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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Vestido para la muerte (5 page)

BOOK: Vestido para la muerte
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Desde
piazzale
Roma, Brunetti fue a su casa andando, sin fijarse por dónde iba ni con quién se cruzaba. No podía dejar de pensar en aquel sórdido descampado, en las moscas que zumbaban en torno al matorral donde había estado el cadáver. Mañana iría a verlo, hablaría con el forense y trataría de descubrir qué secretos podía revelar aquel cuerpo desfigurado.

Llegó a casa poco antes de las ocho, no tan tarde como para que pudiera suponerse que no había tenido una jornada normal. Cuando abrió la puerta, Paola estaba en la cocina, pero no había en la casa sonidos ni ruidos de cocina. Avanzó por el pasillo, empujado por la curiosidad y asomó la cabeza por la puerta. Ella estaba delante de la encimera, cortando tomates en rodajas.


Ciao
, Guido —dijo mirándolo con una sonrisa.

Él arrojó la carpeta azul sobre la encimera, se acercó a Paola y le dio un beso en la nuca.

—¿Con este calor? —preguntó ella, pero se apoyaba en él al decirlo.

Él le lamió suavemente el cuello.

—Tengo falta de sal —dijo, volviendo a lamer.

—En la farmacia venden pastillas de sal. Probablemente son más higiénicas —dijo ella inclinándose hacia adelante, pero sólo para tomar otro tomate rojo del fregadero, que cortó en gruesas rodajas y agregó a los que ya tenía dispuestos en círculo en una fuente de cerámica.

Él sacó una botella de agua mineral del frigorífico y una copa del armario alto. Llenó la copa, bebió, volvió a llenarla y a beber, tapó la botella y volvió a meterla en el frigorífico.

Del estante de abajo extrajo una botella de
prosecco
. Arrancó la lámina de estaño y, lentamente, empujó el corcho con los pulgares, imprimiéndole un suave movimiento de vaivén. Cuando saltó el tapón, él inclinó rápidamente la botella, para impedir que se derramara la espuma.

—¿Por qué cuando nos casamos, tú ya sabías lo que hay que hacer para que el champán no se salga y yo, no? —preguntó mientras se servía el vino espumoso.

—Mario me lo enseñó —dijo Paola, y él supo inmediatamente que, de la veintena de Marios que conocían, su mujer se refería a su primo, el comerciante en vinos.

—¿Quieres?

—Sólo un sorbo del tuyo. No me gusta beber con este calor; se me sube a la cabeza. —Él la abrazó por detrás y le arrimó la copa a los labios. Ella tomó un trago—. Basta —dijo. Entonces bebió él.

—Está bueno —murmuró—. ¿Y los niños?

—Chiara, en la terraza, leyendo. —¿Alguna vez hacía Chiara algo que no fuera leer? ¿Aparte de resolver problemas de matemáticas y pedir un ordenador?

—¿Y Raffi? —Seguro que estaba con Sara, pero Brunetti siempre preguntaba.

—Con Sara. Cena en su casa y después piensan ir al cine. —Paola rió, divertida por la fervorosa devoción de Raffi por Sara Paganuzzi, y aliviada de que su hijo se hubiera prendado de la vecinita que vivía dos pisos más abajo—. Espero que pueda separarse de ella estas dos semanas que vamos a estar fuera —prosiguió la madre, aunque estaba segura de que la posibilidad de pasar dos semanas en las montañas de Bolzano y escapar del calor asfixiante de la ciudad bastaba para inducir hasta al mismo Raffi a renunciar transitoriamente a las delicias de un amor recién estrenado. Además, los padres habían dado permiso a Sara para que pasara un fin de semana de aquellas vacaciones con la familia de Raffaele. Y Paola, que no tenía que volver a dar clase en la universidad hasta dentro de dos meses, veía ante sí días y días de lectura intensiva.

Brunetti no dijo nada y se sirvió otra media copa de espumoso.


Caprese
? —preguntó señalando con un movimiento de la cabeza la corona de tomate en rodajas que su mujer disponía en la fuente.

—Oh, superdetective —dijo Paola alargando la mano hacia otro tomate. Ve una fuente de rodajas de tomate, colocadas de manera que puedan intercalarse entre ella lonchas de
mozzarella
, ve un ramo de albahaca fresca en un vaso situado a la izquierda de su bella esposa, al lado del plato del queso e, instantáneamente, deduce:
insalata caprese
para cenar. No es de extrañar que la sagacidad de este hombre tenga atemorizada a la población criminal de la ciudad. Se volvió a mirarlo sonriendo, para tratar de adivinar por su expresión si esta vez había ido demasiado lejos. Al ver que quizá era así, le tomó la copa de la mano y bebió otro sorbo—. ¿Qué pasa? —preguntó al devolverle la copa.

—Me han asignado un caso en Mestre. —Atajando la interrupción que preveía, explicó—: Tienen a dos comisarios de vacaciones, a otro en el hospital con una pierna rota y la otra empieza el permiso de maternidad.

—Así que Patta te ha cedido a Mestre.

—No había nadie más.

—Guido, siempre hay alguien más. Si me apuras, está el mismo Patta. No le haría ningún daño hacer algo más que estar sentado en su despacho, firmar papeles y sobar a las secretarias.

A Brunetti le resultaba difícil imaginar a alguna de las secretarias consintiendo que Patta la sobara, pero se reservó la opinión.

—¿Qué dices? —le instó ella, al ver que callaba.

—Patta tiene problemas —dijo Brunetti.

—¿Entonces es verdad? Todo el día he estado deseando llamarte para preguntártelo. ¿Tito Burrasca? —Brunetti asintió y ella levantó la cabeza y emitió un sonido bronco que podría describirse como risotada—. Tito Burrasca —repitió, se volvió hacia el fregadero y sacó otro tomate—. Tito Burrasca.

—Vamos, Paola, no tiene gracia.

Ella se revolvió sin soltar el cuchillo.

—¿Cómo que no tiene gracia? Patta es un gilipollas fatuo, hipócrita y santurrón, y no se me ocurre nadie que lo tenga más merecido.

Brunetti se encogió de hombros y se sirvió más espumoso. Mientras su mujer despotricara contra Patta se olvidaría de Mestre, aunque comprendía que la distracción sería sólo momentánea.

—Es que no me lo puedo creer —dijo ella girando sobre sí misma, como si hablara con el último tomate que quedaba en el fregadero—. Te amarga la vida durante años, te complica el trabajo, y ahora tú lo defiendes.

—No lo defiendo, Paola.

—Pues lo parece —dijo ella, dirigiéndose ahora a la bola de
mozzarella
que tenía en la mano izquierda.

—Sólo digo que nadie se merece una cosa así. Burrasca es un cerdo.

—¿Y Patta, no?

—¿Llamo a Chiara? —preguntó él, al ver que la ensalada casi estaba preparada.

—No hasta que me digas cuánto tiempo te ocupará lo de Mestre.

—Ni idea.

—¿De qué se trata?

—Un asesinato. Un travesti ha aparecido muerto en un descampado. Alguien le aplastó la cara, probablemente con un trozo de tubo, y lo llevó allí.

Brunetti se preguntaba si antes de la cena las otras familias tendrían conversaciones tan edificantes.

—¿Por qué en la cara? —preguntó ella, yendo directamente a la incógnita que le había intrigado durante toda la tarde.

—¿Por rabia?

—Hum —hizo ella mientras cortaba la
mozzarella
y la intercalaba entre las rodajas de tomate—. Y ¿por qué lo habrán llevado a un descampado?

—Porque el asesino quería que encontraran el cuerpo lejos de donde lo había matado.

—¿Estás seguro de que no lo mataron allí?

—Parece que no. Había pisadas que iban hasta el cuerpo y otras, menos profundas, que se alejaban de él.

—¿Un travesti, dices?

—Eso es todo lo que sé. Ignoro la edad, pero todos parecen estar seguros de que era un chapero.

—¿Tú no lo crees?

—No tengo razones para no creerlo. Pero tampoco las tengo para creerlo.

Ella arrancó varias hojas de albahaca, las lavó al chorro del grifo y las cortó finamente. Espolvoreó con ellas tomate y
mozzarella
, echó sal y lo roció todo generosamente con aceite de oliva.

—He pensado que podríamos cenar en la terraza —dijo—. Supongo que Chiara habrá puesto la mesa. ¿Quieres comprobarlo? —Él dio media vuelta para salir de la cocina, llevándose la botella y la copa. Al observarlo, Paola dejó el cuchillo en el fregadero y dijo—: El caso no estará resuelto antes del fin de semana, ¿verdad?

Él meneó la cabeza.

—No es probable.

—¿Qué quieres que haga?

—Las reservas del hotel están hechas, los niños están ilusionados. Lo están esperando desde que acabó el colegio.

—¿Qué quieres que haga? —repitió ella. Una vez, hacía unos ocho años, él había conseguido rehuir una pregunta de su mujer. Hasta el día siguiente.

—Quiero que tú y los niños vayáis a la montaña. Si termino pronto, me reuniré con vosotros. De todos modos, intentaré ir el fin de semana.

—Preferiría tenerte allí, Guido. No quiero pasar las vacaciones sola.

—Tendrás a los niños.

Paola no se dignó otorgar una réplica racional. Tomó la fuente de la ensalada y fue hacia él.

—Vamos a ver si Chiara ha puesto la mesa.

5

Aquella noche, antes de acostarse, Brunetti repasó los expedientes y en ellos encontró el reflejo de un mundo que quizá sabía que existía pero del que no conocía aspectos ni detalles concretos. Que él supiera, en Venecia no había travestis que se dedicaran a la prostitución. Pero había, por lo menos, un transexual, y Brunetti sabía de su existencia sólo porque en una ocasión tuvo que firmar un certificado en el que se hacía constar que Emilio Mercato no tenía antecedentes penales, requisito exigido para que en la
carta d'identità
pudieran hacerse las modificaciones correspondientes a los cambios que ya se habían efectuado en el cuerpo del interesado, sustituyendo Emilio por Emilia y hembra por varón. Él no concebía qué instintos o pasiones podían impulsar a una persona a dar ese paso irreversible, pero recordaba que se había sentido impresionado y conmovido por una emoción que había preferido no analizar, por aquella sustitución de una sola letra en un documento oficial: Emilio, Emilia.

Los hombres de los expedientes no se dejaban arrastrar por tales cavilaciones y se conformaban con transformar sólo su aspecto: cara, ropa, maquillaje, porte y gesto. Algunas de las fotos de las fichas daban testimonio de la habilidad con que se había operado la metamorfosis. De la mitad, Brunetti nunca hubiera dicho que fueran hombres, a pesar de que le constaba que lo eran. La suavidad del cutis y la delicadeza del corte de cara no tenían nada de masculino; incluso frente a las violentas luces y el objetivo inclemente de la cámara de la policía, muchos parecían mujeres hermosas, y Brunetti buscaba en vano una sombra de barba, un mentón acusado, algo que denotara su condición de hombres.

Sentada en la cama a su lado, Paola repasaba las hojas que él le iba pasando, fotos, declaraciones, el informe de un arresto por venta de droga… y le devolvía los papeles sin comentarios.

—¿Qué piensas? —-preguntó Brunetti.

—¿De qué?

—De esto. —Él levantó el expediente que tenía en la mano—. ¿No te parecen extraños estos hombres?

Ella le miró largamente y, según intuyó él, con aversión.

—Más extraños me parecen los hombres que los utilizan.

—¿Por qué?

Señalando la carpeta, Paola dijo:

—Estos hombres, por lo menos, no se engañan sobre lo que hacen. Sus clientes, sí.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos, Guido. Piénsalo. Estos hombres cobran por follar o por dejarse follar, según las preferencias del que paga. Pero, para conseguir clientes, tienen que vestirse de mujer. Piénsalo un momento. Piensa en la hipocresía, en la necesidad de engañarse a sí mismos. Así, al día siguiente pueden decirse: «
Gesu Bambino
, no sospechaba que fuera un hombre hasta que ya era tarde», o «En fin, aunque el otro fuera un hombre, yo fui el que la metió». Así quedan como hombres, como machos, y no tienen que reconocer que prefieren acostarse con hombres, para no tener que dudar de su virilidad. —Le miró fijamente—. A veces, Guido, tengo la impresión de que hay muchas cosas en las que no te molestas en pensar.

Lo cual, traducido libremente, solía significar que él no veía las cosas lo mismo que ella. Pero esta vez Paola tenía razón; él nunca había pensado en eso. Tan pronto como Brunetti había descubierto a la mujer, había quedado cautivado, y no concebía una atracción sexual que no partiera de ella. Al crecer, dio por descontado que a todos los hombres les ocurría poco más o menos lo mismo; cuando descubrió que no era así, estaba tan íntimamente convencido de dónde se hallaba su placer que no pudo aceptar la posible alternativa más que en un plano puramente teórico.

Entonces recordó algo que Paola le había dicho cuando empezaban a salir, algo en lo que él no se había fijado: que los italianos se tocaban mucho los genitales, manoseándolos, casi acariciándolos. Él, al oírlo, se rió con incredulidad y desdén, pero a partir del día siguiente empezó a fijarse y, antes de una semana reconocía que ella tenía razón. Al cabo de otra semana, estaba impresionado, casi abrumado, por la frecuencia con que, yendo por la calle, observaba que los hombres bajaban la mano para darse una palmadita inquisitiva y tranquilizadora, como si temieran que pudieran habérseles caído. Un día, mientras paseaban, Paola se paró bruscamente y le preguntó en qué pensaba y, al darse cuenta de que ella era la única persona del mundo a la que podría decir sin vacilar qué pensaba en aquel momento, acabó por descubrir, si otras mil cosas no se lo habían hecho comprender ya, que ella era la mujer con la que quería casarse, con la que tenía que casarse, con la que iba a casarse.

Amar a una mujer, desear a una mujer le parecía entonces algo absolutamente natural, y ahora seguía pareciéndoselo. Pero los hombres de aquella carpeta, por razones que él podía conocer pero que nunca llegaría a comprender, se habían apartado de las mujeres y buscaban el físico de otros hombres. Lo hacían por dinero, por droga o, sin duda, a veces, también por amor. ¿En qué terrible abrazo de odio había encontrado uno de ellos aquel violento final. ¿Y por qué razón?

Paola dormía plácidamente a su lado: una forma de curvas suaves que hacía las delicias de su corazón. Dejó la carpeta en la mesa de al lado de la cama, apagó la luz, rodeó con el brazo el hombro de Paola y le dio un beso en la nuca. Aún estaba salada. Se durmió enseguida.

Cuando Brunetti llegó a la
questura
de Mestre a la mañana siguiente encontró al sargento Gallo en su despacho, con otra carpeta azul en la mano. Brunetti se sentó, el policía le pasó la carpeta y Brunetti vio por primera vez la cara del hombre asesinado. En la parte de arriba estaba el retrato hecho por el dibujante y, debajo, las fotos de la cara destrozada que habían servido al artista para su reconstrucción.

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