—¿Se encuentra durmiendo vuestro amo, Tomy? —preguntó en inglés uno de los caballeros a un criado que encontró tendido en el primer compartimiento, que servía de antesala.
—Me parece que no, señor conde, y si duerme será desde hace poco, porque después de separarse del rey se ha estado paseando más de dos horas, y el ruido de sus pasos ha cesado hará diez minutos; pero —añadió el lacayo levantando el tapiz—, podéis verlo.
Winter, en efecto, estaba sentado delante de un hueco practicado en la tienda a manera de ventana, por la cual entraba el aire de la noche; el inglés contemplaba melancólicamente la luna, perdida, como ya hemos dicho, entre negros nubarrones.
Acercáronse ambos amigos a Winter, el cual, teniendo la cabeza apoyada en la palma de la mano, no los sintió y se quedó en la misma actitud hasta que uno de ellos le dio un golpecito en el hombro.
Volvió entonces la cabeza, reconoció a Athos y Aramis, y presentóles la mano.
—¿Habéis reparado —les dijo— en el sangriento color que tiene esta noche la luna?
—No —dijo Athos—; creo que está como siempre.
—Miradla —respondió Winter.
—Por mi parte —dijo Aramis— no veo en ella nada de anormal.
—Conde —añadió Athos—, en una situación tan precaria como la nuestra no debemos mirar al cielo, sino a la tierra. ¿Habéis observado a nuestros escoceses?, ¿estáis seguro de ellos?
—¡Los escoceses! —dijo Winter—. ¿Qué escoceses?
—¡Diablo! Los nuestros; los que merecen la confianza del rey, los escoceses del conde de Lewen.
—No —contestó Winter—. ¿De modo que no advertís el rojizo color del cielo?
—No tal —dijeron a un tiempo Athos y Aramis.
—Decidme —prosiguió Winter siempre poseído de la misma idea—, ¿no refiere la tradición de Francia que la víspera del día que fue asesinado Enrique IV, vio este monarca manchas de sangre en el tablero con que jugaba al ajedrez con el señor de Bassompierre?
—Sí —contestó Athos—, y el mismo mariscal me lo ha referido mil veces.
—Eso es —dijo Winter—, y al otro día mataron a Enrique IV.
—Pero ¿qué relación tiene esa visión con vos, conde? —preguntó Aramis.
—Ninguna, señores, y soy verdaderamente poco cuerdo al hablaros de semejantes cosas, cuando vuestra presencia en mi tienda a estas horas me revela que sois portadores de alguna noticia importante.
—Es verdad, milord —dijo Athos—; desearía hablar al rey.
—¿Al rey? Ved que está durmiendo.
—Tengo que revelarle cosas muy importantes.
—¿Y no se pueden diferir para mañana?
—Es necesario que lo sepa ahora mismo, y aún acaso sea ya tarde.
—Entremos, pues, caballeros —dijo Winter.
Hallábase situada la tienda de éste junto a la del rey, y una especie de corredor enlazaba a entrambas. Guardaba este paso, no un centinela, sino un criado de confianza de Carlos I, para que en un caso urgente pudiese el monarca tener comunicación con su leal vasallo.
—Estos señores vienen conmigo —dijo Winter.
El lacayo se inclinó y les dejó pasar.
Vestido con una negra ropilla, calzado con sus grandes botas, desabrochado el cinturón, y con el sombrero a su lado, había efectivamente cedido el rey Carlos en su cama de campaña a la irresistible necesidad de dormir. Acercáronse los tres espectadores; Athos, que iba delante, contempló en silencio durante un instante aquel franco y pálido rostro, rodeado de largos y negros cabellos, pegados a sus sienes por el sudor de un inquieto sueño; marcábanse en ellas sus hinchadas venas azules y se extendían bajo sus fatigados ojos, como si estuviesen llenas de lágrimas.
Athos lanzó un profundo suspiro, el cual despertó al rey; tan ligero era su sueño.
Abriendo los ojos e incorporándose, dijo:
—¡Ah! ¿Aquí estáis, conde de la Fère?
—Sí, señor —respondió Athos.
—¿Habéis velado mientras yo dormía, y venís a traerme alguna noticia?
—¡Ah! —contestó Athos—. Lo ha adivinado vuestra majestad.
—Entonces la noticia será mala —dijo el rey sonriéndose con melancolía.
—Sí, señor.
—No importa; el emisario es bien venido y siempre me causará placer sus presencia; vos, cuya abnegación no distingue de patrias, ni de infortunios; vos, que me habéis sido enviado por Enriqueta, hablad sin temor, sea la que fuere la nueva que me vengáis a comunicar.
—Señor, Oliver Cromwell ha llegado esta noche a Newcastle.
—¡Diantre! —exclamó el rey—. ¿Para atacarme?
—Para compraros, señor.
—¿Qué decís?
—Que al ejército escocés débensele cuatrocientas mil libras esterlinas.
—De atrasos; ya lo sé. Va a hacer un año que mis valientes y leales escoceses se baten sólo por el honor.
Athos se sonrió y dijo:
—Pues ahora, señor, aunque el honor es cosa tan bella, se han cansado de batirse por él, y esta noche os han vendido por doscientas mil libras esterlinas; es decir, por la mitad de lo que se les debía.
—¡Imposible! —exclamó el rey—. ¡Vender los escoceses a su monarca por doscientas mil libras!
—Los judíos vendieron a todo un Dios por treinta dineros.
—¿Y quién ha sido el Judas?
—El conde de Lewen.
—¿Estáis cierto, señor conde?
—Como que yo mismo lo he oído.
Lanzó el rey un profundo suspiro como si se le partiera el corazón, y escondió la cabeza entre las manos.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Los escoceses!, ¡que yo llamaba mis leales!, ¡los escoceses en quienes confié cuando podía haber huido a Oxford!, ¡los escoceses, mis compatriotas!, ¡los escoceses, mis hermanos! Pero ¿estáis bien cierto?
—Todo lo he visto y oído, echado detrás de la tienda del conde de Lewen, y levantando un lienzo de ella.
—¿Y cuándo ha de realizarse esa odiosa venta?
—Hoy por la mañana. Ya ve Vuestra Majestad que no hay tiempo que perder.
—¿Para qué, ya que decís que me han vendido?
—Para pasar el Tyne, entrar en Escocia y reunirnos con lord Montrose, que no os venderá.
—¿Y qué he de hacer en Escocia?, ¿una guerra de montaña? Tal acto fuera indigno de un rey.
—Ahí está para absolver a Vuestra Majestad el ejemplo de Roberto Bruce.
—¡No, no! Ya he luchado bastante; si me han vendido que me entreguen, y caiga sobre ellos la eterna vergüenza de su traición.
—Quizá será así como deba de obrar un rey —dijo Athos—; pero no un esposo ni un padre: señor, vuestra esposa y vuestra hija me han enviado a vos, y en nombre de vuestra mujer, de vuestra hija y de sus dos hermanos, que aún permanecen en Londres, os digo: vivid, señor, el cielo lo quiere.
Levantóse el rey, apretóse el cinturón, se ciñó la espada, y enjugando con un pañuelo el sudor que bañaba su frente:
—Sepamos —dijo— lo que he de hacer.
—¿Tiene Vuestra Majestad en todo el ejército un solo regimiento con que pueda contar?
—Winter —preguntó el rey—, ¿confiáis en la lealtad del vuestro?
—Se compone de hombres, señor, y los hombres son hoy día muy débiles o muy malvados. Creo en su fidelidad, pero no respondo de ella; les confiaría mi vida, pero no me atrevo a confiarles la de Vuestra Majestad.
—Pues bien —dijo Athos—, a falta de un regimiento, aquí estamos tres hombres resueltos y bastaremos. Monte Vuestra Majestad a caballo, póngase en medio de nosotros y pasaremos el Tyne y entraremos en Escocia y nos salvaremos.
—¿Sois de ese parecer, Winter? —preguntó el rey.
—Sí, señor.
—¿Y vos, señor de Herblay?
—Ciertamente.
—Hágase, pues, como lo deseáis. Winter, dad las órdenes necesarias.
Marchóse Winter, y en aquel intermedio acabó el rey de vestirse. Comenzaban los primeros rayos del día a introducirse por las rendijas de la tienda, cuando volvió el inglés.
—Ya está todo preparado —dijo.
—¿Y para nosotros? —preguntó Athos.
—Grimaud y Blasois os aguardan con los caballos.
—En ese caso —repuso Athos—, no hay que perder un momento; marchemos.
—Partamos —respondió el rey.
—Señor —dijo Aramis—. ¿No avisa, Vuestra Majestad, a sus amigos?
—¡A mis amigos! —dijo Carlos I moviendo tristemente la cabeza—. No tengo más amigos que vosotros tres; un amigo de veinte años que jamás me ha olvidado; dos amigos de ocho días que yo no olvidaré jamás. Venid, señores, venid.
Salió el rey de su tienda, y encontró en efecto su caballo ensillado. El noble animal, que estaba a su servicio hacía tres años, y a quien quería mucho, relinchó de placer al verle acercarse.
—¡Ah! —exclamó el rey—. Fui injusto; aquí tengo, si no un amigo, por lo menos un ser que me quiere. Siquiera tú me serás fiel, ¿no es verdad, Arthus?
Y como si hubiera comprendido estas palabras, acercó el caballo sus humeantes narices al rostro del rey, levantando los labios y enseñando alegremente su blanca dentadura.
—Sí, sí —dijo el rey acariciándole—; bien, Arthus, estoy satisfecho de ti.
Y con la ligereza que colocaba al rey en la esfera de los mejores jinetes de Europa, montó a caballo; y volviéndose a Athos, Aramis y Winter, dijo:
—Os espero, caballeros.
Pero Athos se había quedado inmóvil, con los ojos fijos y señalando una línea negra que se prolongaba a orillas del Tyne en una extensión doble de la del campamento.
—¿Qué línea es esa? —preguntó el conde, a quien las últimas sombras de la noche en lucha con los primeros rayos del día no permitía ver claro—. ¿Qué línea es esa? Ayer no estaba.
—Indudablemente será la niebla del río —dijo el rey.
—Es más compacta que un vapor.
—En efecto, veo una especie de barrera rojiza —dijo Winter.
—Es el enemigo que sale de Newcastle y nos está envolviendo —gritó Athos.
—¡El enemigo! —dijo el rey.
—Sí, el enemigo. Es muy tarde. ¡Mirad, mirad! Allá, hacia la ciudad, ¿no observáis cómo brillan a aquel rayo de sol las costillas de hierro? Así se llamaba a los coraceros con que Cromwell había formado su guardia.
—¡Bien! —dijo el rey—. Ahora averiguaremos si son o no traidores los escoceses.
—¿Qué vais a hacer, señor? —exclamó Athos.
—Darles orden de que carguen, y pasar con ellos por encima de esos malditos rebeldes.
Y espoleando su caballo, se lanzó hacia la tienda del conde de Lewen.
—Sigámosle —dijo Athos.
—Vamos allá —repuso Aramis.
—¿Estará el rey herido? —preguntó Winter—. Advierto manchas de sangre en la tierra.
Y se lanzó en seguimiento de los dos amigos. Athos le detuvo.
—Id a reunir vuestro regimiento —le dijo—, porque creo que vamos a necesitar de él muy pronto.
Volvió grupas Winter, y Athos y Aramis prosiguieron su camino. En pocos segundos llegó el rey a la tienda del general en jefe del ejército escocés. Echó pie a tierra y entró.
El general se hallaba en medio de los principales jefes.
—¡El rey! —exclamaron levantándose y mirándose con asombro unos a otros.
Efectivamente, Carlos estaba de pie ante ellos, cubierto con su sombrero, airado el gesto, y azotándose una bota con su latiguillo.
—Sí, señores —dijo— el rey en persona; el rey que quiere pediros cuenta de lo que aquí pasa.
—¿Pues qué hay, señor? —preguntó el conde de Lewen.
—Lo que hay —respondió el rey dejándose arrebatar por la rabia— es que el general Cromwell ha llegado esta noche a Newcastle, que no lo ignorabais y que no me habéis dado aviso; que el enemigo está saliendo de la ciudad y cerrándonos el paso del Tyne, que vuestros centinelas han debido ver este movimiento y nada han dicho; que por un trato inicuo me habéis vendido al Parlamento por doscientas mil libras esterlinas; pero al menos de esto he tenido noticia. Esto es lo que pasa, señores; contestad y disculpaos de mi acusación.
—Señor —tartamudeó el conde de Lewen—, señor, habrán engañado a Vuestra Majestad.
—He visto por mis propios ojos al ejército enemigo colocarse entre mis persona y la Escocia, y casi puedo afirmar que he oído yo mismo discutir las cláusulas de la venta.
Los jefes escoceses se miraron arrugando el ceño.
—Señor —dijo el conde de Lewen agobiado bajo el peso de la vergüenza—; señor, estamos prontos a daros toda clase de satisfacciones.
—Una sola os pido —dijo el rey—. Formad el ejército en batalla y partamos hacia el enemigo.
—No puede ser —dijo el conde.
—¿Cómo que no puede ser? ¿Y quién lo impide? —exclamó Carlos I.
—Ya sabe Vuestra Majestad que hay treguas entre nosotros y el ejército inglés.
—Si hay treguas las han roto los ingleses saliendo de la ciudad contra los convenios que les retenían en ella: os repito, por tanto, que paséis por medio de ese ejército para entrar en Escocia, y de lo contrario, podéis escoger entre los dos nombres que legan a los hombres al desprecio y execración de sus descendientes: o sois miserables o sois traidores.
Lanzaron rayos los ojos de los escoceses, y como sucede frecuentemente, pasaron de la mayor vergüenza al mayor descaro. Dos jefes acercáronse al rey, cogiéndole en medio, y dijeron:
—Pues bien. Todo es verdad. Hemos prometido librar a Inglaterra y Escocia del que hace veinticinco años está bebiendo la sangre y el oro de Escocia e Inglaterra, y cumpliremos nuestra promesa. Rey Carlos Estuardo, sois nuestro prisionero.
Y entrambos alargaron al mismo tiempo las manos para asir al rey, mas antes de que tocasen a su persona, cayeron al suelo, el uno sin sentido y el otro muerto.
Athos había derribado al uno de un culatazo de su pistola, y Aramis había atravesado al otro de una estocada.
Y aprovechando el instante en que el conde de Lewen y los demás jefes retrocedían atónicos ante aquel impensado socorro, que parecía enviado por el cielo, al que ya creían tener prisionero, Athos y Aramis sacaron al rey fuera de la tienda en que tan imprudentemente había entrado, y montando en los caballos que tenían de la brida los lacayos, marcharon los tres al galope hacia la tienda real.
En el camino vieron a Winter que corría hacia ellos a la cabeza de su regimiento. El rey le hizo seña de que le siguiera.
Después de un momento entraron los cuatro en la tienda del rey: no tenían formado ningún plan y era preciso adoptar alguno.
El rey dejóse caer en un sillón, diciendo:
—Me han perdido.
—No os han perdido, señor —respondió Athos—; os han vendido.