—¿Y si, pongo por caso, no la encontrásemos, y saltara el viento al norte?
—Entonces sería otra cosa —dijo Athos—, y no hallaríamos tierra a no atravesar el Atlántico.
—Es decir que nos moriríamos de hambre —repuso Aramis.
—Es probable —contestó el conde de la Fère.
Mosquetón lanzó otro suspiro aún más doloroso que el primero.
—¿Qué te pasa, Mosquetón? —preguntó Porthos—. ¿Qué diantres tenéis que siempre estáis gimoteando? Ya os vais haciendo pesado.
—Es que tengo frío, señor —dijo Mosquetón.
—Es imposible —contestó Porthos.
—¡Imposible! —repitió Mosquetón con asombro.
—Sí. Ciertamente. Tenéis cubierto el cuerpo con una capa de grasa que le hace impenetrable el aire. Otra cosa es; hablad francamente.
—Pues precisamente esa capa de grasa que tanto elogiáis es la que a mí me aflige.
—¿Por qué causa, Mosquetón? Decidlo con franqueza; estos señores os lo autorizan.
—Porque recuerdo que en la biblioteca del castillo de Bracieux había una infinidad de libros de viajes, y entre ellos los de Juan Mosquet, el célebre viajero de Enrique IV.
—Adelante.
—Pues en esos libros, señor —prosiguió Mosquetón—, se habla mucho de aventuras marítimas y de sucesos iguales al que en este momento nos amenaza.
—Continuad, Mosquetón —dijo Porthos—; la analogía es sumamente interesante.
—En tales casos, señor, dice Juan Mosquet, que los viajeros acosados por el hambre, tienen la horrible costumbre de comerse los unos a los otros, y de empezar por…
—¡Por el más gordo! —dijo D’Artagnan no pudiendo menos de reírse, a pesar de la gravedad de la situación.
—Sí, señor —respondió Mosquetón algo asombrado de aquel arranque de alegría—, y permitidme añadir que no me parece digno de risa lo que estoy diciendo.
—¡Este buen Mosquetón es la lealtad personificada! —exclamó Porthos—. Apostemos a que ya te suponías hecho cuartos y comido por tu amo.
—Sí, señor, si bien es cierto que la alegría que en mí sospecháis no está exenta de algún impulso de tristeza. Sin embargo, no moriría con sobrado pesar, si tuviera la certidumbre de seros útil con mi muerte.
—Mostón —dijo Porthos enternecido—, si algún día volvemos a mi quinta de Pierrefonds será vuestro absolutamente, para vos y vuestros descendientes, el viñedo que hay a la parte de arriba de la posesión.
—Y le llamaréis el viñedo de la lealtad, Mostón —dijo Aramis—, para transmitir a las venideras edades la memoria de vuestro sacrificio.
—Herblay —dijo D’Artagnan riéndose—, confesemos que hubierais comido un pedazo de Mostón sin mucha repugnancia, sobre todo después de algunos días de abstinencia.
—¡Oh, no tal! —repuso Aramis—. Hubiera preferido a Blasois; hace mucho tiempo que le conocemos.
Fácil es concebir la impaciencia de los criados al oír estas chanzonetas que sólo tenían por objeto desvanecer en el ánimo de Athos la imagen de la escena anterior. Sólo Grimaud estaba tranquilo, porque sabía que en todo caso cualquiera que fuera el peligro, pasaría sin tocarle sobre su cabeza.
Sin tomar parte en la conversación, silencioso como de costumbre, manejaba un remo con cada mano.
—¿Remas? —preguntóle Athos. Grimaud hizo una seña de que sí.
—¿Para qué?
—Para tener calor.
En efecto, mientras los demás náufragos tiritaban de frío, por la frente de Grimaud corrían gruesas gotas de sudor.
De pronto lanzó Mosquetón un grito de alegría, y elevando sobre su cabeza una botella llena, exclamó entregándosela a Porthos:
—¡Somos dichosos, señor! ¡La barca va llena de provisiones!
Y registrando rápidamente la parte interior del banco en que había tenido lugar el precioso hallazgo, sacó sucesivamente una docena de botellas, pan y un pedazo de carne salada.
Inútil es decir que este incidente devolvió la alegría a todos, excepto a Athos.
—¡Diantre! —dijo Porthos, que como recordarán nuestros lectores tenía ya hambre al embarcarse en el falucho—. Es increíble lo que las emociones abren el apetito.
Y de un sólo trago se echó a pechos una botella, comiéndose él sólo la tercera parte del pan y de la carne.
—Ahora —dijo Athos—, dormid o procurad hacerlo, señores; yo vigilaré.
Semejante proposición hubiera hecho reír a otros hombres que no fueran nuestros osados aventureros. En efecto, iban calados hasta los huesos, hacía un frío tremendo, y las emociones que acababan de experimentar debían al parecer impedirles cerrar los ojos; mas para aquellos seres privilegiados, para aquellos hombres de temperamento de hierro; para aquellos cuerpos acostumbrados a toda clase de fatigas, el sueño llegaba siempre a la misma hora, sin faltar nunca al llamamiento.
Así fue que al cabo de un instante cada uno se acomodó como pudo, lleno de confianza en el piloto, para poner en práctica el consejo de Athos, el cual sentado al timón y con los ojos fijos en el cielo, donde sin duda no buscaba sólo el camino de Francia, sino también la faz de Dios, se quedó solo, conforme había prometido, meditabundo y desvelado, guiando la frágil embarcación por rumbo conveniente.
Transcurridas algunas horas de sueño despertó Athos a los viajeros. Ya blanqueaban en el azulado mar los primeros destellos del día, y a unos diez tiros de mosquete se veía una masa negra, sobre la cual desplegábase una vela triangular, delgada y larga como el ala de una golondrina.
—¡Una embarcación! —exclamaron a la vez los tres amigos, mientras los lacayos expresaban su alegría en diversos tonos.
Era, en efecto, una urca dunkerquesa que hacía rumbo a Boulogne.
Unieron los cuatro compañeros con Blasois y Mosquetón sus voces en un solo grito, que vibró sobre la elástica superficie del agua, en tanto que Grimaud, sin desplegar los labios, ponía un sombrero en la punta de un remo para llamar la atención de los mismos a quienes dirigían las voces.
Un cuarto de hora después les remolcaba el bote de la urca, entraban a bordo y ofrecía Grimaud veinte guineas al patrón en nombre de su amo. A las nueve de la mañana, ayudados por un buen viento, pisaban nuestros franceses el suelo patrio.
—¡Voto a bríos! Aquí sí que está uno firme —dijo Porthos hundiendo sus anchos pies en la arena—. Que vengan a armarme ahora quimera, a mirarme de reojo o hacerme cosquillas, y sabrán lo que es bueno. Sería capaz de desafiar a todo un reino.
—Sin embargo —dijo D’Artagnan—, os ruego que no pronunciéis muy alto ese desafío; se me figura que nos miran mucho.
—¡Toma! Es porque nos admiran.
—Maldito el amor propio que me inspiran, Porthos, os lo juro. Veo muchos hombres vestidos de negro, y declaro que en nuestra situación todo traje negro me espanta.
—Están tomando notas de las mercancías del puerto —dijo Aramis.
—En tiempos del otro cardenal, del famoso —observó Athos—, hubieran hecho más caso de nosotros que de las mercancías. Pero tranquilizaos, amigos, ahora harán más caso de las mercancías que de nosotros.
—No me fío mucho —replicó D’Artagnan—, y por si acaso, me voy por la costa.
—¿Por qué no venís a la ciudad? —preguntó Porthos—. ¿Cuánto mejor no es una buena posada que esos malditos desiertos de arena que el cielo hizo tan sólo para los conejos? Además, yo tengo hambre.
—Haced lo que gustéis, Porthos, pero yo estoy convencido de que para nosotros, por ahora, no hay nada más higiénico que el campo raso. Y seguro D’Artagnan del parecer de la mayoría, echó a andar por la playa sin esperar la contestación de Porthos.
Siguiéronle todos y no tardaron en desaparecer con él tras los montecillos de arena, no sin llamar sobre sí la atención general.
—Ahora —dijo Aramis después de andar un cuarto de legua—, parémonos a hablar.
—No tal —respondió D’Artagnan—; huyamos. Nos hemos librado de Cromwell, de Mordaunt, del mar, que eran tres abismos dispuestos a devorarnos; pero no nos escaparemos del cardenal Mazarino.
—Es verdad, D’Artagnan —dijo Aramis—, y aun yo sería de parecer de que nos separásemos para mayor seguridad.
—Sí —dijo D’Artagnan—, separémonos.
Iba Porthos a hablar para oponerse a esta determinación, pero D’Artagnan le hizo comprender, dándole un apretón de manos, que debía guardar silencio. Porthos era muy obediente a esta especie de señas de su compañero, cuya superioridad intelectual reconocía con su habitual buena fe. Por consiguiente, suprimió las palabras que estaba pronto a pronunciar.
—Pero ¿por qué hemos de separarnos? —dijo Athos.
—Porque a Porthos y a mí —contestó D’Artagnan— nos envió Mazarino cerca de Cromwell, y en vez de servir a éste hemos servido a Carlos I, lo cual es algo distinto. Si volvemos con el conde de la Fère y el señor de Herblay daremos una prueba de nuestro crimen; si volvemos solos queda la cosa en estado de duda; con la duda se puede llevar a un hombre muy lejos, y yo quiero hacer andar un poco al señor Mazarino.
—¡Calle! —dijo Porthos—, es cierto.
—Olvidáis —repuso Athos— que somos vuestros prisioneros, que no nos consideramos libres de la palabra que os dimos, que llevándonos presos a París…
—Siento la verdad, Athos —interrumpió D’Artagnan—, que un hombre de vuestro talento diga siempre tonterías de que se avergonzaría un estudiante de tercer año. Herblay —prosiguió D’Artagnan volviéndose a Aramis, el cual apoyado orgullosamente sobre su espada, parecía haberse adherido desde las primeras palabras a la opinión de su compañero, aunque antes había manifestado la contraria—; Herblay, haceos cargo de que en esto, como en todo, mi carácter, desconfiado de suyo, ha exagerado algo. Bien mirado, Porthos y yo nada arriesgamos. Y sin embargo, si por casualidad pretendieran prendernos en presencia vuestra, ¡qué diablo! no se prende a siete hombres como a tres; saldrían a danzar las espadas, y este negocio, de malos resultados para todos, se convertiría en una atrocidad que a los cuatro nos perdería. Además, si ha de sucedernos a dos una desgracia, ¿no es mejor que queden en libertad los dos restantes para sacar a sus compañeros de apuro, para minar, para intrigar, para libertarles? Y, finalmente, ¿quién sabe si yendo separadamente no conseguiremos, vos de la reina, y nosotros de Mazarino, un perdón que acaso nos negarían yendo juntos? Vamos id a la derecha, Athos y Aramis; vos, Porthos, venid conmigo por la izquierda; dejemos a esos señores marchar por la Normandía, y dirijámonos a París por el camino más corto.
—Pero y si nos cogen en el camino, ¿cómo nos daremos recíprocamente aviso de esta catástrofe? —preguntó Aramis.
—De un modo muy sencillo —contestó D’Artagnan—; convengamos un itinerario y no nos separemos de él. Id a Saint-Valerie, de allí a Dieppe, y seguid luego el camino recto de Dieppe a París; nosotros iremos por Abbeville, Amiens, Perona, Campiegne, y Seulis, y en cada posada o casa en que hagamos alto escribiremos con el puñal en la pared, o con la punta de un diamante en los cristales una indicación que pueda dirigir las pesquisas de los que queden libres.
—¡Amigo mío! —exclamó Athos—; ¡cómo admiraría yo los recursos de vuestra cabeza si no me detuviese en los de vuestro corazón para adorarlos!
Y presentó la mano a D’Artagnan.
—¿Por ventura tiene genio la zorra, Athos? —dijo el gascón con un movimiento de hombros—. No, solamente sabe perseguir a las gallinas, hacer perder su pista a los cazadores y abrirse camino por donde quiera. ¿Con que está dicho?
—No hay más que hablar.
—Pues distribuyamos el dinero —repuso D’Artagnan—; deben quedarnos unos doscientos doblones. ¿Cuánto hay, Grimaud?
—Noventa luises, señor.
—Eso es. ¡Viva! Ya sale el sol. Buenos días, querido sol. Aunque no seas el mismo que el de Gascuña, te reconozco o finjo reconocerte. Buenos días. Mucho tiempo hacía que no teníamos el gusto de veros.
—Vamos, vamos, amigo D’Artagnan —dijo Athos—; no la echéis de valiente; tenéis los ojos preñados de lágrimas. Seamos siempre francos entre nosotros, aun cuando esta sinceridad descubra nuestras buenas cualidades.
—¿Pues os parece —dijo D’Artagnan— que se puede uno separar a sangre fría de dos amigos como vos y Aramis en circunstancias tales que no carecen de peligro?
—No, D’Artagnan, no —respondió Athos—; y por lo mismo, venid a mis brazos, hijo mío.
—¡Voto a cien! —dijo Porthos sollozando—; ¡pues no lloro!, ¡qué barbaridad!
Y los cuatro amigos formaron un solo grupo, echándose los unos en brazos de los otros. Reunidos los cuatro hombres en un fraternal abrazo, de seguro no tenían más que un alma en aquel momento.
Blasois y Grimaud habían de seguir a Athos y Aramis. A Porthos y D’Artagnan les bastaba con Mosquetón.
Repartieron, según costumbre, el dinero con fraternal regularidad, y después de darse mutuamente un apretón de manos y de reiterarse la promesa de una eterna amistad, se separaron para emprender cada cual la convenida ruta, no sin volver la cabeza atrás, no sin decirse todavía algunas cariñosas palabras, que repetían los ecos de la playa.
Por fin se perdieron de vista.
—¡Diantre! D’Artagnan —exclamó Porthos—, voy a deciros ahora mismo una cosa, porque me sería imposible ocultaros cualquier queja. No os he reconocido en esta ocasión.
—¿Por qué? —preguntó D’Artagnan con su penetrante sonrisa.
—Porque, si es verdad que Athos y Aramis corren peligro, no debíamos abandonarlos. Yo confieso que estaba dispuesto a seguirles, y que lo estoy todavía a reunirme con ellos, a pesar de todos los Mazarinos del mundo.
—Si fuese así, tendríais mucha razón, Porthos —dijo D’Artagnan—; pero os diré una cosa que tal vez os haga cambiar de opinión. Los que corren el mayor peligro no son esos caballeros, sino nosotros, no nos separamos de ellos para abandonarlos, sino por no comprometerlos.
—¿De veras? —preguntó Porthos, abriendo los ojos con asombro.
—Indudablemente; si a ellos les prenden se exponen a ir a la Bastilla; si nos prenden a nosotros, iremos a la Plaza de la Gréve.
—¡Uf! —dijo Porthos—. Mucha distancia hay de eso a la corona de barón que me ofrecisteis.
—Quizá no tanto como os parece. Ya sabéis el refrán: «Por todas partes se va a Roma».
—Pero, ¿por qué corremos más peligro que Athos y Aramis? —Porque ellos no han hecho más que hacer el encargo que les dio la reina Enriqueta, y nosotros hemos hecho traición al que nos confió Mazarino; porque habiendo ido en calidad de mensajeros a Cromwell, nos hemos convertido en partidarios del monarca Carlos; porque, en vez de ayudar a derribar su regia cabeza, condenada por esos bribones, hemos estado muy cerca de salvarla.