inquietado al ministro durante su sueño; así que cuando entró Bernouin en su cuarto a las siete de la mañana para llamarle, sus primeras palabras fueron:

—¡Eh! ¿Qué sucede? ¿Se ha escapado el señor de Beaufort?

—Creo que no, monseñor —contestó Bernouin, cuya impasibilidad oficial jamás se desmentía—; pero en todo caso podéis salir de dudas, porque el oficial La-Ramée, a quien fueron a buscar esta mañana a Vincennes, está afuera aguardando órdenes de Vuestra Eminencia.

—Abrid aquí y hacedle entrar —dijo Mazarino, arreglando sus almohadas para recibirle sentado en la cama.

El oficial entró. Era alto y grueso, de abultados carrillos y de buena presencia. Tenía un aire de tranquilidad que no dejó de inquietar a Mazarino.

—Vaya una traza de tonto —murmuró.

El oficial habíase quedado en pie a la puerta sin hablar palabra.

—Acercaos, caballero —dijo Mazarino.

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