Al llegar los dos hombres al tonel, tras el cual se había escondido Grimaud, se detuvieron:
—¿Traéis la mecha? —preguntó el inglés el que llevaba el farol.
—Sí —contestó el otro.
Al oír la voz del último se estremeció Grimaud, sintió penetrar un sudor mortal hasta la médula de sus huesos. Se incorporó lentamente, asomó la cabeza por encima del tonel y vio bajo el ancho sombrero el pálido semblante de Mordaunt.
—¿Cuánto tiempo podrá durar esta mecha? —preguntó éste.
—Unos cinco minutos —contestó el patrón.
Tampoco esta voz era desconocida para Grimaud. Pasó la vista del uno al otro y reconoció a Groslow.
—Entonces —dijo Mordaunt—, avisad a la tripulación que esté dispuesta sin decirle para qué. ¿Sigue la lancha al buque?
—Como un perro a su amo.
—Cuando den las doce y cuarto reunid a la gente y descended sin ruido a la lancha.
—¿Después de prender fuego a la mecha?
—Eso es cosa mía. Quiero estar seguro de mi venganza. ¿Van en la lancha los remos?
—Sí.
—Está bien.
—No hay más que hablar.
Arrodillóse Mordaunt y aseguró un extremo de la mecha a la espita del tonel para que no le quedara otra cosa que hacer sino inflamar el otro extremo.
Terminada esta operación sacó el reloj.
—Ya lo habéis oído. A las doce y cuarto —dijo incorporándose—, esto es, dentro de veinte minutos.
—Perfectamente —respondió Groslow—. Pero debo advertiros por última vez que la misión que os reserváis es de peligro, y que más valdría encargar a un marinero de dar fuego a la mecha.
—Amigo Groslow —dijo Mordaunt—, nadie le sirve a uno tan bien como uno mismo. Es regla que nunca olvido.
Todo lo había oído Grimaud, y aunque no todo lo había entendido, sus ojos suplían bastante la falta de comprensión del idioma; había visto y conocido a los dos enemigos mortales de los mosqueteros; había visto preparar la mecha, y esto era más de lo que su penetración natural necesitaba para ponerle al corriente de todo. Y por si no fuera bastante, tocaba y volvía a tocar el contenido del jarro que en la mano tenía, y en lugar del líquido que Mosquetón y Blasois esperaban, sentía deshacerse entre sus dedos los granos de una materia áspera.
Alejóse Mordaunt con el patrón y se detuvo a escuchar en la puerta.
—¿Oís cómo duermen? —preguntó.
En efecto; a través de las tablas se oían los ronquidos de Porthos.
—¡Dios os lo entrega! —dijo Groslow.
—¡Y ni el demonio podrá salvarlos! —respondió Mordaunt.
Los dos se marcharon.
Esperó Grimaud a que sonase la llave de la puerta, y luego que se cercioró de que estaba solo, exclamó incorporándose y enjugándose las gruesas gotas de sudor que corrían por su frente:
—¡Qué fortuna que Mosquetón haya tenido sed!
Y pasó aceleradamente por el boquerón creyendo todavía que soñaba; pero la vista de la pólvora en el jarro de la cerveza le probó que estaba despierto.
Inútil es manifestar que D’Artagnan escuchó todos estos detalles con un interés cada vez mayor. Sin aguardar a que acabase Grimaud, se levantó silenciosamente y aproximando los labios al oído de Aramis, que dormía a su izquierda, y dándole al mismo tiempo un golpecito en el hombro para evitar un movimiento de sorpresa, le dijo:
—Señor de Herblay, levantaos sin hacer ruido.
Despertó Aramis; repitióle D’Artagnan sus palabras apretándole la mano, y Aramis obedeció.
—Puesto que tenéis a Athos a la izquierda, avisadle como yo a vos. Fácil fue a Aramis despertar al conde, cuyo sueño era tan ligero como lo es ordinariamente el de todos los hombres de naturaleza nerviosa y sensibilidad exquisita. Más trabajo costó despertar a Porthos. Al ir éste a preguntar las causas y razones de aquella desagradable interrupción, D’Artagnan tapóle la boca sin decir una palabra.
Adelantó entonces nuestro gascón los brazos, y atrayendo a sí las tres cabezas, las abrazó de modo que casi se tocaban.
—Amigos —les dijo—, vamos al momento a salir de este buque, o de lo contrario somos muertos.
—¡Bah! —dijo Athos—. ¿Por qué? —¿Sabéis quién dirige el barco?
—No.
—El capitán Groslow.
El sobresalto de los tres mosqueteros dio a entender a D’Artagnan que sus palabras hacían efecto.
—¡Groslow! —repitió Aramis.
—¿Quién es ese Groslow? —preguntó Porthos—. No le tengo presente.
—El que rompió la cabeza al hermano de Parry y se dispone a hacer lo mismo con nosotros.
—¡Hola!
—¿Y sabéis quién es su teniente?
—No le tiene —contestó Athos—; es un falucho tripulado por cuatro hombres, no hay teniente.
—Sí, mas el señor Groslow no es un capitán como otro cualquiera. Trae por teniente nada menos que a Mordaunt.
Al oír esto no fue ya sobresalto lo que sintieron los mosqueteros, sino una fuerte emoción que casi les arrancó un grito. Aquellos hombres invencibles, pero sujetos a la fatídica y misteriosa influencia que sobre ellos ejercía aquel hombre, se estremecieron sólo al oírle pronunciar.
—¿Qué haremos? —dijo Athos.
—Apoderarnos del falucho —respondió Aramis.
—Y matar a esa víbora —repuso Porthos.
—El falucho está cargado de pólvora contenida en esos toneles que yo tomé por vino de Oporto. Cuando se vea Mordaunt descubierto hará que volemos todos, amigos y adversarios, y es muy mala compañía ¡voto a tal! para consentir yo en presentarme con él, ni en el cielo ni en el infierno.
—¿Tenéis algún proyecto? —preguntó Athos.
—Sí.
—¿Cuál? —¿Confiáis en mí?
—Mandad dijeron al mismo tiempo los mosqueteros.
—Pues venid.
Marchó D’Artagnan hacia una ventana tan baja como los imbornales de cubierta, mas que bastaba para dar paso a un hombre, y la abrió haciéndola girar sin ruido sobre sus goznes.
—He aquí el camino —dijo.
—¡Diablo! —murmuró Aramis—. Mucho frío hace, amigo.
—Quedaos si queréis, pero en cambio, dentro de poco tendréis mucho calor.
—Es que no podemos llegar a tierra a nado.
—La lancha viene amarrada detrás, iremos hasta ella y cortaremos el cable. Con que vamos señores.
—Un momento —dijo Athos—, ¿y los lacayos?
—Aquí estamos —dijeron Mosquetón y Blasois, a quienes había ido a buscar Grimaud para reconcentrar todas las fuerzas en la cámara. Habían entrado sin que nadie los observara por la escotilla, que estaba muy próxima a la puerta.
Entretanto contemplaban inmóviles los tres amigos el terrible espectáculo que había descubierto D’Artagnan abriendo la ventana, y que divisaban por su pequeño hueco.
Ciertamente que cualquiera que haya visto este espectáculo una sola vez, sabrá que no hay cosa que más profundamente impresione el corazón que una mar agitada, moviendo con murmullos sus negras olas a la pálida luz de una luna de invierno.
—¡Voto a bríos! —dijo D’Artagnan—. Parece que no tenemos resolución. Si vacilamos nosotros, ¿qué han de hacer los lacayos?
—Yo no vacilo —dijo tranquilamente Grimaud.
—Señor —dijo Blasois—, os prevengo que yo no sé nadar más que en ríos.
—Y yo ni en ríos ni en mares —repuso Mosquetón.
Ya en aquel intermedio había salido D’Artagnan por la ventana.
—¿Con que estáis resuelto? —preguntó Athos.
—Sí —respondió el gascón—. Vámonos, Athos; vos que sois un hombre perfecto, mandad al espíritu que domine a la materia. Vos, Aramis, cuidad de los criados. Vos, amigo Porthos, desembarazadnos de cuantos se nos quieran oponer.
Y apretando D’Artagnan la mano de Athos, aprovechó un instante en que el cabeceo del falucho le inclinaba hacia atrás, de manera que no tuvo que hacer más que dejarse llevar del agua, la cual le llegaba ya a la cintura.
Athos siguióle antes que se enderezase el falucho, el cual se levantó después e hizo salir del agua el cable a cuyo extremo iba atada la lancha.
D’Artagnan nadó hacia él, lo cogió y se quedó aguardando, colgado del cable con una mano y con la cabeza a flor de agua.
Un segundo después se le reunió Athos.
A poco asomaron por un costado del buque otras dos cabezas: eran las de Aramis y Grimaud.
—Blasois es el que me da cuidado —dijo Athos—. ¿No le habéis oído decir, D’Artagnan, que no sabe nadar más que en los ríos?
—Si sabe nadar, nadará en todas partes —contestó D’Artagnan—; ¡a la barca!, ¡a la barca!
—Pero, ¿y Porthos? No le veo.
—Ahora vendrá, no hay cuidado: ese puede apostárselas a un cetáceo.
Efectivamente, no aparecía Porthos, porque entre él, Mosquetón y Blasois estaba pasando una escena semiburlesca, semidramática. Aterrados los dos últimos por el ruido del agua, por el silbido del viento y por el aspecto de las olas que en el abismo se agitaban, retrocedían en vez de avanzar.
—¡Vamos, vamos —dijo Porthos—, al agua!
—Pero, señor —contestó Mosquetón—, si yo no sé nadar! Dejadme aquí.
—Y a mí también, señor.
—Creed que os voy a estorbar en ese barquichuelo —repuso Mosquetón.
—Y yo me ahogo de seguro antes de llegar —continuó Blasois.
—¡Oiga! Pues yo os ahogaré a los dos si no salís —dijo Porthos cogiéndoles por el pescuezo—. De frente, Blasois.
Un gemido ahogado por la férrea mano de Porthos fue la única contestación de Blasois, pues asiéndole el gigante por el pescuezo y por los pies le sacó como un tablón por la ventana y le echó al mar cabeza abajo.
—Ahora, Mostón —dijo Porthos—, espero que no abandonéis a vuestro amo.
—¡Ay, señor! —respondió Mosquetón con los ojos preñados en lágrimas—. ¿Por qué habéis vuelto al servicio? ¡Estábamos tan bien en Pierrefonds!
Y sin hacer otra observación, pasivo y obediente ya por verdadera fidelidad, ya por haber escarmentado en el ejemplo de Blasois, Mosquetón se tiró de cabeza al mar.
Mas no era Porthos hombre capaz de abandonar así a su leal compañero. Tan de cerca siguió el amo al criado, que la caída de ambos cuerpos fue simultánea, de suerte que cuando volvió Mosquetón a flor de agua, con los ojos cerrados, hallóse sostenido por la ancha mano de Porthos y pudo, sin hacer ningún esfuerzo, aproximarse a la cuerda con toda la majestad de un dios marino.
En el mismo momento sintió Porthos agitarse algo al alcance de su brazo.
Asió aquel objeto por los cabellos; era Blasois, en cuyo auxilio había salido Athos.
—Iros, conde —dijo Porthos, no os necesito.
Y en efecto, de una vigorosa patada se enderezó como el gigante Adamastor sobre las olas y en tres empujes se reunió con sus amigos. D’Artagnan, Aramis y Grimaud ayudaron a Mosquetón y Blasois a subir; luego llegó su vez a Porthos, el cual al echar una pierna por encima de la borda, estuvo a punto de hacer naufragar la lancha.
—¿Y Athos? —preguntó D’Artagnan.
—Aquí estoy —dijo Athos, el cual semejante a un general que sostiene la retirada, se había quedado fuera cogido de la barca.
—¿Están reunidos todos?
—Todos —respondió D’Artagnan—. ¿Y vos, Athos, tenéis ahí el puñal?
—Lo tengo.
—Pues cortad el cable y venid.
Sacó Athos del cinto un acerado puñal y cortó la cuerda; el falucho se fue alejando y la lancha permaneció estacionada, sin otro movimiento que el balance de las olas.
—Venid, Athos —dijo D’Artagnan.
Y dio la mano al conde de la Fère, que se acomodó a su vez en la débil lancha.
—¡Gracias a Dios! —dijo el gascón—. Ahora veréis un espectáculo curioso.
En efecto, no bien pronunció D’Artagnan estas palabras resonó un silbido en el falucho que ya empezaba a perderse entre la bruma y la oscuridad.
—Ya veis que algo quiere decir eso dijo D’Artagnan.
En aquel momento se divisó la luz de un farol sobre cubierta, y tras ella se extendieron algunas sombras.
De pronto atravesó el espacio un grito terrible, un grito de desesperación, y como si a su sonido se desgarraran las nubes, se apartó el velo con que estaba encubierta la luna, y en el cielo plateado por su débil luz, se dibujaron el pardo velamen y la negra jarcia del falucho.
Corrían sobre él sombras frenéticas, y mil gritos terribles acompañaban sus desesperados ademanes.
En medio de estos gritos apareció Mordaunt sobre el castillo de popa llevando una antorcha en la mano.
Los que tan desesperadamente corrían sobre cubierta eran Groslow y sus marineros, a los cuales había reunido el primero a la hora prefijada por Mordaunt; mientras éste, después de aplicar el oído a la puerta de la cámara para ver si dormían los mosqueteros, bajaba a la cala tranquilizado por su silencio.
En efecto, ¿quién hubiera podido sospechar lo que pasaba?
Abrió, pues, Mordaunt la puerta y corrió a la mecha, a la cual prendió fuego con el ardor de un hombre sediento de venganza, con la confianza de aquellos a quienes el cielo ciega para castigar sus crímenes.
Entretanto reuniéronse a popa Groslow y los marineros.
—¡Hala! La cuerda —dijo Groslow—, y aproximad la lancha. Púsose un marinero montado sobre la borda, cogió el cable, tiró de él y éste cedió sin resistencia.
—Está cortado —dijo el marinero—, la lancha ha desaparecido.
—¿Cómo que ha desaparecido? —dijo Groslow arrojándose al filarete—. Es imposible.
—Como lo digo —contestó el marinero—; miradlo vos; nada se ve en el mar y aquí está el cabo.
Entonces fue cuando lanzó Groslow aquel grito que oyeron los mosqueteros.
—¿Qué hay? —exclamó Mordaunt saliendo de la escotilla y precipitándose también a popa con la antorcha en la mano.
—Que nuestros adversarios se escapan, que han cortado el cable, que huyen con la lancha.
Mordaunt se puso de un salto a la puerta de la cámara y echóla abajo de un puntapié.
—¡Nadie! —exclamó—. ¡Ah, demonios!
—Perseguidlos —ordenó Groslow—, no pueden estar muy lejos; los pasaremos por ojo.
—Sí, pero ¿y el fuego? —gritó Mordaunt—. He prendido fuego.
—¿A qué?
—A la mecha.
—¡Mal rayo! —rugió Groslow corriendo hacia la escotilla—. Quizá sea tiempo todavía.
Sólo respondió Mordaunt con una terrible carcajada; descompuestas sus facciones aún más por el odio que por el temor, levantó al cielo los chispeantes ojos como lanzando la última blasfemia, tiró su antorcha al mar y se arrojó tras ella.