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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (70 page)

BOOK: Veinte años después
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Los dos amigos volvieron la cabeza y guardaron silencio.

—Buscadle donde está Strafford —dijo la resonante voz de Mordaunt.

Estremecióse Carlos I, el diablo había dado en el blanco, Strafford era la pesadilla eterna del rey; la sombra que se le aparecía un día y otro; el fantasma de todas sus noches.

Miró el rey en torno suyo y vio un muerto a sus pies. Era Winter. Carlos I no dio un solo grito, no derramó una sola lágrima, y sólo se conoció su emoción por la lívida palidez que cubrió su semblante; hincó una rodilla en tierra, levantó la cabeza de Winter, la besó, y quitándole el cordón del Espíritu Santo que le había dado aquella misma mañana, lo colocó piadosamente sobre su pecho.

—¿Conque ha muerto Winter? —preguntó D’Artagnan fijando la vista en el cadáver.

—Sí —contestó Athos—, y a manos de su sobrino.

—Es el primero de nosotros que se va —murmuró D’Artagnan—; que descanse en paz; era un valiente.

—Carlos Estuardo —dijo el coronel del regimiento inglés, acercándose al rey, que acababa de revestirse de nuevo de las insignias reales—, ¿os rendís prisionero?

—Coronel Thomlison —dijo Carlos—, el rey no se rinde, mas el hombre cede a la fuerza.

—Venga vuestra espada.

Sacó el rey la espada y la rompió sobre sus rodillas.

En aquel instante, un caballo sin jinete, cubierto de espuma, con los ojos flamantes y las narices hinchadas se aproximó al sitio y conociendo a su amo se detuvo junto a él relinchando de alegría: era Arthus.

Sonrióse el rey, le acarició y montó sobre él con presteza.

—Estoy dispuesto, señores —dijo—; conducidme adonde gustéis.

Y volviéndose vivamente, añadió:

—Esperad, creo que he visto moverse a Winter; si aún vive, os suplico por lo más sagrado que no abandonéis a tan digno caballero.

—¡Oh! Perded cuidado, rey Carlos —dijo Mordaunt—, la bala le ha atravesado el corazón.

—No digáis una palabra, no hagáis un ademán, no arriesguéis una mirada dirigida a Porthos ni a mí —dijo D’Artagnan a Athos y Aramis—, porque todavía no ha muerto Milady y su alma vive en el cuerpo de ese demonio…

Y el destacamento se dirigió a la ciudad conduciendo a su real cautivo; pero como a la mitad del camino, llevó orden un edecán de Cromwell al coronel Thomlison, de que condujese al rey a Holdenbi-House.

Al propio tiempo salían correos en todas direcciones para anunciar a Inglaterra y a Europa que el rey Carlos Estuardo era prisionero del general Oliver Cromwell.

Capítulo LX
Oliver Cromwell

—¿Os dirigís a casa del general? —dijo Mordaunt a D’Artagnan y Porthos—; ya sabéis que os ha enviado a llamar después de la acción.

—Ante todo vamos a poner nuestros prisioneros a buen recaudo —dijo D’Artagnan—. ¿Sabéis, señor Mordaunt, que cada uno de estos caballeros vale mil quinientos doblones?

—¡Oh! No hay cuidado —contestó Mordaunt mirándoles con ojos cuya ferocidad en vano trataba de reprimir—; mi gente los guardará bien; respondo de ellos.

—No importa, mejor los guardaré yo —repuso D’Artagnan—; ¿qué se necesita en suma? Un buen aposento con centinelas o su palabra de que no se escaparán. Voy a arreglar este asunto, y luego tendremos el honor de presentarnos al general y pedirle su permiso para volver a Francia.

—¿Os proponéis marcharos pronto? —preguntó Mordaunt.

—Hemos terminado nuestra misión y nada tenemos que hacer en Inglaterra, como no sea satisfacer la voluntad del hombre a quien nos ha enviado.

Mordióse el joven los labios, y acercándose al sargento le dijo en voz baja:

—Seguid a esos hombres; no los perdáis de vista, y después que sepáis adónde van a alojarse, volved a esperarme a la puerta de la ciudad.

El sargento dijo que obedecería.

En vez de seguir a los demás prisioneros que eran conducidos a Newcastle, dirigióse entonces Mordaunt a la colina desde donde había presenciado Cromwell la batalla, y sobre la cual acababa de ordenar que levantasen la tienda.

Había prohibido Cromwell que dejasen entrar a nadie; pero el centinela, que conocía a Mordaunt como a uno de los íntimos del general, creyó que esta prohibición no se extendía al hijo de Milady. Levantó pues, Mordaunt el lienzo de la tienda, y vio a Cromwell sentado delante de una mesa, con la cabeza oculta entre las manos v volviéndole la espalda.

Si oyó el ruido de sus pasos, no lo supo Mordaunt, pero ello es que Cromwell no le miró.

El joven permaneció en pie junto a la puerta.

Al cabo de un momento levantó Cromwell la cabeza, y conociendo por instinto que había alguien se volvió diciendo:

—He dicho que deseaba estar solo.

—Pero se ha creído que esa orden no me comprendía —respondió Mordaunt ; sin embargo, me retiraré si lo ordenáis.

—¡Ah! ¿Sois vos, Mordaunt? —dijo Cromwell—. Ya que habéis venido, quedaos.

—Vengo a felicitaros.

—¿Por qué motivo?

—Por la prisión de Carlos Estuardo. Desde hoy sois dueño de Inglaterra.

—Hace dos horas lo era más —repuso Cromwell.

—¿Cómo, mi general?

—Entonces me necesitaba Inglaterra para prender al tirano, y ahora el tirano está preso… ¿Le habéis visto?

—Sí, señor.

—¿Cómo está? Vaciló Mordaunt, pero por fin dijo no pudiendo ocultar la verdad:

—Sereno y majestuoso.

—¿Qué ha dicho?

—Algunas palabras de despedida a sus amigos.

—¡A sus amigos! —exclamó Cromwell—. ¿Conque tiene amigos?

Y prosiguió en voz alta:

—¿Se defendió?

—No, señor: todos le abandonaron, a excepción de tres o cuatro personas, y no pudo defenderse.

—¿A quién ha entregado su espada?

—La ha roto.

—Ha hecho bien, y mejor hubiese hecho en servirse de ella con más acierto.

Reinó un momento de silencio.

—Parece que ha muerto el coronel del regimiento que escoltaba al rey —dijo Cromwell mirando a Mordaunt.

—Sí, señor.

—¿Quién le ha muerto?

—Yo.

—¿Cómo se llamaba?

—Lord de Winter.

—¡Vuestro tío! —murmuró Cromwell.

—¿Mi tío? —repuso Mordaunt—. En mi familia no hay ningún traidor a Inglaterra.

Quedóse pensativo Cromwell mirando al joven, y al cabo de un momento dijo con aquella profunda melancolía tan bien pintada por Shakespeare:

—Mordaunt, sois un temible partidario de mi causa.

—Cuando habla el Señor —repuso Mordaunt—, no se deben eludir sus órdenes. Abraham levantó el cuchillo sobre Isaac e Isaac era hijo suyo.

—Sí —dijo Cromwell— mas el Señor no permitió que se consumara el sacrificio.

—Yo miré en torno mío —contestó Mordaunt—, y no vi ningún corderillo en las zarzas de la llanura.

Cromwell inclinóse.

—Sois fuerte si los hay, Mordaunt —le dijo—, ¿y cómo se han portado los franceses?

—Como valientes.

—Sí, sí —dijo Cromwell—, los franceses saben batirse; en efecto, creo haberles visto con mi anteojo en la primera línea.

—Allí iban —dijo Mordaunt.

—Pero detrás de vos.

—Culpa era de sus caballos y no suya.

Reinó otro momento el silencio.

—¿Y los escoceses? —preguntó Cromwell.

—Han cumplido su palabra y no se han movido.

—¡Canallas! —murmuró Cromwell.

—Sus oficiales piden entrar a veros.

—No tengo tiempo. ¿Les han pagado?

—Esta noche.

—Pues, que vuelvan a sus montañas y que oculten tras ellas su vergüenza si son bastante altas para tanto; nada tengo que ver con ellos ni ellos conmigo. Podéis iros, Mordaunt.

—Antes de partir —dijo éste—, tengo que haceros algunas preguntas, señor, y pediros una gracia, amo mío.

—¿A mí?

Mordaunt inclinóse.

—Me dirijo a vos, héroe, protector y padre mío, para preguntaros: señor, ¿estáis contento de mí?

Cromwell le miró asombrado.

El joven permaneció impasible.

—Sí —dijo Cromwell—, desde que os conozco habéis hecho aún más de lo que debíais; habéis sido amigo fiel, negociador diestro y excelente soldado.

—¿Os acordáis, señor, de que yo fui quien tuve la primera idea de proponer a los escoceses que abandonasen a su rey?

—Verdad es, de vos procedió ese pensamiento; aún no llegaba mi desprecio a los hombres hasta tanto.

—¿He desempeñado bien mi embajada en Francia?

—Sí, y habéis logrado de Mazarino lo que yo quería.

—¿He combatido siempre con ardor en favor de vuestra gloria y de vuestros intereses?

—Con demasía tal vez, y de eso os estaba reprendiendo hace poco. Pero ¿qué objeto tienen estas preguntas?

—El de manifestaros, milord, que es llegado el instante en que podéis recompensar con una palabra todos mis servicios.

—¡Ah! —exclamó Oliver con un leve impulso de desdén—. Es cierto; había olvidado que todo servicio exige recompensa, que me habéis servido y no os he recompensado.

—Podéis hacerlo en este momento.

—¿Y cómo?

—Casi estoy tocando el pago que os pido, casi le tengo en mis manos.

—Y qué pago es ése —dijo Cromwell—. ¿Os han ofrecido dinero? ¿Queréis un grado? ¿Pedís algún gobierno?

—¿Señor, me concederéis lo que os pida?

—Sepamos qué es.

—Cuando vos me habéis dicho: «Deseo que deis cumplimiento a una orden mía», os he respondido yo: «¿Sepamos cuál es?».

—¿Y si fuese imposible realizar vuestro deseo?

—¿Cuándo vos habéis tenido un deseo y encargándome de complacerlo, os he dicho alguna vez: es imposible?

—Sin embargo, una petición precedida de tantos preámbulos…

—Calmaos —dijo Mordaunt con siniestra expresión—, no os arruinará.

—Pues bien —repuso Cromwell—, os prometo ceder a vuestra demanda en cuanto pueda; decid.

—Señor —contestó Mordaunt—, esta mañana se han hecho dos prisioneros, dádmelos.

—Vamos, habrán ofrecido un rescate considerable —dijo Cromwell.

—Creo por el contrario que son pobres.

—Entonces serán amigos vuestros.

—Sí, señor —dijo Mordaunt—, amigos míos, los quiero mucho y hoy daría mi vida por la suya.

—Bien, Mordaunt —dijo Cromwell con cierto impulso de satisfacción y formando mejor concepto del joven—; bien, te los doy; ni siquiera quiero saber sus nombres, haz de ellos lo que te parezca.

—¡Gracias! —exclamó Mordaunt—. Gracias. De hoy en adelante es vuestra mi vida y aun cuando la perdiera por vos, sería poco. ¡Gracias! Acabáis de pagarme con magnificencia mis servicios.

Y echándose a los pies de Cromwell, a pesar de los esfuerzos del general puritano, que no quería o que simulaba no querer se le tributase este homenaje casi real, cogió su mano y la besó.

—¡Cómo! —dijo Cromwell deteniéndole en el instante en que se levantaba—. ¿No pretendéis otra recompensa, ni dinero, ni ascensos?

—Me habéis dado cuanto podíais, milord, estoy pagado.

Y Mordaunt lanzóse fuera de la tienda del general con un júbilo que rebosaba de su corazón por sus ojos.

Cromwell le siguió con la vista.

—Ha muerto a su tío —dijo—. ¡Ah! ¡Qué secuaces, los míos! Acaso éste que no me pide, al menos en la apariencia, haya pedido más ante Dios que los que vengan a reclamarme el oro de las provincias y el pan de los desgraciados; nadie me sirve en balde. Mi prisionero Carlos tendrá quizás amigos todavía; yo no tengo ninguno.

Y exhalando un suspiro volvió a su meditación, interrumpida por el confidente.

Capítulo LXI
Los caballeros

Ínterin dirigíase Mordaunt a la tienda de Cromwell, conducían D’Artagnan y Porthos a sus prisioneros a la casa que se les había señalado para alojamiento en Newcastle.

No pasó desapercibido para el gascón el encargo hecho por Mordaunt al sargento, y en su consecuencia guiñó el ojo a Athos y a Aramis, encargándoles la mayor circunspección. Arreglándose a esta prevención, partieron los prisioneros junto a los vencedores sin decir una palabra, lo cual no les fue difícil, pues cada uno tenía bastante ocupación con sus propios pensamientos.

Es inexplicable el asombro de Mosquetón al ver desde el umbral de la puerta acercarse a los cuatro amigos, seguidos del sargento y de unos diez hombres.

No pudiendo decidirse a reconocer a Athos y Aramis, restregábase los ojos, pero al fin tuvo que rendirse a la evidencia. Iba a prorrumpir en exclamaciones, cuando Porthos le impuso silencio con una de esas miradas que no admiten discusión.

Se quedó Mosquetón clavado en la puerta esperando la explicación de tan singular acontecimiento: lo que más le maravillaba era que los cuatro compañeros no daban señales de conocerse.

La casa a que D’Artagnan y Porthos condujeron a Athos y Aramis era la misma que habíales sido cedida por el general Cromwell: hacía esquina y tenía una especie de jardín y una caballeriza que daban a la calle inmediata.

Las ventanas del piso bajo tenían rejas, como en muchas poblaciones de provincia, de manera que presentaban el aspecto de una cárcel. Hicieron entrar los dos amigos a los prisioneros y quedáronse en la puerta, después de dar orden a Mosquetón de que llevara los caballos a la cuadra.

—¿Por qué no entramos con ellos? —dijo Porthos.

—Porque antes es menester ver lo que hacen ese sargento y los ocho o diez hombres que manda.

El sargento se instaló con su gente en el jardincillo. D’Artagnan le preguntó qué deseaba y por qué se situaba allí.

—Nos han dado orden —contestó el sargento— de que os ayudemos a guardar los prisioneros.

No se podía alegar nada contra esa delicada atención, y por el contrario, era necesario fingir agradecimiento a la persona de quien procedía. Dio D’Artagnan las gracias al sargento y puso en sus manos una corona para que bebiese a la salud del general Cromwell.

El sargento contestó que los puritanos no bebían, y se guardó la moneda en el bolsillo.

—¡Qué día tan horrible, amigo D’Artagnan! —dijo Porthos.

—¿Qué estáis diciendo, Porthos? ¿Llamáis horrible al día que nos proporciona el gusto de reunirnos con nuestros amigos?

—¡Sí, mas en qué circunstancias!

—No son muy buenas —dijo D’Artagnan—, pero no importa: entremos a verlos y allí pesaremos las ventajas y desventajas de nuestra posición.

—Muchas son estas últimas —dijo Porthos—; ahora comprendo por qué me encargaba tanto Aramis que ahogase a ese pícaro de Mordaunt.

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