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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Vestido para la muerte (25 page)

BOOK: Vestido para la muerte
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—Me parece que el viernes por la mañana.

—¿Iréis todos?

—Tantos como podamos. Llevaba poco tiempo en la policía, pero tenía muchos amigos.

—¿Quién fue? —preguntó ella, simplemente.

—No lo sé. El coche había desaparecido antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que ocurría. Pero yo había ido a Mestre a ver a una persona, un travesti, por lo que quienquiera que haya sido sabía dónde estaba. Tenía que ser muy fácil seguirnos. Sólo hay un camino de vuelta.

—¿Y el travesti? ¿Pudiste hablar con él?

—Llegué tarde. Ya lo habían matado.

—¿La misma mano? —preguntó ella en el lenguaje telegráfico que habían desarrollado a lo largo de dos décadas.

—Sí. Tiene que serlo.

—¿Y el primero? El que apareció en el descampado.

—Todo está relacionado.

La oyó decir algo a otra persona, luego su voz volvió a acercarse.

—Guido, aquí está Chiara, que quiere hablar contigo.


Ciao, papà
, ¿cómo estás? ¿Me echas de menos?

—Estoy estupendamente, cielo, y os echo mucho de menos a todos.

—¿A mí más que a nadie?

—A todos lo mismo.

—Eso es imposible. No puedes echar de menos a Raffi, que nunca está en casa. Y mamá no hace más que leer todo el día, así que ¿quién va a echarla de menos? Eso quiere decir que tienes que acordarte de mí más que de nadie, ¿no?

—Quizá tengas razón, cielo.

—¿Lo ves? Lo sabía. Sólo hay que pensarlo un poco, ¿no?

—Sí, y me alegro de que me lo hayas recordado.

Se oían ruidos en el otro extremo del hilo, y Chiara dijo:

—Papá, tengo que pasarte a mamá. ¿Le dirás que venga a pasear conmigo? Se pasa todo el día sentada en la terraza leyendo. ¡Me gustaría saber qué vacaciones son éstas!

Con esta queja, se fue y se oyó la voz de Paola.

—Guido, si quieres, regresamos hoy mismo.

Oyó el aullido de protesta de Chiara, y contestó:

—No, Paola; no es necesario. Procuraré ir este fin de semana.

Ella ya había oído promesas parecidas, y no le pidió que fuera más concreto.

—¿Puedes contarme algo más, Guido?

—No, Paola; te lo diré cuando nos veamos.

—¿Aquí?

—Así lo espero. Si no, te llamaré. Mejor dicho, te llamaré en cualquier caso, tanto si voy como si no. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Guido. Y, por Dios, ten cuidado.

—Lo tendré, Paola. Y tú también.

—¿Cuidado? ¿Cuidado de qué, en medio del paraíso?

—Cuidado de no terminar el libro, como te ocurrió en Cortina. —Los dos rieron al recordarlo. Aquella vez, ella se había llevado La copa dorada, pero lo terminó a la primera semana y se quedó sin lectura, es decir, sin ocupación para los siete días restantes, aparte de caminar por las montañas, nadar, tumbarse al sol y charlar con su marido. Y lo pasó francamente mal.

—Oh, no hay cuidado. Estoy deseando terminarlo para poder volver a empezar.

Durante un momento, Brunetti pensó en la posibilidad de que si no le ascendían a
vicequestore
podría deberse a que era del dominio público que estaba casado con una loca. No; seguramente, no.

Con mutuas exhortaciones a la cautela, se despidieron.

22

Brunetti llamó a la
signorina
Elettra, pero ella no se encontraba en su puesto, y el teléfono estuvo sonando sin que nadie contestara. Marcó después la extensión de Vianello y pidió al sargento que subiera a su despacho. Vianello se presentó al cabo de un minuto, con el mismo aire sombrío que tenía la antevíspera por la mañana, al separarse de Brunetti delante de la
questura
.


Buon di, dottore
—dijo sentándose en su lugar habitual, la silla situada frente a la mesa de Brunetti.

—Buenos días, Vianello. —Para evitar volver sobre su conversación de la otra mañana, Brunetti preguntó—: ¿Cuántos hombres tenemos disponibles hoy?

Vianello pensó un momento y respondió:

—Cuatro, contando a Riverre y Alvise.

Brunetti tampoco quería hablar de ellos, por lo que dijo, pasando a Vianello la primera lista que había sacado de la carpeta de la Liga.

—Estas personas tienen alquilados apartamentos a la Lega della Moralità. Le agradeceré que divida las direcciones correspondientes a Venecia entre esos cuatro hombres.

Vianello, mientras recorría con la mirada los nombres y direcciones de la lista, preguntó:

—¿Con qué objeto, comisario?

—Quiero saber a quién pagan el alquiler y cómo. —Vianello le dedicó una mirada cargada de curiosidad, y Brunetti le explicó lo que le había dicho Canale, de que pagaba el alquiler en efectivo, lo mismo que sus amigos—. Me gustaría saber cuántas de las personas de esta lista pagan el alquiler de esta forma y cuánto pagan. Y, lo que es más importante, si alguna de ellas conoce a la persona o personas a las que dan el dinero.

—¿Así que era esto? —preguntó Vianello, comprendiendo inmediatamente. Hojeó la lista—. ¿Cuántos son? Diría que bastantes más de cien.

—Ciento sesenta y dos.

Vianello silbó.

—¿Y dice que Canale pagaba un millón y medio al mes?

—Sí.

Brunetti observó a Vianello mientras éste hacía el mismo cálculo que había hecho él al ver la lista.

—Aunque no afecte más que a una tercera parte, pueden recaudar más de quinientos millones al año, ¿verdad?

Vianello sacudió la cabeza, y tampoco esta vez Brunetti pudo adivinar si su reacción era de asombro o de admiración ante la magnitud del negocio.

—¿Conoce a alguien de esa lista? —preguntó Brunetti.

—Está el dueño del bar que hay en la esquina de la calle de mi madre. Es su nombre, pero de la dirección no estoy seguro.

—Si fuera él, quizá podría hablarle en confianza.

—¿Quiere decir sin ir de uniforme? —preguntó Vianello con una sonrisa que recordaba a la de antes.

—O enviar a Nadia —bromeó Brunetti.

Pero apenas lo dijo comprendió que podía ser buena idea. El que fueran policías uniformados quienes interrogaban a personas que podían estar ocupando un apartamento ilegalmente tenía que influir en las respuestas. Brunetti estaba seguro de que las cuentas cuadrarían todas, de que existirían los comprobantes que acreditaran que el importe de los alquileres había sido ingresado mensualmente en la cuenta pertinente, y no dudaba de que encontrarían los recibos correspondientes. En Italia nunca faltaban pruebas documentales; a menudo, lo ilusorio era la realidad que pretendían reflejar.

Así lo comprendió también Vianello, que dijo:

—Me parece que habría que hacerlo de un modo más indirecto.

—¿Quiere decir preguntar a los vecinos?

—Sí, señor. Nadie va a confesar que está implicado en algo así. Podría costarles el apartamento, y mentirán.

Vianello mentiría para salvar su apartamento y, después de reflexionar, Brunetti comprendió que él también. Lo mismo que cualquier veneciano.

—Sí; vale más preguntar a los vecinos. Envíe a agentes femeninos.

La sonrisa de Vianello era beatífica.

—Y llévese también esta otra lista, que será más fácil de comprobar. Son personas que reciben cantidades mensuales de la Liga. Trate de averiguar cuántas de ellas viven en las direcciones que se indican y cuántas están necesitadas de ayuda.

—Si yo fuera aficionado a las apuestas —dijo Vianello, que lo era—, apostaría diez mil liras a que la mayoría no viven en estas direcciones. —Hizo una pausa, pellizcó las hojas y agregó—: Y aún haría otra apuesta, a que la mayoría no necesitan ayuda.

—No se admiten apuestas, Vianello.

—Era un decir. ¿Qué hay de Santomauro?

—Por lo que ha podido averiguar la
signorina
Elettra, está limpio.

—Nadie está limpio —sentenció Vianello.

—Entonces es precavido.

—Eso está mejor.

—Otra cosa. Gallo habló con el fabricante de los zapatos que llevaba Mascari y le dio la lista de las zapaterías que los venden. Mande a alguien, a ver si algún vendedor recuerda quién compró un par del cuarenta y uno. Es un número muy grande para unos zapatos de mujer, por lo que es fácil que se fijara en el cliente.

—¿Y el vestido? —preguntó Vianello.

Brunetti había recibido el informe hacía dos días, y el resultado de la investigación era el que se temía.

—Es un vestido barato de los que se venden en los mercados callejeros, rojo, de fibra sintética. No habrá costado más de cuarenta mil liras. Le habían arrancado las etiquetas. Gallo está tratando de encontrar el taller de confección.

—¿Tiene alguna posibilidad?

Brunetti se encogió de hombros.

—Tengo más confianza en los zapatos. Por lo menos, tenemos el fabricante y las zapaterías.

Vianello asintió.

—¿Desea algo más, comisario?

—Sí. Diga a Delitos Monetarios que necesitaremos a uno de sus agentes, mejor dicho, a uno de sus mejores especialistas, para que examine los papeles que traigan de la Banca di Verona y de la Liga.

Vianello lo miró, sorprendido.

—¿Ha conseguido que Patta pida un mandamiento judicial? ¿Para hacer que un banco nos dé papeles?

—En efecto —dijo Brunetti esforzándose por no sonreír ni ufanarse.

—Este asunto ha debido de afectarlo más de lo que yo imaginaba. Un mandamiento judicial… —Vianello sacudía la cabeza, admirado.

—¿Podría decir a la
signorina
Elettra que haga el favor de subir?

—Por supuesto —dijo Vianello poniéndose de pie. Levantó las listas—. Repartiré estos nombres y pondré a la gente a trabajar. —Fue hacia la puerta, pero, antes de salir, hizo la misma pregunta que Brunetti había estado haciéndose toda la mañana—: ¿Cómo han podido arriesgarse de este modo? Bastaba una persona, una sola fuga, para que todo el tejemaneje se descubriera.

—No tengo ni idea. Por lo menos, una idea plausible.

Para sí, se decía que tal vez esto no fuera sino una de tantas manifestaciones de una especie de locura colectiva, un vértigo de audacia que renegaba de toda razón. Durante los últimos años habían convulsionado al país arrestos y acusaciones de corrupción a todos los niveles, desde el de industriales y constructores hasta el de ministros del gobierno. Se habían pagado sobornos de miles de millones, decenas, centenares de miles de millones de liras, y los italianos habían llegado a creer que, en política, la corrupción era la norma. Por ello, el proceder de los dirigentes de la Lega della Moralità podía considerarse completamente normal en un país de venalidad rampante.

Brunetti ahuyentó estas cavilaciones y, al mirar a la puerta, vio que Vianello se había ido. Por la puerta que Vianello había dejado abierta no tardó en aparecer la
signorina
Elettra.

—¿Me ha llamado, comisario?

—Sí,
signorina
—dijo él señalando la silla situada al lado de la mesa—. Vianello acaba de bajar con las listas que usted me facilitó. Parece ser que algunas de las personas que aparecen en una de ellas pagan alquileres mucho más altos que los declarados por la Liga, y ahora me gustaría saber si las personas de la otra lista reciben realmente el dinero que la Liga dice pagarles.

Mientras él hablaba, la
signorina
Elettra escribía rápidamente en el bloc.

—Me gustaría pedirle, si no está trabajando en otra cosa… por cierto, ¿qué es lo que la ha tenido tan ocupada durante toda la semana abajo, en el archivo? —preguntó.

—¿Qué? —dijo ella levantándose a medias. El bloc cayó al suelo y se agachó a recogerlo—. Perdón, comisario —dijo cuando volvió a tenerlo abierto en el regazo—. ¿En el archivo? Miraba si había algo sobre el
avvocato
Santomauro o, quizá, el
signor
Mascari.

—¿Y ha tenido suerte?

—Por desgracia, no. Ninguno de los dos ha tenido problemas con la policía. Absolutamente nada.

—En esta casa, nadie tiene ni la más remota idea de cómo están archivadas las cosas ahí abajo,
signorina
, pero le agradeceré que vea si puede encontrar algo sobre las personas de esas listas.

—¿De las dos,
dottore
?

Las había hecho ella, por lo que sabía que contenían más de doscientos nombres.

—Quizá deberíamos empezar por la segunda, la de los que reciben dinero. La lista indica nombres y direcciones, y en el Ayuntamiento podrá comprobar cuántos están empadronados aquí. —La ley que obligaba a todos los ciudadanos a inscribirse en el padrón de la ciudad y notificar a las autoridades cualquier cambio de domicilio era una reliquia del pasado, pero facilitaba mucho la labor de seguir los movimientos de toda persona por la que se interesara la policía—. Compruebe si algunas de esas personas tienen antecedentes, aquí o en otras ciudades. Incluso en otros países, aunque no sé qué podrá encontrar. —La
signorina
Elettra tomaba nota y movía la cabeza de arriba abajo, como dando a entender que esto era juego de niños—. Una vez Vianello haya podido averiguar quiénes pagan alquileres extra, me gustaría que tome nota de los nombres y los investigue. —Ella levantó la cabeza segundos después de que él acabara de hablar—. ¿Cree que podrá hacerlo,
signorina
? No sé qué ha sido de los archivos antiguos desde que empezamos a utilizar los ordenadores.

—La mayoría de las viejas carpetas siguen abajo —dijo ella—. Están un poco revueltas, pero aún es posible encontrar algo.

—¿Cree que podrá?

Hacía menos de dos semanas que ella había empezado a trabajar en la
questura
, y a Brunetti ya le parecía que llevaba allí varios años.

—Desde luego. Hoy dispongo de mucho tiempo libre —dijo ella, dando pie a Brunetti para que sacara el otro tema.

Brunetti aprovechó la ocasión para preguntar:

—¿Qué novedades hay?

—Esta noche cenan juntos. En Milán. Él se va esta tarde en el coche.

—¿Usted qué cree que pasará? —preguntó Brunetti a pesar de que sabía que no debía preguntar.

—Cuando arresten a Burrasca, ella tomará el primer avión. O quizá él se ofrezca a acompañarla a casa de Burrasca después de la cena… a él le encantaría, imagino, llegar con ella y ver en la calle los coches de la policía. Probablemente, volvería con él esta misma noche.

—¿Por qué querrá él que vuelva? —preguntó Brunetti al fin.

La
signorina
Elettra lo miró, sorprendida de que fuera tan obtuso.

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