—Como un escocés —respondió lacónicamente Grimaud.
Y colocándose junto a Blasois y Mosquetón, sacó un cuaderno y se puso a ajustar las cuentas de la compañía, cuyo tesorero era.
—¡Ay! —exclamó Blasois—. Ya me palpita el corazón.
—Siendo así —respondió Mosquetón con tono doctoral—, tomad algún alimento.
—¿Llamáis a esto alimento? —dijo Blasois mostrando con afligido y desdeñoso gesto el pan de cebada y el jarro de cerveza.
—Blasois —repuso Mosquetón—, no olvidéis que el pan es el mejor alimento de los franceses, y que no siempre lo tienen; preguntádselo a Grimaud.
—Sí, pero ¿y la cerveza? —repuso Blasois con una prontitud que hacía honor a su talento—, ¿y la cerveza, es su bebida verdadera?
—Lo que es eso —dijo Mosquetón algo apurado con tal dilema—, debo confesar que no, y que la cerveza nos es tan antipática como el vino a los ingleses.
—¡Cómo, señor Mostón! —dijo Blasois poniendo en duda los profundos conocimientos de Mosquetón, a los cuales profesaba, sin embargo, una completa admiración en las circunstancias ordinarias de la vida—: ¿conque a los ingleses no les gusta el vino?
—Lo aborrecen.
—Pues yo les he visto beberlo.
—Por penitencia; y prueba de ello es —añadió Mostón contoneándose— que un príncipe inglés se murió porque le metieron cierto día en un tonel de malvasía. Se lo he oído contar al señor Herblay.
—¡Necio! —dijo Blasois—. ¡Ojalá estuviera yo en su lugar!
—Puedes estarlo —dijo Grimaud echando una raya por debajo de las cantidades que iba a sumar.
—¡Cómo que puedo! —murmuró Blasois.
—Sí —continuó Grimaud llevando cuatro y pasándolas a otra columna.
—Explicaos, señor Grimaud.
Grimaud prosiguió su cálculo y escribió el total.
—Oporto —dijo entonces apuntando al primer compartimiento que había visitado en compañía de D’Artagnan y del patrón.
—¡Cómo! Esos toneles que he visto por un resquicio de la puerta…
—Oporto —repitió Grimaud empezando otra operación aritmética.
—He oído decir —añadió Blasois dirigiéndose a Mosquetón— que el Oporto es un excelente vino de la Península.
—Excelente —dijo Mosquetón relamiéndose—, excelente. En la bodega del señor barón de Bracieux le hay.
—No sería malo rogar a los ingleses que nos vendieran una botella —añadió el cándido de Blasois.
—¿Vender, eh? —respondió Mosquetón sintiendo reproducirse sus antiguos instintos de merodeo—. Cómo se ve, ¡oh, joven!, que aún no tenéis experiencia en las cosas de la vida. ¿Qué necesidad hay de comprar lo que se puede tener de balde?
—Pero eso es atentar contra la propiedad —dijo Blasois—, y creo que está prohibido.
—¿Dónde? —preguntó Mosquetón.
—No sé si en los Diez Mandamientos de Dios o en los de la Iglesia, mas sé que dice así: «No desearás la mujer del prójimo». «No codiciarás los bienes ajenos».
—Otra razón pueril, señor Blasois —replicó Mosquetón con aire de superioridad—. Sí, pueril, lo repito. ¿En qué paraje de las Escrituras habéis visto que los ingleses sean prójimos?
—Confieso que en ninguno —respondió Blasois—, o al menos no lo recuerdo.
—Razón pueril, vuelvo a decir —prosiguió Mosquetón—. Amigo Blasois, si como Grimaud y yo hubierais hecho diez años la guerra, sabríais la diferencia entre los bienes ajenos y los bienes del enemigo.
No me negaréis que un inglés es un enemigo, y perteneciendo ese vino de Oporto a los ingleses, nos pertenece a nosotros como franceses. ¿No habéis oído explicar jamás lo que es vivir sobre el país?
Esta facundia, reforzada con toda la autoridad que prestaba a Mosquetón su larga experiencia, dejó estupefacto a Blasois. Bajó la cabeza como para meditar, pero levantándola de repente, como armado de un argumento irresistible, dijo:
—¿Y los amos serán de vuestro parecer, Mostón? Mosquetón sonrióse con desprecio.
—No faltaba más —repuso— sino que fuera a turbar el sueño de nuestros ilustres jefes para decirles: «Señores, vuestro criado Mosquetón tiene sed; ¿le permitís que beba?». ¿Qué le importa al señor de Bracieux que yo tenga sed o no?
—Es vino muy caro —objetó Blasois moviendo la cabeza.
—Aunque fuese oro potable, señor Blasois, no se privarían de él nuestros amos. Sabed que sólo el señor barón de Bracieux puede, si quiere, beberse un tonel de Oporto aunque le costara un doblón cada gota. Y siendo cierto que los amos no se privarían —prosiguió cada vez más enaltecido y orgulloso—, no veo por qué razón se han de privar los criados.
Y levantándose Mosquetón cogió el jarro de cerveza, le vació por una cañonera y acercóse majestuosamente a la puerta que comunicaba con el otro compartimiento.
—¡Hola! —dijo—. Está cerrada. ¡Qué desconfiados son estos demonios de ingleses!
—¿Cerrada? —repitió Blasois con no menor desaliento que su amigo—. ¡Vaya un chasco! Y el corazón que me va palpitando cada vez más…
Mosquetón miró a Blasois con rostro tan afligido, que era innegable que sentía el chasco tanto como él.
—¡Cerrada! —volvió a decir.
—Ahora recuerdo —se atrevió a observar Blasois—, haberos oído referir que cuando erais joven mantuvisteis una vez en Chantilly a vuestro amo, y os proporcionasteis alimento para vos mismo atrapando perdices, pescando carpas y cogiendo botellas con un nudo corredizo.
—Es verdad —respondió Mosquetón—, y ahí está Grimaud que no me dejará mentir. Pero la bodega tenía un tragaluz y el vino estaba embotellado. No puedo echar el lazo al través de ese tabique, ni sacar con un pedazo de cuerda un tonel que tal vez pesará dos quintales.
—No, pero sí podéis quitar dos o tres tablas del tabique —dijo Blasois—, y agujerear un tonel con una barrena.
Abrió Mosquetón sus saltones ojos y miró a Blasois con el asombro que causa a un hombre el encontrar en otro cualidades que no le atribuía.
—Cierto —dijo—, bien puede ser; pero ¿dónde hay escoplo a fin de arrancar las tablas y barrena para el tonel?
—El estuche —dijo Grimaud empezando el balance de sus cuentas.
—¡Ah! Sí, el estuche —murmuró Mosquetón—, ¡y que no me acordaba!
En efecto, amén del cargo de tesorero, ejercía Grimaud el de armero de la tropa, y además de su libro de cuentas, tenía su estuche. Y como Grimaud era la precaución en persona, dicho estuche, con cuidado guardado en el fondo de su maleta, iba provisto de todos los instrumentos de primera necesidad.
Contenía, pues, entre ellos una barrena de regulares dimensiones. Mosquetón apoderóse de ella.
En cuanto al escoplo, no tuvo que ir muy lejos a buscarle, pues el puñal que en el cinto llevaba le sustituía con ventajas.
Buscó Mosquetón un lugar en que estuviesen separadas las tablas, e inmediatamente que le encontró se puso a trabajar.
Mirábale Blasois con una admiración en que entraba cierta dosis de impaciencia, arriesgando de vez en cuando ciertas observaciones llenas de inteligencia y lucidez sobre el modo de arrancar un clavo o falsear una tabla.
En un momento levantó Mosquetón tres tablas.
—Está bien —dijo Blasois.
Era Mosquetón al revés de la rana de la fábula que por tan gruesa se tenía; pero desgraciadamente no era su vientre como su nombre, al cual consiguió quitar la tercera parte. Probó a pasar por el boquerón, mas advirtió con dolor que para que le viniera acomodado, aún necesitaba arrancar otras dos o tres tablas.
Dio un suspiro y apartóse para proseguir su trabajo.
Grimaud había concluido entretanto sus cuentas y contemplaba de pie y con gran interés la operación y los inútiles esfuerzos de Mosquetón para llegar a la tierra prometida.
—Yo —dijo Grimaud.
Esta sola palabra equivalía a un soneto, y un soneto ya se sabe que vale tanto como un poema.
Mosquetón volvió la cabeza.
—¿Vos? —preguntó.
—Yo entraré.
—Es verdad —dijo Mosquetón paseando una mirada por el largo y delgado cuerpo de su amigo—; pasaréis y con facilidad.
—Viene bien —dijo Blasois—, pues como ya ha estado en la bodega con el señor D’Artagnan, sabrá cuáles son los toneles llenos y cuáles no. Señor Mostón, dejad pasar al señor Grimaud.
—También hubiese yo entrado —murmuró Mostón algo picado.
—Sí, pero sería más prolijo y yo tengo mucha sed. Me va palpitando el corazón cada vez más.
—Vaya, pasad, Grimaud —dijo Mostón entregándole el jarro y la barrena.
—Enjuaga los vasos —respondió Grimaud.
E hizo una seña a Mosquetón, como pidiéndole perdón por ir a consumar una empresa tan brillantemente comenzada por otro. En seguida se deslizó como una culebra por el boquerón y desapareció.
Blasois permanecía absorto. De todos los prodigios hechos por los hombres extraordinarios a quienes tenía la dicha de servir desde su llegada a Inglaterra, aquel le parecía sin contradicción el más milagroso.
—Ahora veréis —añadió Mosquetón mirándole con una superioridad a que ni siquiera trataba el pobre de sustraerse—, ahora veréis, Blasois, cómo bebemos los soldados viejos cuando tenemos sed.
—La capa —dijo Grimaud desde el fondo de la bodega.
—Es cierto —murmuró Mosquetón.
—¿Qué quiere? —preguntó Blasois:
—Que tapemos el boquerón con una capa.
—¿Para qué?
—¡Inocente! —dijo Mosquetón—, ¿y si entrase alguno?
—¡Ah! Es verdad —exclamó Blasois cada vez más admirado—. Pero así no verá.
—Grimaud ve de día como de noche.
—Fortuna es —dijo Blasois—; yo cuando no tengo luz no puedo dar dos pasos sin caer de bruces.
—Eso es porque no habéis servido —le contestó desde adentro Grimaud—; si no, hubierais aprendido a sacar una aguja de un horno ardiendo. Pero silencio, parece que vienen.
Dio Mosquetón un tenue silbido familiar a los lacayos en su juventud, volvió a sentarse a la mesa e hizo seña a Blasois de que le imitara. Blasois le obedeció.
Abrióse la puerta y penetraron dos embozados.
—¡Hola! —dijo uno—. ¿Son las once y cuarto y aún no están acostados? Eso es una falta contra el reglamento. Cuidado con que dentro de un cuarto de hora no estén todos durmiendo.
Dicho esto, encamináronse entrambos a la bodega en que se hallaba Grimaud, abrieron la puerta, entraron y la volvieron a cerrar.
—¡Ah! —dijo Blasois temblando—. ¡Se ha perdido!
—Muy zorro es Grimaud —murmuró Mosquetón.
Y quedáronse aplicando el oído y conteniendo el aliento. Transcurrieron diez minutos, durante los cuales no se oyó el menor ruido que diera a entender que hubiese sido descubierto Grimaud.
Transcurrido este tiempo, vieron Mosquetón y Blasois abrirse otra vez la puerta, por la cual salieron los embozados, y volviéndola a cerrar con las mismas precauciones que antes, alejáronse repitiendo la orden de acostarse y de apagar las luces.
—¿Obedecemos? —preguntó Blasois—. Mal aspecto presenta esto.
—Dijeron que un cuarto de hora, con que todavía nos quedan cinco minutos.
—Podíamos avisar a los amos.
—Más vale esperar a Grimaud.
—¿Y si le han matado?
—Hubiese dado gritos.
—Ya sabéis que es casi mudo.
—Pero hubiéramos oído el golpe.
—¿Y si no vuelve?
—Aquí está.
Efectivamente, en aquel mismo momento apartaba Grimaud la capa que ocultaba el boquerón, y asomaba una cabeza lívida, cuyos espantados ojos dejaban ver una diminuta pupila en medio de un ancho círculo blanco. Tenía en la mano el jarro de cerveza lleno de sustancia desconocida, y acercándole a la luz que despedía la humeante lámpara murmuró el monosílabo ¡oh! con una expresión de tan profundo terror, que Mosquetón retrocedió estremecido y Blasois estuvo a punto de desmayarse.
Sin embargo, entrambos echaron una curiosa mirada al jarro: estaba lleno de pólvora.
Enterado Grimaud de la índole del cargamento que llevaba el buque, se lanzó a la escotilla, y de un salto llegó a la cámara en que dormían los cuatro amigos. Empujó suavemente la puerta, y al abrirse ésta, despertó D’Artagnan, que permanecía tendido junto a ella.
Así que vio el gascón lo descompuesto del rostro de Grimaud, conoció que sucedía alguna novedad y fue a gritar. Impidióselo el criado con un ademán más rápido que la misma voz, y dando un soplo de que nadie hubiera creído capaz a un cuerpo tan débil, apagó la lamparilla colocada a tres pasos de distancia.
Entonces se recostó D’Artagnan sobre un codo; Grimaud hincó una rodilla en tierra, y alargando el pescuezo murmuró a su oído, lleno de emoción, un relato que realmente era bastante dramático para no necesitar de la acción ni el juego de la fisonomía.
Athos, Porthos y Aramis dormían entretanto como hombres que no lo han hecho en ocho días; Mosquetón atacábase en el entrepuente las agujetas por una medida de precaución, y Blasois procuraba imitarle lleno de horror y con los cabellos erizados.
Había pasado lo siguiente:
Cuando desapareció Grimaud por el boquerón, entrando en el primer compartimiento, empezó su registro y topó con un tonel. Diole un golpe y vio que estaba vacío; pasó a otro y también lo estaba, pero el tercero en que repitió su prueba devolvió un sonido tan seco, que no había lugar a equivocarse. Grimaud se convenció de que estaba lleno.
Fijándose en él comenzó a buscar un sitio a propósito para barrenarle, y al hacerlo advirtió que el tonel tenía espita.
—Bueno —dijo entre sí—; menos trabajo.
Y aproximando el jarro dio vuelta a la llave y sintió pasar suavemente el contenido de un recipiente al otro.
Iba Grimaud, después de tomar la precaución de cerrar de nuevo la llave, a llevarse el jarro a los labios, pues era sobrado concienzudo para ofrecer a sus compañeros un licor de que no les pudiera responder, cuando oyó la voz de alarma que le daba Mosquetón, y suponiendo que viniera alguna ronda nocturna, se deslizó por entre dos toneles y se ocultó tras uno de ellos.
En efecto, poco después se abrió la puerta y volvió a cerrarse, dando paso a los embozados que vimos pasar dos veces por delante de Mosquetón y Blasois, mandándoles que apagaran las luces.
El uno llevaba un farol guarnecido de vidrios, muy bien cerrado y de tal altura, que no llegaba la llama a la parte superior. Los vidrios iban cubiertos con trozos de papel que suavizaban, o más bien que absorbían la luz y el calor.
Aquel hombre era Groslow.
El otro tenía en la mano una cosa larga, flexible y enroscada, igual a una cuerda blancuzca. Ocultaban su rostro las anchas alas de un sombrero. Creyendo Grimaud que uno y otro iban a la bodega movidos de un deseo igual al suyo, y que querían, como él, visitar el vino de Oporto, se acurrucó más y más detrás de su tonel, haciéndose cargó en último caso, de que aunque le descubrieran no era grande su crimen.