Viaje a Ixtlán (11 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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—Un cazador sabe que atraerá caza a sus trampas una y otra vez, así que no se preocupa. Preocuparse es ponerse al alcance, sin quererlo. Y una vez que te preocupas, te agarras a cualquier cosa por desespe­ración; y una vez que te aferras, forzosamente te ago­tas o agotas a la cosa o la persona de la que estás agarrado.

Le dije que en mi vida cotidiana la inaccesibili­dad era inconcebible. Me refería a que, para funcio­nar, yo tenía que estar al alcance de todo el que tuviera algo que ver conmigo.

—Ya te dije que ser inaccesible no significa escon­derse ni andar con secretos —dijo él calmadamente—. Tampoco significa que no puedas tratar con la gente.

Un cazador usa su mundo lo menos posible y con ternura, sin importar que el mundo sean cosas o plantas, o animales, o personas o poder. Un cazador tiene trato íntimo con su mundo, y sin embargo es inaccesible para ese mismo mundo.

—Eso es una contradicción —dije—. No puede ser inaccesible si está allí en su mundo, hora tras hora, día tras día.

—No entendiste —dijo don Juan con paciencia—. Es inaccesible porque no exprime ni deforma su mun­do. Lo toca levemente, se queda cuanto necesita que­darse, y luego se aleja raudo, casi sin dejar señal alguna.

VIII. ROMPER LAS RUTINAS DE LA VIDA

Domingo, julio 16, 1961

PASAMOS toda la mañana observando unos roedores que parecían ardillas gordas; don Juan las llamaba ratas de agua. Señaló que eran muy veloces para huir del peligro, pero después de haber dejado atrás a cual­quier atacante tenían el pésimo hábito de detenerse, o incluso trepar a una roca, para, erguidas sobre sus patas traseras, mirar en torno y acicalarse.

—Tienen muy buenos ojos —dijo don Juan—. Sólo debes moverte cuando vayan corriendo; por eso, debes aprender a predecir cuándo y dónde van a pararse, para que tú también te pares al mismo tiempo.

Me concentré en vigilarlas, y tuve lo que habría sido un día provechoso para cazadores, pues localicé muchas. Y finalmente, podía predecir sus movimien­tos casi sin fallar.

Luego, don Juan me mostró cómo hacer trampas para capturarlas. Explicó que un cazador debía to­marse tiempo para observar los sitios donde comían o anidaban, con el fin de determinar la colocación de las trampas; luego las instalaba durante la noche, y al día siguiente todo lo que tenía que hacer era asustar a los roedores para que éstos se dispersaran y cayesen en los artefactos.

Reunimos algunas varas y nos pusimos a construir las trampas. Yo tenía la mía casi terminada y me preguntaba con excitación si funcionaría o no, cuan­do de pronto don Juan se detuvo y miró su muñeca izquierda, como consultando un reloj qué nunca ha­bía tenido, y dijo que era la hora del almuerzo. Yo tenía en las manos una vara larga y trataba de do­blarla en círculo para convertirla en aro. Automáti­camente la puse a un lado con el resto de mis arreos de caza.

Don Juan me miró con expresión de curiosidad. Luego hizo el sonido ululante de una sirena de fábri­ca a la hora del almuerzo. Reí. Su sonido de sirena era perfecto. Caminé hacia él y noté que me miraba con fijeza. Meneó la cabeza de lado a lado.

—Con una chingada —dijo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Volvió a hacer el ulular de un silbato de fábrica.

—Se acabó el almuerzo —dijo—. Regresa a tra­bajar.

Por un instante me sentí confundido, pero luego pensé que don Juan estaba bromeando, acaso porque en realidad no había nada con que preparar el al­muerzo. Me había concentrado en los roedores al grado de olvidar que no teníamos provisiones. Re­cogí nuevamente la vara y traté de doblarla. Tras un momento, don Juan hizo sonar otra vez su «si­rena».

—Hora de irse a la casa —dijo.

Examinó su reloj imaginario y luego me miró y guiñó el ojo.

—Son las cinco en punto —dijo con el aire de quien revela un secreto.

Pensé que de repente se había hartado de cazar y estaba desistiendo del asunto. Simplemente dejé todo y empecé a prepararme para irnos. No lo miré. Supuse que también preparaba sus cosas. Al acabar, alcé la cara y lo vi sentado a unos metros, con las piernas cruzadas.

—Ya acabé —dije—. Podemos irnos cuando sea.

Se levantó para trepar a una roca. Parado allí, a más de metro y medio sobre el suelo, me miró. Puso las manos a ambos lados de la boca y emitió un so­nido muy prolongado y penetrante. Era como una sirena de fábrica, amplificada. Girando, describió un círculo completo mientras producía el ulular.

—¿Qué hace usted, don Juan? —pregunté.

Dijo que estaba dando la señal para que todo el mundo se fuera a su casa. Yo me hallaba completa­mente desconcertado. No podía saber si don Juan bromeaba o si sencillamente había perdido la razón. Lo observé con atención y traté de relacionar lo que hacía con algo que hubiera dicho antes. Apenas si habíamos hablado en toda la mañana, y no pude re­cordar nada de importancia.

Don Juan seguía parado encima de la roca. Me miró, sonrió y guiñó de nuevo él ojo. De pronto me alarmé. Don Juan puso las manos a los lados de la boca y dejó oír otro largo sonido de silbato.

Dijo que eran las ocho de la mañana y que volvie­ra a disponer mis arreos, porque teníamos un día en­tero por delante.

Para entonces, me encontraba hundido en la con­fusión. En cuestión de minutos, mi temor se convir­tió en un deseo irresistible de salir corriendo. Pensé que don Juan estaba loco. Me disponía a huir cuan­do él se deslizó al suelo y vino a mí, sonriente.

—Crees que estoy loco, ¿no? —preguntó.

Le dije que su inesperado comportamiento me es­taba sacando de mis casillas.

Respondió que estábamos a mano. No comprendí a qué se refería. Me preocupaba hondamente la idea de que sus acciones parecían totalmente insanas. Ex­plicó que con la pesadez de su conducta inesperada había tratado a propósito de sacarme de mis casillas, porque yo mismo lo estaba desquiciando con la pesa­dez de mi conducta esperada. Añadió que mis rutinas eran igual de locas como su ulular de silbato.

Sobresaltado, afirmé que en realidad no tenía nin­guna rutina. De hecho, dije, creía que mi vida era un lío a causa de mi carencia de rutinas saludables.

Don Juan rió y me hizo seña de sentarme junto a él. Toda la situación había vuelto a cambiar miste­riosamente. Mi miedo se desvaneció al empezar don Juan a hablar.

—¿Cuáles son mis rutinas? —pregunté.

—Todo cuanto haces es una rutina.

—¿No somos todos así?

—No todos. Yo no hago cosas por rutina.

—¿A qué viene todo esto, don Juan? ¿Qué cosa hice o dije para que usted actuara como actuó?

—Te estabas preocupando por el almuerzo.

—Yo no le dije nada; ¿cómo supo usted que me preocupaba por el almuerzo?

—Te preocupas por comer todos los días a eso de las doce, y a eso de las seis de la tarde, y a eso de las ocho de la mañana —dijo con una sonrisa maliciosa—. A esas horas te preocupas por comer, aunque no tengas hambre.

—Para mostrar tu espíritu de rutina, me bastó con tocar mi silbato. Tu espíritu está entrenado para tra­bajar con una señal.

Se me quedó viendo con una pregunta en los ojos. No pude defenderme.

—Ahora te dispones a convertir la caza en una ru­tina —prosiguió—. Ya has marcado tu paso en la cacería; hablas a cierta hora, comes a cierta hora, y te quedas dormido a cierta hora.

Yo no tenía nada que decir. La forma en que don Juan había descrito mis hábitos alimenticios era la norma que yo usaba para todo lo de mi vida. Sin embargo, sentía vigorosamente que mi vida era me­nos rutinaria que las de casi todos mis amigos y co­nocidos.

—Ya conoces mucho de caza —continuó don Juan—. Te será fácil darte cuenta de que un buen cazador conoce sobretodo una cosa: conoce las ruti­nas de su presa. Eso es lo que lo hace buen cazador.

—Si recuerdas el modo como te he ido enseñando a cazar, tal vez entiendas lo que digo. Primero te en­señé a hacer y a instalar tus trampas, luego te enseñé las rutinas de los animales que perseguías, y luego probamos las trampas contra sus rutinas. Esas partes son las formas externas de la caza.

—Ahora tengo que enseñarte la parte final, y defi­nitivamente la más difícil. Tal vez pasarán años antes de que puedas decir que la entiendes y que eres un cazador.

Don Juan hizo una pausa como para darme tiem­po. Se quitó el sombrero e imitó los movimientos de aseo de los roedores que habíamos estado obser­vando. Me resultó muy gracioso. Su cabeza redonda lo hacía parecer uno de tales roedores.

—Ser cazador es mucho más que sólo atrapar ani­males —prosiguió—. Un cazador digno de serlo no captura animales porque pone trampas, ni porque conoce las rutinas de su presa, sino porque él mismo no tiene rutinas. Esa es su ventaja. No es de ningún modo cómo los animales que persigue, fijos en ruti­nas pesadas y en caprichos previsibles; es libre, flui­do, imprevisible.

Lo que don Juan decía me sonaba a idealización arbitraria e irracional. No podía yo concebir una vida sin rutinas. Quería ser muy honesto con él, y no sólo estar de acuerdo o en desacuerdo con sus pareceres. Sentía que la idea que él tenía en mente no era realizable ni por mí ni por nadie más.

—No me importa lo que sientas —dijo—. Para ser cazador debes romper las rutinas de tu vida. Has progresado en la caza. Has aprendido rápido y aho­ra puedes ver que eres como tu presa, fácil de pre­decir.

Le pedí especificar y darme ejemplos concretos.

—Estoy hablando de la caza —dijo calmadamen­te—. Por tanto, me interesan las cosas que los ani­males hacen; los sitios donde comen; el sitio, el modo, la hora en que duermen; dónde anidan; cómo andan. Éstas son las rutinas que te estoy señalando para que tú puedas darte cuenta de ellas en tu pro­pio ser.

—Has observado las costumbres de los animales en el desierto. Comen o beben en ciertos lugares, ani­dan en determinados sitios, dejan sus huellas en de­terminada forma; de hecho, un buen cazador puede prever o reconstruir todo cuanto hacen.

—Como ya te dije, tú en mi parecer te portas como tu presa. Una vez en mi vida alguien me señaló a mí lo mismo, de modo que no eres el único. Todos nosotros nos portamos como la presa que persegui­mos. Eso, por supuesto, nos hace ser la presa de al­gún otro. Ahora bien, el propósito de un cazador, que conoce todo esto, es dejar de ser él mismo una presa. ¿Ves lo que quiero decir?

Expresé de nuevo el parecer de que su meta era inalcanzable.

—Toma tiempo —dijo don Juan—. Podrías em­pezar no almorzando todos los días a las doce en punto.

Me miró con una sonrisa benévola. Su expresión era muy chistosa y me hizo reír.

—Pero hay ciertos animales que son imposibles de rastrear —prosiguió—. Hay ciertas clases de venado, por ejemplo, que un cazador con mucha suerte pue­de encontrarse, a lo mejor, una vez en su vida.

Don Juan hizo una pausa dramática y me miró con ojos penetrantes. Parecía esperar una pregunta, pero yo no tenía ninguna.

—¿Qué crees que los hace tan difíciles de hallar, y tan únicos? —preguntó.

Alcé los hombros porque no sabía qué decir.

—No tienen rutinas —dijo él en tono de revela­ción—. Eso es lo que los hace mágicos.

—Un venado tiene que dormir de noche —dije—. ¿No es eso una rutina?

—Seguro; si el venado duerme todas las noches a tal hora y en tal sitio. Pero esos seres mágicos no se portan así. Tal vez algún día puedas verificarlo por ti mismo. Acaso sea tu destino perseguir a uno de ellos el resto de tu vida.

—¿Qué quiere usted decir?

—A ti te gusta cazar; tal vez algún día, en algún, lugar del mundo, tu camino se cruce con el camino de un ser mágico y vayas en pos de él.

—Un ser mágico es cosa de verse. Yo tuve la for­tuna de cruzarme con uno. Nuestro encuentro tuvo lugar cuando yo ya había aprendido y practicado mu­cha cacería. Una vez estaba en un bosque de árboles densos, en las montañas de Oaxaca, cuando de re­pente oí un silbido muy dulce. Era desconocido para mí; nunca, en todos mis años de andar por las sole­dades, había escuchado un sonido así. No podía si­tuarlo en el terreno; parecía venir de distintos sitios. Pensé que a los mejor estaba rodeado por un hatajo de animales desconocidos.

—Volví a oír el encantador silbido; parecía venir de todas partes. Entonces me di cuenta de mi buena suerte. Supe que era un ser mágico, un venado. Sa­bía también que un venado mágico conoce las ruti­nas de los hombres comunes y las rutinas de los ca­zadores.

—Es muy sencillo figurarse qué haría un hombre cualquiera en una situación así. Primero que nada, su miedo lo convertiría inmediatamente en una presa. Una vez que se convierte en presa, le quedan dos cursos de acción. O corre o se planta. Si no está armado, por lo común huye a campo abierto y corre para salvar la vida. Si está armado, prepara su arma y se planta, congelándose en su sitio o tirándose al suelo.

—Un cazador, en cambio, cuando se adentra en el monte, nunca se mete a ninguna parte sin fijar sus puntos de protección; por tanto, se pone de inmediato a cubierto. Deja caer su poncho al suelo, o lo cuel­ga de una rama, como señuelo, y luego se esconde y espera a ver qué hace la pieza.

—Así pues, en presencia del venado mágico no me porté como ninguno de los dos. Rápidamente me paré de cabeza y me puse a llorar bajito; derramé lágrimas de verdad, y sollocé tanto tiempo que esta­ba a punto de desmayarme. De pronto sentí un aire­cito suave; algo me estaba husmeando el cabello atrás de la oreja derecha. Traté de voltear la cabeza para ver qué era, y me caí al suelo y me senté a tiempo de ver una criatura radiante que me miraba. El ve­nado me veía y yo le dije que no le haría daño. Y el venado me habló.

Don Juan se detuvo y me miró. Sonreí involunta­riamente. La idea de un venado parlante era entera­mente increíble, por decir lo menos.

—Me habló —dijo don Juan sonriendo.

—¿El venado habló?

—Eso mismo.

Don Juan se puso en pie y recogió el bulto de sus arreos de caza.

—¿De veras habló? —pregunté en tono de perple­jidad.

Don Juan echó a reír.

—¿Qué dijo? —pregunté, medio en guasa.

Pensé que me estaba embromando. Don Juan que­dó callado un momento, como si intentara recordar; luego, con ojos brillantes, me dijo las palabras del venado.

—El venado mágico dijo: «¿Qué tal, amigo?» —pro­siguió don Juan—. Y yo respondí: «Qué tal». En­tonces me preguntó: «¿Por qué lloras?» y yo le dije: «Porque estoy triste». Entonces, la criatura mágica se acercó a mi oído y dijo, tan clarito como estoy hablando ahora: «No estés triste».

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