Read Venganza en Sevilla Online
Authors: Matilde Asensi
—No te preocupes, madre. Todo lo haré como dices.
—¡Y una cosa más! —exclamó, alzando una mano en el aire para vedarme por adelantado cualquier objeción—. Damiana se va contigo.
—¡Damiana! —vociferé—. ¡Ah, no! Por ahí no paso, madre. Damiana se queda aquí, en Cartagena, en casa de Juan de Cuba, para cuidarte hasta que te pongas bien.
—Damiana —silabeó con tal ardor y fuerza que me asustó— es la mejor curandera que he conocido. Tu padre la necesitará mucho más que yo. Quiero que mi Esteban vuelva sano y salvo, tal cual estaba el día que se lo llevaron.
—Pero... ¡Porta la carimba de la esclavitud!
—Ella está de acuerdo en acompañarte —me explicó—. No tiene cartas de libertad, de modo que tendrás que falsificarle algunas o hacerla pasar por tu esclava. Mi hermana Clara te podrá dar los nombres de dos o tres buenos ejecutores de documentos ilegítimos.
Y, diciendo esto, me estrechó entre sus doloridos brazos y me besó cariñosamente en la mejilla.
—Vuelve pronto y vuelve con tu padre —murmuró en mi oído antes de soltarme y de girar sobre sí misma para dirigirse hacia la borda, donde se hallaba la escala por la que tenía que bajar hasta el batel del señor Juan que iba a llevarla al puerto de Cartagena. Los dos grandes loros verdes, que no se habían movido de los flechastes en todo el día, alzaron el vuelo en pos de ella y desaparecieron de mi vista.
Yo también debía partir. Mi nueva nao, la Sospechosa, esperaba a su maestre. Pronto nos alejaríamos de Tierra Firme y era mi obligación fijar el rumbo hacia España lo más lejos posible de las derrotas habituales de las flotas, las Armadas y los piratas. Por fortuna, uno de los empeños de mi padre (absurdo, según mi anterior parecer) había sido obligarme a estudiar y convertirme en un buen piloto y mareante. Ahora daba gracias por su terquedad y por su extraña visión de lo que una mujer podía y debía poner en ejecución.
Guando pisé por vez primera la cubierta de la Sospechosa supe que, de alguna manera, había llegado a otro de los destinos de mi vida. El primero fue mi isla desierta, que me deparó la experiencia y riqueza que ahora propiciaban la empresa que tenía por delante; el segundo, la casa de Santa Marta, mi primer hogar desde que abandonara Toledo en mil y quinientos y noventa y ocho; y el tercero, la Sospechosa, una zabra rápida de velas latinas con la que iba a cruzar la mar Océana como maestre. ¡Qué distinto este viaje de aquel que me trajo al Nuevo Mundo, en el que yo sólo era una niña inocente a la que habían casado por poderes con un descabezado!
Durante las siguientes cinco jornadas, fuimos completando la dotación, componiendo el matalotaje, llenando la bodega de toneles de agua y odres de vino, aderezando la zabra para el viaje, embarcando pólvora y proyectiles de hierro para los falcones así como arcabuces y mosquetes para los hombres. No puse el pie en tierra en ninguna ocasión. Me despedí del Santa Trinidad ordenando a su maestre que siguiera en Cartagena y se pusiera a las órdenes de María Chacón en primer lugar y, en segundo, del mercader Juan de Cuba. Cualquier servicio o trabajo que ellos solicitaran del jabeque debía llevarse a cabo sin discusión. Catalina Solís había expresado claramente que su pariente Martín Nevares podía disponer cualquier cosa respecto a la nao y Martín Nevares se la entregaba a María Chacón para que, en su ausencia, hiciera con ella lo que le viniera en voluntad. Zarpamos de Cartagena el día lunes que se contaban treinta del mes de octubre del año de mil y seiscientos y seis con rumbo a Santo Domingo, en isla La Española, y, desde allí, sin perder de vista la costa, pasando cerca de Mona y del Cabo San Rafael, arrumbamos, de noche y con viento terral, hacia España —nordeste cuarta del este— y aquel primer día en la mar Océana hicimos veinte leguas. Durante las siguientes jornadas, en algunas ocasiones tuvimos que poner la proa al norte y en otras a la cuarta del nordeste y encontramos mucha hierba de esa que está en el mar. El viento refrescó y no era muy bueno para ir a España. Los hombres trabajaban duro para gobernar la zabra y mantenerla limpia. Al séptimo día tuvimos que hacer bordadas hacia el estesudeste y hacia el sudeste, mas avanzamos casi treinta leguas. Después, encontramos la primera calma chicha de las varias que sufrimos durante el viaje. El aire se aquietó sobre la mar y estuvimos parados dos días completos. Vimos muchos atunes y peces dorados, y pescamos algunos para hacerlos en la olla. El día que hacía quince de nuestra partida de La Española vimos la mar tan cuajada de hierba que temimos estar encallando en bajíos
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. Rodrigo me preguntó, desazonado, si me hallaba completamente segura de la derrota que había elegido y, aunque le dije que sí, a fe que no las tenía todas conmigo. Había trazado una ruta intermedia entre la de ida al Nuevo Mundo, por el sur, y la del tornaviaje a España, por el norte, pero desconocía lo que en ella nos podíamos encontrar y aquella hierba tan espesa era algo extraño para mí. Mandé echar una plomada y, por fortuna, a ciento y cincuenta brazas aún no alcanzaba el fondo. El asunto duró muchos días y encontramos nuevas calmas que nos hicieron temer que jamás llegaríamos a España. Mas yo confiaba en el astrolabio y en el cuadrante y vigilaba de cerca la estrella del Norte que, eso sí, me parecía muy alta para nuestra posición.
Pronto la hierba se acabó y regresaron los buenos aires y la mar llana y limpia. De igual modo, empezamos a ver muchas aves en el cielo, de donde creímos estar, al fin, cerca de tierra. El frío creció tanto en aquellas nuevas aguas que, sin las ropas adecuadas, hubimos menester abrigarnos con grandes y peligrosos fuegos que prendíamos en el combés y que manteníamos encendidos todo el día. Damiana, la curandera, que porfiaba en permanecer honestamente alejada de la cubierta y pegada al coy que se le había dispuesto en el acceso a mi cámara, se ofreció a coser unas camisas hechas con el lienzo brite y el grueso hilo de cáñamo que llevábamos para reparar las velas. Era una mujer silenciosa y eficaz, que todo lo que callaba lo convertía en servicio y en buenas obras. Me preocupaba que su ausencia de Cartagena perjudicara la salud de madre mas, como ésta lo había querido así, esperaba que, una vez en Sevilla, Damiana en verdad pudiera auxiliar a mi padre.
El día que hacía treinta de nuestra partida de La Española creció el viento. Las olas iban contrarias unas a las otras y la Sospechosa no podía pasar delante ni salir de entre ellas. El viento y la mar seguían creciendo. Los hombres hacían mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción que conocían. Mandé recoger velas. Tras seis horas de este cariz, con el cielo más negro que había visto nunca pese a ser mediodía, nos dábamos por perdidos. Yo lo sentía por mi padre, que moriría sin mi auxilio, y por madre, a quien entristecería y rompería el corazón. Al punto, el piloto, Luis de Heredia, pidió hablar conmigo y me advirtió de que aún corríamos un peligro mayor por sufrir la nao falta de lastre, aliviada de su carga por hallarse ya comidos los bastimentos y bebidos el vino y el agua, y que convendría henchir los toneles, odres y pipas vacíos con agua de la mar. Así lo hicimos en cuanto la tormenta nos lo permitió, con lo que se remedió en parte el problema y, aunque los turbiones y aguaceros prosiguieron cinco horas más, el cielo comenzó a mostrarse claro de la banda del este y mudó el viento hacia allí. En aquel punto, oímos un grito:
—¡Tierra por proa!
Juanillo, que ahora ya no era grumete sino marinero, había visto tierra al estenordeste. Yo conocía que estábamos cerca de la isla de la Madera
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. Toda la noche la pasamos barloventeando y, después de salir el sol, rodeamos la isla por ver dónde atracar y hacer aguada. Llegamos a una rada en la parte norte y ordené echar el ancla y que cuatro o cinco hombres fueran a tierra con el batel.
Al volver, contaron que habían hablado con gentes de la isla y supieron así que, en efecto, era la isla de la Madera, y mostraron lo que habían comprado: gallinas y pan fresco, agua dulce en abundancia y un vino muy bueno, así como cerdo curado y frutas. Con todo esto en las bodegas, me dispuse a partir pues la dicha rada no era un buen puerto y temí que se rompieran los cabos del ancla. Seguimos nuestro rumbo dejando atrás al día siguiente la isla de Porto Santo. España estaba a un tiro de piedra. Con todo, si había de darse la ocasión de topar con galeones de las Armadas o con barcos piratas, sería de allí en adelante. Una vez pasado el Cabo San Vicente, en la misma barbilla de la península, ningún peligro nos asaltaría, pues nos convertiríamos en una zabra mercante procedente de Sevilla con rumbo a Lisboa mas, hasta el Cabo, sin duda éramos, para cualquiera que se cruzase con nosotros, una zabra procedente de las Indias.
Y sí, vimos naos en abundancia, mas ningún galeón armado ni tampoco ningún pirata inglés, francés, flamenco o berberisco. Todas eran naos mercantes, portuguesas en su mayoría, que debían de llevar cargamentos de negros del África. La buena estrella nos acompañó y llegamos, nordesteando, hasta el Cabo San Vicente el día que se contaban ocho del mes de diciembre. Pocas jornadas después arribamos a la boca del río de Lisboa, a la costa de Caparica, donde, con grandes prevenciones y estando caído el sol, atracamos en el puerto de Cacilhas. Allí se iba a quedar la Sospechosa hasta nuestro regreso, y su piloto, Luis de Heredia, se haría pasar por el maestre cuando subiera a bordo el visitador real, si es que subía, pues, según me habían asegurado, Cacilhas era uno de esos puertos donde cualquier nao podía atracar sin sobresaltos, especialmente si se hallaba quebrantando las leyes.
Rodrigo, Juanillo, Damiana y yo esperamos hasta que aclaró el día para bajar a tierra. Tres marineros nos acompañaron y nos auxiliaron con nuestros pesados arcones. Allí mismo, en Cacilhas, compré un viejo coche, caballos y ropas de viaje para los cuatro: Juanillo se caló con alegría un feo sombrero de fieltro, sin toquilla ni cordones y algo descosido, e hizo todo lo que pudo por meter los pies en unas ceñidas botas de piel encerada aunque no lo logró por la falta de costumbre. Damiana se arropó con un ferreruelo y un manto grande para cubrirse la cabeza y envolverse entera; y Rodrigo y yo, que sí pudimos calzarnos buenas y robustas botas, nos cubrimos los cuerpos con dos gruesos gabanes lombardos de color verde y los rostros con anteojos de camino para protegernos del viento frío, el polvo, la lluvia y los lodos. A la caída del sol, partimos hacia Sevilla.
Sevilla aún era más grande y hermosa de lo que mis lejanos recuerdos decían. Ciudad imperial como ninguna en el mundo, dejó a Juanillo y a Damiana sin aliento, entretanto Rodrigo y yo, embelesados, hacíamos ver que, como españoles de origen, no nos sobrecogía su imponente presencia. «Quien no ha visto Sevilla, no ha visto maravilla», afirmaba el común proverbio y mucha verdad era, pues, cerrada enteramente por sus grandiosas murallas que bien podían alcanzar las nueve mil varas de largor, Sevilla elevaba al cielo las soberbias flechas de sus incontables campanarios y la majestuosa torre mora de su Iglesia Mayor
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dejándose besar por las aguas del olivífero Betis
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y las del arroyo Tagarete
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Al cauce del Betis llegamos cuando aún no eran las diez del día, y, dejando a la siniestra el Castillo de Triana, en el cual se albergaban las cárceles y tribunales del Santo Oficio de la Inquisición (de aciago y aborrecible recuerdo para mí), cruzamos el río por el puente de barcas, embelesados por el grande número de galeras y navíos que allí mismo fondeaban junto a la que llaman Torre del Oro, cercana a la que llaman de la Plata
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. Alcanzamos, pues, el Arenal, inmenso lugar entre el río y las murallas, donde gentes de todas las naciones se afanaban en sus muchos quehaceres y las voces y gritos que se escuchaban a la redonda nuestra hablaban en lenguas de todo lo descubierto de la Tierra. Sevilla, centro del imperio, puerta para todos llana, hervía en multitudes como el caldo de una olla al fuego. De allí, del Arenal, partían las flotas y las Armadas para el Nuevo Mundo y allí, al Arenal, volvían con las inmensas riquezas en metales, piedras y perlas.
—¿Hacia dónde nos dirigimos ahora, hermano? —me preguntó Rodrigo, que montaba al lado mío en tanto Juanillo, pendiente del gentío, gobernaba el carro tras nosotros, y Damiana, con los arcones de mi tesoro, se ocultaba en su interior.
Todo lo tenía pensado, pues las noches en blanco pasadas en las ventas del camino me habían servido para ello.
—Yo iré a enterarme si la Armada de Tierra Firme arribó ya a Sevilla —dije, alzando la voz para hacerme oír— y, si así fue, dónde está mi padre y cómo puedo verlo. Vosotros averiguad dónde vive Clara Peralta, la hermana de madre, y, luego, volved a buscarme hacia el mediodía. No andaré muy lejos.
—Recuerda tu carga —dijo, señalando el carro con una inclinación leve de cabeza.
—La recuerdo —repuse—, y la dejo contigo a buen recaudo. Con tu mal talle y la fea traza del carro, nadie sospechará lo que llevas.
—Que así sea —dijo arqueando las cejas, no muy seguro. Dio un tirón a las riendas y se dirigió hacia Juanillo, que sofrenó el tiro, y, luego de hablar, se dirigieron hacia la puerta de Triana, que lucía columnas a los lados y enormes estatuas en la parte de arriba. Todo era grande y majestuoso en Sevilla, hasta sus puertas camineras.
Miré en derredor y avancé hacia la Torre del Oro, por ver que allí estaba congregada una caterva de muchachos de la esportilla que descargaba las mercaderías de una galera italiana, dejando en la arena toneles, pipas, botijas y barriles. Acaeció, pues, que habiéndome allegado, detuve mi montura y, sin bajarme, busqué entre ellos a quien pudiera mejor servirme. Un mozo de hasta unos veinte años de edad, agraciado, de cabellos rubios, piel tostada y, pese al frío que hacía, mal vestido con unos raídos calzones de paño pardo y un capotillo, al verme allí parada, contemplándolos, dejó su carga y, con gesto insolente, se quitó la montera y me hizo una reverencia:
—¿En qué podemos servir a vuesa merced? —me preguntó, burlón.
En verdad debía de verme como un mozalbete perdido y fácil de timar, lo cual aún despertó más mi rabia. Si aquel truhán no hubiera sido tan apuesto y no hubiera tenido aquellos ojos claros tan hermosos, a fe que le habría dado una patada en los dientes con la punta de mi bota. Suspiré, lamentando que tanta lindura perteneciera a un bellaco de condición tan maliciosa y tan amigo de burlas.