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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (61 page)

BOOK: Vespera
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Se detuvo un momento, mirando alrededor del Patio de la Fuente como si el despliegue de las tropas le hubiera dejado impresionado, pero en realidad lo hacía para ver quién estaba lo suficientemente cerca para oírle. Y tras un momento, concluyó que nadie con la bastante perspicacia para comprender lo que estaba a punto de hacer.

—Guardia —dijo Rafael en tono imperioso, y el tribuno que estaba más cerca se dio la vuelta para mirarle con una expresión a medio camino entre la indiferencia y el desprecio. Rafael había dudado demasiado tiempo antes de decidirse a apuñalar a Hycano, era consciente de eso.

A él no le importaba lo que los tribunos pudieran pensar de él. Si vencía, ellos serían desterrados de Thetia. Si fracasaba, no le despreciarían más de lo que ya lo hacían ahora, mientras le conducían para ser torturado.

—¿Sí?

—Deseo hablar con la gran thalassarca Leonata. Vigila a los demás, haz que tus hombres formen un perímetro para que no seamos molestados.

El tribuno se fue en silencio para obedecer la orden de Rafael, quien se encontró en seguida en el centro de un círculo formado por tribunos, enfrentándose a una Leonata altiva y de rostro pétreo. Rafael no se molestó en estar a resguardo del sol.

—Silfio, gran thalassarca. Me prometiste investigar.

—¿Qué importa eso ahora?

—Quiero saber quién obtuvo el silfio. Quien lo hiciera no sufrirá ningún daño, pero el silfio debe ser confiscado.

—Tendrás que averiguarlo por ti mismo.

—Si tú o Vaedros no podéis decírmelo, me temo que tendré que utilizar a las magas mentales. La emperatriz quiere saber si hay más. Cuanto más tarde en descubrirlo, más peligro correrán sus magas.

—¿Y debería yo temer tal posibilidad?

Rafael levantó la vista hacia el cielo.

—Yo no confiaría en la gentileza de Valentino con el Erythra soplando.

Leonata hizo una pausa.

—Te daré un nombre, a cambio de una promesa. Una cosa muy pequeña.

—¿Cuál?

—Vino para todos en Orfeo's, a la salud de Hycano. Ni siquiera te pido que lo pagues. Diles que lo pongan en la cuenta de Estarrin. Hycano prefiere el blanco Gorgano helado. Estaría bien si brindas por él.

—¿Tan poca cosa, Leonata? —le preguntó Rafael, admirado ahora por la venganza exquisitamente urdida de Leonata.

Ella le creyó. Leonata le había visto superar con éxito la prueba de las magas mentales, estar a punto de matar a Hycano. Le había engañado. Lo que significaba, casi con seguridad, que había engañado también al emperador. Pero el repentino talante triunfal de Rafael quedó abortado por las palabras siguientes de Leonata.

—Una cosa muy pequeña, comparada con la vida de un hombre.

—Haré lo que me pides. Te doy mi palabra —concluyó Rafael, y ella le dijo dónde hallar el silfio.

—Un capitán xelestis llamado Baido Kaamea hizo un largo viaje de exploración al territorio de Mons Ferranis hace seis meses y se le pagó una pequeña fortuna a su regreso. Los prospectores forman un grupo orgulloso y muy unido. Te sugiero que le trates mejor de lo que me habéis tratado a mí.

—¿Está ahora en la ciudad?

—Estaba cuando me dieron la información. Si ha sido lo suficientemente sensato como para abandonar la ciudad y no quedarse bajo el dominio del Imperio, es algo que no sé.

—Quizá se quede —dijo Rafael—. Las causas perdidas pueden latir incluso en el más improbable de los individuos, después de todo.

Rafael se encontró con la mirada de Leonata un momento, lo suficientemente prolongado para dejar bien claro que todo lo que él le había dicho sencillamente quedaba envuelto en esas últimas palabras.

—Gracias por decírmelo —dijo Rafael—. Puede que quede aún un poco de silfio disponible y un retraso en descubrirlo, incluso de unas pocas horas, podría resultar muy peligroso para el Imperio. Aún tenemos enemigos por conquistar en la ciudad y fuera de ella.

—Pues les deseo éxito a todos ellos —dijo Leonata sin apartar su mirada de la de Rafael. Ella había entendido.

Rafael retrocedió.

—¡Guardias! ¡Llevad a nuestros invitados a sus dependencias!

* * *

Las bodegas del palacio ulithi debieron constituir por sí mismas una construcción independiente, siglos atrás. La red de sótanos y salas de almacenamiento en las que se ubicó a los prisioneros y el equipamiento (tan separados como fuera posible, naturalmente) tenía el caprichoso aspecto de un viejo edificio recompuesto y dedicado a un propósito bien distinto. Había ventanas ciegas, restos de pasillos que no conducían a ninguna parte y espacios con columnas de mármol que debieron formar parte de una columnata.

Todo el espacio era abovedado, aunque la acústica era extrañamente apagada, pese a los muros, el suelo y los techos de piedra. Rafael no oyó el ruido de las cadenas de los prisioneros hasta que estuvo prácticamente encima de ellos.

Lo que quedaba de un antiguo patio, sepultado desde hacía mucho bajo construcciones más recientes, estaba lleno de guardias y prisioneros. En un pasillo, cuatro prisioneros eran conducidos a celdas más grandes y esposados a pernos de argolla en la pared, apresuradamente improvisados. Al resto (que por lo visto incluía a los prisioneros más importantes) los empujaron al interior de pequeños cubículos de almacenamiento en un lado, con cuatro enormes toneles al otro. Esa clase de toneles que siempre ocultaban pasadizos secretos.

—¡Ni una palabra! ¡Ni una palabra! —dijo enfáticamente Plautius, volviéndose después de hacer otra anotación en su lista. Había elevado la voz más de lo habitual y, cuando Rafael miró a su alrededor, se dio cuenta de que los prisioneros estaban todavía encapuchados, incluso los que ya habían sido encadenados en sus celdas. Lo que significaba que nunca sabrían quién era el pequeño y afanoso burócrata que les preguntaba sus nombres y los iba colocando en las celdas, ya numerados—. ¡Ni una palabra sobre los pasadizos secretos!

—¿He dicho yo algo? —preguntó Rafael, bajando un poco la voz—. Aunque ahora que lo mencionas... —Rafael dio unos ligeros golpecitos en un lateral del tonel y Plautius emitió un suspiro exagerado.

—Todo el que los ve, hace el mismo jueguecito infantil —dijo Plautius. Chasqueó los dedos y uno de los ayudantes introdujo una brocha en un bote de pintura azul brillante y pintó con cuidado un número en la pantorrilla del último prisionero.

Había media docena de tribunos presentes. El resto de los hombres de Plautius llevaba ropa sencilla y común, con la salvedad de que era de color oscuro y todos llevaban un cinturón con un nudo muy elaborado y exageradamente complicado. Rafael identificó un rostro familiar un momento más tarde, el de un hombre que sujetaba a un tratante ártico contra la pared de una de las celdas de almacenamiento. Era Matteozzo, el individuo que había acaudillado el disturbio en el palacio jharissa.

Por Thetis, parecía que desde entonces había pasado toda una vida.

—¿Dónde está la amazona? —dijo Plautius con fastidio—. ¿Amazona, amazona? —Otros dos tribunos le llevaron a Anthemia y Rafael sintió, pálido de rabia, cómo su cólera crecía aún un poco más. Plautius había dado la orden de que le ataran los pies, simplemente porque era demasiado fuerte para controlarla con facilidad. Incluso ahora, Rafael podía apreciar la tensión en sus músculos mientras esperaba una oportunidad, cualquier oportunidad, para escapar.

—Ésta no da otra cosa que problemas —dijo Plautius—. Está bien. El tercer barril cuenta con unos buenos pernos, sólo el cielo sabe por qué. Pongámosla allí. Número cuarenta y siete, por favor.

Rafael observó cómo la numeraban y la encadenaban contra el barril; observó también cómo giraban la llave, su forma, dónde se la guardó Plautius, incluso hacia dónde se abrían las argollas del barril. Y mientras los tribunos andaban ocupados, él recogió las cuerdas desechadas y se las guardó en el interior de su túnica.

Anthemia era casi la última. La eficiencia de Plautius era impecable y agitó ante Rafael una hoja escrita pulcramente, llena de nombres y descripciones.

—Todo está en perfecto orden. Nadie hallará un error en mis registros. ¡La cadena, por favor, la cadena!

Rafael se dio cuenta de que las pequeñas celdas de almacenamiento no tenían llaves, de modo que Plautius había hecho que unos albañiles instalaran unos soportes en cada puerta y que sus hombres pasaran una larga cadena por cada uno de ellos y la tensaran y fijaran en los extremos. No era el método más eficaz, pues si se quería sacar a una sola persona habría que desbloquear todas las puertas pero, dadas las circunstancias, serviría.

Después de todo, las celdas estarían adecuadamente custodiadas.

Plautius aseguró la cadena con un candado, se colgó su llave en el cinturón y Rafael reprimió una maldición. No es que fuera imprudente entregar las llaves a los guardias, pero no hacerlo aún ponía las cosas un poco más difíciles.

Le dio unas palmadas a Rafael en la espalda y ambos salieron de las celdas dejando sólo a los tribunos siempre atentos. Plautius se detuvo al final de las escaleras, donde varios pasillos conducían a un corredor arqueado que conectaba los patios de la Fuente y del Jardín y le dio un golpecito a Rafael en el hombro.

—Creía que te gustaría saberlo —dijo en voz baja, con su voz normal—: El «viejo lobo de mar» está aquí, en Vespera.

—El viejo... ¿qué? —durante un segundo no recordó el apelativo ligeramente burlón que Silvanos le había puesto a Odeinath y que Plautius había hecho suyo—. ¿Está aquí el
Navigator
?

Plautius asintió e hizo un gesto nervioso con la mano.

—El barco, no. De lo contrario te habrías enterado de cuándo llegó. No hay otro barco como ése en el mundo entero. No, sólo el «lobo». Hay dos personas con él: un fornido habitante del Archipiélago y una mujer que siempre sabe cuándo la siguen.

Rafael sintió un nudo en el estómago, uno que no tenía nada que ver con él, ni con el miedo de ser descubierto. ¿Podían haberse apoderado del buque? ¿Qué les había ocurrido a los demás? ¿A Cassini, a Granius, a todos los otros?

—¿Sabes dónde están?

—Con Bahram Ostanes, a quien creo que conoces bien.

Rafael no sabía dónde vivía Bahram y su duda le delató.

—Calle de los Leopardos, en la Cuenca de Piedra —le informó Plautius.

—¿Hay algo que de lo que no te puedas acordar?

Plautius pareció ofenderse.

—Por supuesto que no. ¿Acaso crees que le confío algo al papel?

Rafael sonrió involuntariamente. Si no reconfortante, Plautius era una presencia familiar y, a su manera, el tratamiento neutro que dispensaba a los prisioneros hacía de él algo menos que un enemigo. Plautius no sentía deseos de humillar ni de conquistar, y asumía su tarea con el único propósito de saber quién había sido capturado.

Aunque se trataba de un detalle frío y pequeño, Rafael obtuvo de él cierto consuelo. Le dio las gracias a Plautius y se giró hacia el Patio de la Fuente, donde corría el agua, como siempre, produciendo un relajante ruido de fondo.

—Dos cosas más —le dijo Plautius.

—¿Sí?

—Si yo fuese tú, obtendría antes el permiso del emperador para ir. Estoy seguro de que podrás encontrar una excusa. Y asegúrate de estar de regreso aquí, o en casa de Silvanos, para cuando sea de noche. Tienes un ángel de la guarda y no sabes lo afortunado que eres.

—¿Un ángel de la guarda? Plautius, ¿qué quieres decir?

—Las hechiceras de la noche están aquí, Rafael. ¿Por qué crees que todos estamos teniendo pesadillas?

* * *

Alguien golpeó la puerta tres veces y Odeinath advirtió en Bahram una ligera vacilación, al apretar con los dedos la copa que sostenía.

—Dariush, ve a ver —le ordenó Bahram—, Llévate a Ormazdh y Orodes, por si acaso.

Odeinath hizo retroceder un poco la silla y vio a Tilao dejar su copa. La habitación, intensamente iluminada, pareció ensombrecerse de pronto. Odeinath se dio cuenta de que estaba inspeccionando instintivamente las paredes en busca de posibles armas, pero los monsferratanos no mostraban inclinación hacia ese tipo de decoración. Hacia los tapices sí, y quizá también hacia las alfombras suntuosas y los muebles recios, pero no hacia las colecciones de armas.

—¿Qué sucede? —preguntó Daena. El canoso mayordomo dejó en la mesa la botella de vino y se dirigió a las escaleras—. ¿Por qué tendrías que preocuparte?

—He estado metido en todo este asunto —dijo Bahram—. He sido mucho más imprudente de lo que debía.

—Lo hiciste para ayudar a Rafael —dijo Odeinath, que escuchó al mayordomo bajar y llamar a dos imponentes criados de Bahram que también fueron mercenarios y espías además de otras muchas cosas. Odeinath los había conocido durante años y Bahram confiaba en ellos sin reservas.

—Sí, pero existe una línea y yo la atravesé. Yo tengo mis responsabilidades hacia Mons Ferranis y a la Casa Ostanes y no debería implicarme demasiado en la política thetiana.

—¿Ni siquiera ahora?

—Ni siquiera ahora, amigo mío —dijo Bahram, con aquellos oscuros ojos reflexivos y preocupados. Odeinath le había contado lo que habían visto en el norte, aunque él todavía no había visto la grabación de éter—. Somos una potencia acaudalada, pero no podemos enfrentarnos al Imperio. Y a un Imperio que hace tales cosas hay que temerle aún más.

Abajo se abrió la puerta y todos se quedaron en silencio. Las voces eran demasiado débiles para distinguir lo que estaban diciendo, pero después de un momento la puerta volvió a cerrarse y se oyó un suave ulular. Bahram se recostó de nuevo en la silla y dejó la copa en la mesa.

—¿Es tu señal de «todo despejado»? —le preguntó Daena—. Si no escuchas nada es que algo va mal, ¿no?

—Tengo que pensar en una nueva —dijo Bahram—. Siento curiosidad por saber quién es. No es una noche como para ponerse a dar vueltas por ahí.

Tampoco había sido un día para llegar a Vespera. Treinta y un años fuera y Odeinath había regresado cuando al Erythra se le había ocurrido ponerse a soplar. Ya sentía la piel molestamente reseca, y en cuanto a la ciudad...

La ciudad había cambiado, se había desarrollado, pero él había regresado cuando sombras cada vez más alargadas amenazaban con tragársela y, quizá mejor que nadie en aquella ciudad, Odeinath sabía cuán siniestras eran esas sombras.

¿Cuál era el precio de la magnificencia de Vespera, de su confianza recién descubierta, del bosque de mástiles en los Portanis, de los miles de barcos y
vaporettos
que surcaban las aguas de la Estrella, de los músicos, los artistas y los teatros de ópera? ¿El de un imperio capaz de enviar a miles de personas de su propio pueblo a vivir un infierno en el Alto Ártico?

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