Read Venganza en Sevilla Online
Authors: Matilde Asensi
—Acompañadme, don Martín. Haré que preparen la merienda. Tenéis cara de hambre.
—Ni mis criados ni yo hemos comido. —Me pareció sentir la mirada asesina de Rodrigo en la espalda por tratarle de criado, mas me acobardaba desdecir a la señora Clara en aquellos momentos.
—¡Por Dios! Al punto les daremos de merendar también. Ángela, encárgate —le dijo a la doncella, que voló a cumplir la orden de su señora—. Y, ahora, venid conmigo, don Martín.
Traspasamos la puerta principal y franqueamos un amplio zaguán para ir a cruzar una grande reja de hierro que daba acceso a otro patio aún mayor que el primero, lleno de plantas y árboles, alrededor del cual se distribuían las estancias principales, que recibían la luz a través de acristaladas ventanas (¡qué distinto el lujoso vidrio de los modestos lienzos engrasados que yo conocía!). Allí estaban las cocinas, la despensa, el corral, los alojamientos de los criados y los esclavos, una sala para recibir y un gabinete. A un lado, una escalera de obra cubierta por azulejos de alegres motivos ascendía hasta el piso superior, que doblaba el de abajo y acogía las alcobas y las recámaras junto con otras dependencias privadas. La señora Clara se dirigió a la sala inferior y yo la seguí. El crepúsculo avanzaba y, de súbito, todo el cansancio del día se me vino encima. ¡Habían acontecido tantas cosas y tan arduas! Incluso había muerto mi padre.
Un nuevo lacayo nos abrió la puerta desde dentro para que pudiéramos entrar. ¿Cuántos criados había en aquella casa? La sala, de medianas proporciones, estaba caldeada por elegantes y decorados braseros de lumbre. La señora Clara se quitó el tocado y se dirigió hacia un estrado cubierto de muy ricas alfombras y cojines en el cual se sentó a la morisca
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entretanto me ofrecía a mí, con gentil ademán, una cómoda silla vestida con telas hermosas. Al destocarse, se le descubrió la edad, que era mucha, pues rondaría los cuarenta y cinco o los cincuenta años. Llevaba la piel blanqueada con solimán
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y, sobrepuesto, colorete bermellón en abundancia, tanto por el rostro como por el cuello y las manos. Sus labios, pequeños y perfilados, estaban abrillantados con cera; sus cejas, depiladas; y sus oscuros ojos, alcoholados con antimonio. No era de extrañar que el marqués se la hubiera quedado para su solo servicio pues, siendo bella por sus rasgos finos y delicados, sabía acrecentar su hermosura y encubrir sus años con el arte de los afeites.
Tuve para mí que su deseo e intención era hablar largo y tendido, del principio al cabo, sobre su hermana María y sobre la extraña muerte de mi padre, mas yo me encontraba muy cansada y sólo deseaba retirarme y quedar a solas para poder entregarme a la pena que llevaba en el corazón y que me lo apretaba en el pecho de tal suerte que parecía que me lo quería reventar. La señora Clara, con una sonrisa burlona en los labios, me sorprendió al punto diciendo:
—Bien, muchacha... Así que tu nombre es Catalina Solís, ¿verdad?
Ni respondí ni me agité. Contuve el aliento y me pregunté, enojada, por qué madre le habría contado a aquella extraña mi secreto y, por más, en una situación tan delicada.
—Mucho tendría que haber cambiado María para proceder como una insensata enviando a Sevilla a un muchacho tan joven como tú pareces para un asunto tan serio —comentó, examinándome—. Claro que si eres moza y doncella la cosa cambia, aunque continúa siendo una insensatez, por eso mi hermana me pide que extreme los cuidados sobre ti y que no te quite el ojo de encima. Debes de tener unos veinte y dos o veinte y tres años, ¿no es verdad?
Unos criados que entraron dispusieron ante mí una mesa con toda clase de viandas que tomé en silencio, con premura y mucho gusto y, levantados los manteles, otros vinieron con una fuente, un aguamanil, una pella de jabón napolitano que debía de costar su peso en oro y toallas para que me lavara. No estaba yo acostumbrada a tanta delicadeza.
—Tienes la piel muy morena —observó la señora Clara sin ocultar su desagrado—. Sin embargo, eres ciertamente hermosa. Si pudiera aplicarte los buenos conocimientos de belleza que poseo serías una de las mujeres más agraciadas de Sevilla.
Quedé muda de asombro al oír hablar de mí en aquellos términos y, por más, yendo ataviada de Martín y en un día como aquél.
—La hermosura, señora Clara —le dije con voz áspera— debe ir acompañada de la virtud para ser hermosura valedera pues, de otro modo, sólo es buena apariencia y como tal, fácil de perder. Mejor sería que me tratarais como a Martín Nevares en tanto me guardo bajo vuestro techo pues son muchas las cosas que tengo que poner en ejecución y no conviene que un yerro las perjudique.
Ella sonrió, complaciente.
—A no dudar, y aunque no seas hijo de su sangre, te pareces a María en el genio y en el ímpetu. Y, ahora, cuéntame esas cosas de las que hablas, sin añadir ni quitar ninguna.
—No debéis obligarme a ello, señora. Ha sido la última voluntad de mi padre que ejecute en Sevilla ciertos trabajos ingratos y debo cumplir su deseo. Ni queráis conocerlos ni inmiscuiros en ellos.
Algo se debió de oler la señora Clara porque frunció el ceño.
—No lo haré —dijo, muy seria— si mi casa no va a verse envuelta en escándalos, mas si va a ser así, debes hablar con toda verdad pues has de saber que el dueño de todo esto es un noble muy principal de Sevilla que no debe ser perjudicado. Jura que nada de lo que hagas, sea lo que fuere, ofenderá su honor o manchará su nombre y, entonces, dejaré que salgas de este aposento sin contarme lo que no deseas contar.
No podía ofrecerle tal juramento porque no sabía cuáles iban a ser mis acciones aunque, si de algo estaba cierta, era que entrañaban, a lo menos, cuatro muertes, las de Fernando Curvo, Juana Curvo, Isabel Curvo y Diego Curvo, los cuatro hermanos que residían en Sevilla. De Arias Curvo ya me encargaría cuando regresara a Tierra Firme. Contarle a Clara Peralta mis intenciones podía ser peligroso, mas abandonar su casa significaba quedar a merced de los soldados y eso tampoco me lo podía permitir.
—¿Conocéis, señora, a la familia Curvo?
Clara soltó una alegre carcajada.
—¿Los Curvos? —preguntó aunque sin esperar respuesta—. ¡Naturalmente! ¿Quién no conoce en Sevilla a los afamados Curvos? Esa distinguida familia es, de las muchas que se enriquecen en esta ciudad con el comercio de las Indias, la que más raudamente y con mayor acierto ha ascendido en la alta sociedad sevillana durante los últimos años. Son ricos y poderosos. ¿Qué tienes con ellos?
—Es una larga historia —objeté, mas me interesó mucho lo que había dicho. ¿Podría, quizá, Clara Peralta brindarme testimonios útiles?
Una esclava negra entró silenciosamente con una bujía en la mano y fue prendiendo, poco a poco, todas las luces de los candelabros, candiles y velones de la estancia, ricamente decorada con bargueños, aparadores y espejos. El cansancio y el grato calorcillo de la estancia me cerraban los ojos.
—Estás exhausto —observó—. Hubiera deseado que presentaras tus respetos a don Luis, mi señor, el marqués de Piedramedina, que vuelve a casa todos los días a esta hora, mas tengo para mí que hoy ha sido un día muy malo y que necesitas retirarte a descansar. Mañana nos contarás a ambos todo lo que debas contarnos.
—¿Es él vuestro enamorado? —le pregunté, intentando vencer mi extenuación.
—Así es. Desde hace quince años. Nuestro hijo Luis, a quien tiene reconocido porque su esposa, la marquesa, no le ha dado hijos legítimos, se halla en Flandes —explicó con orgullo—, al servicio de la archiduquesa Isabel Clara Eugenia. Y, ahora, vete. Mañana hablaremos. Sancho, el mayordomo, te acompañará a tu cámara.
En tanto subía la escalera tras el tal Sancho y entraba en mi alcoba, que tenía la chimenea encendida, sentía la imperiosa necesidad de buscar a Rodrigo para salir de una rara ensoñación fruto, sin duda, de la postración y del cansancio. Me sentía como me había sentido al principio en mi isla desierta: sola en el mundo, perdida, sin nadie que conociera mi paradero ni nadie a quien demandar auxilio. Lo mismo hubiera dado que gritara hasta enronquecerme pues en todo lo descubierto de la Tierra ninguno conocía de mi existencia ni podía allegarse hasta mí para consolarme. Rodrigo y Juanillo, e incluso Damiana, me hubieran ayudado a recuperar el seso y el buen juicio pues no cabía ninguna duda de que los había perdido, contemplándome a mí misma como a una extraña, desde fuera, asustada por hallarme tan lejos de casa, en medio de una ciudad cuyos muchos ruidos atravesaban las ventanas y paredes y se colaban hasta mi cámara. Aquella luz del ocaso, tan fría y huidiza, tan temible, acrecentaba aún más mi soledad.
De súbito, tendida boca abajo sobre la enorme cama con dosel y colgaduras, supe que mi padre estaba allí. No cambié la postura del cuerpo. No hice nada. Me dejé llevar por la dulzura tranquilizadora de su presencia. Aunque hubiera mirado, buscándole, no le habría visto porque quien había venido a despedirse de mí era su espíritu y, sin hablar, yo conocía que su presencia era tan real como el hecho de que sólo pretendía bendecirme antes de marcharse para siempre a alguna otra parte.
—Adiós, padre —dije en voz alta con todo el amor de mi corazón. Y me dormí. Ya no guardo más en la memoria.
El marqués de Piedramedina, todo él bondad y buen corazón, resultó ser un hombre tan viejo como mi padre aunque prodigiosamente duro de cerebro y falto de meollo. Era Clara Peralta quien dirigía sus asuntos, resolvía sus problemas y adoptaba sus decisiones hasta el extremo de decidir sus gustos y necesidades. Le protegía como una madre protege a un hijo, alejándole de los peligros, los disgustos y las alteraciones de ánimo, procurándole las comodidades y el bienestar del dulce limbo en el que él vivía, plácidamente acunado por las tiernas atenciones de su enamorada. A no dudar, era un hombre feliz, quizá el único hombre feliz que he conocido, y lo más extraño era que dicha felicidad procedía de su absoluta y total ignorancia de lo que acontecía en la vida real. Adoraba a la señora Clara y la palabra de ella era ley, sin trabas ni vacilaciones. No es que fuera corto de entendimiento, pues descollaba en cuestiones de linajes, títulos nobiliarios, asuntos de la corte, actos sociales y chismes de las familias principales de Sevilla, mas le gustaba vivir en paz y disfrutar de las cosas sencillas, sin querellas ni conflictos, y para eso tenía a su lado a Clara Peralta.
El marqués era alto y grueso, de buen comer y mejor dormir. Conforme a la moda, llevaba el pelo muy corto y la barba espesa y poblada, toda nívea por su mucha edad, y la traía siempre pulcra y acicalada. Sus calzones cortos y anchos, sus medias finas, sus jubones, coletos y capas —todo de color negro— estaban hechos con los mejores y más caros tejidos llegados de Europa y la señora Clara exigía a las lavanderas y planchadoras que sus enormes lechuguillas estuvieran siempre perfectamente almidonadas y tan blancas como los encajes de sus puños. Desde hacía algunos años se había visto obligado a usar anteojos y se los fabricaban de oro, con su escudo de armas grabado por dentro.
El buen marqués, informado de nuestra presencia en su casa y puesto en antecedentes de nuestra historia, se aburría penosamente y bostezaba con discreción entretanto Rodrigo —restaurado a su valedera condición de compadre— y yo le contábamos a la señora Clara nuestro viaje, la muerte de mi padre y todo cuanto ella deseaba saber sobre la vida y obras de madre y su mancebía de Santa Marta. El pobre don Luis parecía vagar con su mente muy lejos de aquella sala, ajeno por completo al momento y a la conversación, retenido tan sólo por el deseo de su enamorada de conservarle allí, deseo que, estimo, él no comprendía aunque tampoco lo intentaba. Ni mi doble personalidad de Martín y Catalina, ni la orden por trato ilícito contra mi padre y contra mí, ni la mención de la mar Océana o de la Cárcel Real despertaron su interés.
—¿Qué hará María cuando conozca la muerte de tu padre? —quiso saber, afligida, la señora Clara—. ¿Qué le ocurrirá?
No podía ni imaginarlo. De una parte, quedaría destrozada, hundida, y, de otra, su fortaleza de carácter la impulsaría a acometer cualquier ardua tarea que mantuviese ocupados sus pensamientos.
—No podría decíroslo —aseguré, cavilosa— y me inquieta en grande manera.
—Emprenderá sus negocios de nuevo —afirmó Rodrigo, que hablaba y actuaba con mucho comedimiento, abrumado, como yo, por tanto lujo y elegancia—. Madre no conoce lo que es vivir sin trabajar. Saca su satisfacción y contento de la mancebía, así que abrirá otra.
La señora Clara suspiró, menos por tristeza de su hermana que por la nostalgia de un oficio, el de gobernar una casa pública de mozas distraídas, que nunca ejercería. Aquello le recordaba su lejana juventud. Cabeceó levemente e hizo un resignado ademán.
—Pues bien, ahora háblanos a don Luis y a mí de esas tareas ingratas que tu padre te solicitó en su lecho de muerte. Don Luis está muy interesado, ¿verdad, Luis?
El marqués de Piedramedina no parecía haber escuchado la declaración de Clara.
—¡Luis!
—¿Sí? —repuso con un sobresalto.
—¿Verdad que deseas conocer lo que don Esteban Nevares le ha pedido a su hijo que ejecute en Sevilla tras su muerte?
—Naturalmente —aseguró con gentileza aunque sin alcanzar de lo que se hablaba.
—Escuchad, señora Clara...
—Por favor, Martín, llámame doña Clara —me pidió ella cortésmente.
—Como gustéis, doña Clara. —No merecía tal tratamiento pues no era hidalga ni noble, sólo la querida del marqués; mas si ella lo deseaba yo no podía negárselo—. Tengo para mí que debería conservar el secreto por afectar a personas de Sevilla que seguramente conocéis.
—¿A don Luis? —demandó, preocupada.
—No podría aseguraros lo contrario.
El marqués negó con la cabeza y farfulló unas palabras. Doña Clara, percibiéndolo, se alteró grandemente, atrapada entre la hospitalidad debida y el daño a su enamorado.
—Dejémonos de dar vueltas, que me cansan ya tantas salvas y prevenciones —exclamó con enfado—. Lo que yo... Lo que don Luis y yo queremos es que nos digas, sin más demoras, ese secreto con toda la verdad. Luego, juzgaremos si sigues en nuestra casa o si nos vemos obligados a pedirte que te vayas. Por nada del mundo quisiera defraudar, a mi hermana María echando a su hijo a la calle, por lo que te suplico que hables de una vez.
—Sea —consentí—, mas debéis prestar juramento de guardar el secreto tanto si me quedo como si me voy, pues no desearía que, en el futuro, y aun sin pretenderlo, me pudierais perjudicar.